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Psicologia para América Latina
versión On-line ISSN 1870-350X
Psicol. Am. Lat. n.10 México jul. 2007
LA CIUDAD COMO AMENAZA
El miedo a la ciudad, o el metro y el arte de la desaparición
Miguel Angel Aguilar D.; Blanca Eugenia Cervantes O.
UAM-I
RESUMEN
El texto busca abordar las dimensiones sensibles presentes en la experiencia del viaje metropolitano en el sistema de transporte colectivo, metro, de la ciudad de México. Se piensa en los viajeros como actores urbanos anónimos que desde sus estrategias de socialidad recrean un mundo social poderoso y subterráneo. A partir de ubicar el viaje como un evento de multitudes se explora el miedo a la ciudad como un miedo a los otros y a la desaparición. El análisis de entrevistas e información etnográfica proporciona el material empírico para el análisis.
Multitud y miedo
No es nuevo decir que el tema del miedo urbano ha sido expropiado por los medios de comunicación. La reiteración inclemente de eventos que dislocan la sensación de orden forman parte ya de lo que día con día está en los medios y en las expectativas del público. Incluso al momento de preguntarnos dónde están nuestras ansiedades se evoca lo que hemos visto en alguna primera plana o en alguno de los minutos perdidos de los noticiarios. Llega a ser tan atroz como previsible este miedo cotidiano que ha sido inevitablemente banalizado. Con todo, en el interés que muestra el público en los temas de asaltos, robos, accidentes, seguramente hay algo más que el mero regodeo en los lugares comunes mediáticos.
Ese algo más nos parece que puede ubicarse en uno de los temas recurrente de las ciencias sociales en el siglo XX: el de las multitudes y la ciudad. A principios del siglo XX se señalaba que la modernidad residía en las ciudades, lo cual implicaba la desaparición de la idea de comunidad y de vínculo social tal y como había sido practicada hasta ese entonces. Al respecto se pueden revisar los trabajos pioneros de Georg Simmel (1979) y de los autores de la Escuela de Chicago (Hannerz,1984; Wirth,1964) De aquí que muchos temas emergentes de análisis tuvieran que ver con la diferencia, la heterogeneidad y el rompimiento de jerarquías sociales estables. Se comienzan así a legitimar reflexiones sobre el anonimato, la sobreestimulación sensorial y cierto embotamiento afectivo de los habitantes urbanos. Todo esto fue pensado teniendo como trasfondo a las grandes metrópolis occidentales: Berlín, Chicago, Paris, Nueva York. Y baste recordar que cada una de ellas, dentro de su escala histórica y geográfica particular, era una ciudad habitada por multitudes.
El rumor de las multitudes se filtra de muchas maneras en la reflexión sobre lo urbano en el siglo pasado. No sólo ha sido el caso de analizar la acción de las masas en momentos de frenesí político o social y ligarlo con la figura de líder (recordemos los trabajos fundadores de Gustave Le Bon, 1983). También es posible ubicar los análisis que piensan a la multitud más allá de la copresencia, se le piensa inaugurando una modalidad de comunicación social particular, en donde un mensaje recibido simultáneamente por miles de personas produce un acercamiento al mundo social basado en la opinión y en la sensación no de compartir el mismo espacio . Estas pautas de análisis involucra a autores que van desde Gabriel Tarde y su magistral La opinión y la Multitud publicado en 1901, hasta análisis ya clásicos de Richard Sennett (1996) en donde la idea de espacio público convoca nociones de encuentro social, contacto corporal, heterogeneidad y su valoración. Es en el terreno de las interacciones sociales, o más precisamente, las microinteracciones, en donde se han desarrollado análisis que permiten entender cómo se formulan y recrean acuerdos tácitos que permiten la coexistencia de extraños en los espacios públicos (ver Delgado, 1999). El análisis de estrategias de socialidad ha sido relevante para entender el significado de espacios, encuentros y reacciones ante lo inédito y sorpresivo. Son una forma de mirar lo social funcionando a pequeña escala, que no por pequeño es irrelevante.
Es en los últimos años cuando a partir de múltiples vertientes de análisis emerge como tópico de análisis la idea del individualismo contemporáneo, es decir la acción social orientada desde intereses particulares que se cumple a través del consumo, el acceso al mercado, y que evidentemente implica el descuido del otro, en una dinámica social de competencia y exclusión. Al menos en términos cuantitativos resulta paradójico este énfasis en el individuo, cuando nunca antes en la historia de la humanidad tantas personas habían vivido en tantas ciudades al mismo tiempo. La superabundancia humana pareciera estar generando un efecto de "borramiento" social de los otros, al acentuar que la sociedad está compuesta de individuos y no de amplias colectividades que producen lo social.
En un contexto general así planteado no es extraño entonces encontrar que el miedo es uno de los temas recurrentes en nuestra valoración del transcurrir cotidiano, en la medida en que revela los temores existentes en cuanto a nuestra integridad individual. Tener miedo es perder, algo, lo que sea. Y en ese perder lo que se juega es el mantener un orden simbólico sustentado en la regularidad y en la capacidad de anticipación, se trata de un orden que por lo general se estructura desde lugares sociales asignados a otros, de ahí entonces que encontremos mecanismos cada vez más sofisticados para establecer límites, marcas de distinción en relación con aquellos que potencialmente amenazan con introducir el desorden en lo cotidiano. La incertidumbre bien puede ser correlativa a los miedos, y frente a ella lo que queda son respuestas prerreflexivas (Reguillo, 2000), apelar a "reflejos sociales" culturalmente elaborados y legitimados, que sitúen de manera clara nuestra presencia en el mundo. Esto incluye desde afirmaciones como: "ud. no sabe con quien está hablando" hasta la búsqueda de sectas religiosas que nos digan exactamente cuál es nuestro designio cósmico.
Hay lugares y momentos sociales que pueden ser útiles para entender cómo se relacionan entre sí los temas de multitud, individuo, miedo. Una situación aparentemente banal como lo es el viaje urbano puede revelar aspectos interesantes sobre estos tópicos, ya que es ahí en donde se condensan elementos que tienen que ver con las socialidades cotidianas y su capacidad para evocar practicas simbólicas de otro alcance. Quisiéramos entonces elaborar una reflexión, y al mismo tiempo seguir una intuición, a partir de tomar como caso de análisis el metro de la ciudad de México1.
Bajar al metro
Mil cuatrocientos dieciséis millones de pasajeros se transportaron en el metro de la ciudad de México en 1995, sólo por debajo de los realizados en Tokio y Moscú. El metro se inaugura 1969 con un primer tramo de 12 kilómetros que une al área central de la cuidad con el oriente, es decir, la línea que va del Bosque de Chapultepec a la avenida Zaragoza, en un tramo que es todo subterráneo. A partir de ahí, y en los últimos 31 años el metro acumula una longitud total de 201 kilómetros de vías dobles, en 11 líneas. En total cuenta con 175 estaciones, de las cuales sólo 11 se ubican en municipios contiguos. Si bien es cierto que otras grandes ciudades cuentan con una longitud mayor en cuanto a número de kilómetros de líneas, algo característico de este metro es su gran densidad de uso, que en promedio en un día laborable asciende a 4.4 millones de viajes2.
Todo esta información es impresionante en cuanto a lo que señala respecto a la escala humana del transporte, aunque, a otro nivel, es en realidad irrelevante para lo que se quiere plantear. Ya que ¿con cuántos desconocidos se puede topar una persona en un día de viaje urbano? Se puede ir al metro y asomarse a millones, o tal vez uno encuentre 100 mil personas si se va a un estadio de fútbol con lleno total, aunque sólo se mire una masa de personas con pocas cosas que las distingan entre ellas. Una de las maneras en que la multitud consigue su impacto tiene que ver seguramente con la capacidad para verse más grande de lo que es, en este sentido habría un elemento imaginario que le asigna mucha mayor densidad o capacidad de impactarnos de la que poseería si nos atenemos sólo a su dimensión cuantitativa. Es en el fondo la fantasía de lo mucho que se vuelve más. Así, una experiencia de multitudes no hace demasiado caso a los números y la estadísticas, obtiene su carácter apabullante de otros elementos como la estimulación sensible, una probable exaltación, y una dimensión simbólica que valora de cierta manera el estar persistentemente rodeado de otras personas.
Es curioso, hay multitudes a las que es posible sumarse de manera casi voluntaria y son aquellas que seducen en su promesa de comunión, de ausencia de sí. El dictum de Le Bon señala que la voluntad individual desaparece en la masa, y el individuo deja de lado su capacidad de raciocinio. O bien, también está la inmensa frase de Canetti con la que abre Masa y Poder y que da cuenta de algo semejante "Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido, excepto en la multitud". Sin embargo las multitudes viajeras no suelen pensarse como de este tipo, no hay un centro que convoque su atención y su afectividad. Se trataría más bien de una suma de viajeros que no alcanzan a experimentarse como unidos en el tránsito y la dispersión.
¿Podría ser de otro modo? Los viajeros urbanos en el metro pueden verse como conglomerados fugaces en una ciudad que no se puede conocer del todo. Lo inmenso recorriendo lo interminable. Aquí aparece uno de los temas centrales de las multitudes en la ciudad: el extravío del individuo, la ansiedad de perderse, de no encontrar el camino de vuelta. Ese temor suele sintetizarse, o condensarse, en la calle plenamente ocupada. Hay algo de inestable en el estar en la multitud, una fragilidad acentuada por lo demasiado, como si los puntos de referencia físicos se desvanecieran y sólo se pudiera mirar el flujo humano en un trance casi hipnótico. Y uno siempre se puede dejar llevar...
En el metro hay un diálogo persistente con la experiencia de la calle, se le parece y luego se vuelve otra cosa. El metro es, entre muchas otras cosas, un dispositivo de concentración de sensaciones. Si ciertas calles pueden ser un ejemplo de abigarramiento cotidiano a partir de un mundo visual y sensorial lleno de personas, de cosas, el metro por otra parte, significa el encapsulamiento, el estar las más de las veces sin cielo y sin día, con una visibilidad marcada por el trazo de túneles, andenes y vagones. Y también, claro está, por la arquitectura móvil de las personas, que para transitar por la ciudad tienen que moverse a través del mismo medio que los transporta.
De una forma u otra no hemos prestado tal vez suficiente atención al anonimato, a cómo mirar con detalle lo que no conocemos, a los que no conocemos. Hay una tentación de transparencia a la que se ha cedido en aras de pensar el mundo social desde un ego, un yo, y no necesariamente desde el alter que mira a ese yo. Y así, en los recorridos en el metro lo que se mira es todo externalidad, es un suponer desde la opacidad, es moverse desde los indicios que la experiencia como viajeros ha decantado en los reflejos interpretativos de los usuarios: ante una cierta mirada, romper el contacto visual; frente a un roce en el cuerpo, apartarse; al escuchar una voz que solicita algo (una compra, una donación, aporte, ayuda), aparece un dejo de fastidio. Como apunta Marc Auge en El viajero subterráneo : "En el metro el otro comienza junto a mí... Todos los que encuentro en él, son otros en el sentido cabal del término".
Los otros a través de los sentidos
Tocado por los olores, el viajero cruza fronteras invisibles. "El metro Merced huele a cebollas, el metro Chapultepec a veces huele a pizza, antes el Centro Médico olía a galletas3, en Balderas en dirección a Universidad siempre huele a jabón, como a detergente, en Pino Suárez no huele a nada"; hay también testimonios que marcan regiones de tiempo: en la mañana perfumes y todos recién bañados; el resto del día olor humano. Es curioso, a pesar de que se dice procurar no mirar demasiado a los demás pasajeros, o que se lleva el walkman para escuchar música, o que se prefieren los asientos individuales ubicados en los extremos del vagón, el olor tiene formas de burlar estas maneras de apartarse; ubicando continuamente dónde y entre quiénes se está.
Por otra parte, en el metro "se escucha de todo", es la percepción general. Como si fuera "un mercado, una discoteca", y la imagen que se emplea no es gratuita en la medida que convoca espacios en donde hay mucha gente haciendo demasiadas cosas al mismo tiempo. Así suena el frenesí. Los entrevistados puntualizan: se oye a los vendedores ambulantes, los disparates de la gente, la música ambiental, los sonidos de teléfono, los cantantes, las pláticas sobre todo tipo de temas: intimidades, pleitos, peleas, robos ('ahí oyes desde el que va contando su último atraco, [hasta] la que va hablando de sus amantes'); peticiones de mendigos o vendedores que en realidad son amenazas, groserías. Si fuera posible hablar de la identidad sonora de un espacio como el metro lo sería a partir de señalar no sólo las voces y los ruidos, sino también la opacidad del sonido en sus momentos de mayor uso: los cuerpos amortiguan las ondas sonoras y así lo que llega a los oídos es poco más que un rumor que también crea a sensación de un ámbito reducido.
Olfato y oído tienen la característica de ser implicantes, ya que al prestar atención a los estímulos sensoriales comienza un proceso ubicación del olor que genera un rechazo o un agrado, una evocación, un interés, frente al cual se reacciona de alguna forma. En esta multitud hay algo que nos liga a los otros, ciertamente de manera fragmentaria y volátil, al llamar algo llama nuestra atención y salir por un momento del ensimismamiento. Persistir en prestar atención al otro, en el olor o en la escucha, requiere del arte ya definido por Goffmann como la desatención cortés: estar cerca con cierto aire de indiferencia4, como reconociendo que en el fondo lo más apropiado sería no estar.
Dice Julio Cortázar que en el metro "los ojos tienen hambre" (1996) , y tal vez no podría ser de otra forma. Si se descuenta a las líneas que tienen tramos de superficie y por lo tanto existe un afuera, el resto de la experiencia del metro es hacia su interior. Más allá de los monótonos anuncios publicitarios en las estaciones y algunas áreas para exposiciones, o estaciones en las que hay murales, lo que queda por mirar es a los demás viajeros y también a uno mismo. La oscuridad del túnel hace posible que los vidrios de puertas y ventanas reflejen a quien deposite ahí su mirada, y ese espejo accidental conspira contra la multitud al dotar de una imagen individual a quien sepa o pueda encontrarse en él. Y por supuesto, siempre está quien tiene la mirada perdida, abstraído de lo que ocurre alrededor, en fuga hacia otra parte.
El haber hecho referencia a los sentidos puestos en juego en el espacio tiene que ver con una de las narrativas dominantes que recorren la mayoría de los testimonios recopilados. Esta se puede señalar como el miedo al extravío, pero ahora entendido como dejar de ser uno mismo, es el ser incorporado a esta multitud anónima que circula persistentemente alrededor. No mirar, no moverse, no sentir, refugiarse en el propio cuerpo como lugar que garantiza la integridad, único sitio del cual uno no puede perderse. Si los testimonios sobre los sentidos son importantes es por que se reconocen su capacidad para implicar / agredir a la persona, de manera que el reconocimiento del mundo sensorial desemboca en el deseo de aislamiento. La imagen de la multitud que desindividualiza, aquella en la que se puede perder el control, está presente en estas prácticas de aislamiento como si estuviera muy cercana y se quisiera continuamente poner distancia frente a ella.
El cuerpo asediado
Una de las formas que toma el discurso sobre el extravío tiene como tema central el del cuerpo bajo asedio. Desde la mera dificultad de entrar, estar y salir de los vagones, hasta el acoso sexual hay un énfasis en el cuerpo sobre el cual se ha perdido el control, puesto de manifiesto en las referencias recurrentes al hecho de ser tocado continuamente por los demás pasajeros. Hace tiempo Edward T. Hall (1995) insistió en la idea del espacio personal como aquel espacio o distancia que era parte del mismo cuerpo, transgrederlo significaba ya violentar la noción misma de persona y sus derechos sobre sí misma.
Los relatos al respecto son múltiples: "A mi me tiraron en Candelaria, estaba embarazada y traía a un niño chiquito ... todos formados, pero cuando vieron que venía el metro, pasaron sobre mí" (Mujer indígena)". Una obrera cuenta: "Fui de niña con mis compañeras de la secundaria a realizar una tarea a los 13 años, a la hora de bajar no puede salir con ellas. Al final terminé tirada en el piso, salí a gatas, por que no me dejaban salir. Ya no tenía los cuadernos. No recuerdo la estación ni dónde fue. Al salir llamé a mis padres para que fueran por mí". En la dificultad para entrar y salir del vagón, así como en las situaciones extremas de caerse, hay algo que remite a la invisibilidad, se tiene volumen corporal, pero los demás hacen como si no se existiera. Sólo los vidrios del vagón en el túnel devuelven la certeza de la propia identidad.
Otro matiz significativo es el que ocurre en relación con el hostigamiento sexual5. Más allá de los múltiples testimonios recopilados a este respecto algo que llama la atención es la manera de recrearlo en el discurso. Lo que emerge son corporalidades fragmentadas que tocan y son tocadas. Se habla de manos, manoseos, meter manos, enseñar su cosa, pegarse atrás, piernas, mirar feo, roces en diferentes partes. Estos cuerpos troceados reconstruyen en su literalidad la idea de que la violencia rompe, desde el discurso mismo algo se comienza a desmembrar, a desintegrarse.
Al paralelo de la experiencia de la violenta sexualidad que transgrede las corporalidades, están también aquellos viajeros que voluntariamente conjuran la dispersión a través de hacer del vagón un espacio de intimidad. Las fronteras entre lo público y lo privado se diluyen e irrumpe, descolocada de la situación rutinaria, una escena que convierte a los demás viajeros en mirones involuntarios. Es ahora el mostrarse en pareja lo que separa de los otros, al tiempo que miradas difusas buscarían atisbar y ocultarse.
Otro más de los talismanes (para emplear la expresión de Rossana Reguillo) que se emplean para dispersar fantasmas amenazantes, es el recurso a mostrar de manera pública el cuidado y arreglo del cuerpo. Hay algo de la frase de López Velarde sobre "la invicta belleza que salva y que enamora" paseándose en andenes y vagones. Hay arreglos corporales dispuestos para espacios y actividades diferentes al mero transportarse, y sin embargo su eficacia simbólica permanece inalterada, e incluso incrementada, al generar un contraste respecto a un contexto de tonalidad gris humano.
Este conjunto de elementos pone en evidencia otro tópico mencionado de manera dispersa en las entrevistas y que tiene que ver con el carácter sensorial/ sensual/ sexualizado del contacto humano en el metro. No sólo las escenas de hostigamiento sexual o de abrazos entre parejas dan cuenta de esto, el desplazarse también abre un espacio para el ligue, para encuentros y acuerdos fugaces entre miradas, para ensoñar desde el contacto mínimo, para, perdidos en la multitud, encontrarse con otros y otras del mismo género. " Adivinas los cuerpos ", la frase tomada de un poema de Neruda da cuenta, a su manera, de esta sensación volátil que emerge en la copresencia múltiple y remite a la erotización en la multitud donde los sentidos pueden encontrarse alterados.
A manera de una última estación en este texto se puede referir un recurso final en que la potencia simbólica de la multitud opera en el metro. Se trata justamente de la desaparición como seducción cumplida. Julio Cortázar nombra una fascinación a la que el viajero puede ceder, se trata de la invitación a quedarse, a ser metro. Del mismo modo, reconociendo ya plenamente la tradición de la psicología de las multitudes habría que reconocer también el vértigo, el sentimiento de perder el balance en la altura y el deseo de sucumbir, de dejarse llevar. Así, se realizaría la fantasía extrema de perderse y fundirse con la multitud, un viaje sin regreso, diríamos.
Se pueden leer en la prensa con cierta regularidad notas como estas: "Una mujer de entre 18 y 20 años se arrojó al paso de un convoy del Metro a las 23:42 horas de ayer en la estación Centro Médico de la línea 9, dirección Tacubaya". O bien: "un hombre de 50 años de edad se arrojó a las vías del Metro en la estación Terminal Aérea. El hombre esperó en el andén la entrada del convoy que circulaba con dirección a la estación Politécnico, se arrojó y perdió la vida".
¿Por qué el metro? Según estimaciones de funcionarios del mismo organismo eventos como estos ocurren en promedio una vez por semana desde hace siete años (El Universal, 2006). Más allá de una racionalidad impecable sobre el uso del transporte en la ciudad que se muestra en análisis técnicos de origen-destino, o de tiempos de traslado, hay también una lógica social subterránea que circula con amplitud en la ciudad. Entender estas lógicas que en ocasiones están cercanas al imaginario, al mito, al llamado de la multitud, es una de las tareas de las ciencias sociales que se ocupan de la ciudad.
BIBLIOGRAFÍA
Cortázar, Julio (1996) "Bajo nivel", La Jornada Semanal, 10 de Marzo. [ Links ]
Delgado, Manuel (1999) El animal público. Hacia una antropología de los espacios urbanos, Barcelona, Anagrama. [ Links ]
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Tarde, Gabriel (1989, 1901) L'Opinion et la Foule, Paris, Les Presses Universitaires de France. [ Links ]
Wirth, Louis, (1964, 1938) "Urbanism as a way of life", en On cities and social life, Chicago, The University of Chicago Press. [ Links ]
1 Se retomará información de entrevistas y observación de corte etnográfico que recabó Blanca Eugenia Cervantes para realizar la tesis de licenciatura en psicología social "La multitud en sus cinco sentidos: la experiencia social del pasajero en el Sistema de Transporte Colectivo-Metro", México, UAM-I, 2004. En este artículo se hace una re-lectura de la información.
2 Estos datos provienen de www.metro.df.gob.mx
3 Testimonios de invidentes.
4 Otro relato: "yo una vez iba con un amigo, íbamos en la línea 2. Íbamos parados, y había dos chavos. Pues uno estaba con el brazo apoyado y el otro estaba esquinado, entonces pues, los dos veníamos platicando éste chavo y yo, y de repente pues, ya ves que se entrelazan porque hablan más fuerte allá, como que pierdes tu plática, luego no vas muy bien concentrado. Entonces nos quedamos escuchando qué le decía uno al otro, el que estaba recargado decía ándale vamos a vernos el martes, y el otro, es que no sé, ándale ¿qué te cuesta? ¿Qué tanto es tantito? Yo creo que en eso, ellos se dieron cuenta que los veníamos escuchando, y en eso voltean, y yo "Ay mamá!" (Hombre, 20 años, estudiante de música).
5 Cabe señalar que si bien la forma de hostigamiento dominante es la de hombre a mujer, también se relatan casos de mujer-mujer y de hombre-hombre.