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Revista Psicologia Política
versão impressa ISSN 1519-549X
Rev. psicol. polít. vol.13 no.26 São Paulo abr. 2013
Sexualidad, razas impuras y control religioso en la colombia colonial
Sexualidade, raças impuras e controle religioso na colômbia colonial
Sexuality, impure races and control religious colombia colonial
Sexualité, races impures et control religieux dans la colombie colonial
Carlos Sixirei
Historiador e doutor em História da América pela Universidade Complutense de Madrid, Espanha. Professor de História da América na Faculdade de História da Universidade de Vigo, Espanha. Atualmente também é professor do doutorado em História, Territórios e Patrimônio da Universidade de Vigo, Ourense, GA, Espanha, e professor colaborador do mestrado de Têxtil e Moda da Universidade de São Paulo, São Paulo, SP, Brasil. carlos@sixirei.eu
RESUMEN
El artículo busca hacer el análisis del control religioso ejercido sobre el sexo inter-racial en una sociedad colonizada: Colombia. En este contexto, la sexualidad, en sus diversas manifestaciones, se convirtió durante el periodo colonial en un factor muy importante. Era relevante tanto para la sociabilidad como para la integración y miscigenación que nunca puso ser controlado por la Iglesia. Eso contribuyó de manera decisiva a crear una sociedad multiétnica y multicultural dividida en castas, pero no tan dividida como para impedir fluidas relaciones entre todas ellas en uno de los escasos campos en que todas podían participar de una manera relativamente igualitaria.
Palabras clave: Sexo, Colonialismo, Religiosidad, Raza, Mujer.
RESUMO
O artigo busca fazer a análise do controle religioso exercido sobre o sexo inter-racial em uma sociedade colonizada: Colômbia. Neste contexto, a sexualidade, em suas diversas manifestações, se converteu durante o período colonial num fator muito importante. Era relevante tanto para a sociabilidade como para a integração e miscigenação que nunca pode ser controlado pela Igreja. Isso contribuiu de maneira decisiva a criar uma sociedade multiétnica e multicultural dividida em castas, porém não tão dividida a ponto para impedir fluidas relações entre todas elas em um dos escassos campos em que todas poderiam participar de uma maneira relativamente igualitária.
Palavras-chave: Sexo, Colonialismo, Religiosidade, Raça, Mulher.
ABSTRACT
The article aims to analyze the religious control over interracial sex in a colonized society: Colombia. In this context, sexuality, in its various manifestations, became a very important issue during colonial period. It was relevant both for sociability as for integration and miscegenation that could never be controlled by the Church. This contributed in a decisive way to create a multiethnic and multicultural society divided into castes, but not so divided to the point to prevent fluid relationships between all of them in one of the few fields in which all could participate in a relatively egalitarian way.
Keywords: Sex, Colonialism, Religiosity, Race, Woman.
RÉSUMÉ
L'article vise à faire l'analyse de contrôle religieux exercé sur le sexe interracial dans une société colonisée : Colombie. Dans ce contexte, la sexualité, dans ses différentes manifestations, est devenu dans la période colonial un facteur très important. Elle était pertinente à la fois pour la sociabilité comme pour l'intégration et métissage que ne peuvent jamais être contrôlée par l'église. Cela a contribué de manière décisive à créer une société multiethnique et multiculturelle divisée en castes, mais pas tellement divisée au point d'empêcher les relations fluides entre tous dans l'un de rares domaines dans lesquels tous peuvent participer d'une manière relativement égalitaire.
Mots clés: Sexe, Colonialisme, Religiosité, Race, Femme.
Los temas que vamos a tratar en este artículo caminan por la interdisciplinaridad, pasan por un cruce de fronteras: historia, psicología y política. Así, presentar este texto a la Revista de Psicología Política es oportuno, porque la marca de este campo es este cruce de fronteras (Montero, 2009, Silva, 2012a, Rosa e Silva, 2012) y puede que, al hacerlo, contribuya para un conocimiento más profundizado de la realidad Latinoamericana.
Muchas veces pensadores (como Hyppolite Taine, 1930) han buscado aproximar historia, psicología y política para explicar e interpretar eventos sociales. En ese sentido los trabajos de Alexandre Dorna (1998ab) y Alessandro Soares da Silva (2012b) pueden esclarecer bien los motivos que conducen a historiadores, como nosotros, a elegir este tipo de periódico para entablar un diálogo con la comunidad académica sobre las cuestiones referentes a la Sexualidad, Razas Impuras y Control Religioso en la Colombia Colonial.
Los años de la conquista representaron una etapa de fuerte mezcla de razas entre conquistados y conquistadores, unas veces de grado y otras por la fuerza, en los territorios que fueron bautizados como Nueva Granada y que en el S.XVIII se constituirían en un virreinato. Este mestizaje afectó fundamentalmente a españoles e indias (el caso contrario es casi inexistente) pero en esta fase no a negros aunque en los años de la conquista de lo que sería Colombia ya había negros en tierras hispanoamericanas. Una vía muy frecuente de cruzamientos era la del conquistador que daba rienda suelta a sus pasiones violando indígenas, comportamiento habitual (también en Europa) con aquello que se consideraba botín de guerra y las mujeres indias formaban parte de ese botín. Pero otra, más pacífica, derivó de razones políticas para fomentar las uniones matrimoniales con las indias (establecer alianzas con determinados grupos de aborígenes para disponer de aliados), o de conveniencia como la escasez de féminas ibéricas que era muy grande y los conquistadores no podían esperar a que estas llegaran de España para establecerse en las nuevas tierras y fundar linajes. Y además había casos, nada raros, de mutuo enamoramiento (Lipschutz, 1963).
Pero si bien es cierto que en un primer momento los matrimonios interraciales estaban bien vistos y hasta eran recomendados por la Corona con vistas a apresurar el apaciguamiento de las tierras conquistadas, muy pronto la Iglesia por una parte y una aplicación radical del concepto de "sangre limpia" importada desde España y que procedía de la oposición peninsular a legalizar relaciones entre cristianos viejos y judeoconversos o moriscos, por otra, contribuyeron a imponer formas de moral y de comportamiento propias del mundo cristiano occidental agravadas por una idea mediterránea de la honra, tanto familiar como individual, en su versión ibérica en la que aparece como eco lejano el pensamiento del tunecino-andalusí Ibn Jaldún: "La nobleza y el honor proceden únicamente de la ausencia de mezclas" (Tillion, 1967).
Ciertamente en España los matrimonios mixtos recurrían a todo tipo de argucias para celebrarse falsificando papeles y comprando testigos que declaraban supuestas sangres limpias hasta donde podían remontar sus memorias aunque fuera evidente para todo el mundo, incluidas las autoridades eclesiásticas, que el varón o la mujer que se casaban descendían en primera generación de un "marrano" penitenciado (cuando no quemado) por la Inquisición. Después de todo, en cuestión de contaminaciones sanguíneas, ni la propia familia real estaba libre de pecado pues Fernando el Católico procedía por vía materna de una familia con vinculaciones judeoconversas y el número de artistas, escritores, místicos, funcionarios, docentes, comerciantes, banqueros, clérigos o nobles de sangre viciada era casi infinito y en el listado se incluían nombres que iban de Velázquez a Santa Teresa, de Góngora a Miguel Servet, o de Juan de la Cruz a Luis Vives. Pero poderosos caballero era (y es) Don Dinero en lo referente a inventarse genealogías.
En América ni el control religioso ni el temor a la contaminación racial impidieron que siguieran ocurriendo uniones entre españoles e indígenas, pero las legales fueron reduciéndose con el tiempo mientras que aumentaban los amancebamientos tanto con indias como con negras. El espectacular aumento de mulatos y de mestizos es una buena prueba de ello. La rigidez del sistema de castas (en Lima a fines del S.XVIII se distinguían 12 grupos raciales y en México 16) no impidió que en vísperas de la Independencia de la América Hispana casi la mitad de la población estuviera integrada por mestizos y mulatos. En el caso de Santafé de Bogotá, capital virreinal, como lo eran las dos ciudades antedichas, de los 18.000 habitantes con que contaba se consideraban mestizos el 57% (Vargas Lesmes, 1990).
Tanto los indios como los negros en su condición de "salvajes", y por más que estuvieran cristianizados, eran objeto de una profunda desconfianza en sus prácticas sexuales por parte de la Iglesia. No era solo el que sus costumbres entraran en choque con las europeas sino que además se les consideraba lujuriosos por su propia naturaleza y proclives a la práctica de los más escandalosos vicios resumidos en la frase "pecado nefando" cuyo significado era extremadamente genérico y que incluía desde la homosexualidad al bestialismo. Y lo peor de todo es que tales excesos eran muy bien recibidos por los españoles que no mostraban muchos reparos en adoptar los hábitos sexuales de los grupos dominados. En 1575 el cronista Fray Pedro de Aguado se quejaba de que Nueva Granada "Es tan grande la disolución que en algunas partes hay entre españoles de vivir lujuriosa y carnalmente que verdaderamente me pone espanto y admiración". Y es que si fornicar era ya de por sí un pecado grave, hacerlo con "idólatras" era el preludio para la condenación eterna.
La construcción de la imagen de la mujer durante el periodo colonial (y buena parte del republicano), fue realizada por hombres. Es evidente que esta construcción no era homogénea ni respondía a un modelo general. No era lo mismo ser mujer blanca que india o negra. Para tal construcción colaboraron activamente tanto los moralistas y teólogos católicos como los propios hombres que pretendían ser maridos o amantes. Castidad, piedad y obediencia eran las virtudes que ornaban a la mujer blanca honrada de acuerdo a los parámetros establecidos desde la Baja Edad Media. Por el contrario entre los defectos condenables estaban la locuacidad, la sensualidad, la obstinación, el espíritu independiente, el afán por el conocimiento y la inconstancia. Fray Luis de León había establecido en su conocida obra La perfecta casada (1583) las normas de comportamiento. El buen agustino partía del supuesto de que la honestidad femenina se daba por descontada como el valor a los soldados, pues de lo contrario "no es ya mujer, sino alevosa ramera y vilísimo cieno, y basura, la más hedionda de todas y la más despreciada". Ni el Espíritu Santo se tomaba la molestia de infundir tal virtud pues partía de la base, en la concesión de sus dones, de que tal condición era congénita. Obviamente, y como la mujer carecía del ingenio, la fuerza y el conocimiento masculinos, tenía como exclusivo marco de actuación su hogar: "Su andar ha de ser en su casa y que ha de estar presente siempre en todos los rincones della...por eso no ha de andar fuera nunca" (Cap. XVII). Como afirma el viejo refrán hispano "La mujer honrada, la pata quebrada y en casa".
Lo que significa que estas elucubraciones sobre un ser que "ni emprende ni alcanza cosa alguna de valor...sino es porque la inclina a ello...alguna fuerza de increíble virtud que el cielo ha puesto en su alma" (Fray Luis de León, O.C. Cap. II, párrafo 1) no eran solo fruto de
la profunda reflexión de sesudos teólogos sino que respondían a una idea muy extendida en el imaginario popular. El idealizado mundo de la castidad y la pureza femeninas eran la garantía del honor familiar y. más en concreto, del honor masculino. Es muy importante destacar este hecho pues, mientras en otras tradiciones europeas el honor se basaba en la riqueza, en la espiritualidad, en la honradez en los negocios o en el cumplimiento de la palabra dada, en la tradición mediterránea y en la ibérica en particular el honor familiar vivió anclado en el sexo femenino y ante una ofensa que afectaba a punto tan sensible (y los españoles de la edad moderna no precisaban de muchos incentivos para sentirse afectados en su honra) era legítimo lavar la mancha con sangre, con frecuencia sangre femenina, pues como escribía Cervantes "el hombre sin honra peor es que muerto" y como añadía Calderón: "El honor es patrimonio del alma y el alma solo es de Dios".
En la Nueva Granada colonial, como en el resto de los territorios hispanos del Nuevo Mundo, la pérdida de la virginidad de la mujer blanca ocurría dentro del matrimonio. Si la mujer había mantenido relaciones con anterioridad y esto llegaba a oídos de su familia, acababa, por lo general, en un convento o en un matrimonio a la fuerza en el mejor de los casos, o en el cementerio en el peor. La deshonra caía sobre toda su parentela que era objeto de habladurías y burlas y las mujeres procuraban, en consecuencia, ocultar por todos los medios que ya no eran vírgenes y más aún si la pérdida de tan valorada condición iba acompañada de un embarazo, de ahí la multiplicación de componedoras y arregladoras de virgos descompuestos, expertas en provocar abortos, en buscar familias de adopción que callaban y cobraban respetables cantidades por los servicios prestados, o en depositar recién nacidos en los tornos de conventos. Los hijos ilegítimos producto de estas aventuras prematrimoniales, no eran nada raros en la sociedad santafesina: En la parroquia de la Catedral de Bogotá en el año 1780 se realizaron 51 bautismos de niños blancos, de ellos dos fueron registrados como "hijos de padres desconocidos" y una como hija de madre soltera. Ese año no fue una excepción. Los estudios sobre los registros parroquiales del templo confirman que en años sucesivos y anteriores se mantuvo constante esta tónica (Dueñas Vargas, 1997).
Pero el matrimonio no era, de por sí, garantía alguna de que la mujer casada pudiera expresarse libremente en el terreno de las relaciones sexuales. Muy por el contrario, el ideal del matrimonio cristiano era la castidad de modo que ambos cónyuges se mantuvieran vírgenes aun al precio de no tener hijos. Si los confesores y predicadores no radicalizaron el mensaje fue porque eran conscientes de que algún peaje había que pagar para que la especie no se extinguiera y porque ellos mismos no se privaban de caer en privado en los mismos pecados que condenaban en público. Al fin y al cabo el Señor había dicho a la pareja primordial "creced y multiplicaos y llenad la Tierra".
La Iglesia seguía manteniendo el principio rígido (aunque poco seguido) de que una cosa era criar hijos para el cielo y otra muy distinta pasárselo bien mientras se cumplía con el mandato divino. De ahí que el confesionario y los directores espirituales procuraran mantener el control sobre cualquier tipo de fogosidad no permitida. Por ejemplo, la desnudez se consideraba un pecado pues se asociaba con el sentimiento de vergüenza nacido a raíz de la caída original. Hombres y mujeres podían convivir en santo matrimonio sin verse desnudos nunca. Que la mujer, por su parte, sintiera placer, es decir, tuviera orgasmos, también era considerado una afrenta a la pureza y a las costumbres honestas. Otra cosa era el marido pues necesariamente tenía que experimentarlos, pero mientras el desfogue masculino entraba en el terreno de lo admitido, no lo era el femenino. Más aún: La obligación de atender los apetitos del marido eran una parte fundamental de los deberes de la mujer casada. Solo situaciones extremas como el peligro de transmitir enfermedades contagiosas o de matar al feto en caso de embarazo justificaban la negativa de la mujer a mantener relaciones con su marido. A ello había que añadir que en determinadas festividades religiosas practicar el sexo era considerado pecado. Hasta gestos inocentes como besarse o acariciarse no podían ser expresados en público.
Como era habitual, sin embargo, una cosa era lo que dijeran los confesores y otra muy distinta la realidad. En la práctica la libertad sexual era considerable y las relaciones adulterinas por parte de los maridos formaban parte de los hábitos socialmente tolerados. Por otra parte el clero, tanto regular como secular, (y ello incluía a los propios comisarios del Santo Oficio) no era precisamente un ejemplo de comportamiento casto. Las descripciones que aparecen en las Noticias Secretas de América de Jorge Juan y Antonio de Ulloa abundan en el desenfreno que se vivía en medios eclesiásticos y, especialmente, frailunos: "Interin que residimos en Quito1 se ofreció la coyuntura de hacerse el capítulo en la religión de San Francisco y con el motivo de vivir en aquel barrio tuvimos el de ver por menor todo lo que pasaba y era que desde hacía quince días antes de celebrarse el capítulo se hacía diversión el ver los religiosos que iban llegando a la ciudad con sus concubinas y más de un mes después que el capítulo se concluyó, duró la de ver salir los que volvían a sus nuevos destinos"2. Lo que, evidentemente, no ayudaba, con tales ejemplos, a que los fieles se sintieran inclinados a seguir los consejos de sus directores espirituales salvo que fueran jesuitas pues esta orden se caracterizó siempre por una disciplina interna y una rigidez de costumbres absoluta. Ni los propios templos se salvaban pues aquellos espacios dedicados a las devociones y a la oración se convertían en lugares idóneos para los galanteos, las miradas lánguidas y los encuentros nada fortuitos. Y todo ello a la sombra de altares, púlpitos y confesionarios desde los que fervorosos predicadores clamaban contra el pecado de la lujuria.
Hubo también situaciones en las que la práctica del concubinato entre hombres y mujeres blancas no solo era tolerado socialmente sino que incluso era fomentado por la familia de ella. Tal era el caso de los funcionarios públicos de origen peninsular que, según la legislación, no podían contraer matrimonio con mujeres criollas residentes en el mismo lugar en el que estaban destinados. En esa situación el funcionario y la mujer con la que pretendía casarse podían vivir amancebados y tener hijos hasta el momento en que se acababa el periodo de destino y previa promesa formal y ante testigos de matrimonio. Garantía no siempre suficiente pues en más de una ocasión el funcionario desaparecía dejando a la mujer deshonrada y con uno o varios hijos a su cargo.
Estas circunstancias y otras explican que se mantuviera durante todo el periodo colonial un diálogo entre la norma y la realidad que sugiere la búsqueda de un acomodo que permitiera unir devoción y normas sociales con el goce, siempre tenso, lleno de retos y de riesgos, por parte de la población blanca. Y al final la realidad imponía sus reglas.
Pero otra cosa muy distinta era lo que sucedía con indios y negros.
Los misioneros españoles se encontraron en el Nuevo Reino de Granada, con una situación intolerable: Los indígenas, y especialmente los jefes tribales, practicaban la poligamia sin contar que tampoco se hacía asco a la homosexualidad. En las Constituciones del Sínodo de Santafé de 1556 se dejaba claro para los eclesiásticos que la primera mujer era la única y legítima, razón por la que los misioneros debían averiguar siempre quien era para reconocerla como tal3. La presión para acabar con la poligamia fue tremenda pero los resultados no se correspondieron completamente con los esfuerzos. Si bien los indígenas dejaron de tener varias mujeres que consideraban legítimas y se sometieron a la familia monógama occidental, continuaron manteniendo relaciones al margen del matrimonio con otras mujeres y, lo que fue peor, los españoles se contagiaron de la práctica y trasladaron sus placeres sexuales fuera de un matrimonio, muy limitado en sus posibilidades de goce por las múltiples prohibiciones, a las amantes o prostitutas con las que se relacionaban y en donde podían manejar su cuerpo y el ajeno con total libertad.
Que las múltiples medidas represivas tomadas por la Iglesia no surtieron los efectos deseados lo demuestra el hecho de que en los sucesivos Sínodos eclesiásticos se repetían una y otra vez las condenas y prohibiciones de la bigamia, la poligamia, la sodomía, la desnudez etc. prueba evidente de que los predicadores estaban lejos de conducir a la masa indígena por el recto camino de la moral sexual católica.
La conquista y posterior colonización había provocado emigraciones masivas de mujeres indias hacia los centros urbanos de reciente fundación hasta el punto de que en todas las poblaciones de Nueva Granada las mujeres representaban la proporción mayor. Si nos atenemos a la población indígena o mestiza la proporción de mujeres podía llegar al 70% como ocurría en la propia Bogotá. Las familias acomodadas atraían una gran cantidad de indias jóvenes para trabajar en el servicio doméstico en un régimen de práctica esclavitud aunque los indios no podían ser esclavizados, tal y como denuncia el Presidente de la Audiencia de Santafé, Juan de Bortja, a fines, del S.XVI:
He averiguado también que hay en esa ciudad gran número de indias chicas y grandes que llegará a 2.000 que hurtadas, forzadas y engañadas, las tienen parientas, mujeres o allegadas de encomenderos o doctrineros para sus granjerías y servicio y hay casas de gente muy particular donde hay 30 o más. De todas se sirven y de sus labores marcándoselas con grandes aprovechamientos, sin que a las pobres indias se les de salario ni aún la comida necesaria, antes están en perpetuo encerramiento y se les veda el casarse por no perder el servicio4.
Muchas de esas infelices eran utilizadas como objeto de placer por parte de los hombres de la casa o de iniciación a la sexualidad por los hijos de los dueños. Una vez embarazadas eran expulsadas debiendo arreglarse como podían. Lo habitual es que pasaran a ejercer la prostitución para sobrevivir. Todo ello contribuía a un constante aflujo de mujeres indias a las ciudades coloniales. Pero no había solo prostitutas, evidentemente. Algunas de ellas seguían manteniendo relaciones con sus antiguos amos y podían gozar de algunas ventajas económicas. Por otra parte existían también las sirvientas que se contrataban por horas y vivían en sus propias casas, o las que trabajaban como vendedoras de pan, tejidos, alimentos etc. por cuenta propia o al servicio de parientes.
El destino de las mujeres indígenas en los centros urbanos fue el de la integración en la sociedad colonial desde una situación de inferioridad por su doble condición de india y de mujer, y el del mestizaje, circunstancia que en el futuro dificultaría que una india pudiese convertirse en amante de un español pues éste prefería a las mestizas para sus relaciones extramatrimoniales e incluso para su matrimonio. Esta situación contrastaba con la de las mujeres indígenas que habitaban en sus comunidades originarias. Aquí se daba la mayor proporción de hijos legítimos en la colonia lo que significa que era fuera de sus marcos naturales donde las indias corrían más peligro de ser violentadas o explotadas sexualmente (Salas, 1960).
Las mujeres indígenas pobres y solteras, en muchas ocasiones, además, madres, acudían entonces a las chicherías que se multiplican en el S.XVIII, lugares de sociabilidad campesina y marginal, en donde se bebía, se jugaba y se seducía. Su clientela estaba integrada por indios, mestizos, negros libres y mulatos además de españoles pobres y soldados. Era en ese medio en el que las indias buscaban su supervivencia a través de algún concubino que se encargara de su manutención. Y aunque la práctica del lenocinio estaba perseguida por la ley, las autoridades, que tampoco mostraban un gran celo en su represión, tenían que conformarse, ante la carencia de lugares para encerrar a las prostitutas y de la complicidad que con éstas tenían carceleros y soldados, con expulsarlas periódicamente de la ciudad o, más habitualmente, hacer la vista gorda.
El extendido mestizaje reforzó la aparición de una sociedad de castas que si bien estaba muy jerarquizada y en la que el color de la piel marcaba la escala de ocupación, no impidió los cruces entre individuos de distintos grupos lo que contribuía a expandir las uniones ilegítimas hasta el punto de que diversas investigaciones han demostrado como en los S. XVII y XVIII, la mayor parte de los nacidos en Nueva Granada eran fruto de uniones ilícitas. Sin embargo era muy frecuente el hábito de reconocimiento por parte del padre, de sus hijos naturales. Esto favorecía a medio y largo plazo la solidaridad familiar e incluso la identificación de los bastardos o de sus descendientes como miembros de la familia si bien, al menos en la primera generación, permanecía muy claro que se trataba de hijos ilegítimos lo que significaba que, por muy reconocidos que fueran, no podían aspirar a derechos de herencia salvo aquellos que su padre les quisiese conceder libremente y nunca en grave quebranto de los que correspondían a los hijos legítimos.
Las relaciones extramatrimoniales entre hombres blancos y mujeres de castas estaban tan extendidas y tan asumidas socialmente que, como ya vimos, ni el clero se privaba de practicarlas, lo que afectaba a la autoridad con la que podían actuar para reprimir lo que se consideraban delitos contra la moral pública cuando ellos mismos vivían en concubinato universalmente conocido.
La mujer india no era esclava, era oficialmente súbdita de los reyes de España en la misma condición en la que estaban las mujeres plebeyas blancas, criollas o peninsulares. Pero la mujer negra unía a su negritud su condición de esclava.
En el territorio neogranadino la distribución de la población de origen africano era muy irregular. Los dos mayores polos de concentración eran Cartagena de Indias y el territorio de Popayán. Cartagena era el principal puerto del virreinato y uno de los tres más importantes del Caribe español (los otros dos eran Veracruz y La Habana) Allí desembarcaban los cargamentos de esclavos y, si bien una parte de ellos eran vendida en los palenques locales con destino a las haciendas del interior y a las minas, otra parte se quedaba en la ciudad de tal modo que poco a poco fue adquiriendo una tonalidad oscura creciente e inocultable. Negros y mulatos pasaron a constituir el grueso de la población circunstancia plenamente consolidada a principios del S.XVIII como lo demuestran los padrones de la época que señalan invariablemente porcentajes entre el 80 y el 85% de los habitantes correspondientes a negros esclavos, negros libres y mulatos representando este grupo el 63% del total de la población. Ni siquiera en el barrio de la Merced, lugar de residencia de la élite hispano-criolla, eran los blancos el grupo hegemónico alcanzando tan solo un exiguo 22%. Y era el sector urbano con mayor presencia. En barrios pobres como el de Getsemaní, no llegaban al 2% (Rodríguez, 2002). Había otra característica de la población cartagenera negra: Debido al tipo de trabajo dominante al que se dedicaban los esclavos, el servicio doméstico, el 60% de los esclavos eran mujeres lo que contribuía a dar un aire muy especial a la ciudad en la que el elemento femenino era el dominante. Por otra parte el ambiente más abierto que se vivía en aquel puerto favorecía, además del concubinato, el matrimonio mixto entre blancos y mulatas. Se trataba de jóvenes peninsulares, recién llegados, sin oficio ni beneficio y que se unían maritalmente a mulatas libres y emprendedoras que, poseedoras de algún oficio, eran, al menos en los primeros momentos, el sostén económico de la familia. Tanto las mulatas como las negras, libres o esclavas, prácticamente monopolizaban los oficios domésticos y la venta callejera además de poseer, en el caso de las libres, pequeños negocios como tenderas, taberneras, cigarreras etc.
Aparte de este grupo dedicado a trabajos lícitos, estaban las mujeres que se dedicaban a los ilícitos como la prostitución que, cuando era practicada por esclavas, revertía en beneficios para sus dueños que las explotaban en este campo. Y en una ciudad frecuentada por marinería de todas las latitudes, el negocio proporcionaba importantes rentas al mismo tiempo que, por tratarse de una clientela de paso, no había riesgos de enamoramientos ni de conflictos por celos. Todo ello contribuía a que el número de hijos ilegítimos fuera muy elevado pues el 20% del total de mujeres cartageneras eran madres solteras.
La bigamia era una práctica muy frecuente que afectaba a todos los grupos sociales y étnicos incluidos los propios esclavos. La mujer legítima no impedía la existencia de, por lo menos, una segunda. Todavía en la Colombia de hoy las prácticas de bigamia son muy frecuentes y no solo limitadas a las clases bajas sino a las más altas en las cuales no solo hay bigamia sino incluso trigamia (esposa, amante y el llamado "tinieblo" que es siempre una mujer desconocida y la más importante a la hora de las relaciones sexuales). Era esta práctica extendida de la bigamia la que traía de cabeza a los comisarios inquisitoriales pues, como han demostrado diversos estudiosos del tema, las causas de la Inquisición tenía como tema mayoritario esta cuestión lo que, por otra parte, era habitual en otras ciudades del arco caribeño.
En Popayán, una ciudad recatada y tradicionalista, muy alejada de los excesos cartageneros. La provincia de la que era cabeza tenía un 20% de esclavos para una población total que superaba muy ligeramente los 100.000 habitantes5. Este número obligó a doblar la vigilancia de las autoridades sobre un sector que carecía del cuidado paternalista que la corona aplicaba a los indígenas. Para los negros la ley no fue paternal, fue represiva. Sobre la base de la liberalidad sexual del esclavo africano, las normativas vigentes castigaban con penas como la castración delitos como el cimarronaje (Gutiérrez Azopardo, 1992). Solo después de la Real Cédula de 1789 se comenzó a aplicar un trato más humano a los esclavos.
La sensualidad de las mujeres negras era conocida, en privado alabada y, públicamente, condenada. Esta sensualidad que atraía fuertemente a los blancos, iba acompañada de un aura de magia por lo que era frecuente que cuando un blanco se obsesionaba de manera persistente por alguna de sus esclavas o alguna liberta se acusara a su amante de haberlo sometido con prácticas brujeriles y filtros amorosos. Desde el momento en que aparecían acusaciones de este tipo el asunto ya no era tema de tribunales laicos en exclusiva sino que se entraba en el terreno de actuación de los inquisidores. Como toda negra era considerada una bruja en potencia y poseedora de poderes infernales era muy difícil que saliera indemne de una acusación de este tipo. Se multiplicaron las condenas pero, para consternación de los jueces, las relaciones entre amos y esclavas se mantenían, de ahí la cantidad de población mulata existente.
Las amantes mulatas, habitualmente llamadas de "moriscas", de los grandes propietarios, lucían en público lujosos atavíos y hacían pública ostentación de su estado para envidia de las mujeres honradas. Lo que cuenta Thomas Gage para las novohispanas del S.XVII es perfectamente aplicable a las neogranadinas: "El vestido y atavío de las negras y mulatas es tan lascivo y sus ademanes y donaires tan embelesadores que hay muchos españoles, aún los de la primera clase, propensos de suyo a la lujuria que por ellas dejan a sus mujeres" (Gage, 1987). Sobre todo los de primera clase eran los más propensos, podríamos añadir. De hecho este tipo de amante que permanecía en la casa del señor bien como esclava o como criadaliberta, tenía un nombre específico en el Popayán barroco: Ñapanga, nombre aplicado también a las mestizas y que de referirse a costureras o tenderas de pulpería, acabó extendiéndose a las amantes de los hacendados y mineros como explica muy bien Víctor Paz Otero en su biografía medio ensayo medio novela del General Mosquera (Paz Otero, 2004). No era extraño que los predicadores jesuíticos, los únicos, al fin y al cabo que tenían autoridad moral para decirlo, calificaran las tierras americanas de "Paraíso de Mahoma".
Logicamente esta descripción corresponde al sector privilegiado de las mujeres de "castas". La mayor parte vivía en situación mucho más modesta. La multiplicación de pobres en las ciudades debido a una suma de factores que incluían el crecimiento demográfico, la migración rural, el alza del precio de los alimentos y los cambios económicos que se dan en el S.XVIII incidió tanto en el incremento de la criminalidad urbana como en el del comercio carnal lo que venía reforzado por el hecho de que en ciudades como Bogotá, Popayán o Pasto, la mayoría de los habitantes eran mujeres las cuales no vivían en gran parte con sus maridos sino con sus concubinos o dedicadas al meretricio a lo que contribuyó el refuerzo de las guarniciones militares de la capital del virreinato tras la revuelta de los Comuneros de 1781. En Cartagena el pago con favores sexuales estaba incluido en la lista de servicios que las detenidas tenían que ofrecer a sus vigilantes en las prisiones locales.
Si bien la Iglesia condenaba esta sexualidad efervescente al margen de la vida familiar, la Inquisición se alejó progresivamente de intervenir en tal campo. Los inquisidores no estaban tan preocupados por los delitos contra el sexto mandamiento, que era algo que se reservaba a los confesores y predicadores, como de los delitos contra le fe y, evidentemente el concubinato, por más generalizado que estuviera, podía atentar contra la moral pero en absoluto lo hacía contra el dogma. En lo que si intervenía el Santo Oficio era sobre delitos que tenían que ver con manifestaciones de la sexualidad que estaban específicamente condenadas como la homosexualidad, la práctica de la magia amatoria, la poligamia y bigamia, el bestialismo etc. La imagen de sensualidad de los negros había sido tan interiorizada que una simple conversación entre dos esclavos de distinto sexto era motivo suficiente para que los clérigos los reprendieran por inmorales.
El P. Claver, uno de los pocos defensores de los esclavos en el periodo colonial, estaba obsesionado con la supuesta inclinación permanente al fornicio de los africanos. Como los españoles, lejos de escandalizarse, aprovechaban la ausencia de los mecanismos represivos propios de la metrópoli, para dar rienda suelta a sus instintos en lo que acabaron por contagiar al propio clero, la imagen de una tierra de pecado y libertinaje se extendió muy pronto en el imaginario peninsular lo que fue un factor que contribuyó a la emigración de gente joven a las nuevas tierras americanas al mismo tiempo que la figura del indiano adquirió rápidamente las características del vividor y perdulario, hombre de burdeles y amantes que no dejaba de levantar envidias (aparte de su riqueza adquirida) entre sus más reprimidos compatriotas peninsulares y una morbosa atracción entre las españolas casaderas.
En resumen, la sexualidad en sus diversas manifestaciones, se convirtió durante el periodo colonial, en un factor muy importante tanto de sociabilidad como de integración y miscigenación que nunca puso ser controlado por la Iglesia y que contribuyó de manera decisiva a crear una sociedad multiétnica y multicultural dividida en castas pero no tan dividida como para impedir fluidas relaciones entre todas ellas en uno de los escasos campos en que todas podían participar de una manera relativamente igualitaria. La existencia de amantes indias y negras en detrimento de las esposas legítimas y que competían ventajosamente con ellas en el lucimiento de riquezas y en las demostraciones de amor por parte de sus concubinos, señalaba claramente que las rigideces étnicas que las leyes pretendían imponer chocaban con una realidad mucho más fuerte capaz no solo de superar las condenas eclesiásticas y el sentimiento de pecado sino de integrar en el juego, con notoria facilidad, por cierto, a los propios eclesiásticos. La abundancia de mestizos y mulatos evidenció que un nuevo tipo de sociedad, no coincidente con los modelos europeos occidentales y mucho más rica en sus contenidos, se estaba fraguando en las tierras americanas gracias precisamente a esta visión desacralizada de la sexualidad que un contexto más permisivo y relajado permitía.
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Recebido em 12/01/2013.
Revisado em 16/03/2013.
Aceito em 24/04/2013.
1 En el S.XVIII Quito formaba parte del Virreinato de Nueva Granada.
2 Jorge Juan y Antonio de Ulloa (1991) (manuscrito original de 1749 conservado en la Biblioteca del Museo Naval de Madrid, primera edición alterada del texto original Londres, 1826).
3 Las Constituciones aparecen en la obra de Mario Germán Romero (1960).
4 Julián Vargas, O.C. en Nota 1.
5 Datos correspondientes al censo de 1776. V. Germán Colmenares (1979).