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Imaginário
versão impressa ISSN 1413-666X
Imaginario v.12 n.12 São Paulo jun. 2006
PARTE III
Lineamientos para una aproximación al imaginario social
Angel Enrique Carretero Pasín*
Universidad de Santiago de Compostela - España
Dirección para correspondencia
RESUMEN
La filosofía social ha examinado históricamente la naturaleza social del mundo imaginario a partir de un estrecho paradigma racionalista. Es necesario aproximarse a ella desde una perspectiva diferente, aquella que reconoce que la ficción o irrealidad es un aspecto nuclear que estructura la realidad social. El mundo imaginario, como fantasía socialmente solidificada, es un recurso insoslayable para descifrar la lógica que se arraiga en lo cotidiano, para acceder a una interpretación de la realidad social desde la inmaterialidad que la vivifica.
Palabras clave: Imaginario, Racionalismo, Secularización, Arquetipo.
ABSTRACT
The social philosophy has examined historically the social nature of the imaginary world from a narrow racionalist paradigm. It is made necessary approach to him from a different perspective, that one that recognizes that the fiction or unreality is a nuclear aspect that constructs the social reality. The imaginary world, in socially hardened fantasy, is a unavoidable resort to decipher the logic that takes root in the daily thing, stops to accede to an interpretation of the social reality from the un materiality that the revitalize.
Keywords: Imaginary, Rationalism, Secularization, Archetype.
Una arqueología de la fantasía
En un primer acercamiento a la comprensión del importante papel que desempeña lo imaginario en la vida social debemos partir de una premisa antropológica: la consideración del ser humano como un ser poseído de una naturaleza propiamente imaginante. La imaginación, la folle de la maison tan despreciada tradicionalmente desde un esquema lógico-racionalista, es una facultad nuclear para llegar a esclarecer la vinculación del hombre con el mundo circundante. Ya en el pensamiento griego, Aristóteles en De anima encuentra serias contrariedades al tratar de clarificar el estatuto cognoscitivo de la phantasmata, difícilmente ubicable tanto en el dominio de la sensación como en el de la intelección. El presupuesto antropológico anteriormente indicado va a subyacer tanto en la lógica de la acción individual como en la colectiva, de modo que determina a posteriori la interrelación que establece el hombre con su realidad. A partir de este previo posicionamiento, asumimos la carga de irrealidad, de ficción, inevitablemente presente en lo social, desmarcándonos, por tanto, de una perspectiva sociológica racionalista en la que se prima la faceta lógica del ser humano y se soterra, sin embargo, el componente alógico de la vida social.
En líneas generales, el racionalismo, dominante en la cultura occidental, ha pensado históricamente lo imaginario como sinónimo de ilusión. Absorbido por una concepción marcadamente intelectualista del hombre, desvaloriza aquellos aspectos o facultades propias del ser humano que están vinculadas al campo de la fantasía, puesto que parecen perturbar los criterios de claridad y distinción por los que debieran regirse las directrices del pensamiento. En efecto, el racionalismo ha proscrito todas aquellas instancias antropológicas difícilmente reducibles a lo racional, condenándolas al simplificador terreno de lo ilógico. Establece, así, una simplificadora antítesis entre lo racional y lo irracional, en la que lo primero se autoerige como lo consustancial a la naturaleza humana en detrimento de lo segundo que ahora es concebido como pura negatividad. Desde esta actitud, lo irracional es anatemizado, al considerársele tanto enemigo de la ascesis teorética encaminada a alcanzar la rectitud de la verdad como componente que pudiera socavar los cimientos sobre los que se apoya la cultura. Platón, con su conocida distinción gnoseológica establecida entre doxa y episteme, fija un determinado rumbo para el posterior decurso de la metafísica occidental. Posteriormente, la fundación de una lógica por parte de Aristóteles, el metodismo cartesiano o la Ilustración, han proseguido en la tarea de enjuiciamiento de lo no racional a partir del categórico tribunal de la razón. La cultura occidental, en lugar de convivir con lo irracional, ha tratado de ocultarlo, reprimirlo o negarlo.
Es preciso que, en el siglo XIX, emerja el vitalismo para rescatar el significado de aquello que la razón había totalitariamente minusvalorado. La obra de Henri Bergson es, en este sentido, emblemática, puesto que descubre una oculta lógica de lo aparentemente ilógico, una velada razón de ser de lo irracional. En contra de la visión racionalista y evolucionista que caracterizaba a la época, diagnostica una necesidad antropológica de aferrarse a la ficción como una condición natural del hombre (1996:135). Así, reconoce en la idiosincrasia de la fabulación, como despliegue creativo de la imaginación humana, una faceta indispensable para la pervivencia de la vida (Ibid: 135-136). Lo consustancial al ser humano, superando el cientifismo mecanicista que impregnaba la atmósfera intelectual a comienzos del pasado siglo, es, afirma Bergson «fabricar espíritus y dioses» (Ibid: 250), considerados, genealógicamente, como verdaderos antídotos protectores contra la incertidumbre, la imprevisibilidad omnipresente que acompaña a la vida. La lógica vital, que no intelectual, de aquello que extralimita lo racional sería la de reportar seguridad y confianza vivencial para hacer frente a la amenaza permanente del azar. A partir de Bergson, entonces, redescubrimos que lo imaginario hunde sus raíces en un fundamento antropológico que la tradición occidental había subestimado. A través de la potencialidad de la imaginación, el hombre inventa unos fecundos recursos experienciales cuya significación escapa a la lógica del pensamiento discursivo-conceptual. No es motivo de perplejidad, por tanto, que para Bergson, curiosamente, la filosofía teorética y racional sea elitista y la religiosidad, por el contrario, esté enraizada en lo popular.
El psicoanálisis se ha percatado de la necesidad de reintroducir lo imaginario en una conceptualización antropológica que pretendiese superar los límites diseñados por un excluyente racionalismo. Sin embargo, aún reconociéndole la virtud de reapropiarse de lo onírico como condición sustancial y alógica de la psique, lleva impreso un estigma racionalista desde el que urbaniza la fantasía al pretender reducir su génesis a una ilusoria compensación de una falta o carencia previa de condición cuasitrascendental. Freud reconoce la importancia de lo imaginario en la dinámica psíquica y también cultural, pero, sin embargo, concibe su naturaleza como el resultado de un conflicto cuya base es la originaria e inevitable represión social de la carga pulsional. Por eso, en la perspectiva freudiana, lo imaginario se piensa, en consecuencia, como quimérico sustitutivo que intenta suplir un deficit o ausencia cuya raíz es de índole antropológico-cultural. Castoriadis (1989:210-211), radicalizando la línea de pensamiento inaugurada por Freud, entiende, de modo bien diferente, la fantasía como la facultad que remite a la restitución de un estado embrionario originario caracterizado por un núcleo monádico, donde el sujeto aparece como identidad inmediata e indiferenciada que no alberga una escisión fronteriza respecto al mundo. Este estado primario, piensa Castoriadis, está dominado por la fantasía pura o imaginación radical que se rige exclusivamente por un principio de placer que no encuentra trabas externas. Lo imaginario, posteriormente, buscaría reconstituir esa identidad primaria, esa locura monádica saturada de sentido, fracturada como contrapartida a la inclusión en el mundo (Ibid: 213). Por tanto, para Castoriadis, la imaginación pasa a ocupar una localización prioritaria como fundamento del deseo que originariamente impulsa la vida psíquica, o dicho de otro modo se enraíza en la naturaleza fundamental de la condición humana. De acuerdo con lo anterior, lo imaginario, entonces, se ubicaría más allá de los límites impuestos por la lógica-ontología heredada que reduce unilateralmente el ser a determinación, sea pensado en sus distintas variantes como cosa, idea o concepto, por eso resulta incomprensible desde cualquier programa de aprehensión que se apoye sobre un fundamento estrictamente lógico-racionalista. Sin embargo, para Castoriadis, lo imaginario se expresa o exterioriza a través de lo simbólico (1983: 215), cuya lógica extralimita, no obstante, la epistemología de la representación que caracteriza al modelo de pensamiento científico-filosófico occidental. Por eso, la importancia de lo simbólico, como proyección propia de la imaginación, radicaría en su capacidad de trascender lo sensible para remitirnos al orden de lo inmaterial, de lo irrepresentable. El símbolo, sostiene Gilbert Dürand en esta misma dirección, «... es un signo concreto que evoca, por medio de una relación natural, algo ausente o imposible de percibir» (1971:12). En suma, existe una condición humana sustancialmente imaginante que se expresa por medio de lo simbólico, que va a ser el lugar de anclaje fundamental sobre el que descansará la fecundidad del mito.
Morin (2000: 115) ha profundizado en el origen antropológico de lo imaginario, afirmando que la construcción de un universo mitológico-mágico, del que se nutre lo imaginario, debiera interpretarse como un recurso cultural para afrontar la fatalidad de la muerte. El mundo imaginario, resultante de la inventiva y creatividad humana, está constituido por un depósito de fantasías e ilusiones que transcienden lo estrictamente biológico para otorgar una significación a su realidad. «Homo sapiens como homo demens», afirma Morin (Ibid: 131), puesto que el hombre se abastece de quimeras y sueños que, con independencia de su condición de verdad o falsedad, sirven de contrarréplica a su marcado destino biológico. En efecto, la característica definitoria del hombre es la superposición de lo demens sobre lo racional, la institucionalización de un mundo onírico que se yuxtapone sobre el mundo propiamente objetivo. En comunión con la dimensión racional del hombre, convive lo irracional y, en general, se podría afirmar que la condición humana se nos revela como intrínsecamente polisémica, como un rostro con múltiples caras (Ibid: 173). Existe, según Morin, una auto-eco-organización antropológica que explica, a modo de fundamento, la noosfera en la que se alberga el mundo imaginario. La noosfera, universo de significaciones simbólicas que se torna real y con autonomía propia, se enraíza en el irremplazable cordón umbilical cultural trazado entre el mundo de los hombres y el de los dioses. Hay una ósmosis, una recíproca relación de necesidad entre ambos, puesto que los dioses, que sólo poseen entidad en función de la demanda de los hombres, sacian los deseos y temores humanos, abastecen de sentido a sus vidas (1998:122). Así, Morin, cuestionando la filosofía evolucionista del progreso histórico al modo comteano, atestigua la pervivencia de lo arcaico, del mito y la religión, en una modernidad que, paradójicamente, ha devenido plenamente racionalizada. Lo que Morin, en definitiva, nos muestra es la indisociable ligazón existente entre lo racional y lo irracional, entre lo lógico y lo alógico, entre la cordura y la locura, que entreteje permanentemente la existencia humana.
El reconocimiento de esta faceta fantasiosa nos abre a una reconsideración del hombre que retoma aquellas instancias antropológicas eclipsadas bajo un monopolizador racionalismo incapaz de percatarse de la relevancia de un ámbito álógico en el seno de la condición humana. Lo imaginario, como hemos intentado expresar, se ubica en aquel espacio que había sido denostado en favor de lo racional. En coexistencia con el hombre racional, lógico, instrumental, conceptual, cohabita el hombre imaginante, demens, necesitado de ensoñaciones. Sobre este último, se apoyarán, como veremos, toda una proliferación de imaginarios que impregnan la cotidianidad.
La constitución ficcional del mundo social
(a) El cuestionamiento de la realidad objetiva
Voir, c´est croire; mais que voir c´est croire est un acte de foi, afirma Bateson asertoricamente (1989:134), con la intención de problematizar en torno a la firme confianza en la existencia de una realidad objetiva, presupuesto admitido por la epistemología de base positivista. Para esta última corriente de pensamiento, al tratar de descifrar la lógica de lo social deberíamos de contemplar los hechos sociales como datos con facticidad objetiva, salvaguardándonos de implicar en ellos a la subjetividad. Para el positivismo, la realidad social existe como algo independiente del sujeto que busca aprehenderla, de modo que existiría una línea divisoria trazada entre sujeto y objeto que impediría involucrar al sujeto en la determinación del hecho social. Esta distancia epistemológica establecida entre sujeto y objeto trata de conjurar una supuesta amenazadora pérdida de objetividad científica resultante de la contaminadora intromisión del sujeto en el objeto que busca explicar. Por el contrario, la introducción del sujeto en el propio objeto social a estudiar entraña que lo real lo es siempre para un sujeto que lo experimenta subjetivamente y, en consecuencia, está dotado de un importante añadido de significación subjetiva difícilmente eludible. De lo que se deriva que la realidad social como objeto de estudio ya no puede ser considerada como algo homogéneo y unitario, idéntico para todos, por el contrario se nos muestra su potencial carácter plural, heterogéneo. No existe la realidad, sino, más bien, las realidades, ya que la pretendida solidez objetiva de lo real se disuelve en una gama polimórfica de variadas perspectivas.
La sociología fenomenológica de Alfred Schütz tuvo la virtud de mostrar cómo aquello admitido como realidad por la actitud natural obedece a una particular interpretación inter-subjetiva del mundo adquirida y condensada a través de unos específicos esquemas de referencia (1962:168). De modo que el pilar de una realidad objetiva parece diluirse en una apertura a un abanico plural de significaciones, a una variedad de ámbitos finitos de sentido, que vendrían dados en función del particular sentido subjetivo que el individuo le inscribe. La comprensión de la frágil y versátil realidad social requeriría la exigencia de una epojé que ponga entre paréntesis la existencia de una realidad objetiva tal como se muestra a la actitud natural (Ibid: 214). La gran virtud de Schütz radicó en desvelar que «lo que constituye la realidad es el sentido subjetivo de nuestras experiencias y no la estructura ontológica de los objetos» (Ibid: 215). En oposición al objetivismo sociológico, muestra cómo la realidad social en la que se encuentra inmerso el individuo no es algo distanciado de él, sino que siempre es una realidad por él percibida e interiorizada. Berger y Luckmann han continuado la línea de investigación auspiciada por Schütz, mostrando cómo la realidad socialmente aceptada como evidente no es más que una particular objetivación de significado legitimado por unos universos simbólicos que le ofrecen coherencia y plausibilidad. Los universos simbólicos serían «cuerpos de tradición teórica que integran zonas de significado diferentes y abarcan el orden institucional en una totalidad simbólica» (1986:124). Así, definirían y demarcarían los límites de aquello asumido como realidad, para oponerse al caos y a la incertidumbre constante que amenazan la integridad social. Evitan, de este modo, la desasosegante reproblematización de la interpretación del sentido socialmente objetivado de realidad. Para lo que nos interesa abordar en este caso, el problema nuclear que plantean Berger y Luckmann es dar respuesta a la interrogante « ¿Cómo es posible que los significados subjetivos se vuelvan facticidades objetivas?» (Ibid: 35), o en otras palabras cómo una experiencia subjetiva se torna consistente realidad establecida bajo la forma de un mundo predado.
Hemos intentado revelar la inexistencia de una realidad con el carácter de facticidad objetiva con la intención de mostrar cómo lo real depende del sujeto que lo experimenta significativamente. Y en este punto recobramos la trascendencia social de lo imaginario. Lo imaginario, entremezclado con lo real en una compleja simbiosis, conforma una determinada significación de la realidad. Por consiguiente, el depósito de sueños, fantasías y ficciones vivenciadas socialmente solidifican una inmanente significación del mundo para aquellos que coparticipan de ellas. Del mismo modo, el mito, circunscrito al ámbito de lo imaginario, impregna y contamina la totalidad de lo real, la dota de un mundo simbólico que le confiere una estructura de inteligibilidad. Así, de esta manera, lo imaginario se torna finalmente real, tras haber previamente desvelado que la realidad objetiva carece de un firme fundamento ontológico
(b) El Arquetipo: lo transhistórico en lo histórico
La naturaleza de lo imaginario remite a unas estructuras profundas latentes en toda cultura, es decir a lo arquetípico. El ámbito de manifestación de lo imaginario sería, en este sentido, la epidermis social, a través de la cual se capilariza cotidianamente, mientras el orden de lo arquetípico nos introduciría en una antropología de lo profundo que retoma lo arcaico, lo fundante, lo que permanece como constante universal en la cultura más allá de sus diferentes concreciones históricas. A este respecto, cabe señalar cómo el siglo XIX está caracterizado por el apogeo del historicismo, el cual busca reivindicar denodadamente lo histórico con el objetivo de cuestionar lo perenne, lo transhistórico. El fruto de esta tarea es una desmitificadora desvalorización de lo arcaico, cuya naturaleza se intentará reconducir siempre a una reductora génesis socio-cultural. A partir de unos estrechos parámetros progresistas, se tratará de despojar a la cultura de cualquier vestigio de a-historicidad, asociado siempre peyorativamente con lo premoderno.
La obra de Carl Gustav Jung, fundador de la Escuela de Eranos, retoma un componente gnóstico de la cultura que había sido sojuzgado por el racionalismo occidental. Gilbert Dürand ha seguido la estela de pensamiento abierta por Jung para elaborar un estructuralismo figurativo que busca recobrar la importancia de un arcaísmo universal que, con existencia clandestina, pervive más allá de las divergencias culturales. Elabora una hermenéutica del sentido profundo que recupera aquello común a la humanidad y que, por tanto, transciende los márgenes de lo estrictamente histórico. Siguiendo a Jung, distingue una organización arquetípica transcendental latente en toda cultura, un acumulo estructurado de figuras mítico-simbólicas con una constante repetitividad histórica. Dürand subdivide el mundo imaginario en un régimen diurno y un régimen nocturno que polarizan, en una tensión dinámica, la vida de toda sociedad. Por una parte, un régimen diurno que conduce a un espíritu de dominio, racionalidad, cientificidad, que no se deja seducir por la embriaguez y que lleva asociado un componente de ascesis (1981:223). Por otra parte, un régimen nocturno con una figuración femenina y caracterizada por un espíritu místico en el que predomina una voluntad afectiva de unión e intimidad (Ibid: 224). Ambos regímenes están anclados en estructuras arquetípicas profundas, universales e idénticas para todas las sociedades, por tanto se enraízan en una trascendencia de lo propiamente histórico.
Para Dürand, lo imaginario posee un carácter ontológico que había pasado desapercibido a la mayor parte de las formulaciones teóricas del pensamiento occidental. Descubre una presión pedagógica del medio cultural sobre el mundo imaginario que genera una necesidad de proyección individual y colectiva a través de la cual se despliega la imaginación. Habría una corriente de imaginación que vivifica las sociedades y que remite a lo perdurable, a lo arquetípico, a un arcaísmo falsamente subestimado por la modernidad. Gaston Bachelard entiende, en paralelismo con Dürand, que el arquetipo acoge una energía creadora y ensoñadora que irriga lo social, como un genuino «pozo del ser» (1997:173) que remite a una infancia siempre abortada. Además, Dürand se opone al desmitificador racionalismo iconoclasta que caracteriza a la cultura occidental, en el que se circunscribe el dominio de la verdad al reducido campo de la objetividad, para reencontrar en lo imaginario la genuina facultad de resistencia ante la precariedad de la existencia y la simiente que alberga la esperanza. Papel que Dürand llama eufemístico, que sería un exorcismo de la muerte a través de una creación fantástica y ensoñadora que se levanta contra el corrosivo devenir temporal, para constituir, así, un firme apoyo en la andadura existencial del ser humano (Ibid: 384).
Con notables concomitancias con Dürand, Mircea Eliade (1999:18) incide, en oposición al historicismo, en el trasfondo perenne de ciertas imágenes mitológicas pretendidamente sepultadas por un proceso de secularización occidental que las anquilosó bajo la simplificadora catalogación de arcaísmo premoderno identificable con la superstición. Pese a ello, esta corriente arquetípica, muy arraigada en las sociedades arcaicas, supervive y se re-actualiza, repetitivamente, en diferentes ámbitos de la vida cotidiana, nutriendo, desde la clandestinidad, buena parte de las manifestaciones sociales de una modernidad que se autorrepresenta como desmitificada. Según Eliade, lo que caracterizaría a la noción de arquetipo es su constante repetitividad vinculada a una substracción de la historia, a una búsqueda de lo atemporal. En la mentalidad arcaica, mediante la apelación a lo arquetípico, se confiere de una significación ejemplar hierofánica a diferentes acontecimientos cotidianos, para instaurar un tiempo absoluto y pleno de sentido en el que se socava el valor de la temporalidad meramente profana (2000:43). Todas las sociedades, sostiene Eliade, tienen necesidad de apego a lo arcaico, a lo atemporal, frente a la presión de lo histórico, buscan abolir el tiempo profano en un ansia de trascendencia e inmortalidad, demandan lo eterno. Esta suspensión del tiempo profano es llevada a cabo de manera periódica y ritualizada, a través de ella se re-genera una cosmogonía fundamental, un mito fundador sobre el que se ampara siempre una sociedad. Sin embargo, la modernidad, a diferencia de las sociedades arcaicas, ha consagrado lo histórico como una verdadera conquista prometeica y, en consecuencia, se ve imposibilitada de recursos para conjurar y trascender el terror de la historia (2000:154).
Esta rebelión ante el tiempo profano, que caracteriza la naturaleza de lo arquetípico, muestra un substrato fundante universal que, reiteradamente, toma cuerpo en diferentes concreciones culturales, por lo que los acontecimientos profanos remiten a una matriz arquetípica con magnitud existencial plena. El mundo de lo imaginario está ligado a esta repetitiva a-historicidad arquetípica que se expresa en la fantasía y el ensueño que el racionalismo ha soterrado. Así, lo imaginario, como tiempo sincopado de plenitud, nos reconduce a imágenes arcaicas y atemporales, donadoras de sentido para la existencia humana y reconocibles a través del trayecto inspirado por lo simbólico. Este subterráneo y transhistórico fundamento arquetípico, común a todas las culturas, retorna, periódicamente, para re-actualizarse en manifestaciones culturales diversas. Por eso, se encarna en diferentes ámbitos de lo cotidiano, para, así, estructurar la realidad en la que están inmersos los individuos. De ahí que Michel Maffesoli sostenga la «organicidad de lo banal y lo fantástico» (1999:104) en la cultura contemporánea, mostrando cómo la cotidianidad está atravesada por la fantasía, por fantasmas que, con presencia real, toman cuerpo en múltiples contextos de la vida cotidiana. A juicio de Maffesoli, habría una estrecha ligazón entre estereotipo y arquetipo (1993:173), puesto que el arcaísmo arquetípico, que retorna siempre bajo la forma de un cíclico movimiento en espiral, es el que sirve de soporte a gran parte de las micromitologías que, promovidas por la cultura de la imagen, anidan en las sociedades actuales. A raíz de lo anterior, lo definitorio de la cultura actual consistiría en una compleja concurrencia de lo arcaico y lo moderno, o dicho de otro modo, en una expresividad de lo arcaico a través de una figuración reactualizada.
El desencantamiento moderno y la restitución de lo imaginario
(a) Secularización e ideal tecno-productivo
El fenómeno sociológico de la secularización, como afirma Peter Berger, bien pudiera ser comprendido como el declive de las instancias religiosas que dotaban de legitimidad a la realidad social. Su génesis radicaría en el proceso de modernización impuesto por la racionalización industrial capitalista y su resultado es la anomia cultural que va a acompañar, inevitablemente, al devenir ulterior de las sociedades (1981:80). Históricamente, la religión se ha erigido en fuente de sentido último para la experiencia social de los individuos, configurando un universo simbólico común y homogéneo que dotaba de plausibilidad a la realidad social, para bloquear, de este modo, una permanente y angustiante autointerrogación. Según Balandier (1996: 44-45), las sociedades tradicionales vivencian el mundo circundante a partir de una significación unitaria y central, mitológica diríamos, que procura seguridad ontológica y certidumbre frente a la inseguridad y el caos que pudieran cuestionar su integridad. En ellas, un código de sentido global garantiza la continuidad con los lazos de la tradición, conjurando, así, la impredicibilidad, lo aleatorio, lo que pudiera poner en peligro su consistencia como sociedad. De este modo, el orden prevalece sobre el desorden y la sociedad autoconserva su identidad.
El programa moderno nace en oposición a las instancias religiosas y mitológicas sobre las que descansa la organización simbólica de la sociedad tradicional. Es, en este sentido, una racionalización de la vida al servicio del dominio ilimitado de la naturaleza. Sin embargo, como reverso, la modernidad occidental convierte a la categoría de progreso en una nueva deidad sustitutiva de lo religioso, metamorfosea lo divino en clave prometeica. La racionalidad instaurada a partir de la modernidad trata de liberar al hombre de la tiranía de la superstición, de los prejuicios y, para ello, desmitifica y desmagiza plenamente la existencia. La lógica de la razón occidental, al reducir lo real a simple ejemplar numérico constreñido a una lógica de la identidad que privilegia la equivalencia generalizada, consigue desproveer y privar a la fecundidad de lo social de singularidad, sentido y misterio. Al entronizar a la ciencia y a la técnica como instrumentos de dominio de la naturaleza, reduciendo el ser de lo ente a representatividad (Heiddeger, 1995: 88), permite establecer un mundo donde la religión y la mitología tradicional no tienen cabida, pero, por eso mismo, absolutamente desangelado y sometido a una permanente carencia fundamental de sentido nunca satisfecha. El mundo moderno ha convertido a la razón instrumental en mito, de manera que el individuo se queda limitado, como tiene señalado certeramente Horkheimer (1973:103-104), a mera objetividad funcional. La funcionalidad y la eficacia instrumental se han consagrado como nuevas divinidades de una versión progresista de la historia que reduce el valor de lo real a simple objeto tecno-productivo. A raíz de la modernidad, el industrialismo ha invadido todos los ámbitos de acción social, conduciendo, de este modo, a un mundo desencantado, anónimo y deshumanizado que coloniza por completo las subjetividades, o que en expresión de Castoriadis «identifica a un sujeto con un objeto» (1983: 276). En suma, como Adorno y Horkheimer (1994: 56) han señalado, asertóricamente, la modernidad, pretendiendo depurar a la cultura occidental del mito, ha devenido en nueva forma de mitología.
A finales del siglo XIX y comienzos del XX, un conjunto de pensadores críticos de la modernidad, desde diferentes vertientes teóricas, han puesto de manifiesto esta despersonalización del individuo resultante de la unidimensional directriz histórica alentada por la categoría de progreso. En todos ellos, se diagnostica un vacío de sentido desencadenado por la lógica cultural diseñada a raíz de la conversión del progreso en mitología hegemónica. Georg Lukács (1976:124), apropiándose del pensamiento de juventud marxiano, habla de un estado de reificación que se explicaría a partir de una capilarización del valor de cambio por todo el tejido social, Georg Simmel (1977: 611; 1988: 227; 1998: 127) de arritmia entre la cultura objetiva y la cultura subjetiva, radicalizando su génesis a una específica manera global de entender la civilización en donde la economía monetaria ha transformado a las subjetividades en petrificadas objetividades, las cualidades humanas en desnaturalización personal, Ortega y Gasset (1998: 40) de desazón provocada por el desajuste entre progreso técnico y vida espiritual, Arendt (1998: 345) de la vida como simple proceso biológico condenado a una inercia ciega que nace de la prometeica metafísica del trabajo propiciada por la modernidad o Benjamín (1993: 58) de desespiritualización de la existencia provocada por la secularización moderna. En todos estos lúcidos análisis de los devastadores efectos culturales de la modernidad, por otra parte ya anunciados en su momento por Nietzsche, se percibe cómo la glorificación de la racionalidad tecno-productiva, supuestamente liberadora de la humanidad, deviene en perversa estructura ciega y anónima que mutila la vida de la persona. Se realza, en ellos, una crítica pesimista del prometeico progresismo moderno que procura un tipo de hombre, como tiene afirmado Max Weber, «cansado de la vida pero nunca saciado» (1992: 68), se expresa, en definitiva, una conciencia trágica de la modernidad. El retrato de la cultura al que ha conducido la modernidad no es, en efecto, alentador, puesto que la uniformidad y la unidimensionalidad serán, a partir de entonces, los atributos fundamentales que dominen la vida del individuo. En consecuencia, se produce una laguna de significación en la propia vida que, por otra parte, el ser humano tratará, desesperadamente, de apaciguar. Lo que se ha dado en llamar nihilismo, Abgrund según Heidegger derivado del abandono de los dioses, no es más que el reconocimiento del agotamiento de la programática desmitificadora moderna. En sintonía con lo anterior, un estado de la cultura occidental en el que el individuo, como si de un náufrago desnortado se tratase, busca ansiosamente un conciliador sentido a su existencia cotidiana. Solamente, ámbitos reducidos como el arte o la religión se han conservado como espacios residuales ajenos a la desertización simbólica del mundo desencadenada por el ideal tecno-productivo moderno.
La plasmación práctica de este modelo de racionalidad es una creciente organización racional de la totalidad de la existencia en sus distintas vertientes sociales, un unívoco modelo de sociedad totalmente gestionado y burocratizado. Y en este contexto, se hace necesaria la previa depuración de aquellas instancias religiosas y tradicionales que, a modo de obstáculo o resistencia, interfieren el despliegue del proyecto moderno o reapropiándonos de la expresión de Giddens (1994:31) que servirían de anclaje espacio-temporal. En efecto, y esto conviene subrayarlo, la secularización es, pues, la condición previa indispensable para la génesis y desarrollo de la prometeica racionalidad moderna. En general, se trata de depurar el universo simbólico de la cultura moderna de aquellos componentes imaginarios, mitológicos o religiosos que pudieran entorpecer el discurrir de la filosofía del progreso. En otro tiempo, la existencia de estos componentes obedecía a insoslayables necesidades antropológico-culturales vinculadas al prioritario orden del sentido. Sin embargo, y esta es la tragedia de la cultura moderna, el sendero histórico prefijado por la modernidad es incompatible con cualquier asomo o vestigio de sentido que no se pliegue a la hegemónica direccionalidad prometeica.
Pese a ello, lo sagrado ha pervivido en la clandestinidad o el exilio impuesto por la modernidad, lo que significa que, aunque dañado, se ha transfigurado en ocasiones bajo expresiones supuestamente profanas. La dicotomía que, simplificadoramente, se establece a raíz de la modernidad entre lo simbólico, en sentido general, y lo racional en términos de doxa y episteme, conduce, como bien ha señalado Ferraroti (1993: 83), a un auténtico callejón sin salida para la cultura occidental. Por lo que el horror vacui, resultante de la incapacidad por parte de la racionalidad tecno-científica europea para ofertar sentido, busca ser saciado apelando a aquello que había sido soterrado por lo moderno, es decir a lo arcaico. Así, hay una demanda de sentido que no abdica en su búsqueda, un intento de reencantamiento de la existencia social que se fija ahora a una multiplicidad de figuras propiamente profanas y cotidianas, una expresividad de una verdadera «liberación de lo sagrado» (Balandier, 1988:229). En esta obsesiva tensión unidireccional de futuro que caracteriza a la temporalidad moderna, para la que el pasado se contempla exclusivamente como un estadio siempre a superar, hay paradójicamente un retorno de lo reprimido por lo moderno, revelándonos una sutura nunca absolutamente cerrada.
(b) La reubicación ontológico-epistemológica de lo imaginario más allá de la filosofía de la sospecha
Paul Ricoeur fue el que acuñó la expresión maestros de la sospecha para catalogar la tríada de pensadores que, en las postrimerías del siglo XIX y comienzos del XX, desconfían de un pensamiento supuestamente transparente y autofundante. El denominador común a las perspectivas teóricas de Marx, Freud y Nietzsche radica en una desmitificadora arqueología de los cimientos sobre los que se sostiene la especulativa ontología occidental, buscando desvelar aquellas instancias que, encubiertas en el discurrir de la tradición filosófica, determinan su íntima naturaleza. Marx, destacando los aspectos histórico-materiales sobre los que se asienta toda elaboración teórica, Freud, revelando una carga inconsciente que escapa al dominio de la conciencia diáfana y Nietzsche, convirtiendo a la voluntad de poder en fundamento de la vida, ponen en cuestionamiento una actitud que, prepotentemente, pretendía dar cuenta de lo real desde lo teorético. Si bien Nietzsche merecería un examen más minucioso, ya que su irracionalismo ontológico trastoca de raíz los cimientos sobre los que descansa la concepción del ser para la actitud filosófica occidental, en Marx y Freud se promueve, desde parámetros racionalistas, una crítica deconstructiva de las ilusiones de una conciencia aparentemente autosuficiente. Marxismo y psicoanálisis han marcado un verdadero punto de inflexión histórico-cultural al tratar de enjuiciar toda representación simbólica conforme a los dictados de un desmitificador racionalismo.
Trías (1996:77) entiende que la anatemización de lo sagrado por parte de la filosofía de la sospecha es, en última instancia, policial. A la religión, se le exigiría, desde una posición externa a ella, una certificación de validez, al identificarla, simplificadoramente, con el orden del prejuicio y la superstición. El ámbito de lo imaginario sufre un similar tratamiento, se desconfía de su reivindicación ontológica al someterlo a los estrechos cánones impuestos por el racionalismo y el materialismo. En efecto, Trías piensa que el hombre posee una “relación congénita y estructural con lo sagrado” (Ibid: 27) sólo accesible a través del tránsito por lo fronterizo, por una ontología del límite como apertura al ser que se expresa en el espacio de lo simbólico. También, del mismo modo, el hombre tiene una connatural necesidad y disposición de aferrarse a un mundo imaginario. Es más, cabría afirmar, incluso, que el arraigo religioso del hombre se incluye en un horizonte más amplio que se circunscribe al orden del mundo imaginario. Por tanto, lo imaginario, ubicado en el terreno de la noosfera de la que habla Morin, surge de una capacidad de proyección consustancial al ser humano que hunde sus raíces en la ineludible problemática antropológica del sentido, canalizando deseos y temores humanos de carácter universal.
Marx, en su obstinado intento de superación del especulativo hegelianismo, no consigue hacer justicia a la función de lo imaginario en la vida social. En síntesis, de una manera simplificadora, identifica lo imaginario con lo ideológico, es decir con una falsa conciencia que expresa un mundo invertido, en donde el mundo real aparece distorsionado ante la conciencia de los hombres. En el capítulo dedicado a Feurbach en La ideología alemana, Marx, junto con Engels (1991: 40-46), traza los rasgos definitorios de su proyecto materialista, aquel que reconvierte la naturaleza de lo ideal en simple emanación directa de lo material. Así, el modelo de crítica ideológica marxiana busca superar lo imaginario, como ilusión o fantasía disociada de lo histórico, en favor de una representación supuestamente verdadera de lo real. El énfasis materialista marxiano, nacido de la comprensible urgencia en invertir la perspectiva idealista, condena irremediablemente al ámbito de lo imaginario al rango de fantasmagoría sin más entidad que la de una representación deformada de la realidad histórica. Retrospectivamente, admitimos, sin embargo, que la conciencia determina la vida más de lo que Marx había sido capaz de pensar, que lo imaginario, en suma, tiene una consistencia real que no puede ser eludida a riesgo de incurrir en un simplificador materialismo. A finales de siglo XIX, el desafío filosófico consistía en reconocer una dignidad ontológica al mundo histórico-material que había sido usurpada por un mistificador idealismo. Superada esa determinada coyuntura histórica, rebrota la necesidad de comprender lo social en función de la carga imaginaria que impregna y estructura el campo específicamente material de la sociedad. Pasado un siglo, asistimos, con perplejidad, a un retorno de lo mítico, lo imaginario, lo religioso, que fuera fácilmente subestimado por el materialismo como sinónimo de incongruente ilusión.
En el caso de Freud (1986-87: 136-142), se plantea una crítica de índole ilustrada de la religión y se cuestiona el ámbito de la ficción social desde una perspectiva cientifista. Se trata de desmitificar toda ilusión que anida en la cultura a partir de su enraizamiento en un deseo instintivo originario. Se busca desenmascarar psicológicamente las manifestaciones imaginarias como efectos sublimatorios de un delirio fantasioso. En esta perspectiva, lo imaginario, como quimera, también debe reconducirse, como en el caso de Marx, al camino de la ciencia, en cuanto depurador de falsedades arraigadas en la conciencia. Además, Freud aborda la crítica de la religión, que es extrapolable al ámbito general de lo imaginario, desde una óptica extremadamente intelectualista, desde una hermenéutica reductiva en palabras de Dürand; de modo que su liquidación implicaría un signo de progreso civilizatorio en donde lo arcaico aparece denostado en favor de una progresiva racionalidad histórica.
El problema esencial de la crítica ideológica de índole marxista y freudiana es que desmitifica el mundo simbólico en el que se desenvuelve el individuo. Entonces, al desproveer al individuo de sus proyecciones imaginarias, lo aboca a una resignada sumisión a una realidad carente de significado, la cual adolece ahora, por otra parte, de recursos para ser transcendida. Por eso, sólo desde una supuesta posición intelectualista desimplicada del mundo, que no se impregna de mundaneidad, puede admitirse una absoluta desmitificación de las conciencias sociales. El intelectualismo racionalista examina el mundo social a partir de una altiva ubicación extramundana, desde la cual los microsueños colectivos que anidan en la cotidianidad no son más que fantasiosas e irreales compensaciones nacidas de una vida alienada que debería ser superada. Por el contrario, para el individuo inserto en la mundaneidad, aquel que se empapa cotidianamente de la ambivalente experiencia de la vida con sus gozos y amarguras, urge una demanda de lo imaginario. Por eso, en la arrogante intransigencia del racionalismo con respecto a las ficciones cotidianas resuena el eco del rechazo generalizado que el intelectualismo hace de lo vital. En consecuencia, la revalorización de la trascendencia social de lo imaginario es, en definitiva, el reconocimiento de la vida en detrimento de un pensamiento desprovisto de ella.
(c) El doble juego transfigurador de la ensoñación
Como anteriormente señalábamos, la modernidad ha provocado la consolidación de una cultura unidimensional en donde el individuo deviene en mero engranaje de un coactivo orden tecno-productivo al que se subordina. Es lógico, entonces, que el individuo busque resquicios a través de los cuales proyectar sus sueños diurnos, para, así, oxigenar la asfixiante y anónima realidad que lo envuelve. Existe una demanda individual y social de extrañamiento, de alteridad, cuya intencionalidad es el desprendimiento de las constricciones cotidianas. A este respecto, Morin (2001: 31) ha utilizado como pretexto la ensoñación a la que se abandona el espectador cinematográfico para profundizar en la naturaleza humana y edificar una compleja socio-antropología. Para ello, propone la sugerente noción de doble, según ella el ser humano construye una vida ensoñadora, alternativa y autónoma respecto a su vida real, alza un mundo de fantasía que discurre paralelamente al mundo cotidiano. Es más, a través de un mecanismo antropológico de identificación/proyección erige un mundo imaginario que, en ocasiones, solapa al mundo propiamente real, de modo que, finalmente, el doble acaba confundiéndose con la realidad y transformándose en consistencia real. Este desdoblamiento de lo real por medio del ensueño, que se convierte en acompañante omnipresente del individuo, nace de un rechazo del tiempo cotidiano y un ansia de transcenderlo. En esto consiste, a juicio de Morin, la naturaleza de lo imaginario, su eterna condición antropológica.
Lo imaginario canaliza el intento de resolución a la contradicción entre el ser real y su demanda de trascendencia. El delirio de salir de sí mismo, que se prolonga a través de la ensoñación, posee un estatuto antropológico propio, ya que el ser humano tiene una irremplazable necesidad por instalarse en una ficción que alimenta su vida. Como resistencia al trayecto desencantador del mundo impuesto por la modernidad, brota un mundo imaginario que ansía reencantar, a través de la fantasía, la vida social. Así, el mundo imaginario es el producto de la condensación de una creatividad onírica cotidiana que transmuta y estetiza lo real.
Las sociedades contemporáneas albergan una abigarrada proliferación de micromitologías fragmentarias y precarias que colonizan la cotidianidad. Al lado de una racionalización y planificación creciente de la existencia, se dan, curiosamente, unas implosiones múltiples de lo imaginario. En este sentido, la sociedad actual es ambivalente, puesto que acoge una dialéctica constante entre el desencantamiento y el reencantamiento de la vida social. BALANDIER (1994.108-9) ha indicado que la racionalidad técnica e instrumental, característica fundamental de la modernidad, es un tipo de racionalidad propiamente abstracta, lo que incita, como contrarréplica, al florecimiento de lo imaginario como espacio del ensueño. Esta liberación de lo imaginario, materializada en un abanico de micromitologías instaladas en la cultura de masas y absorbidas por los individuos, bien puede ser comprendida como una reacción del arcaísmo arquetípico frente al diseño de vida establecido por la modernidad. Lo mítico, lo simbólico, que habían desaparecido del espectro de vida del hombre moderno, retornan con vigor en el seno de una cultura hiper-racionalizada y aséptica.
En la cultura de masas, se da una verdadera efervescencia de lo imaginario que transfigura la realidad vigente. Por medio de lo imaginario, lo real aparece investido de irrealidad, de ensueño, se proyecta en fantasías individuales y colectivas. Morin (1981:96) tiene hablado de un “campo universal imaginario” que, liberando los sueños, los deseos y las aspiraciones vetadas, constituye un verdadero exorcismo de la desangelada realidad cotidiana. En un mundo absolutamente reglamentado, planificado y burocratizado, la cultura de masas abastece de mitos, como el happy end que señalara Morin, a través de los cuales se canalizan las proyecciones/identificaciones imaginarias. Lo que contribuye a esclarecer la doble direccionalidad existente entre lo real y lo imaginario, lo real demanda lo imaginario y, finalmente, lo imaginario ayuda a conformar y consolidar lo real. Sin tener en cuenta esta fundamental condición de transfiguración imaginaria, de trascendencia de lo real, esta estructura arquetípica podríamos decir, consustancial al ser humano, difícilmente estaremos en condiciones de comprender el magnetismo y la seducción de la cultura de masas. Así, en síntesis, las micromitologías que anidan en la cotidianidad de la cultura de masas prometerían, ahora, una inmortalidad y trascendencia de carácter profano. Frente a la rutinaria y monótona inercia cotidiana, proponen una re-ensoñación de la existencia, una verdadera contrareificación de la vida cotidiana.
En suma, la presión cultural sobre lo imaginario, que ha señalado Dürand, se acrecienta con el despliegue de la racionalidad moderna. La función eufemizadora, que Dürand atribuye a lo imaginario, dota de fantasía y fabulación al mundo real, permitiendo al ser humano la posibilidad de alzar la esperanza existencial en el seno del desconsuelo. Lo imaginario, entonces, es un doble de la realidad que posee una vida alternativa, alimentando los anhelos y ensueños velados socialmente. Los individuos y las colectividades albergan su doble, sin el cual difícilmente podrían vivificar sus subjetividades; porque del mismo modo que poseen una vida práctica, también poseen, al mismo tiempo, un mundo imaginario que nutre de significación al mundo real.
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Endereço para correspondência
Angel Enrique Carretero Pasín
Fernando III el Santo, nº 33, 2º A
Santiago de Compostela - A Coruña
Código Postal: 15701.
E-mail: quiquecarretero@terra.es
Recebido em 04/04/2005
Aceito em 08/05/2005
* Doctor en Sociología. Grupo Compostela de Estudios sobre Imaginarios Sociales: Universidad de Santiago de Compostela - España.