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Diversitas
versão impressa ISSN 1794-9998
Diversitas v.3 n.2 Bogotá dez. 2007
Regulación emocional y competencia social en la infancia
Emotion regulation and social competence in childhood
María Isabel Rendón Arango*
Universidad Nacional de Colombia, Bogotá
RESUMEN
En el presente artículo se discute acerca de las relaciones entre regulación emocional y competencia social en la infancia. Se presenta un breve recorrido histórico acerca del surgimiento del interés por el tema y algunas razones que justifican su relevancia. Posteriormente se analizan y delimitan los constructos, señalando algunas controversias en su definición y destacando los elementos conceptuales más relevantes, para luego conectarlos con hallazgos empíricos que sustentan la independencia de estos constructos. Se concluye con algunas reflexiones de orden práctico, conceptual y metodológico que pueden resultar útiles para los investigadores en el campo.
Palabras clave: Regulación emocional, Competencia social, Emocionalidad, Control expresivo.
ABSTRACT
The paper discusses the relationships between emotion regulation and social competence in childhood. A brief background regarding the origins of the interest in this subject and some of the reasons that justifies its relevance are presented. Afterwards, the construct are analyzed and delimitated, pointing out some of the controversies related with the definitions and highlighting the most relevant elements. This analysis is then linked with empirical findings that support the independence of the constructs. Finally, some practical, conceptual, and methodological considerations are proposed with the purpose of contributing to the researchers on this field.
Keywords: Emotion regulation, Social competence, Emotionality, Expressive control.
Introducción
El interés por el impacto de los grupos sociales en la infancia surgió hacia 1930, cuando los científicos sociales empezaron a examinar la naturaleza de los grupos infantiles y la asociación entre las características del niño y su posición en el grupo. Este interés resurgió en la década de los años sesenta con estudios que mostraban cómo la interacción entre pares jugaba un papel fundamental en el ajuste a largo plazo (Ladd, 1999).
Durante las dos décadas siguientes la investigación estuvo guiada por el supuesto de que las habilidades sociales se asociaban con una variedad de resultados relacionales y se llevaron a cabo estudios sobre la adquisición temprana de habilidades y la formación del apego. En los años noventa se enfatizó en el estudio de la agresión y sus relaciones con la formación de amistades, así como en el papel determinante de las prácticas de crianza. Posteriormente, los modelos cognitivos desplazaron la atención hacia los procesos de evaluación y atribución en estrecha relación con las metas personales. A esta corriente se unió el interés por los correlatos afectivos y fisiológicos de la interacción social y se emprendieron abundantes estudios desde la perspectiva del temperamento, lo cual abrió la puerta para la incorporación de la Regulación Emocional (RE) como constructo central en el estudio de la Competencia Social (CS) infantil. (Para una revisión histórica completa véase Ladd, 1999).
En las últimas décadas varios investigadores (Cicchetti, Ganiban & Barnett, 1991; Eisenberg, Fabes, Nyman, Bernzweig & Pinuelas, 1994; Eisenberg et al., 1997; Kopp, 1989) han considerado la RE una de las tareas más importantes del desarrollo, pues predice ajuste a largo plazo (Buckley, Storino & Saarni, 2003) ya que facilita la conformación de relaciones (Dodge & Garber, 1991; Saarni, 1999). La expresión emocional puede afectar el establecimiento y mantenimiento de relaciones interpersonales y, a la vez, el ambiente social puede influir en la decisión de regular o desplegar las emociones (Campos & Barrett, 1984). Así pues, la habilidad para modular las emociones es pertinente y central en la interacción dado que contribuye a la función comunicativa recogiendo información acerca de los pensamientos e intenciones de las personas y coordinando los encuentros sociales (Campos & Barrett, 1984; Lópes, Salovey, Cote & Beers, 2005).
La RE parece ser particularmente crítica en niños propensos a experimentar afecto negativo (Eisenberg et al., 1994; Eisenberg, et al., 1997; Fabes & Eisenberg, 1992; Fabes et al., 1999). Es más probable que aquellos individuos con habilidades regulatorias modulen su reactividad emocional y actúen de manera competente en contextos altamente emocionales, mientras que individuos que experimentan emocionalidad negativa frecuente e intensa tienden a exhibir niveles relativamente más altos de agresión y otras conductas problemáticas como abusar de sustancias, mentir, robar e intimidar (Eisenberg, 2000; Fabes et al., 1999).
De otro lado, en este vasto campo aplicado también se reconoce el valor adaptativo de las emociones y de su regulación en términos del fomento de estados emocionales favorables a la interacción social y la convivencia. En general, las emociones motivan a comportarse con base en criterios morales, visión que contrasta con la de aquellos clínicos y teóricos que ven en la emoción una característica esencial e invariable de diversos trastornos (Eisenberg, 2000; Ferguson, Stegge, Eyre, Vollmer & Ashbaker, 2000).
La emoción encierra un potencial tanto de riesgo como de protección. La evidencia acumulada señala la conveniencia de fomentar la RE como uno de los pilares de la socialización saludable, así como la necesidad de intervenir en aquellas situaciones tempranas, relacionadas con una pobre RE, que pueden dar inicio a alteraciones en el funcionamiento social inmediato y posterior (Keenan, 2000).
El presente trabajo constituye un aporte al análisis de las relaciones entre RE y CS. Para ello es preciso, en primer término, delimitar los constructos. Posteriormente se revisarán antecedentes empíricos que dan soporte a las relaciones entre RE y CS, para terminar con algunas reflexiones en cuanto a evidencia empírica e implicaciones conceptuales y metodológicas que puedan orientar a los investigadores en este campo.
Emoción y regulación emocional
Concepto de emoción
El estudio de las emociones en occidente durante buena parte del siglo XX se basó en un punto de vista de raigambre estoica que destaca las virtudes de una vida desapasionada, bajo el supuesto de que es la mejor forma de estar capacitado para actuar, en sentido instrumental, gracias a la habilidad para razonar sin la distracción de las pasiones (Marks, 1991). Las emociones se han asociado con error, debilidad moral o desquicio, y han sido excluidas de la escena científica por ser consideradas secundarias frente a la cognición. Cuando se ha manifestado algún interés en su estudio, se ha prestado especial atención al análisis de las emociones supuestamente negativas o se han hecho esfuerzos por estudiar procesos mentales puros, es decir, sin contaminación emocional (Cole, Michel & Teti, 1994; Marks, 1991).
En consecuencia, por décadas el estudio de las emociones fue relegado a un segundo plano con base en argumentos como que era imposible medirlas con algún grado de especificidad, que no tenían un rol causal en la conducta, que eran irrelevantes frente a los tópicos de la psicología experimental, que eran disruptivas e indeseables por naturaleza, o que no podían ser descritas con un lenguaje científico (Campos & Barrett, 1984). Además, no se reconocía ninguna especificidad al fenómeno emocional y en el mejor de los casos se usaba como una especie de índice de los procesos cognitivos.
El desprecio general por las emociones ha sido reemplazado gradualmente por una reevaluación de su importancia. Este proceso de cambio conceptual ha llevado a aceptar, hoy por hoy, una aproximación que enfatiza en el rol de las emociones como reguladoras y determinantes del comportamiento intra e interpersonal y en su función adaptativa y organizadora al combinar necesidades del individuo con demandas del medio (Campos & Barrett, 1984; Cole et al., 1994; Thompson, 1994). Las emociones se entienden ahora como flexibles, contextualizadas y dirigidas a metas (Hagemann, Waldstein & Thayer, 2003).
Esta nueva aproximación funcionalista (Campos & Barrett, 1984; Campos, Mumme, Kermoian & Campos, 1994) tiene un carácter intrínsecamente relacional. Desde este punto de vista no se puede entender la emoción examinando al individuo y a los eventos como entidades separadas, ya que la percepción de un evento nunca está libre de su relevancia para las metas personales. Así, la emoción puede ser definida como el intento del individuo por establecer, mantener, cambiar o terminar la relación con el ambiente en asuntos significativos (Campos et al., 1994, p. 285).
Las emociones son sistemas de respuesta integrados cuya característica fundamental es la de ser emergentes en la relación interpersonal, es decir, implican el establecimiento, mantenimiento o ruptura de las relaciones entre una persona y el ambiente interno o externo, cuando tales relaciones son significativas para el sujeto (Campos & Barrett, 1984).
Concepto de regulación emocional
En consonancia con el cambio conceptual y actitudinal frente a las emociones, se produjo un cambio de concepción en cuanto a la naturaleza de la RE, que en términos generales dejó de ser entendida como supresión de emociones y control de impulsos, para ser comprendida como modulación de estados afectivos en función de metas, lográndose así una concepción coherente con la nueva perspectiva funcionalista.
La demostración de la relevancia de la RE para la CS y ajuste posterior del niño fue uno de los mayores incentivos para la investigación del tema hacia finales de los años ochenta y principios de los noventa (Eisenberg, 2004). Aunque desde entonces el interés investigativo en el campo ha incrementado considerablemente, aún no existe consenso en cuanto a la definición del constructo (Diener & Mangelsdorf, 1999). Con el ánimo de ilustrar el panorama actual, a continuación se resumen las principales definiciones y perspectivas teóricas.
Definiciones por dominios o centradas en el individuo
Estas definiciones coinciden en la postulación de tres dominios básicos (Scherer, 2000): neurofisiológico, cognitivo y motor. Desde este punto de vista la RE es el incremento, disminución o simplemente mantenimiento de la emoción y su intensidad a partir de la forma en que un proceso en un dominio tiene la función de modificar un proceso en otro dominio (Dodge & Garber, 1991).
Las definiciones centradas en el individuo suelen girar en torno a tres constructos: temperamento, afrontamiento y autorregulación conductual. El temperamento se ha definido en términos de las diferencias constitucionales en reactividad y autorregulación (Rothbart, Ahadi, Hershey & Fisher, 2001). Bajo esta óptica, emocionalidad alude al componente reactivo de la emoción y se define como las diferencias individuales en los umbrales de reacción, latencia, intensidad y tiempo de recuperación (Rydell, Berlin & Bohlin, 2003), y RE sería entonces el manejo exitoso de la activación emocional para asegurarse un funcionamiento social efectivo al iniciar, mantener, modular o cambiar la ocurrencia, intensidad o duración de estados de sentimiento internos y procesos fisiológicos relacionados con la emoción (Murphy, Eisenberg, Fabes, Shepard & Guthrie, 1999, p. 415).
La RE también ha sido entendida en términos de afrontamiento (Eisenberg et al., 1997; Mangelsdorf, Shapiro & Marzolf, 1995), constructo que se refiere a los esfuerzos del individuo por manejar estresores (Fabes & Eisenberg, 1992). Aunque no explícitamente con el nombre de regulación emocional, los teóricos del afrontamiento también discuten este constructo al diferenciar entre afrontamiento centrado en el problema y afrontamiento centrado en la emoción (Eisenberg et al., 1994). Este último implica la modulación de la activación a través de la alteración de la experiencia emocional mediante procesos cognitivos y conductuales.
Finalmente, se han formulado definiciones de RE centradas en la autorregulación conductual, es decir, el inicio, ajuste, interrupción, terminación o alteración del comportamiento en función de metas (Carver & Scheier, 1996; Heatherton & Baumeister, 1996; Tice & Bratslavsky, 2000). La teoría de la autorregulación se basa en el supuesto de que uno de los rasgos característicamente humanos es la capacidad para alterar las propias respuestas y apartarse así de los efectos directos de las situaciones inmediatas (Baumeister & Heatherton, 1996).
En este enfoque de autorregulación conductual la emoción es catalogada como algo intrínsecamente negativo que bloquea la capacidad (de pensamiento racional) para trascender una situación inmediata, haciendo salientes aspectos de la situación que provocan la emoción misma, lo cual lleva a enfocar la atención en la fuente de emoción (la situación inmediata) en lugar de hacerlo en las metas a largo plazo (Baumeister & Heatherton, 1996; Tice & Bratslavsky, 2000). En el momento en que se suscita una emoción (o posteriormente siempre y cuando ésta se encuentre altamente disponible en la memoria) los individuos fallan en considerar implicaciones a largo plazo y responden a sus intereses inmediatos.
Definiciones relacionales y centradas en el concepto de ajuste
Este tipo de definiciones ha surgido específicamente en la perspectiva funcionalista. Las tres características que se atribuyen a la emoción desde dicha perspectiva (flexibilidad conductual, adecuación al contexto y monitoreo del progreso hacia un resultado deseable) hacen que emoción y RE sean prácticamente uno y el mismo proceso (Campos et al., 1994); sin embargo, los funcionalistas también admiten una distinción entre emoción y RE debido a que la manifestación de una emoción crea las condiciones para una nueva transacción persona-ambiente. Tales transacciones a menudo requieren cambios en la manifestación de la emoción original, ya que los resultados podrían ser diferentes a los deseados si ésta no se modificara. La RE, entonces, consiste en una serie de procesos intra y extra organísmicos para el afrontamiento o redirección, control, modulación o modificación de la activación de modo que se garantice un funcionamiento adaptativo en situaciones emocionalmente activadoras (Cicchetti et al., 1991; Kopp, 1989).
Cole et al. (1994) consideran que la emoción es tanto reguladora de la interacción social, como regulada. Así, la RE puede ser definida como la habilidad para responder a las demandas en curso con un rango de emociones tolerable en el ámbito social y suficientemente flexible como para permitir reacciones espontáneas, así como la habilidad para demorar tales reacciones cuando se necesite (Cole et al., 1994 p. 76).
Una de las definiciones más citadas es la de Thompson (1994), para quien la RE consiste en procesos extrínsecos e intrínsecos responsables de monitorear, evaluar y modificar reacciones emocionales, especialmente sus características de intensidad y temporalidad, para alcanzar metas personales (p. 27-28). Esta definición no se refiere únicamente a la inhibición, también incluye características de intensidad y temporalidad. En otras palabras, en la RE se atenúa (o realza) la intensidad de la emoción experimentada, se retarda (o acelera) su inicio y recuperación, se limita (o fomenta) su persistencia, o se reduce (o incrementa) el rango de labilidad emocional, aun cuando la emoción discreta como tal no se vea alterada.
En definitiva, la RE implica prevenir una emoción, incrementar su frecuencia o intensidad, mantener, fomentar, inhibir o atenuar la activación emocional y expresar una emoción diferente a la provocada (Campos et al, 1994; Thompson, 1994), noción que se encuentra en marcado contraste con la visión occidental tradicional, que ha hecho énfasis en la inhibición, especialmente de las emociones consideradas negativas.
Por otra parte, Dunn y Brown (1991) proponen que la noción de RE se amplíe para incluir los intentos del niño por usar a los otros en relación con sus propias necesidades y metas, así como su creciente habilidad para influir en los estados afectivos de los otros. La regulación afectiva, en este sentido, jugaría un papel crucial en la transformación de las relaciones interpersonales del niño.
En las definiciones relacionales se prefiere el término regulación al de control debido a que regulación implica un ordenamiento dinámico y ajuste de las emociones al medio, mientras que control implica restricción.
En conclusión, en la perspectiva funcionalista se considera que la RE no es una simple cuestión de detener el malestar. Implica varias clases de ajustes para organizar el funcionamiento inmediato y a largo plazo. No se trata sólo de reducir la intensidad o la frecuencia de ciertos estados emocionales, sino también de la capacidad para generar y sostener emociones que permitan desarrollar una actividad y comunicarse e influir en otros, especialmente en coordinación con sus estados emocionales. La activación emocional puede fomentar o socavar el funcionamiento efectivo, y los procesos de RE son importantes porque disponen la emoción para brindar soporte adaptativo y estrategias conductuales organizadas.
En este sentido, todas las emociones son adaptativas. Tanto las positivas como las negativas pueden ser adaptativas o no, cualidad que está determinada por la oportunidad con que se emiten, es decir, su acople con las demandas del contexto. El componente clave es la relación funcional entre la emoción y los eventos inmediatos (del mundo externo o de representaciones internas) (Cole et al., 1994).
Como puede deducirse de esta amplia gama de definiciones, el término regulación emocional es problemático conceptual y metodológicamente ya que sus distintas acepciones atañen al menos a tres sentidos diferentes (Dodge & Garber, 1991): a) las emociones son reguladas por un regulador externo; b) las emociones regulan un constructo, como por ejemplo la cognición; o c) la emoción es un descriptor cualitativo de regulación, lo cual implicaría que ciertas formas de regulación son emocionales y otras no.
A pesar de esta diversidad conceptual, un análisis minucioso de las diferentes definiciones de RE pone de relieve que éstas tienen en común el reconocimiento de aspectos como la influencia de la activación emocional en la organización y cualidad de pensamientos, acciones e interacciones; carácter emergente en función de metas personales y grupales; dinámica de modulación más que de supresión; papel crucial de la interacción con pares y cuidadores; predicción de los encuentros y selección de respuestas aceptables para el grupo social al cual se pertenece y naturaleza multidimensional (Campos et al., 1994; Dodge & Garber, 1991; Garrido-Rojas, 2006; Keenan, 2000; Kopp, 1989).
Así como la idea de emoción ha cambiado con el tiempo, también la noción de RE. Cada vez más se concede a las emociones un rol organizador de la motivación, el pensamiento, la acción y las características de personalidad. Esto implica reconocer que éstas evolucionaron gracias a sus cualidades adaptativas, en contraste con la visión según la cual son inconvenientes y deben mantenerse bajo estricto control (Thompson, 1994). Los estudiosos del desarrollo emocional han superado la idea de que las emociones son sólo biológicamente adaptativas y han empezado a plantear que las respuestas emocionales deben ser también flexibles (más que esterotipadas), situacionales (más que rígidas) y coadyuvantes de la ejecución (más que inhibidoras), y que deben cambiar rápida y efectivamente para garantizar la adaptación a condiciones cambiantes, esto es, para que puedan dar soporte a un funcionamiento organizado y constructivo (Lopes, Salovey, Cote & Beers, 2005; Thompson, 1994).
Competencia social
El término competencia social se ha empleado de diversas maneras, sin mayor claridad acerca de su naturaleza (Naranjo-Meléndez, 2006). Ha sido utilizado para aludir a un rasgo de personalidad, un conjunto de habilidades, una clase especial de inteligencia, unos logros en la interacción, un saber, un saber hacer o, simplemente, a autoco-nocimiento y dominio emocional. Esta diversidad implica que el constructo pierde validez en la medida en que puede referirse prácticamente a cualquier proceso psicológico, y esta falta de especificidad limita las posibilidades de investigación.
El constructo CS enfrenta básicamente dos tipos de dificultades. En primer lugar, la mayoría de las definiciones buscan dar cuenta del papel del contexto, pero muy pocas lo logran de forma tal que conduzcan a metodologías de investigación válidas. En segundo lugar, se ha pretendido definir la CS dentro de un marco estrecho como es la perspectiva de habilidades sociales, con lo cual se ha conseguido limitar conceptualmente a los investigadores mediante la aceptación de la CS como una única dimensión (la conductual), además ostensible.
Intentos integradores por definir la CS pueden apreciarse en las definiciones de Masten et al. (1995) y Fabes et al. (1999). Los primeros autores definen CS como la habilidad para cumplir con las demandas de una situación, de modo que hablar de competencia implica hablar, simultáneamente, del contexto y de las habilidades individuales. El cumplimiento de demandas del contexto tiene que ver con la capacidad para responder en concordancia con las emociones de otros, así como para modular el propio comportamiento emocional. Fabes et al. (1999), por su parte, hacen énfasis en los resultados sociales más que en las conductas particulares. Definen CS como la habilidad para ser efectivo en lograr metas sociales constructivas (v.g. tener amigos, sostener interacciones, agradar, etc.) (p. 433).
Waters y Sroufe (1983) definen la CS en términos de modulación de comportamiento, afecto y cognición en función de metas propias y de otros, haciendo énfasis en que la interacción no debe cancelar las posibilidades de lograr metas que no pueden ser anticipadas en el presente. Así bien, un juicio acerca de la CS de un individuo involucra una perspectiva temporal más allá del aquí y el ahora, y la consideración de un sistema de conocimiento implícito, dimensiones no ostensibles cuyo análisis se ha relegado en los enfoques tradicionales de habilidades sociales.
En esta misma línea, Rendón et al. (2005) plantean la CS como una categoría disposicional, con lo cual no sería un evento particular sino una propensión o tendencia a comportarse de cierto modo, en el sentido de Ryle (1967). La CS podría ser entendida como una abstracción que se formula a través de enunciados verbales semi-hipotéticos, lo cuales, según el mismo autor, asimilan y construyen relaciones funcionales que son expresadas mediante términos disposicionales que no designan ocurrencias sino tendencias y propensiones. Los términos disposicionales se aplican cuando un evento particular tiene lugar, pero no se refieren a dicho evento particular sino a una colección de eventos de los cuales dicha ocurrencia discreta constituye un caso particular (Ribes, 1993).
En el desarrollo de la propensión a comportarse de cierto modo en la interacción con otros la RE ocupa un papel central, al ser un mecanismo modulador de la transacción poniendo la emoción al servicio de un funcionamiento organizado. En el siguiente apartado se presentan algunos antecedentes empíricos ilustrativos de las relaciones entre estos constructos.
Antecedentes empíricos
La RE se asocia con la calidad de las relaciones entre pares (McDowell, ONeil & Parke, 2000). Varios estudios documentan la posibilidad de predecir el funcionamiento social en la infancia a partir de diferencias individuales en regulación y emocionalidad (Eisenberg et al., 1997; Murphy et al., 1999).
Los niños capaces de regular su activación emocional en las interacciones sociales tienen mayor probabilidad de involucrarse en intercambios positivos (Fabes & Eisenberg, 1992; Eisenberg et al., 1997). Una alta emocionalidad negativa, junto con una baja RE, se asocia con problemas comportamentales de tipo externalizante tales como agresividad y baja CS (Chaux, 2001; Fabes & Eisenberg, 1992; Diener & Kim, 2004; Rydell et al., 2003). En general, la combinación entre alta emocionalidad y baja regulación parece estar particularmente asociada con una pobre adaptación; por lo tanto, la RE parece ser especialmente importante para niños altamente emocionales (Camodeca & Goossens, 2005; Eisenberg et al., 1997; Fabes & Eisenberg, 1992).
Se ha observado que las respuestas emocionales negativas varían en función de la intensidad de la interacción y el Effortful Control11 (EC) disposicional. Situaciones más intensas y estresantes producen mayor activación emocional negativa durante la interacción; sin embargo, a mayor intensidad de la interacción, menor activación emocional negativa siempre y cuando existan niveles elevados de EC (Fabes et al., 1999).
Las interacciones estresantes afectan la CS a través de las emociones negativas, y lo hacen en alguna de las tres formas siguientes o una combinación de ellas (Fabes et al., 1999): a) una elevada activación emocional negativa puede interferir con las habilidades requeridas por la situación; b) la activación emocional negativa puede incrementar la probabilidad de conducta amenazante, de retaliación o rechazo; o c) las emociones negativas pueden llevar a terminar prematuramente la interacción, reduciendo así las oportunidades para emitir una respuesta competente.
En conclusión, las diferencias individuales en funcionamiento social varían en función de la regulación y la emocionalidad negativa disposicional. Aquellos niños mal regulados y propensos a la emocionalidad negativa probablemente provocan respuestas negativas en los otros, lo cual limita sus oportunidades para aprender formas constructivas de relacionarse. Además, estos niños pueden responder negativamente a las emociones negativas de otros, lo cual, a su vez, afecta la interacción (Eisenberg et al., 1997).
Otro campo de interés sobre las relaciones entre RE y CS es el de la conducta agresiva. Un componente central en los patrones de conducta agresiva en niños es el sesgo atribucional de hostilidad, que involucra inferencias, por parte del niño, de intenciones hostiles cuando se encuentra en situaciones ambiguas, lo cual supone deficiencias en la interpretación de las intenciones y atención selectiva hacia eventos negativos (Dodge, Murphy & Buchsbaum, 1984). Los niños que presentan este sesgo hacen atribuciones externas, estables y globales acerca de las causas en eventos interpersonales ambiguos y perciben que su comportamiento agresivo tiene resultados positivos, por lo cual lo despliegan constantemente. La persistencia de este sesgo puede llevar a un amplio espectro de dificultades sociales y comporta-mentales dentro y fuera de la escuela (Fryxell & Smith, 2000) y a dificultades en el manejo de la ira en la vida adulta (Hilt, 2004).
Los niños que tienen dificultades para manejar la ira pueden evitar situaciones sociales con el fin de no desbordarse con afecto negativo, limitando así sus oportunidades para aprender habilidades de interacción (Fabes & Eisenberg, 1992). Las reacciones de ira, tales como la retaliación física y la expresión sin restricciones, se asocian con modos no constructivos de afrontamiento en la escuela y con clasificaciones de alta intensidad emocional por parte del personal escolar, mientras que el uso de estrategias verbales no hostiles para manejar la ira se asocia con CS y estatus entre los pares. Al parecer, los niños competentes socialmente manejan la ira de forma directa y no disruptiva, probablemente debido a su habilidad para regular la activación emocional (Eisenberg et al., 1994; Fabes & Eisenberg, 1992).
En cuanto a las relaciones entre RE y afrontamiento Blair, Denham, Kochanoff y Whipple (2004) encontraron que el afrontamiento pasivo (evitación o negación del problema) modera la influencia del temperamento en el comportamiento social y que el uso de dichas estrategias juega un papel fundamental en el desarrollo de conductas desadaptativas tanto internalizadas como exteriorizadas. Específicamente, la interacción entre temperamento irritable-frustrado y afrontamiento pasivo actúa como predictor de conducta problemática internalizada en niñas, y la interacción entre temperamento triste-temeroso y afrontamiento pasivo actúa como predictor de conducta problemática externalizada en niños. Las autoras concluyen que los niños que enfrentan sus problemas aunque sea de una manera no constructiva, al menos son capaces de expresar sus emociones y tienen la oportunidad de aprender cómo regularlas.
De otro lado, Roberts (1999) encontró asociaciones entre prácticas parentales que permitían o toleraban la expresión de malestar y la presencia de comportamientos recursivos y prosociales en la interacción con pares en sus hijos. Las prácticas de socialización emocional se asociaron con la competencia de los niños independientemente de otras dimensiones de dichas prácticas. Las prácticas parentales que enfatizan en la regulación y el control de la expresión emocional pueden tener efectos concurrentes positivos en la CS de los niños, aunque éstos no se mantienen a largo plazo; mientras que las prácticas más tolerantes con la expresión emocional tienden a producir efectos más duraderos, al menos en hijos hombres.
La interacción familiar sienta las bases para el uso de reglas de despliegue emocional, definidas como guías para la regulación del comportamiento afectivo- expresivo en la interacción social (Underwood, Coie & Herbsman, 1992; Saarni, 1984). Dichas reglas están basadas en convenciones sociales y se refieren básicamente al uso de expresiones faciales que discrepan del estado emocional subyacente, es decir, la emoción experimentada se enmascara fingiendo una emoción diferente en el comportamiento expresivo o no expresando ninguna emoción. La sustitución o enmascaramiento de las emociones se da únicamente en presencia de otros (Cole, 1986), por lo cual tiene la función de regular los intercambios interpersonales de una manera predecible.
El conocimiento de estas reglas es fundamental por varias razones. En primer lugar, son prescripciones sociales explícitas acerca de cómo y cuándo se debe alterar o regular la expresión emocional en formas socialmente aceptables, ya que existe una expectativa social de no expresar lo que se está sintiendo verdaderamente en algunos momentos, en la medida en que esto podría amenazar el logro de una meta interpersonal (individual o colectiva). En segundo lugar, son una integración de conocimiento previo sobre expresiones faciales, situaciones (comprensión de reacciones emocionales normativas en contextos específicos) y diferenciación de estados personales de reacciones normativas. El uso de estas reglas supone coordinación de las emociones propias con las de otros y la comprensión de que la experiencia emocional está subordinada a la reacción emocional percibida en el otro.
Así pues, las reglas de despliegue emocional desafían al niño a pensar y responder en términos de metas interpersonales que tienen implicaciones para relacionarse con otros. Dichas metas pueden estar orientadas (Jones, Abbey & Cumberland, 1998) hacia el sí mismo (autoprotección), hacia el otro (para protegerlo o fomentar en él un determinado estado afectivo) o hacia la regla (para preservar las expectativas sociales).
A la fecha, la investigación muestra que diferentes clases de control expresivo de los despliegues emocionales emergen durante la infancia media (Cole, 1986). A pesar de que no se han documentado de manera contundente los patrones de desarrollo de dicho control expresivo, es bien sabido que éste incrementa considerablemente a partir de la edad escolar gracias a las habilidades que emergen en esta etapa (Jones et al., 1998; Saarni, 1984). A partir de los seis años se incrementa la presión social en la escuela y en la familia para regular las emociones dentro de estándares sociales, de aquí que el conocimiento emocional contribuya en la generación de conducta afectiva y social apropiada y predecible. Además, a partir de esta etapa los niños son capaces de usar estrategias que permiten una mayor regulación de sus emociones probablemente debido a que a mayor edad aprenden a esperar menos reacciones positivas si expresan sus verdaderos sentimientos negativos, por lo cual es más probable que los modulen (Fuchs & Thelen, 1988; Zeman & Garber, 1996).
Se ha reportado que incluso niños en edad preescolar ya presentan algún grado de control sobre el despliegue de emociones negativas (Harris, Donnelly, Guz & Pitt-Watson, 1986; Cole, 1986). Aunque los preescolares pueden no ser conscientes ni estar en capacidad de verbalizar las reglas que han interiorizado, al parecer sí se involucran en comportamiento social gobernado por reglas (Cole, 1986). Por ejemplo, niños de cuatro años ya muestran algún grado de comprensión sobre la distinción entre emoción real y aparente, aunque no pueden producir justificaciones correctas sobre la discrepancia. La distinción empieza a estar mejor articulada con la justificación a partir de los seis años. En otras palabras, aunque niños de cuatro años parecen entender que la emoción real y la aparente pueden no coincidir, al menos cuando la emoción real es negativa, la discriminación se hace más sistemáticamente y la justificación más precisa entre los seis y los diez años (Harris et al., 1986).
Hacia los nueve años los niños parecen estar en capacidad de combinar la regulación de su expresión emocional con razonamiento prosocial, mantenimiento de normas y autoprotección. A esta edad parecen tener conciencia de las reglas de despliegue y muestran habilidad para articular este conocimiento con objetivos concretos, en comparación con preescolares (Jones et al., 1998).
Así bien, los hallazgos sobre uso de reglas de despliegue indican que a los 10 años aproximadamente éste se ha instaurado plenamente. Aunque niños de cuatro a ocho años son capaces de ejercer control expresivo, no es claro si pueden hacerlo en circunstancias provocadoras de afecto negativo de alta intensidad (Cole, 1986). Además, existe una diferencia en el uso e identificación de reglas de despliegue verbales/conductuales y de expresión facial; el primer tipo de reglas parece surgir primero (Zeman & Garber, 1996).
Por otra parte, la decisión de niños de seis a diez años de regular el comportamiento expresivo emocional depende del tipo de observador presente y la naturaleza de la emoción expresada. Zeman y Garber (1996) encontraron que es más probable que los niños controlen la expresión de afecto negativo en presencia de un par que cuando están sólo con el padre o la madre. Además, la decisión varía en función del grado de afiliación, autoridad y estatus del observador (Cole, 1986), así como de la historia de la relación y la expectativa de soporte. Si el niño tiene una mayor expectativa de soporte del observador adulto (p. ej. madre) que de un par, es probable que no enmascare su emoción ante el primero.
La decisión de expresar el afecto también depende de si el observador es o no blanco del despliegue o el provocador de la emoción. Es particularmente difícil expresar ira y tristeza directamente a figuras de autoridad y con un estatus de poder diferente al propio, aunque sean los causantes de la emoción. La decisión de expresar emociones negativas también está influida por la reacción esperada en el otro en combinación con la intensidad de la emoción. Es más probable expresar abiertamente emociones intensas difíciles de regular.
En suma, la regulación de los despliegues emocionales depende de quién está observando y el tipo de afecto involucrado. Esta observación es particularmente relevante para el contexto familiar, ya que los ambientes emocionales negativos tienen un impacto adverso en el desarrollo de estructuras de conocimiento emocional en niños (Jones et al., 1998), el cual constituye una pieza clave en el desarrollo de la CS (McDowell et al., 2000).
En conjunto, estos resultados muestran la estrecha relación que existe entre conocimiento emocional, RE y CS. Es importante destacar que no es suficiente con tener conocimiento sobre regulación de la expresión emocional, son las metas perseguidas al regular la expresión las que dan sentido a dicho conocimiento (Jones et al., 1998).
Conclusiones
A partir de la evidencia empírica es posible concluir que la RE es ante todo un mecanismo al servicio del respeto de normas definidas social y culturalmente. La activación emocional puede potenciar o amenazar el funcionamiento efectivo; de aquí que los procesos de RE son importantes porque disponen la emoción para brindar soporte adaptativo.
Las emociones ayudan a responder efectivamente ante oportunidades y desafíos; sin embargo, no siempre son útiles. Para que lo sean se requiere desarrollar la capacidad de saber cómo y cuándo regularlas para alcanzar las metas propuestas. La evidencia disponible sugiere que la RE es relevante en la interacción con pares en la medida en que la activación del niño determina su CS y la activación está determinada por la capacidad para autorregularse (Gross, 1998).
La edad preescolar es un período crítico para la formación del sistema de control regulatorio (Fabes et al., 1999), y aunque el temperamento puede predisponer a ciertos resultados sociales, otros procesos de desarrollo juegan un papel significativo en la predicción del ajuste. En efecto, factores situacionales interactúan con factores disposicionales, y en dicha interacción el control regulatorio es clave porque sienta las bases para una mejor CS, mediada por una menor disposición hacia la emocionalidad negativa (Fabes et al., 1999).
La RE es una variable mediadora entre la situación y el resultado de la interacción, con lo cual se hace evidente la posibilidad de promover la CS mediante intervenciones tempranas destinadas a proveer a padres y maestros herramientas para la identificación de características de temperamento en los niños y estrategias de RE acopladas (Greenberg et al, 2003; Leff, Power, Manz, Costigan & Nabors, 2001).
Todos estos constituyen motivos más que suficientes para promover un avance en la investigación aplicada sobre RE y CS con miras a facilitar su inserción argumentada en las prácticas educativas (Ross, Powell & Elias, 2002) y terapéuticas.
En el orden conceptual se ha intentado en este trabajo mostrar que RE y CS no son dimensiones ostensibles. Un juicio acerca de la RE y la CS de un individuo involucra el empleo de enunciados verbales construidos a partir de una serie de ocurrencias, lo cual no implica aceptar una correspondencia entre dichas ocurrencias y el constructo.
Los investigadores se ocupan de estudiar actualizaciones de la RE y la CS como disposiciones construidas ontogenéticamente; se preocupan por el análisis de los contextos en los cuales se actualizan estas propensiones mediante el despliegue de ciertas ejecuciones, sin que se asuma que algún elemento de dichos contextos actúa como causa en sentido proximal. Ahora bien, la investigación empírica se apoya en el estudio de ocurrencias particulares, pero éstas siempre deben ser analizadas en términos de su pertenencia a una propensión más general. Por otro lado, un examen juicioso de la investigación en estos campos no deja de suscitar interrogantes acerca la especificidad de los constructos CS y RE. En este punto es válido preguntarse si se trata de dos constructos diferentes, o si en realidad son el mismo.
Ambos constructos implican un conocimiento implícito en la interacción, el cual guía el uso de ciertas estrategias y habilidades acopladas con las demandas de un contexto relacional cuya singularidad está determinada en sentido cultural, sin que esto implique negar la especificidad contextual propia de las microculturas en las que está inscrito un individuo.
Así, CS y RE implican el conocimiento de un contexto, es decir, la comprensión del grado en el cual las diferencias en poder o estatus caracterizan la interacción (Saarni, 2001) y de las expectativas acerca del despliegue de ciertas ejecuciones. De igual forma, ambos constructos suponen el concurso de unas metas interpersonales, cuyo logro motiva el empleo de ciertas formas de comportamiento.
Debido a esta aparente yuxtaposición conceptual es pertinente señalar que la RE es un mecanismo cuya operación es condición necesaria, más no suficiente, para una ejecución competente socialmente. En otras palabras, la actualización de una disposición para comportarse de cierto modo en encuentros sociales, es decir, para ser efectivo en sentido instrumental (Schneider, Ackerman & Kanfer, 1996), está sujeta a la posibilidad de modular la emoción. Así, la RE actúa como mediadora de un conjunto de ocurrencias en términos conductuales, a partir de las cuales se infiere en última instancia la cualidad de competente.
La competencia como categoría disposicional se expresa mediante términos de logro, que hacen referencia a resultados pero, a pesar de que implican acciones, no identifican acciones. Como afirma Ribes en el prefacio a la obra de Roth (1986), la morfología del comportamiento es una dimensión necesaria, mas no suficiente, para incidir en el desarrollo de repertorios funcionales en un medio social. Así bien, la problemática del comportamiento debe definirse en términos de la pertinencia funcional que adquiere un conjunto de aptitudes conductuales como dimensión interactiva con las redes sociales de contingencia.
En síntesis, una ejecución competente no implica únicamente saber qué hacer, sino también saber cómo hacerlo y en dónde hacerlo. La competencia como disposición no constituye en sí misma un evento, es la posibilidad históricamente identificada de producir cambios en eventos o acciones en función de ocurrencias pasadas (Ribes, 1990).
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Recibido: Marzo 15 de 2007
Revisado: Abril 20 de 2007
Aceptado: Junio 4 de 2007
* Correspondencia: Ma. Isabel Rendón, Docente. Correo electrónico: mirendona@unal.edu.co Dirección postal: Ciudad Universitaria carrera 30 no. 45-03, edificio 212, Departamento de Psicología, Bogotá, Colombia.
11 No se traduce el término Effortful Control (EC) porque no existe una expresión en español que se ajuste completamente a su significado. Es una función ejecutiva que combina capacidades atencionales y de planificación. Quizá la mejor traducción sea control voluntario.