INTRODUCCIÓN
Trabajos recientes en Psicología Política destacan la necesidad de contribuir al desarrollo y estudio de la socialización política, teniendo en cuenta que este proceso solo forma parte del 4,5% de la literatura científica del área en las últimas décadas (Imhoff & amp; Brussino, 2019; Polo, Godoy, Imhoff & amp; Brussino, 2014). En esa línea, el presente trabajo intenta contribuir a este campo de indagación, efectuando una revisión teórica en torno a una dimensión específica de la socialización política: aquella vinculada con la categoría género. Concretamente, a lo largo de esta revisión intentaremos mostrar la relevancia de postular la noción de socialización política de género a los fines de echar luz sobre una dimensión fundamental del proceso de socialización de las personas. A su vez, nos interesa centrarnos de manera particular en la etapa de la niñez, en tanto la investigación científica sobre socialización política se interesa prioritariamente por el estudio de la adolescencia y la juventud, en detrimento de los estudios del fenómeno en la infancia (Imhoff & amp; Brussino, 2019). Esta vacancia puede relacionarse con la creencia de que los/as niños/as no cuentan con las competencias necesarias para comprender y participar en asuntos complejos, invisibilizándolos/as como actores políticos en tiempo presente (Van Deth, Abendschön, & amp; Vollmar, 2011).
El proceso de socialización, cuyo inicio se ubica en la infancia y continúa a lo largo de toda la vida, se define como el fenómeno mediante el cual las personas interiorizan normas, valores, ideas, ideologías, y códigos simbólicos (Imhoff & amp; Brussino, 2016). Esta noción presenta un carácter dialéctico, en tanto las personas no son meras receptoras de las pautas sociales, sino que también asumen un rol activo para construir su propio sistema de representaciones e imágenes sobre lo social (Benedicto, 1995; Grusec & amp; Hastings, 2007; Morán, 2003; Nateras Domínguez, 2003). En esta línea, el proceso de socia-lización supone una interacción de influencias mutuas entre individuo y sociedad, donde las personas son influenciadas por la sociedad, en el marco de un proceso de reapropiación activa, a la vez que ellas mismas influencian las relaciones sociales en las que se inscriben (Malafaia, Fernandes Jesus, Ribeiro, Neves, Fonseca, & amp; Menezes, 2012).
El estudio de los procesos de socialización articulado a la categoría género permite complejizar la reflexión acerca de los distintos modos de sentir, pensar y actuar atribuidos a las personas en función de su sexo y su identidad sexo-genérica, como así también favorece la comprensión de las representaciones sociales que se constituyen sobre ellas a lo largo de la historia. En esta línea, se parte de la distinción entre dos categorías: el sexo y el género. El sexo agrupa las características morfológicas y de otro tipo predeter-minadas en tanto que hembras y machos de la especie humana (Fernández, 2001). En cambio, el género se constituye como construcción socio-cultural en torno a un conjunto de rasgos y formas de comportamiento normativizados, adjudicados y esperados, que posibilitan distinguir a las personas en función de este aspecto (González Hernández & amp; Castellanos Simons, 2003). Así, el género como categoría normativa se organiza mediante procesos de socialización diferenciales, donde cada quien es ubicado/a en función de la lógica patriarcal (Cabral, 2008). De esta forma, el género no se define por diferencias de tipo biológico o psicológico entre las personas, sino que se constituye en función de las relaciones que existen entre ellas (Torres Esperón, Lozano Lefrán, & amp; Rodríguez Washington, 2013). Es, por ello, una categoría netamente relacional. A su vez, se configuran identidades y papeles sociales diferenciales según la pertenencia a uno u otro sexo, y se establece una jerarquía entre los géneros (Fernández, 2001). Estas relaciones no son datos naturales, sino construcciones sociales, donde el dominio históricamente asociado al género masculino se transforma en una expresión de desigualdad social (De la Cruz, 2007). Es decir, el género además de diferenciar a las personas, las opone en relaciones asimétricas de poder (Cabral, 2008).
De esta forma, Hernández García (2006) entiende al género como una categoría explicativa de todas aquellas construcciones socio-históricas que se realizan sobre la base de la diferenciación sexual. La autora sitúa el origen del concepto en la década del ‘60 dentro del paradigma médico de las ciencias psicológicas. Los/as autores/as de aquella época se interesaron en hallar los factores que pudieran ejercer alguna influencia en la identidad sexual y el comportamiento femenino y masculino. En la década del ‘70 se incorpora la categoría género a los Estudios de la Mujer promovidos desde el feminismo norte-americano, dando lugar a lo que posteriormente se denominaría Estudios de Género. A partir de allí, el sexo y el género serían estudiados como categorías diferentes, donde el sexo aparece como lo heredado y el género como lo adquirido mediante un proceso de aprendizaje cultural. Estos estudios en materia de género permitieron avances, no solo científicos o académicos, sino fundamentalmente políticos: a través de ellos, se pretendía reflexionar sobre el determinismo biológico y ampliar los marcos teóricos a favor de la igualdad de las mujeres (Lamas, 1999). De esta forma, la comprensión de género como construcción cultural e histórica propuso el ejercicio de una verdadera práctica política democrática que incluyera también a lo femenino (Cabral, 2008).
No obstante, nuevas corrientes teóricas comenzaron a debatir la asociación entre sexo/biología y género/cultura. Se cuestionó al género como mecanismo de regulación social entre hombres y mujeres, y la legitimación que encontraba en la diferenciación sexual (García-Granero, 2017). Es decir, la distinción tradicional entre sexo y genero supuso que los cuerpos nacían sexuados como machos o hembras y, mediante procesos de socialización, eran constituidos respectivamente como varones y mujeres (Mattio, 2012). En esta línea, Gayle Rubin (1975) comenzó a defender la tesis de que ambas categorías pueden pensarse como construcciones sociales, donde el sexo se consolida a través del género. Estos postulados fueron retomados y desarrollados por Judith Butler (1990), quien definió al sistema sexo/género como sistema binario, donde se opone la hembra al macho, lo femenino a lo masculino, en términos jerárquicos y simplistas, basados en el determinismo biológico. En otras palabras, el binarismo de género varón/mujer tiene como correlato la diferencia sexual biológica entre machos y hembras, configurando una supuesta relación causal o expresiva entre sexo, género y deseo: si nace hembra, entonces es mujer y desea a los varones, y viceversa. A partir de allí, la autora desarrolló su concepción performativa del género, según la cual toda actuación de género no es más que el efecto de la repetición de significados elaborados y perpetuados socialmente (Butler, 2001). Este fenómeno dificultaría la experiencia de la propia corporeidad y favorecería la exclusión de identidades diversas-disidentes (García-Granero, 2017). Por ello, Butler (1990), propuso el desarrollo de nuevas teorizaciones que discutan las formas tradicionales de concebir a la masculinidad y la feminidad. En este contexto, surgen las epistemologías queer y trans, que buscan interpelar los órdenes sociales sobre los cuerpos, las identidades y la subjetividad (Campagnoli, 2018). De esta forma, las perspectivas posfeministas evidencian el origen biomédico de la categoría género y critican la noción de sexo como dato biológico, al señalar su carácter construido, en tanto que también puede ser intervenido con diversas tecnologías del cuerpo –biotecnológicas, quirúrgicas, endocrinológicas– y de representación –fotográficas, cinematográficas, televisivas– (Mattio, 2012).
SOCIALIZACIÓN POLÍTICA DE GÉNERO
Los procesos de socialización de género tienen su inicio en la niñez, adjudicando a niños y niñas diferentes pautas sobre cómo deben o no deben sentir, pensar y actuar, en función del sexo como categoría biológica (Climent, 2009). Tales expectativas condicionan el acceso de los individuos a diferentes oportu-nidades, e inciden en sus elecciones, trayectorias e intereses (Mercer, Szulik, Ramírez, & amp; Molina, 2008). Desde esta perspectiva, los procesos de socialización son diferenciales, configurando modos asimétricos de poder entre niños y niñas, reforzados a lo largo de su vida por mandatos familiares e institucionales (Mercer et al., 2008). Por ello, el estudio del fenómeno es susceptible de análisis político, en tanto los varones/niños suelen ser ubicados en una posición dominante, mientras que las mujeres/niñas son fre-cuentemente relegadas a posiciones de subordinación, al tiempo que distintas opciones de disidencias sexuales son en ocasiones resistidas y negadas en la etapa de la infancia. Estos procesos responden a un orden social y político dominante, normativo y valorativo, e influyen en las prácticas presentes y futuras que las infancias desarrollan en el ámbito de lo público y de lo privado, ya sea reproduciendo las relaciones de poder, ya sea revelándose contra el orden social vigente. Por todo ello, el presente trabajo propone la introducción de una nueva categoría de análisis: la socialización política de género.
Sílvia De la Cruz (2007) sostiene que en el análisis de las relaciones sociales, el poder que se otorga a uno de los términos –el hombre- ubica a la mujer como el “otro” de la ecuación, lo distinto, lo subor-dinado, lo excluyente -y, por cierto, ubica a las disidencias en el campo de lo abyecto-. Para la autora, se trataría de una asignación arbitraria de atributos y funciones ligadas al sexo biológico, que configura un sistema dual de categorización estereotipada. Es así que, para el desarrollo de la identidad sexuada, la asunción de roles sociales y la afirmación de la jerarquía entre los géneros, funciona un dispositivo este-reotipador (Fernández, 2001). Los estereotipos de género se definen como el conjunto de conocimientos simples, previos e irracionales que se adjudican a las personas según su sexo biológico, e influyen en su forma de ser o identidad, y en su manera de comportarse o rol (Fernández, 2001). Son elaborados desde los grupos dominantes a modo de mecanismo ideológico para explicar y legitimar la inferioridad de los grupos dominados (Cobo & amp; Bedia, 1995). Al respecto, históricamente se ha considerado que la condición biológica de algunas personas para engendrar, parir y amamantar, se relaciona con una capacidad innata para criar y cuidar. En la misma línea, Eva Fernández (2001) menciona que a las mujeres se les adjudi-can rasgos de ternura, dulzura, debilidad, emotividad e instinto maternal, asociadas al trabajo doméstico y el cuidado de las personas; mientras que los varones son asociados a la agresividad, competitividad, acción, riesgo e iniciativa, estimulando rasgos valorados en la esfera pública. En la niñez, los estereotipos propuestos por la cultura son reforzados por los adultos y adultas, dirigiéndose de forma diferencial hacia niños y niñas (Echeverría Linares, 2004).
Recuperando una mirada desde la teoría de las representaciones sociales (en adelante RS), Maria Banchs (1999) analiza las identidades y relaciones de género. Para la autora, el núcleo central de las RS es siempre núcleo hegemónico, y menciona que en la sociedad contemporánea todavía se cree que algu-nas formas específicas de ser y comportarse están biológicamente determinadas en función del sexo. No obstante, a nivel periférico existe una gran diversidad de identidades femeninas y masculinas. Por ello, las RS sobre el varón y la mujer están en conflicto, en una lucha por emancipar su núcleo. Actualmente se pueden observar ciertos avances en materia de género, posibilitando la participación de un gran número de mujeres en la esfera pública. No obstante, para la autora sigue existiendo una subordinación del género femenino, en tanto que las tareas desempeñadas por mujeres reproducen la fuerza laboral del hombre, el tiempo libre es considerablemente inferior y se dificulta el acceso a cargos de alta jerarquía, entre otros aspectos que dan cuenta de la desigualdad de género. A su vez, resulta importante considerar que este cambio no se ha producido de forma paralela en los grupos de varones. Las mujeres siguen asumiendo la responsabilidad principal de las tareas domésticas, la crianza y educación de los/as hijos/as (González Pozuelo, 2009; Gaba & amp; Salvo Agoglia, 2016; Wigdor, 2016). Estas contradicciones incrementan los nive-les de morbilidad, estrés y gastos a nivel emocional y personal para las mujeres que tratan de conciliar intereses muchas veces contrapuestos (Álvarez & amp; Gómez, 2011; Covarrubias Terán, 2012).
En el análisis de las relaciones de poder entre géneros, se reconoce el acceso tardío de las mujeres a los derechos ciudadanos (Arellano & amp; García, 2016). En esta línea, De la Cruz (2007) realiza una crítica a las investigaciones actuales en materia de género, las cuales plantean que las responsabilidades de hombres y mujeres en la esfera pública y privada se encuentran compartidas. Para la autora, estos estudios ocultan que la distribución de tareas todavía responde a un sistema jerarquizado de valores, donde los papeles desempeñados parecen complementarios, cuando en realidad están subordinados los unos a los otros. Es decir, las mujeres siguen siendo asociadas a una serie de atributos distintivos, que las ubican por debajo del modelo masculino dominante y en el ámbito de la subalteridad (Molyneux, 2001). El estudio de las relaciones de poder se complejiza al retomar la noción de interseccionalidad, acuñada por primera vez en 1989 por Kimberlé Crenshaw. Se trata de una perspectiva teórica y metodológica que propone una percepción cruzada de las relaciones de poder, donde se tiene en cuenta la interrelación de factores como género, raza y clase social (Vigoya, 2016). Se plantea así una dificultad para pensar una dominación de género, de clase social y de raza de manera aislada. De esta forma, el dominio históricamente asociado al género masculino se atribuye a varones blancos, heterosexuales y de clase alta. A su vez, esta perspectiva posibilita comprender las múltiples heterogeneidades que existen entre los propios varones, dando cuenta de la configuración de una pluralidad de masculinidades.
Todas estas formas de desigualdad social también pueden encontrarse en el terreno político (Arellano & amp; García, 2016). En términos de participación política, las mujeres han sido históricamente relegadas al ámbito de lo privado, en función de los atributos estereotipados que se les asigna (Freidenberg, 2018). Asimismo, aquéllas que pueden incorporarse a la esfera pública, enfrentan constantemente obstáculos en su desempeño, tan solo por su condición de género (Vázquez-García & amp; Chávez-Arellano, 2011, 2012). A su vez, los contenidos transmitidos desde la cultura patriarcal a través de los procesos de socialización, delimitan acciones políticas diferenciadas para cada género, como la actitud frente a procesos electorales, los procesos de toma de decisiones, el seguimiento de los proyectos políticos, y el conocimiento de las formas de acción ciudadana (Arellano & amp; García, 2016).
LA VIOLENCIA DE GÉNERO COMO CONTENIDO DE LOS PROCESOS DE SOCIALIZACIÓN POLÍTICA DE GÉNERO
En otro orden, la socialización política de género también encuentra su correlato en las distintas formas de violencia de género. Según Fernando Barragán Medero (2006), la violencia de género puede ser comprendida como el resultado de la socialización diferencial y los procesos de legitimación social y cultural de la violencia. De esta forma, existen mecanismos sociales que vinculan al género masculino con la agresividad y formas explícitas de violencia, entre ellas, la violencia hacia las mujeres y disiden-cias. Así, en contraposición a las teorías tradicionales sobre el perfil psicopatológico del maltratador, la víctima provocadora y la existencia de factores desencadenantes de la violencia; las teorías de género señalan que la violencia hacia las mujeres es producto de la socialización (Hyde, 1995). En consonancia, Barragán Medero (2006) cuestiona la noción de violencia doméstica, que ubica a la violencia de género en la esfera privada y familiar, sin posibilidad de intervención institucional o financiación para programas de prevención. A su vez, menciona que las instituciones políticas que no proponen medidas efectivas frente a la problemática, en realidad consienten la violencia de género como mecanismo útil para mantener el orden social vigente y justificar otras formas de violencia. En esta línea, la violencia de género también se constituye en un fenómeno político.
Por su parte, Ana Fernández (2009) refiere la existencia de distintos mecanismos de dominio y control que restringen libertades individuales y colectivas, conduciendo a grandes grupos de niñas y mujeres a situaciones desigualdad social, riesgo, e incluso la muerte. La autora menciona procesos de inferiorización, discriminación y fragilización que operan como naturalizaciones. Es decir, la violencia es posible cuando la sociedad logra ubicar al grupo objeto de violencia en una posición de inferioridad, legitimando el comportamiento diferencial hacia tal grupo. Estos fenómenos dan lugar a lo que la autora denominó invisibles sociales: hechos invisibilizados, que están presentes en la realidad social pero se perciben como naturales. Tales manifestaciones pueden ir desde el maltrato físico, hasta la desigualdad en la distribución de las tareas domésticas. A su vez, tienen lugar en las distintas esferas de la sociedad, pública y privada, y asumen diferentes formas: económica, política, laboral, obstétrica, física, simbólica, psicológica, entre otras. En cualquiera de estos casos, la autora denuncia cierto grado de impunidad insti-tucional, que responde a un poder patriarcal y su pacto de silencio ante estas situaciones. Por tal motivo, la autora plantea que las violencias cotidianas también son una forma de violencia política.
Otro punto interesante en la obra de Fernández (2009) gira en torno a la existencia de dispositivos de desigualación1. La autora expone que el intento de alcanzar los ideales democráticos e igualitarios en la sociedad contemporánea fue acompañado, paradójicamente, de un reforzamiento de diversos dispo-sitivos de discriminación, marginalización y exterminio. Este fenómeno es posible gracias a las grandes desigualdades económicas y políticas, pero su eficacia y duración depende fundamentalmente de una dimensión subjetiva. Es decir, la acción y efecto de tales dispositivos se justifica a partir de argumentos que forman parte del bagaje subjetivo de los grupos sociales, donde lo diferente es sinónimo de inferior. Para tal fin, los grupos más poderosos se valen de la construcción de discursos que a su vez instalan una tensión entre la propia percepción de inferioridad y diferentes grados de resistencia ante el orden vigente. La autora concluye que los diversos dispositivos de desigualación han favorecido la consolidación de mitos sociales acerca de qué es un hombre y qué es una mujer en cada momento histórico, como así también han pautado los comportamientos para uno y otro género en los diferentes ámbitos que se desenvuelven.
AGENTES, AGENCIAS Y ÁMBITOS DE SOCIALIZACIÓN POLÍTICA DEGÉNERO EN LA NIÑEZ
Se hace necesaria, entonces, la revisión crítica de los procesos de socialización de género en todos los ámbitos de la sociedad. Tales procesos se desarrollan mediante la acción de distintas personas e insti-tuciones (Grusec & amp; Hastings, 2007) y en diferentes ámbitos (Benedicto, 1995). De manera general, cada agencia/agente/ámbito se presenta como espacio más o menos significativo para la construcción de los universos políticos de los individuos (Imhoff & amp; Brussino, 2016).
En lo que respecta a las agencias/agentes/ámbitos de mayor relevancia en la población infantil, algunos/as autores/as destacan la importancia de la familia y la escuela (Grusec & amp; Hastings, 2007; Lyra Aráujo, 2009; Morán, 2003). Es en la primera socialización o socialización primaria dentro del entorno familiar, donde se transmiten contenidos básicos para el desarrollo de la identidad de género (Fernández, 2001). A su vez, durante la socialización secundaria, que se produce en la interacción con las instituciones y los medios de comunicación, se confirma y legitima dicha identidad, junto con la asunción de roles preestablecidos en función del género (Brullet, 1996). Otros/as autores/as se refieren también a procesos de socialización política entre pares (Fabes, Martin, & amp; Hanish, 2003; Martin & amp; Fabes, 2001; Martin, Kornienko, Schaefer, Hanish, Fabes, & amp; Goble, 2013), en la religión como agencia de socialización (Bar-ragán Medero, 2006; Loeza Reyes, 2007; Imhoff & amp; Brussino, 2015), el efecto de las nuevas tecnologías (Lee, Shah, & amp; McLeod, 2012) y en otros ámbitos (Oller I Sala, 2008).
En lo que concierne a la influencia familiar, los procesos de socialización también deberán ser leídos desde una perspectiva interseccional, con el objetivo de comprender de manera más compleja las diversidades que adquiere este proceso en cada familia, en función de factores como clase social, raza, condición migratoria, entre otros. En la literatura científica, se pueden encontrar autores como Maria Arellano y Verónica García (2006) que describen a la familia como una institución con jerarquías alta-mente marcadas por un ejercicio del poder patriarcal, con exclusión de miembros y grupos subalternos. En esta línea, Campbell Leaper (2013) postula que una de las primeras preguntas que surge en los/as padres/madres durante el embarazo es si van a tener una niña o un niño. Desde ese primer momento, asignan a sus hijos/as características asociadas al género que luego se traducen en una identidad social que influye en la vida y los roles a desempeñar. Es decir, muchas veces las expectativas rígidas se traducen en acciones sociales concretas (González Gavaldón, 1999). Tales expectativas se manifiestan en términos de habilidades –“los niños son buenos para las matemáticas y las niñas para la literatura”-, rasgos de personalidad –“los niños son agresivos y las niñas tranquilas”-, y roles –“los niños llegan a ser científicos y las niñas amas de casa”- (Berenbaum, Martin, & amp; Rublo, 2008). A su vez, algunos/as autores/as se han interesado en el estudio de los tratamientos diferenciales de los/as progenitores/as hacia sus hijos/as, que se manifiesta en mayor medida en las actividades que promueven y los juguetes que compran para cada uno/a (Lytton & amp; Romney, 1991).
En contraposición, y de forma más reciente, muchos/as padres/madres han dejado de lado las expectativas tradicionales y han adoptado otras más igualitarias (Blakemore & amp; Hill, 2008; Marks, Lam, & amp; McHale, 2009). Incluso, la literatura muestra algunos ejemplos de progenitores/as que deciden criar a sus hijos/as sin una asignación de género (Green & amp; Friedman, 2013). En esta línea, Fefa Núñez (2017) se refiere a la crianza queer como un estilo de crianza reflexionado que va más allá del binarismo y apunta a la posibilidad de alojar la diferencia y la expresión de género en la infancia.
El estudio de Jaime Marks, Chun Lam y Susan McHale (2009) se ofrece como un valioso aporte para comprender la incidencia de los patrones familiares en los roles de género. Los/as autores/as demuestran que los cambios sociales en materia de género y crianza, han afectado de manera diferencial a las familias y sus miembros, dando lugar a patrones familiares distintos: (a) progenitores/as e hijos/as tradicionales; (b) progenitores/as e hijos/as igualitarios/as; y (c) progenitores/as tradicionales y niños/as igualitarios/as. En el primero y segundo de los casos, los/as progenitores/as actúan como instructores/ as del género infantil. En los patrones tradicionales, se observó que los/as progenitores/as reforzaban comportamientos estereotipados según el género, a través de instrucciones directas o modelado; mientras que en los patrones igualitarios se registraron divisiones equitativas entre progenitores/as y entre hijos/ as en las tareas domésticas y de cuidado. Estos resultados coinciden con estudios que demuestran que la participación de los varones en el cuidado del hogar disminuye la configuración de estereotipos de género en los/as niños/as (Deutsch, Servis, & amp; Payne, 2001). Conclusiones similares se han obtenido en investigaciones sobre niños/as criados/as por parejas del mismo género (Fulcher, Sutfin, & amp; Patterson, 2008). En el último de los casos, donde el patrón familiar se caracteriza por progenitores/as tradicionales y niños/as igualitarios/as, las autoras enfatizan la importancia de los procesos cognitivos en el desarrollo de género y la influencia de otros contextos de socialización por fuera del ámbito familiar. Por lo tanto, aunque se reconoce el rol de los/as progenitores/as como agentes de socialización de género, también los/as niños/as actúan como productores de su propio desarrollo.
En otro orden, y como se mencionó, también la escuela pareciera tener un rol importante en el proceso de socialización política durante la infancia. La escuela, en tanto institución social, es el primer espacio público en que participan los/as niños/as, y sus agentes, lejos de reproducir los lazos familiares, establecen un contrato político con los/as estudiantes (Siede, 2009). De esta forma, la escuela se encarga de transmitir a sus miembros los conocimientos necesarios para adaptarse a la cultura política dominante (Fernández Olivera, 2004).
Barragán Medero (2006) menciona a la escuela como un ámbito que ejerce y reproduce formas políticas y simbólicas de violencia de género. La primera de ellas se pone de manifiesto en el consenti-miento tácito de la administración educativa. Esta violencia se ejerce cuando las medidas adoptadas por la institución son insuficientes para proteger los derechos e intereses de las niñas. Se trata de instituciones que, de forma implícita o explícita, justifican y perpetúan la violencia de género como forma de resolución de conflictos. Respecto a la violencia simbólica, la función de la educación patriarcal es perpetuar las desigualdades de género, de modo que algunos grupos se ubiquen en una posición dominante (Torres, 1991). Todos estos procesos aparecen como formas naturales de socialización, por lo que la violencia se manifiesta muchas veces de manera implícita (Barragán Medero, 2006). Esto ocurre, por ejemplo, en la fragmentación de la violencia manifiesta en los currículums escolares, empeñados en enseñar a través de las distintas asignaturas hechos de violencia que nunca son sometidos a un análisis crítico de la cultura.
Por otro lado, investigaciones recientes mencionan que dentro de las escuelas se reproducen estere-otipos de género, promoviendo hábitos de investigación, energía y desenvoltura en los niños; y atributos de dulzura, abnegación y prudencia en las niñas (Ballarín Domingo, 2007). Frente a la problemática, el Programa de las Naciones Unidas propone la equidad de género como uno de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, e incluye entre sus objetivos específicos la eliminación de las desigualdades de género en la enseñanza de los niveles primario y secundario (Organización Mundial de la Salud, 2010).
Según Pilar Ballarín Domingo (2007), la escuela se presenta como un espacio de socialización en valores y normasde género en tanto que, a lo largo de los añosescolares, los niños y niñas aprenden cómo deben pensar, sentir y actuar los hombres y las mujeres. Para la autora, este aprendizaje no se produce únicamente a través de contenidos curriculares manifiestos o explícitos, sino también mediante los modelos que se ofrecen a los/as estudiantes. Es decir, la supuesta igualdad entre niños y niñas dentro de la escuela, en realidad propicia caminos históricos diferentes enfuncióndelas diversas formas dedesigualdadentrelos géneros.Estosevinculaconlos estudios de Carmuca Gómez, Mayca Fernández, Claudia Cifuentes, Antonia Carmona y Francisco Fernández (2001, quienes encontraron que si bien las niñas se adecuan mejor a los criterios de excelencia escolar, poste-riormente manifiestan una tendencia a elegir carreras profesionales de menor valoración en el mercado. A su vez, las niñas suelen dirigirse hacia estudios en los que cuentan con modelos femeninos profesionales y hacia puestos de trabajo feminizados, caracterizados por el control externo y la ausencia de toma de decisiones. En esta línea, la escuela no es el origen de la desigualdad pero sí contribuye a la reproducción de estereotipos de género2, ya que no reconoce las realidades diferenciadas para unas y otros, ni tampoco interviene activamente para la disminución de la problemática (Ballarín Domingo, 2007).
A su vez, algunos estudios (Antón Fernández, 2006) demuestran que los/as profesores/as estimu-lan y evalúan a los/as niños/as de manera diferente en función de estereotipos de género. Se observa cómo las relaciones entre profesores/as y estudiantes están marcadas por interacciones y expectativas diferenciadas en función del género, sobre todo en la valoración de las capacidades de unos y otras. respectonsias porque estamos asadaextensipasadadasRespecto a los materiales escolares, numerosos estudios ponen de manifiesto que los libros y apuntes presentan contenidos androcéntricos y transmi-ten estereotipos que refuerzan la discriminación hacia las mujeres (Antón Fernández, 2006; Ballarín Domingo, 2007; García Ramírez, 2014). Por su parte, la estructura organizativa de la escuela, el uso del espacio, los juegos y las prácticas también pueden considerarse un reflejo de la jerarquización social (Antón Fernández, 2006). Al respecto, el patio escolar, espacio de convivencia y juego, es ocupado casi en su totalidad por los varones. Esto sucede porque el modelo de patio escolar como cancha, asociado históricamente a una actividad masculina, se ha impuesto sobre el modelo de patio como jardín, sombra o recreo, históricamente asociado a actividades femeninas (Ballarín Domingo, 2007).
Otro punto interesante a considerar es el rol de la institución escolar en la transmisión de ideas y prejuicios en torno a la sexualidad. Esto sucede cada vez que se promueven conductas diferenciales para varones y mujeres, cuando se opina acerca de lo que significa ser madre o padre e, incluso, cuando se ocultan situaciones de abuso sexual. Los prejuicios forman parte de toda institución, incluso de aquellas que deciden omitir cualquier referencia a la sexualidad (Faur, 2007). En estos casos, la misma se plantea como un tema tabú, misterioso, personal, privado y, en última instancia, de responsabilidad familiar. Al respecto, Graciela Climent (2009) propone una revisión histórica de los diferentes enfoques adoptados en la educación sexual de niños/as y adolescentes: (a) Enfoque moral-religioso, cuyo objetivo es pre-servar los valores tradicionales y religiosos mediante normas restrictivas de la sexualidad; (b) Enfoque médico-preventivo, relacionado con la enseñanza de los aspectos biológicos de la sexualidad humana y la prevención enfermedades de transmisión sexual y embarazos no deseados; y (c) Enfoque integral que, sin dejar de lado el enfoque médico-preventivo, propone superar sus limitaciones y promover la enseñanza de los derechos sexuales y (no) reproductivos de niños y niñas desde una perspectiva de género.
En este contexto, en Argentina surge la Ley Nacional n° 26150/2006) junto con el Programa Nacional de Educación Sexual Integral, proclamando el derecho de los/as estudiantes de todos los niveles educati-vos a recibir educación sexual integral, tanto en los establecimientos de gestión estatal, como de gestión privada. Se entiende por educación sexual integral aquella que articula aspectos biológicos, psicológicos, sociales, afectivos y éticos. En este punto no solo se incluye la promoción de actitudes responsables ante la sexualidad y la prevención de los problemas relacionados con la salud sexual y (no) reproductiva, sino que también se procura la igualdad de trato y oportunidades. Se promueve la toma de decisiones libres sobre la propia sexualidad y reproducción, dejando de lado cualquier forma de coacción, discriminación, o violencia (Checa, 2005). De esta forma, se plantea la educación sexual integral desde una perspectiva de género y en términos relacionales, lo cual constituye un aporte significativo en la comprensión de las desigualdades de género (Torres, 2013).
LOS PROCESOS DE SOCIALIZACIÓN POLÍTICA DE GÉNERO EN OTRAS AGENCIAS/AGENTES/ÁMBITOS DE SOCIALIZACIÓN
Los medios de comunicación también intervienen en los procesos de socialización política (Imhoff & amp; Brussino, 2016), y es por ello que nos interesa problematizar su rol en la socialización política de género específicamente. Durante la niñez, ejercen una notable influencia en las percepciones sobre la sociedad y la política (Van Deth et al., 2011). Entre los medios de comunicación más relevantes se encuentra la televisión, entendida como constructora de significados y realidades (Fernández, 2001). Joan Ferrés (1996) considera que la eficacia televisiva se relaciona con la presentación de contenidos de carácter pre-lógicos y la apelación a las emociones. De esta forma, se activan dos mecanismos socializadores: el aprendizaje por modelado y la creación de contextos.
Respecto de esta agencia socializadora, Henry Giroux (2010) desarrolló un análisis crítico de los contenidos ideológicos transmitidos en las películas de Disney. Entre ellos, el autor destaca la legitima-ción de las desigualdades de género, la transmisión de estereotipos raciales y la visión colonialista de la historia. A su vez, se ha registrado que la programación infantil reproduce y justifica la violencia de género en varios dibujos animados (Fernández, 2001; Martín, 2016; Pérez-Ugena, Menor-Sendra, & amp; Salas, 2010). En esta línea, también se destaca la transmisión de estereotipos de género en los programas y la hegemonía del modelo masculino dominante en las estrategias de venta de productos (Fernández, 2001; Martínez-Pastor, Nicolás-Ojeda, & amp; Salas-Martínez, 2013; Melo & amp; Astorino, 2016).
Estudios actuales (Autora & amp; Colaboradora, 2016) proponen el análisis de las nuevas tecnologías como medios de comunicación de contenidos políticos. En esta línea, autores como con Lee et al. (2012) destacan la importancia de los medios digitales como plataformas que intervienen en el desarrollo de habilidades y el aprendizaje de conocimientos esenciales para la participación política.
En otro orden, diversos/as autores/as han investigado la construcción de identidades de género en el proceso de socialización entre pares, observando que mientras mayor es el tiempo que los/as niños/as comparten, su comportamiento basado en el género se vuelve más parecido (Martin et al., 2013). Tales procesos pueden responder a indicaciones directas o a modelados entre pares indirectos. Esto último se relaciona con que los/as niños/as suelen pasar la mayor cantidad de tiempo jugando con pares del mismo sexo (Fabes, Martin, & amp; Hanish, 2003; Martin & amp; Fabes, 2001). La segregación de géneros comienza desde temprana edad y aumenta durante la educación primaria (Mehta & amp; Strough, 2009). En consecuencia, niños y niñas atraviesan trayectorias, experiencias y aprendizajes diferenciados que con el tiempo se refuerzan (Hanish & amp; Fabes, 2013).
Por otra parte, también existen procesos de socialización política de género en el marco de los distintos cultos de pertenencia. Así, por ejemplo, los mecanismos utilizados por las distintas religiones (Tamayo, 2004) para legitimar la violencia son sumamente variados. En la religión católica, se pueden mencionar algunos como la mortificación y la búsqueda de la santidad mediante el sufrimiento estoico, la culpa dirigida hacia las mujeres por la violencia ejercida por los hombres y la obediencia que los hombres imponen a las mujeres (Barragán Medero, 2006).
CERRAR PARA ABRIR
La revisión bibliográfica en la temática invita a repensar las relaciones de poder entre las perso-nas en función de su identidad sexo-genérica dentro de la estructura social y cultural, con el objetivo de desmantelar los anclajes tradicionales del pensamiento que niega la categoría de sujetos niñas, mujeres y disidencias (Cabral, 2008). En este marco, se destaca la importancia de introducir la noción de socialización política de género, en tanto los fenómenos estudiados son susceptibles de análisis político por responder a un orden social y político dominante, que condiciona el acceso de las infancias a diferentes oportunidades, como así también incide en sus elecciones, intereses, roles, trayectorias y prácticas pre-sentes y futuras (Mercer, Szulik, Ramírez, & amp; Molina, 2008). Del mismo modo, estos procesos influyen en el aprendizaje de niños y niñas de pautas y creencias compartidas socialmente, que reproducen for-mas de desigualdad social entre los géneros (Muñiz Rivas, Cuesta Roldán, & amp; Povedano Díaz, 2015). Diversos estudios dan cuenta de las consecuencias de tales procesos de socialización diferenciada en las infancias, como el aprendizaje de rasgos de género estereotipados, donde la masculinidad se vincula a la violencia, el dominio, el riesgo, la habilidad y la inteligencia; mientras que la feminidad se asocia a la debilidad, la imprudencia, la bondad, la pasividad y los valores estéticos (Porto Pedrosa, 2010). Otros/ as autores/as vinculan el aprendizaje de tales rasgos y la perpetuación de formas de violencia de género en la adolescencia (Muñiz Rivas, Cuesta Roldán, & amp; Povedano Díaz, 2015). La socialización diferenciada también influye en el fenómeno de la segregación de género a la hora de elegir grupos de pares (Mentha & amp; Strough, 2009) y en la segregación en la elección de carreras profesionales (Gómez, Cifuentes, Carmona, & amp; Fernández, 001). Finalmente, los procesos de socialización para niños y niñas influyen en sus acciones políticas presentes y futuras como la actitud frente a procesos electorales, los procesos de toma de decisiones, el seguimiento de los proyectos políticos, y el conocimiento de las formas de acción ciudadana (Arellano & amp; García, 2016).
Esta nueva noción pretende subrayar la complejidad de los fenómenos que hemos planteado, pos-tulando la insuficiencia de abordarlos únicamente como outcomes del proceso de socialización política, o del proceso de socialización de género. El entrecruzamiento de ambas dimensiones de la socialización, la política y la de género, insiste en señalar que en la interacción de estos dos planos emerge un plus que no es reductible a ninguna de las dos dimensiones.
El abordaje de la problemática planteada es de suma relevancia para el escenario político con-temporáneo. Desde este marco, se espera contribuir al desarrollo de nuevas líneas de investigación en la temática, donde se articule la práctica política con la perspectiva de género, con el propósito de proble-matizar y modificar todas aquellas concepciones que legitiman formas de participación política y social desiguales entre las personas en función de su género. Asimismo, se propone continuar profundizando en el estudio de las instituciones implicadas en la socialización política de género en las infancias, como así también considerar la influencia que pueden tener las teorizaciones provenientes del campo de la medicina e, incluso de la psicología, en el desarrollo y perpetuación del fenómeno.