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Imaginário

versão impressa ISSN 1413-666X

Imaginario v.12 n.13 São Paulo dez. 2006

 

 

 

Cultura festiva. Lo imaginario disloca lo cotidiano

 

Festive culture. The imaginary thing dislocates the daily thing

 

Cultura festiva. Lo imaginario disloca lo cotidiano

 

 

Enrique Carretero Pasín*

Grupo Compostela de Estudios sobre Imaginarios Sociales

Endereço para correspondência

 

 


RESUMEN

Este artículo aborda, desde una perspectiva antropológico- sociológica, la comprensión de la lógica profunda que preside ciertas manifestaciones rituales de la cultura contemporánea en donde se exterioriza un espíritu festivo. Primero, analiza cómo en Occidente se ha producido la implantación de un modelo excluyente y totalitario de racionalidad que ha proscrito el orden de lo imaginario. A continuación, examina la fiesta como el privilegiado espacio en donde se quebranta esta racionalidad y sale a relucir el imaginario bloqueado socialmente. Finalmente, muestra la ligazón fundamental existente entre el espíritu de la fiesta y la capacidad de lo imaginario para ir más allá de la realidad instituida.

Palabras clave: Modernidad, Razón, Imaginario, Fiesta.


ABSTRACT

This article approaches, from an anthropologicalsociological perspective, the understanding of the deep logic that presides over certain ritual manifestations of the contemporary culture in which a festive spirit expresses itself. First, it analyzes how in the West the implantation of an excluding and totalitarian model of rationality takes place that prohibits the order of the imaginary thing. Later, it examines the holiday as the privileged space where this rationality is broken and goes out to re-illuminate the imaginary one blocked socially. Finally, he proves to be a fundamental existing overlap between the spirit of the holiday and the capacity of the imaginary thing to go beyond the instituted reality.

Keywords: Modernity, Reason, Imaginary, Holiday.


 

 

“Dios escribe siempre en líneas torcidas”

(Proverbio místico)

Introducción

Uno de los acontecimientos sociales que ha despertado una mayor curiosidad intelectual para los analizadores de lo social en los últimos años ha sido la novedosa efervescencia de una auténtica sensibilidad festiva expandida por diferentes localizaciones de la vida social. El desenfreno, la des-medida, la ruptura paroxística con el mundo en donde se entreteje la cotidianidad, parece ser un inequívoco rasgo definitorio de una nueva cultura que parece tambalear el arraigado ascetismo que acompañara al Occidente desde la época moderna. Así, el desorbitado auge que, en la actualidad, adquieren fenómenos sociales con una acentuada dimensión ritual como el fútbol, los conciertos musicales o las congregaciones juveniles en torno a “el botellón1 es un buen testimonio de lo anterior. ¿Cómo debiéramos interpretar esta naciente explosión de lo festivo? ¿Cómo podríamos descifrar su oculta lógica para comprender su significación colectiva?. Una tal sensibilidad festiva amenaza con violentar los cimientos de una ascética cultura occidental consagrada tradicionalmente a una explícita renuncia al gozo, al placer, a lo sensitivo, en favor de los valores e ideales que fueran promovidos a raíz del triunfo del espíritu burgués: el trabajo, la renuncia, la disciplina, el ahorro,.. No resulta extraño, pues, que desde instancias de poder florezca un nuevo discurso moral, una actitud de reproche, encaminada a condenar y anatemizar dicha sensibilidad en sus concreciones sociales puntuales, puesto que su hipertrófica expansión más allá de los linderos de la tutela institucional es detectada como algo que pudiera contribuir a vulnerar un orden social que desde la modernidad descansa sobre una totalitaria lógica racional y productiva. En lugar de dejarse imbuir por un siempre sospechoso discurso moral que nunca alcanza a comprender la lógica profunda que mueve los fenómenos sociales, la tarea del científico-social es bien otra: interrogarse sobre el significado de este fenómeno para luego tratar de interpretarlo en el contexto global de una naciente cultura que pugna por abrirse paso desligándose de buena parte del andamiaje de la anterior. La cultura festiva, en lo que conlleva de liberación ritual de la carga de deseo reprimido por la coacción del principio de racionalidad dominante, es tolerada, alentada e incluso busca ser gestionada y reglamentada desde instancias institucionales – dado que el poder es consciente de su potencial virulencia – siempre dentro de unos límites preestablecidos. Cuando sobrepasa estos límites, cuando escapa de la tutela institucional, es aquello que con más fuerza puede llegar a quebrantar el orden social, aquello potencialmente más potente para dislocar la vida cotidiana. La fiesta, cuando extralimita el espectro de la fiesta socialmente institucionalizada, alberga la facultad de inocular desorden en un ordenado mundo sujeto a parámetros racionales.

Es bien sabido que ningún discurso moral, político, sociológico, etc. es completamente puro, absolutamente neutral, que todo discurso se plantea desde una posición y está sujeto a unos determinados intereses de poder. El repudio moral de la naciente cultura festiva no es, por tanto, un discurso elaborado desde un punto arquimédico supuestamente ajeno a la compleja trama social. Por el contrario, es un discurso construido desde una determinada localización, la del espectro de lo institucional, y en consecuencia atrapado inexorablemente por una dialéctica orden/desorden subyacente. Una fecunda interpretación orientada a desvelar el auténtico significado social de la cultura festiva debiera ir más allá de una perspectiva contagiada por esta dialéctica de fondo, colocándose en una perspectiva distanciada o alternativa con respecto a ésta, para mostrar, en suma, otro modo de ser de la realidad social.

 

La racionalidad mórbida y su sombra

La conocida sentencia pronunciada por Max Weber en 1919 en su célebre conferencia La ciencia como profesión, la que había catalogado las sociedades de Occidente con la expresión desencantamiento del mundo, sintetiza perfectamente la ligazón estructural existente entre razón y cultura en estas sociedades. La desangelada desmagización del mundo, como supo ver Weber, es el inevitable producto de lo anterior. El vértice angular, inviolable, sagrado, sobre el que gravitará la cultura occidental desde la modernidad va a ser, entonces, un excluyente principio de racionalidad. La época moderna va a ubicar a la razón en el centro neurálgico al que se subordinará la totalidad de la vida social. La racionalidad occidental, caracterizada por una lógica funcional, la guiada por la utilidad, la eficacia, la instrumentalidad, va a convertirse, como ha expuesto acertadamente Castoriadis (1983, p. 276), en el nuevo mito emergente que da sentido nuclear al mundo moderno. Si bien la razón moderna buscó afanosamente depurar el mito, y en general todo componente arcaico, de la experiencia social, el resultado fue algo ciertamente contradictorio y ya bien diagnosticado con penetrante lucidez por Adorno y Horkheimer (1994, p. 64-65): la conversión de esta razón en nueva forma de mitología. Una razón patológica, una pseudoracionalidad, que, primeramente, perseguirá el control y dominio de la naturaleza, y que posteriormente se tornará, como ambos han señalado, en un ejercicio de autodominación vuelto sobre el propio sujeto, en una patológica autocoacción subjetiva. Tal como queda perfectamente reflejado en su emblemática lectura de la Odisea, el tortuoso itinerario de autorenuncia al placer sensitivo al que se haya sometido Ulises, el personaje homérico, simboliza fielmente la génesis de la configuración de la subjetividad, del yo, en la cultura occidental. La razón moderna pasa a ser, pues, el imaginario central, utilizando la terminología de Cornelius Castoriadis, del cual se irradia una lógica específica que se impone como inquebrantable concepción del mundo, como incuestionable manera incluso de percibir y entender las cosas en su globalidad, en definitiva como una verdadera ontología del ser social. Martin Heidegger lo ha puesto de relieve admirablemente al señalar que la razón moderna encorseta lo real en algo que puede ser abordado exclusivamente en términos de objetividad y representación (HEIDEGGER, 1996, p. 75-109), en suma, en algo cosificable. El ser de las cosas se reduce a su consideración en términos de funcionalidad. En consecuencia, también el ser de los individuos se considerará desde un análogo parámetro, dando lugar a lo que Georges Lukács denunciaba como la reificación del individuo en el sistema económico capitalista, la transformación del sujeto en un objeto indiferenciado más. Hay, pues, un espíritu totalitario, excluyente, en el corazón de la razón moderna. Todo, en suma, es racional o en todo caso debiera plegarse necesariamente a los dictados impuestos por lo racional. Aquellos órdenes de la subjetividad individual o de la vida colectiva que no encajan en este paradigma, lo no-racional siempre eternamente presente en la vida social, han de ser reglamentados, normativizados, disciplinados, por lo racional. Lo no-racional debe hacerse racional o en su caso excluirse. Con razón Foucault (1994) nos descubrió el origen de las instituciones disciplinarias en Occidente justamente en la época moderna, estableciendo un nexo fundamental entre el triunfo de la razón occidental y la dominación de los individuos2.

Conviene subrayar que esta lógica funcional moderna guarda un íntimo vínculo con otro gran mito fundacional moderno, con el arquetipo3 esencial sobre el que descansa la modernidad, como ha puesto de relieve Leon (2001): el principio de productividad. El ser de las cosas y de los individuos ha de ser doblegado, constreñido, al principio de racionalidad burgués en aras, en última instancia, de la productividad4. El taylorismo y el fordismo, con su énfasis por desplegar una completa racionalización espacial y temporal en el mundo laboral, son las manifestaciones más palpables de la culminación final de este principio de racionalidad5. El tan actual espíritu de planificación y administración mediante el cual las instituciones tratan de controlar, planificar y gestionar lo social no deja de ser una derivación del mismo principio. Para ello, la razón moderna introduce un principio de equivalencia generalizada según el cual todas las cosas, y también lógicamente los individuos, son indiferentes en su valor, están desprovistas de singularidad y diferencia, son, en suma, ejemplares núméricos. Este trascendental giro cultural va a provocar, en expresión de Arendt (1998), que la vida contemplativa como referente de perfección, de ideal de vida añorado por el ser humano tanto en la antigüedad grecolatina como en el mundo medieval, de paso, así, a la vida activa, al homo faber, a la entronización de la categoría de trabajo como fuente impulsora de un progreso siempre inacabado6. Así pues, la totalitaria razón moderna es la fiel aliada ideológica del principio de productividad burgués que empezará a gobernar la vida social, dado que el universo simbólico fantástico medieval, en donde reinaba el mito y la religión, no resultaba ya útil para un mundo abierto a una linealidad histórica caracterizada por un progreso indefinido. El orden social derivado del ascenso de la burguesía, el que deifica la productividad, requiere de un principio de racionalidad que proscriba todo aquello deslindado de lo funcional. Razón y orden productivo, pues, se entrelazan, como ha analizado perfectamente en el comienzo de su itinerario intelectual Maffesoli (1977) directamente.

¿Qué es, entonces, lo excluido por esta totalitaria razón dominante?. Pues bien, todo aquello que fundamentalmente esta razón arrincona u oculta en su énfasis por racionalizar la existencia, por dar forma racional a la experiencia individual y social. Y todo ello se podría condensar, a riesgo de ser reduccionistas, en un solo término: el universo de lo imaginario. Toda tentativa de definición de lo imaginario ya, inevitablemente, lo falsea, lo traiciona, puesto que, en última instancia, ansía someter y encorsetar algo en sí mismo a-lógico a una esquemática, sin embargo, lógica7. No obstante, conscientes de esta limitación epistemológica, podríamos aproximarnos a su compleja naturaleza en los siguientes términos: Lo imaginario esta constituido por una amalgama no-racional en la que se conjugan la fantasía, el mundo de lo onírico, de lo irreal, de lo fantástico, tanto en su aspecto individual como colectivo, doblegado a los imperativos de la realidad y que, sin embargo, logra proyectarse y cristalizarse culturalmente bajo el ropaje de religión, leyenda o mitología8. La gran fecundidad que alberga lo imaginario radica en su capacidad, retratada admirablemente por Durand (1981, p. 409), por eufemizar el mundo, por trascender, mediante la fantasía trascendental atesorada en el depósito de toda cultura, la facticidad de lo real. De modo que la razón moderna está abiertamente reñida con un componente antropológico propiamente arcaico, fuente de la que se nutren las ensoñaciones individuales y colectivas, que impulsa el tesón por ir más allá de lo real establecido. No olvidemos, como ha puesto de manifiesto Bastide (1972, p. 48-62), que la modernidad, con su endiosamiento de la razón productiva, fue la que fracturó históricamente la imbricación consustancial existente en las sociedades precedentes entre sueño y realidad, diferenciando, así, el orden de lo real del orden de lo imaginario como órdenes plenamente diferenciados. Con anterioridad al despliegue de la razón moderna, la religión, la leyenda, el mito, se fusionaban permanentemente y estaban estrechamente presentes en la vida cotidiana. No en vano el trayecto final del medioevo es, según, Johan Huizinga, el del reinado pleno del simbolismo, en donde el símbolo como vía de expresión más genuina del misticismo se confunde y llega a solapar a la misma realidad física (HUIZINGA, 2001, p. 273). Así, un universo imaginario, una noosfera en los términos de Morin (1998), se superponía sobre el mundo propiamente real, estableciéndose una fecunda relación de interdependencia y retroalimentación constante. La realidad cotidiana aparecía, entonces, plenamente investida de una constelación de personajes, seres o paisajes fantásticos y míticos, productos derivados de la capacidad antropológica fabuladora que siempre anida en toda cultura9. Se trata, en definitiva, de una auténtica organicidad de lo fantástico y de lo cotidiano. Pero, al mismo tiempo y desde la vertiente de la psicología, las obras de Piaget (1993) o Chateau (1976) han mostrado la existencia de un sepultado mundo mágico-simbólico propio de la edad infantil, de un onirismo emanado en las fases tempranas de la vida, en un tiempo biográfico en el que la psique no fuera todavía modelada por una lógica racional. En una dirección similar, Bachelard (1997, p. 168) habla de lo imaginario como una huella de una infancia latente y bloqueada por los imperativos del principio de realidad, y Castoriadis (1989, p. 219), desde una renovación del psicoanálisis clásico, de una locura primigenia como rasgo más genuinamente característico del ser humano, luego con-formada a través del proceso socializador para llegar a constituirse en un sujeto racional. Desde esta perspectiva, cabe comprender la racionalidad más que como un principio antropológico como una derivación posterior de la psique. Ahora bien, en la zona sombría de una cultura occidental dominada por una hegemónica y excluyente racionalidad pervive, sin embargo, un persistente e indomable depósito imaginario que no ha logrado ser depurado o desterrado por completo de la experiencia social. Como luego abordaremos más detalladamente, este depósito sigue, en ocasiones, dejando translucir su magnetismo en ciertos contextos de la vida cotidiana, anclándose antropológicamente en lo que Duvignaud (1982, p. 11-13) ha denominado nichos imaginarios, alimentando espacios de fuga, de resistencia, de ensoñación utópica, desdoblando lo real en un ensanchado horizonte con renovadas posibilidades de realidad.

 

La fiesta. El exceso inundando la vida social

Duvignaud (1973) ha mostrado cómo curiosamente las más emblemáticas revoluciones políticas contemporáneas que han recorrido Occidente han estado siempre acompañadas de un relevante componente festivo. La fiesta parece revelársenos históricamente como un ingrediente esencial incitador de todo desbocado proceso revolucionario; o para decirlo de otro modo, no hay revolución sin una acusada carga festiva. Esto obedece al hecho de que la fiesta alberga la potencial facultad de desatar un adormecido vitalismo colectivo en el que se disuelven los trazos delimitadores de cada individualidad, fraguando, así, un sólido vínculo fraternal del que se solidificará un “nosotros colectivo”. De este modo, se logra crear una atmósfera de catarsis, de alteridad colectiva, en donde se borran las diferencias individuales para dar paso a una fusión de éstas en un mismo sentir común10. Conviene recordar que el individualismo es una invención propiamente moderna. La modernidad, según Dumont (1987), entroniza al individuo como un ser auto-suficiente y autónomo, como un ente mónadico perfectamente escindido y en oposición a otros. La fiesta fractura este individualismo. Es el escenario en donde el individuo revitaliza un originario vínculo orgánico con el otro, diluyéndose los contornos delimitadores de las identidades individuales en una auténtica interpenetración de las conciencias (DURKHEIM, 1982, p. 395).

En el espacio/tiempo festivo la ciega energía pulsional contenida por la lógica racional moderna se destapa con todo su vigor, socavando transitoriamente el orden social dominante. A este respecto, Maffesoli (1990, p. 73-81) ha sugerido la noción de potencia social para referirse a un indomable sentimiento de afirmación colectiva de la vida en su máxima plenitud, sin trabas, que atesora todo cuerpo colectivo, opuesto visceralmente a todo programa de gestión y administración vertical de la experiencia social. El universo de la fiesta es un escenario idóneo en donde se nos hace transparente hasta el exceso esta potencia social diametralmente enfrentada a la reglamentación que coloniza el transcurso normal de la vida cotidiana, provocando, como ha señalado Canetti (2000, p. 68-69) en una línea similar, una asombrosa multiplicación de la vida. En ese sentido, el tiempo de lo festivo es una verdadera suspensión paroxística, una puesta entre paréntesis, como ha revelado Caillois (1987, p. 109-145), del tiempo ordinario, aquel regido por el principio de racionalidad y productividad moderno. En este tiempo de ruptura, la desmesura, el exceso, la trasgresión, inundan la vida cotidiana para añadir un nuevo color a ésta, trastocando, en suma, la racionalización soporte de un mundo ordenado, administrado, sujeto a reglas.

Los comienzos del nuevo milenio atestiguan una cultura occidental ya descreída, escéptica, con respecto a las anheladas esperanzas revolucionarias de los últimos siglos. No obstante, pese a ello, sigue permanentemente presente una desorbitada efervescencia de lo festivo. La fiesta, eso sí, ya no es aquel componente antaño fundamental, excelentemente radiografiado por Jean Duvignaud, dinamizador de una macro-utopía, de una futura utopía política destinada a engendrar un mundo armonioso y pleno. Sin embargo, lo festivo se sigue exteriorizando sobre emergentes decorados sociales, en microutopías intersticiales (MAFFESOLI, 1993, p. 141), en los hiatos puntuales por los que escapar al filtro de la racionalidad dominante, llegando a concretizarse como espacios de contra-poder, de resistencia (CARRETERO, 2003a)11. Fenómenos sociales tan reprobados desde cierto discurso moral actual, tales como el futbol, la música, “el botellón”, no son más que pretextos, pues, para liberar y canalizar una latente energía festiva atesorada por la colectividad, introduciendo un potencialmente pernicioso componente de desorden, de anarquía, en la cotidianidad. El exceso, el vivir la vida como una experiencia extrema y con una arrebatadora intensidad, entonces, se ha convertido en un elemento ya definitorio de la vida de las nuevas generaciones, tal como ha sabido analizar lucidamente Lasén (2000)12. El desorbitado auge de congregaciones de diversa índole: deportivas, culinarias, musicales, motorísticas, o de otro tipo, no tiene otra vocación más que la de recuperar una hermandad festiva y desindividualizante, la de reintroducir aquellos elementos defenestrados por la racionalidad dominante tales como lo imaginario, el deseo, lo lúdico, lo pasional, en una aséptica y desencantada cotidianidad. No en vano Huizinga (1996, p. 226-227) ha puesto de manifiesto admirablemente cómo el juego ha sido desterrado de la vida social precisamente en la coyuntura histórica en la que el industrialismo, resultado más acabado de la lógica racional moderna, logra triunfar en Occidente.

Este exceso trasgresor, violentador, movido por la lógica de la sinrazón, por la hybris, ha sido certeramente interpretado como un éxtasis vivificador de un esclerotizado orden social, como un elemento regenerador que irriga un ya desgastado cuerpo colectivo. Se trata del reconocimiento de la pervivencia de un espacio ciertamente inhóspito y especialmente sombrío para la cultura occidental, visualizable en acontecimientos puntuales en los que impera la destrucción, la violencia, el desenfreno, sólo comprensible como manifestación de una irrefrenable pulsión colectiva creadora y difícilmente domesticable por la razón occidental. De ahí que no haya faltado la apelación a una imbricación fundamental de este espacio, en si mismo resistente a toda urbanización categorial, con el ámbito, también intrínsecamente reacio a toda tentativa de ser urbanizado, de lo religioso13. Así, Bataille (1987) desarrolla toda una concepción del gasto, de la energía excedente, de lo improductivo, que puede llegar a destruir el orden social. Bastide (1997) ha llegado a hablar de un sagrado salvaje, de un territorio primitivo, indómito e inquietante para la razón occidental, compuesto por unas latentes energías dionisiacas y anarquizantes que amenazan con subvertir radicalmente el mundo socialmente institucionalizado. Maffesoli (1996) ha planteado la fuerza de lo orgiástico como factor de despliegue de lo divino social, de una socialidad en la que se disuelve la individualidad y se instaura un vínculo societal que descansa sobre un elemento propiamente dionisiaco. Duvignaud (1973) subrayará la trascendencia de la fiesta como genuina revelación de lo sagrado. En suma, la virulencia dislocadora de la fiesta reside en su fecundidad para despertar y explosionar el territorio no-racional soterrado por la cultura occidental, dinamitando, de este modo, la lógica racional y productiva instaurada en la modernidad. Así, la fiesta, al inocular, el caos, el desorden, en el entramado social hace peligrar, evidentemente, el administrado y planificado orden social, de mismo modo que Dupuy (1999) desvelaba cómo también el pánico hacía vulnerable el orden social instituido al introducir un sentimiento de vacío colectivo de carácter potencialmente anárquico.

Las sociedades arcaicas disponían de recursos rituales apropiados a través de los cuales, en determinados momentos coyunturales, se fracturaba cíclicamente el tiempo histórico. En dichas situaciones, el tiempo de la vida, el que desgasta y mata, lo que Mircea Eliade llamaba la presión de la historia, quedaba transitoriamente arrinconado para dar paso a una nueva modalidad de registro temporal. La cultura de la fiesta actual recobra, en la multiplicidad de sus manifestaciones, un denominador común: la insólita capacidad para congelar el tiempo, para evaporar la vivencia característica de la temporalidad gobernante en la racionalizada cotidianidad. Dicho de otro modo, en este espacio/tiempo festivo se diluye, se escamotea, la reglamentada y encorsetadora experiencia del tiempo ordinario, provocando la experiencia de estar ubicado fuera del tiempo real, en un illo tempore semejante al tiempo sagrado. El tiempo sagrado, el tiempo hierofánico, señalaba Mircea Eliade, es un tiempo esencialmente distinto del curso de la temporalidad propiamente profana. El rito religioso implicaría una abolición del tiempo profano, una ruptura con la temporalidad ordinaria, una inmersión en un illo tempore, en un tiempo fundamental en donde el hombre proyecta el devenir en la eternidad (ELIADE, 1972, p. 55)14. La experiencia de éxtasis, de sentirse embargado por la atemporalidad, es un rasgo genuino de esta dimensión festiva. Esto propicia una liberación de las sujeciones impuestas por el tiempo moderno, un distanciamiento con respecto a la dominación de un tiempo que disciplina y subyuga15. La fiesta es, en este sentido, una rebelión frente al modelo de temporalidad auspiciado por la modernidad, un desafío frente al tiempo administrado bajo severas y rígidas pautas temporales que la vida racional y productiva exige. De manera que sumergirse en el ritual de la fiesta implica exorcizar la tiranía del tiempo que doblega las subjetividades a una medida temporal que, en realidad, solapa y finalmente secuestra el tiempo natural. En la experiencia de atemporalidad suscitada en la fiesta, en la que el tiempo cotidiano es puesto a distancia, el individuo reinstaura, curiosamente, el significado más esencial del tiempo, a saber, una vivencia temporal en donde el instante presente brilla en su más plena intensidad.

 

La liberación de lo imaginario reprimido en la fiesta

Lo imaginario sale a relucir, en un verdadero ejercicio de anamnesis colectiva, en el privilegiado escenario festivo. La fantasía, el sueño, la carga imaginaria doblegada a los imperativos que dicta la racionalización de la existencia, consigue brotar en el rito festivo. La fiesta significa la resurrección y explosión del depósito imaginario alojado, en un estado de hibernación, en el trasfondo antropológico de toda sociedad. Implica, en este sentido, una explosión y circulación social del deseo, de lo lúdico, de la magia, de todo aquello abortado por una civilización consagrada a un excluyente principio de racionalidad. Durand lo apunta con claridad en su conocida noción de trayecto antropológico cuando incide en « ..el incesante intercambio que existe en el nivel de lo imaginario entre las pulsiones subjetivas y asimiladoras y las intimaciones objetivas que emanan del medio cósmico y social» (DURAND, 1981, p. 35). De esta manera, a través de la liberación de lo imaginario, la fiesta se configura como una magnífica localización en donde la realidad busca ser trasfigurada, desdoblada, en otra realidad ahora reencantada, remagificada16. La experiencia de la fiesta entraña sumergirse y arrastrase en una experiencia amplificada de la realidad, más plena de vida, reensoñada, de la vida ordinaria. Bloch (1977) alababa, en unos términos semejantes, la utopía social como la liberación de una carga de sueño diurno adormecida históricamente. Todo indica, entonces, que el rebrote, la anamnesis, de lo imaginario es aquello que verdaderamente pone en peligro una cotidianeidad anestesiada por una racionalidad mórbida. Los grandes estallidos revolucionarios fueron impulsados históricamente por el despertar de un sueño que trataba de encarnarse políticamente, por la expansión de un ideal encargado de guiar la plasmación de un mundo diferente17. Este sueño puede, además, presentarse cristalizado en ocasiones bajo la forma de mito, como bien ha explicado Sorel (1976) al estudiar el papel esencial del mito tanto en los orígenes del cristianismo como en la huelga general durante las primeras fases de consolidación del movimiento obrero. No hay, pues, proceso revolucionario sin un cierto ánimo febril, de embriaguez, de catarsis, que la fiesta evidentemente alienta. Benjamin lo percibió nítidamente al retratar su heterodoxa concepción de una anhelada revolución en los siguientes términos: «cuando cuerpo e imagen se interpenetran tan hondamente que toda tensión revolucionaria se hace excitación corporal colectiva y todas las excitaciones corporales de lo colectivo se hacen descarga revolucionaria» (BENJAMIN, 1998, p. 61-62)18. En la fiesta, en suma, como resultado de la descarga de lo imaginario sepultado, la realidad parece embargarse de más realidad, vivenciarse con más intensidad.

A este respecto, Ledrut (1987), siguiendo la estela abierta por Durand, distinguía una interesante doble faceta constitutiva en la naturaleza de lo imaginario. Por una parte, un imaginario equilibrador19, cuya función sería la de legitimar, conservar, una determinada significación de la realidad institucionalizada socialmente, y, por otra parte, un imaginario desequilibrador, el relativo al sueño que pugna por realizarse buscando trascender, sobrepasar, la realidad dada. Se trata, en esta segunda faceta, de una irrealidad, de una ilusión, que dispone de la facultad de contagiar y contaminar a la realidad instituida, inestabilizándola y finalmente modificándola. No en vano Duvignaud (1986) ha identificado excelentemente la inmersión de un individuo o de una colectividad en el mundo de lo imaginario con un señalado espíritu herético, puesto que lo imaginario abre horizontes nuevos de realidad que llegan a sobrepasar la realidad solidificada, petrificada, socialmente. «¿Qué transformación – afirma Jean Duvignaud- de la experiencia adquirida no se debe antes que nada a lo imaginario?. ¿Qué cambio no ha sido formulado simbólicamente a través de una ficción?. ¿Qué ficción no se ha opuesto, si ha sido significativa, a la cultura en la que ha aparecido?. » (DUVIGNAUD, 1986, p. 35-36). En este sentido, la descarga del mundo de lo imaginario alentado por la fiesta es, por su propia naturaleza y siguiendo a Jean Duvignaud, propiamente anómico, busca subvertir un mundo institucionalizado, trastocar la realidad en una realidad cualitativamente diferente. En la fiesta, pues, gobierna transitoriamente una suerte de anomía inquietante para el orden social. De ahí que, entonces, las manifestaciones actuales en las que se expresa la cultura festiva sean tan vilipendiadas moralmente y se hayan convertido en un objeto de rechazo tan acusado por el poder, ya que el cuerpo colectivo, al dejarse embargar con facilidad por el hechizo provocado por un destapado imaginario, correría el riesgo de ser contaminado por el germen potencial de una preocupante anomía. La fiesta, por el desenfreno de lo imaginario que la estimula, puede llegar a exceder, a rebasar, el marco de proyección y canalización previamente prefijado desde lo institucional. Cuando esto ocurre, el orden social corre el riesgo de tambalearse, de dislocarse, y el recurso a la desnuda represión puede llegar a hacer acto de presencia sobre la escena social. En las sociedades tradicionales, de la incesante creatividad de lo imaginario se habían destilado las grandes construcciones simbólicas donadoras de sentido a la totalidad del cuerpo social: el mito y la religión.

En la sociedades modernas, paradójicamente, pese al programa desmitificador y secularizador que las había animado, esta creatividad de lo imaginario toma cuerpo en unas emergentes matrices de significación colectiva, dando como resultado la gestación, entre otras, de las diferentes utopías dinamizadoras de los movimientos socio-políticos característicos del siglo XIX. Tanto en un caso como en otro, lo imaginario se cristalizaba en el espectro de lo que John Berger y Peter Luckmann llamaban universos simbólicos, es decir, en el espacio albergado por las grandes instancias constructoras de una significación legitimadora de la globalidad del cuerpo social. Las sociedades tardomodernas o postmodernas testimonian la descomposición de toda gran construcción de significado y la eclosión de microsignificados fragmentarios, locales, transitorios. De esta forma, lo imaginario ya no es la fuente de la que emanan las sólidas construcciones míticas, religiosas, políticas.., sino que, más bien, fluctúa y se arraiga a escenarios más cotidianos. Lo imaginario se proyecta, entonces, en los múltiples plexos en donde se entreteje la vida cotidiana. Así, escenarios sociales actuales con tanto magnetismo como pueden ser los de la moda, el deporte o el turismo, son impulsados y a su vez logran impulsar la fuerza de un imaginario ahora ya desbordado por lo cotidiano. El espíritu festivo, en lo que implica de ruptura con una vida seria, de congelación de la vida cotidiana, los recorre plenamente. Por tanto, la capacidad atesorada en lo imaginario por desdoblar, por trasfigurar, la realidad instituida sigue operando, aun cuando en unos entornos carentes del peso y la solidez de antaño20 Ahora, estos nuevos microespacios ritualizados en donde se proyecta lo imaginario sirven, no obstante, para reintroducir el ensueño, la ilusión, la fantasía, en una desangelada cotidianidad. Evidentemente, la sociedad de consumo, a través de la publicidad y los mass-media, ha conseguido espolear intencionadamente una auténtica efervescencia de lo imaginario que ya ha logrado colonizar por completo lo cotidiano. Todo lo cotidiano está ya revestido de un aura imaginaria. Evasión y reensoñación, entonces, se van a entremezclar en una compleja simbiosis en la cultura contemporánea. La sensibilidad festiva actual, en este sentido, es un reflejo perfecto en donde se nos hace presente esta simbiosis. A modo de conclusión Tras esta incursión analítica e torno a las relaciones entre modernidad, fiesta e imaginario, podemos extraer, a modo de síntesis, las siguientes conclusiones: (a) La mórbida razón moderna es la que ha expulsado históricamente la constelación de elementos no-racionales, entre los que se incluye el ámbito de lo imaginario, de la vida social. (b) La cultura festiva, tan arraigada en la cultura occidental en la última década, significa una ruptura y trasgresión del específico modo de vida diseñado por la razón moderna. (c) El magnetismo social de la fiesta radica en la liberación de lo imaginario reprimido por la razón moderna, provocando un estallido del sueño bloqueado socialmente.

 

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Endereço para correspondência
E-mail: quiquecarretero@terra.es

Recebido em 16/06/2006
Aceito em 29/08/2006

 

 

* Doctor en Sociología. Miembro del Grupo Compostela de Estudios sobre Imaginarios Sociales
1 En España se cataloga de este modo a grandes concentraciones de jóvenes que, desde la década de los noventa, se reúnen durante las noches para beber en grupo
2 En realidad, el discurso postmoderno nace justamente en este punto: arremete contra el germen totalizador instalado en la razón moderna. Adorno y Horkheimer, Heidegger, Foucault, Jünger o a su modo Castoriadis lo diagnosticaron certeramente, estableciendo un nexo esencial entre la racionalidad auspiciada en la modernidad y la dominación
3 La noción de arquetipo, planteada por Carl Gustav Jung y luego desarrollada por Gilbert Durand, tiene que ver con una constelación de elementos antropológicos de carácter transhistóricos que subyacen en toda cultura. Remite a lo fundante, a lo que, desde su invisibilidad, sostiene una cultura
4 La relación entre la razón moderna y el racionalista espíritu burgués ha sido bien analizada por Maffesoli (1977)
5Puede consultarse, a este respecto, el trabajo clásico de Coriat (1982). (1977)
6 Una idea de progreso que, por otra parte, como ha puesto de manifiesto Löwith (1973), tiene un origen propiamente religioso, resultado de la conversión de las aspiraciones transmundanas cristianas en un horizonte histórico intramundano abierto a un futuro siempre ilimitado
7 En los términos acuñados por Cornelius Castoriadis, lo imaginario sería un magma irreductible a una ontología en donde el ser es concebido como determinación (CASTORIADIS, 1989, p. 326-327)
8 Una excelente aproximación introductoria a la naturaleza de lo imaginario puede encontrase en Durand (2000)
9
Magníficamente retratada por Bergson (1996) al estudiar el fundamento antropológico de la religión estática
10 El estado de trance, de catarsis colectiva, propiciada por ciertas prácticas religiosas, como ya supieron ver Durkheim en las tribus australianas y más tarde Roger Bastide en sus estudios de la religión popular brasileña, está íntimamente ligado a la liberación de las sujeciones impuestas por la individualidad y a un abandono del individuo en una fusión colectiva con otros
11 El vínculo antropológico existente entre lo imaginario y la utopía puede verse en Carretero (2005)
12 El libro de Amparo Lasen es, en este sentido, un retrato excelente de la relevancia de lo imaginario en la vivencia del tiempo de las nuevas generaciones. También excelente es el artículo de Bergua (2004) desentrañando la trascendencia de lo sagrado festivo para la cultura juvenil actual como un retorno a una recuperada religancia fundacional de lo social
13 Maffesoli (1999) ha subrayado, mostrando la cara oculta del progresismo, cómo para el despliegue del productivismo occidental la religión no era, en última instancia, más que una traba
14 Según Eliade, en el illo tempore sagrado el hombre «se defiende de lo insignificante, de la nada, en una palabra escapa de la esfera de lo profano (ELIADE, 1972, p. 55). El tiempo sagrado, diferenciado cualitativamente del tiempo profano, entraña, para Eliade, “intervalos sagrados que no participan en la duración temporal que les precede y les sigue, que poseen otra estructura y otro origen, ya que es un tiempo primordial, santificado por los dioses y susceptible de hacerse presente en las fiestas” (ELIADE, 1965, p. 65)
15 Un acercamiento a la génesis del modelo de temporalidad moderna y sus posteriores derivaciones postmodernas puede verse en Carretero (2003b)
16 Un fecundo análisis de la persistente presencia de una huella arcaica de la magia en el mundo contemporáneo puede encontrarse en Delgado (1992)
17 Es sumamente interesante, en este sentido, analizar los grafittis reflejados por las calles parisienses durante el mayo del 68 como observatorio privilegiado para descubrir la fuerza del sueño pugnando por realizarse socialmente
18 El pensamiento de Walter Benjamín tiene la virtud de distanciarse, así, de un cierto espíritu racionalista, cuando no ascético, que recorre buena parte de la teoría marxista clásica de la sociedad, absorbiendo la trascendencia de lo religioso, de lo arcaico, en su heterodoxa concepción de la revolución
19 Este aspecto ha sido bien desarrollado por Castoriadis (1983-1989), y también por Carretero (2001)
20 Puede verse, a este respecto, Lasen (2000) y Carretero (2005) ambos marcados por una impronta maffesoliana.

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