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Cuadernos de neuropsicología
versão On-line ISSN 0718-4123
Cuad. neuropsicol. vol.5 no.1 Santiago 2011
ENSAYO
Ejercicio de epistemología elemental sobre un cuento de Carl Sagan
Edison Otero Bello*
En su libro El Hombre y sus demonios, subtitulado La ciencia como una luz en la oscuridad, el astrónomo Carl Sagan, incluye el siguiente cuento, probablemente inventado por él mismo y que nosotros recreamos aquí con ligeras y no sustanciales modificaciones, con el propósito de oponer el gesto científico y el pensamiento ilusorio.
Personaje 1: "En mi garaje vive un dragón que escupe fuego por la boca".
Personaje 2: "Muéstremelo".
Ambos personajes van hasta el garaje. Fuera de una escalera, unas latas de pintura vacías y una bicicleta vieja, no se ve ningún dragón.
Personaje 2: "¿Dónde está el dragón?".
Personaje 1: "Sí, sí está. Lo que pasa es que es invisible".
Personaje 2: "Te propongo que cubramos de harina el piso, para que se marquen las huellas del dragón".
Personaje 1: "No es mala idea pero ocurre que este dragón flota en el aire".
Personaje 2: "En tal caso usemos un censor infrarrojo y así podemos detectar el calor del fuego que escupe por su boca".
Personaje 1: "Está bien, pero el fuego invisible no genera calor".
Personaje 2: "Entonces pintemos el dragón con spray para se vuelva visible".
Personaje 1: "Pero es que es incorpóreo y la pintura no se le va a pegar". (Carl Sagan 1997, 191)
La instancia que separa drásticamente a uno y otro de ambos personajes es la petición de prueba o de demostración. Mientras que el personaje 2 la formula insistentemente, el personaje 1 la rehúye sistemáticamente.
Es más, si de caracterizar el pensamiento ilusorio se trata, el personaje 1 lo representa perfectamente en tanto no se plantea la necesidad de la prueba. Según parece, la verdad de una afirmación -en este caso, la afirmación de que hay dragón en el garaje- descansa del todo en el simple hecho de que el personaje 1 la formule. Así, el propio sujeto sería el criterio de verdad de las afirmaciones que él mismo declara. Como lo puede concluir cualquier principiante en materias de conocimiento, tal criterio de verdad no resiste el análisis. Si fuera admisible, bastaría con formular la afirmación contraria por boca de cualquier otro sujeto para que quedásemos en la imposibilidad de resolver el problema de cuál de ambas afirmaciones es verdadera. En rigor, ambas afirmaciones, quedarían suspendidas en la condición de formulaciones epistemológicamente inútiles. De esta aporía sólo se puede escapar elaborando algún criterio de verdad que no dependa del mero hecho de que alguien formule alguna afirmación.
La propuesta del personaje 2 es aceptar el criterio de la prueba, lo cual saca el problema del ámbito de los sujetos que formulan las afirmaciones y lo traslada a un espacio impersonal. Sólo el criterio de la prueba es capaz de resolver el impasse al que nos conduce el voluntarismo epistemológico de los sujetos. Este criterio caracteriza a la ciencia.
Por cierto, la idea de prueba está lejos de ser algo simple. Es un concepto que agrupa una variedad de procedimientos, desde la más simple de las observaciones hasta los experimentos más pretenciosos, incluyendo recursos de compleja tecnología lo mismo que modelos, representaciones matemáticas o simulaciones mentales; e implica, además, que tales procedimientos no se usan una sola vez sino que se repiten tantas veces como se requiera, y por parte de diversos sujetos y grupos de investigación (Haack 2003). Nada de lo cual impide la comisión de errores, los cuales pueden ser enfrentados a través de un permanente proceso de corrección.
El problema epistemológico de la actitud del personaje 1 es que no admite prueba alguna. O, dicho de otro modo, cualquiera sea la prueba específica que se proponga, se la elude, se la rechaza. Lo que es peor, se procede como si no hiciesen falta las pruebas. De algún lado obtiene su convicción, pero no de las pruebas posibles. Podemos aquí aplicar la distinción de lo a priori y lo a posteriori. Una afirmación, en el ámbito de la ciencia, puede obtener los respaldos necesarios o los rechazos potenciales, sólo después de las pruebas a las que se somete. En el pensamiento ilusorio (prejuicioso, supersticioso), la verdad de la afirmación está establecida de antemano. Como no existe la instancia de la prueba, por tanto la verdad de la afirmación es algo que se juega entre la afirmación formulada y el propio sujeto que la formula. En vez de la prueba, el criterio es la mera opinión, la creencia sin fundamento, la credulidad, la porfía psicológica, la auto-referencia, el asentimiento sin análisis a tradiciones.
No se trata, ciertamente, de que el sujeto que no recurre a la instancia de la prueba no recurra a instancia alguna. Es a la instancia de la prueba científica, aquello a lo que no acude. En sus propios términos, la tradición, el asentimiento a una autoridad, la costumbre, el respeto de las creencias familiares, se constituyen en las instancias de prueba. En tales términos, un dragón que está en el garaje y que escupe fuego calza posiblemente con una multitud de otros seres fantásticos: muertos que sobreviven a la muerte, entidades invisibles que vuelan y se contactan con seres humanos, individuos que alegan haber sido contactados en lugares solitarios por entidades sobrenaturales y les han comunicado conocimientos o mandamientos; mujeres que dan a luz y permanecen, no obstante, vírgenes, personas que resucitan y andan, seres extraterrestres que raptan a seres humanos, pueblos o grupos elegidos, sujetos que alegan haber sido llevados a alguno de los satélites de Júpiter, gente que oye voces que les ordenan hacer esto o aquello, monstruos, deidades que habitan en los bosques, los cielos o los infiernos, personas que aseguran acceder a muchas mujeres después de muertos, etc.. La enumeración puede extenderse largamente porque el material es riquísimo.
Todas las personas protagonistas de los relatos fantásticos aludidos aseguran que están diciendo la verdad y se colocan a sí mismos como prueba. Así, el criterio de verdad es el testimonio personal. Sistemáticamente, todos los testimonios resultan ser irreplicables, no hay modo que repetirlos. No existe procedimiento alguno –no, al menos, alguno de cualquier ciencia convencional- que pueda corroborar la experiencia en la que algo extraordinario ha ocurrido. Así, cualquier persona común y normal queda limitada a lo que le parezca creer o no creer. A menos, claro está, de recurrir a los procedimientos de la ciencia. Si no hay pruebas corroborables, contundentes, imparciales, impersonales, entonces lo que se afirma es falso y las entidades incluidas en la afirmación son inexistentes.
Por supuesto, siempre existe la tentación de proclamar vías únicas y privilegiadas de conocimiento, que sólo algunos o algunas pueden experimentar. Así, el conocimiento deja su condición pública y accesible (Ziman 1980, 1981, 1986) para volverse esotérico, intraducible y esencialmente aristocrático. Sólo algunos elegidos pueden tener tales iluminaciones. El resto de los y las mortales no tienen otro remedio que esperar a que los iniciados epistemológicos abran sus secretos y los compartan, siempre bajo la forma de un conocimiento que se revela, se comunica y respecto del cual se exige aceptación. Nada de pensamiento crítico, por supuesto. Por lo demás, un rasgo central de estos esoterismos epistemológicos es la convicción de que los demás (la abrumadora mayoría de los mortales) no están en condiciones de comprender. De ahí el sin sentido de pedirles que piensen. No tienen que pensar sino acatar, agradeciendo el obsequio del que son objeto. Como puede apreciarse, siempre se trata de minorías, gente escogida, aristocracias epistemológicas. Las vías mismas varían según el caso: intuiciones directas, telepatías que vencen las leyes de la física, éxtasis estéticos y éticos, iluminaciones súbitas, rayos de descienden del cielo, emprendimientos alucinantes, etc..
Para cuando se está en disposición de exigir pruebas para todas esas vías peculiares, únicas y privilegiadas, el recurso es siempre el mismo: todas esas experiencias tienen sus propios criterios de verdad. Ni siquiera es posible hallar uno que sirva para todas esas experiencias al mismo tiempo. ¿Cuáles son esos criterios? ¿Y cómo proceden? ¿Es posible examinarlos?
No es posible saberlo. La condición esotérica de tales experiencias, las vuelve inaccesibles.
Pero, entonces, estamos otra vez en un círculo vicioso. Y así como alguien proclama que hay un dragón que echa fuego por la boca en el garaje, así se pueden proclamar conocimientos invisibles, intangibles, intraducibles, imposibles de ser compartidos, en poder de unos pocos escogidos. ¿Escogidos cómo? No por concurso público, ciertamente. Seguramente, mediante procedimientos que establecen los mismos que luego se proclaman como los escogidos. ¿Y cómo podríamos acceder a los valiosos conocimientos que poseen? No hay modo. Se dirán, seguramente, que los demás no están preparados para oír lo que tienen que decir los escogidos, elegidos, ungidos. De allí la curiosa variante según la cual ciertos conocimientos fundamentales sólo pueden ser comunicados a niños; no a todos, por cierto, una vez más. Sólo a algunos, habitualmente muy humildes. Están abiertos, son ingenuos, no tienen maldad en su corazón, como los adultos. Lo cual puede leerse por el revés: no tienen habilidades críticas y no están en condiciones de someter a análisis una truculencia a todas luces dudosa.
Hay algo de impenetrable en estos recursos a experiencias únicas y a vías exclusivas. Lo cual ha de ser, seguramente, una condición para no poner a la vista el carácter ilusorio de tales inventos y el hecho de que constituyen una puerta abierta a la especulación gratuita y a una retórica zigzagueante disfrazada de profundidad (1). No pueden resistir los procedimientos de la ciencia, ni siquiera el de cualquier mente sensata que pide pruebas. Karl R. Popper (1989) los caracterizó como pseudociencia y, al igual que él, una extensa lista de filósofos y hombres de ciencia.
Por cierto, el cuento de Sagan puede ser interpretado de otros modos. Usando terminología a la moda, podría decirse que las actitudes de los personajes 1 y 2 son inconmensurables y no hay cómo traducir una a la otra. No habría diccionario para semejante empeño. Así, ambas actitudes transcurren en planos, niveles o dimensiones radicalmente diferentes. Esto es lo que han argumentado algunos autores relativistas. Sólo que resulta ser una pretensión arbitraria. Porque mientras el personaje 2 no ha hecho afirmación alguna sino que desea verificar, de algún modo, la afirmación de que hay un dragón en el garaje y que echa fuego por la boca. Como se sabe en lógica elemental, el peso de la prueba recae en el personaje que hace la afirmación y no puede recurrir a una secuencia de evasivas para no responder. De hecho, si el dragón de marras es invisible, intangible, imperceptible, no detectable por instrumento alguno, ¿cómo es que el personaje 1 'sabe' que hay dragón en el garaje? ¿Cuáles son sus evidencias, o sus pruebas? Por inauditas o maravillosas que sean, debe poder expresarlas y compartirlas. Ahora bien, si no puede, volvemos al callejón sin salida del testimonio individual y personal. Como hemos sostenido, no hay teoría del conocimiento que pueda fundarse en algo tan feble.
Feble y todo, es lo que han querido hacer aprobar sin examen una variedad de autores integrables en la categoría de posmodernistas. Se trata, en fin, de rechazar la idea de que haya conocimientos de validez universal y que, por tanto, tampoco existen estándares universales para validar afirmaciones. Siendo así, la validez de una afirmación tiene un ámbito muy específico: la cultura y período histórico dentro de los que se la formula. De modo que, por distintas y contradictorias que puedan ser al compararlas, las afirmaciones de unas culturas y otra son verdaderas en su propio contexto y no más. De hecho, carece de sentido comparar afirmaciones que provienen de culturas diferentes. Eso supondría estándares más allá de las culturas particulares. Para retomar la jerga en uso, tales afirmaciones no comparables son, pues, incon-mensurables. Una consecuencia lógica de estos supuestos es que resulta imposible desarrollar una reflexión fuera del contexto de una cultura específica. Estamos prisioneros del contexto histórico-cultural. Lo cual, ciertamente, implica una contradicción en los términos. En efecto, ¿qué clase de reflexión es aquella que puede llegar a afirmar que la validez de las afirmaciones contenidas en una cultura no pueden exceder los límites de esa misma cultura? Una afirmación tal sólo puede formularse desde fuera de las culturas, al tiempo que las considera como objeto de su afirmación. El relativismo cultural recuerda, casi espontáneamente, la época del marxismo determinista: el ser social determina la conciencia. Lo que pienso viene determinado por mi procedencia de clase social. Tesis que, como era de esperar, no podía aplicarse al propio Marx. De lo contrario, y de la mano de semejante determinismo, el propio Marx resultaría ser un milagro, una escapatoria única, una verdadera revelación teológica.
Parece increíble que a estas alturas de nuestras maduraciones intelectuales, tengamos que abordar de nuevo cuestiones casi tan viejas como la tradición filosófica misma, como si tales planteamientos no hubiesen recibido ya su merecida contra-argumentación. Es cierto que estos devaneos epistemo-lógicos relativistas tienen que ver con minorías dentro de un mundo ya bastante circunscrito, el microcosmos académico.
En el diálogo Teeteto, y hablando por boca de Sócrates, Platón hace ver el callejón sin salida del planteamiento relativista por relación a la problema de la verdad de las afirmaciones. Todo lo que tenemos que hacer es aplicar una regla de sustitución y leer 'opinión de una cultura' en vez de 'opinión de cada uno':
"Si para cada uno es verdadero lo que opine por medio de la percepción y una persona no puede juzgar mejor lo experimentado por otra, ni puede tener más autoridad para examinar la corrección o la falsedad de la opinión ajena, y, según se ha dicho muchas veces, sólo puede juzgar uno mismo sus propias opiniones, que son todas correctas y verdaderas, ¿en qué consistirá, entonces, la sabiduría de Protágoras?". (161d)
Platón advierte que, en consecuencia, de ser verdaderas las afirmaciones cuya validez se juega en la opinión personal de cada persona que las sostiene, la indagación que se funda en las preguntas y las respuestas carece de sentido. El arte de la dialéctica se enfrenta directamente al ridículo. Por tanto, toda investigación es inútil. Con palabras del propio Platón, ¿no es una tontería de las más grandes y sonadas que puede haber?
La conveniencia de aplicar la regla de sustitución, para leer 'cultura' en vez de 'cada uno', viene respaldada por el filósofo, repitiendo (más no aprobando) la tesis relativista de Protágoras: "Pues lo que a cada ciudad le parece justo y recto, lo es, en efecto, para ella, en tanto lo juzgue así" (167c). La implicación relativista se precipita sin ayuda de artificio alguno. Si las opiniones de una ciudad son juzgadas como siempre verdaderas por sus miembros, y si existen (como, de hecho, existen) otras opiniones diferentes así mismo juzgadas en otras ciudades, ¿cómo se supera la contradicción? Las opiniones de la ciudad X son verdaderas, sostienen sus miembros. Las opiniones de la ciudad Z son verdaderas, sostienen sus respectivos miembros. Ambos grupos de opiniones son contradictorias entre sí. ¿Cómo habremos de establecer cuáles son efectivamente verdaderas? Si podemos establecerlo, un grupo de opiniones habrá de resultar falso, necesariamente. El único modo de eludir la dificultad es concebir cada cultura como una mónada sin ventanas, incomunicada con las otras culturas. Sólo que eso vuelve inútil cualquier epistemología, quitándole el piso al empeño de establecer la verdad o falsedad de cualquier afirmación. Como consecuencia, tendríamos tantas teorías del conocimiento como culturas. A cada cultura, su epistemología. Pero eso es lo mismo que carecer de una teoría del conocimiento digna del nombre.
Las culturas incomunicables pudieron haber sido, de haberlo sido siquiera, en un mundo no conectado, con fronteras insalvables, geográficas, lingüísticas, o las que fueran. En nuestras actuales circunstancias, la idea misma de que las afirmaciones propias de una cultural específica puedan eximirse de ser llevadas al escenario global, está fuera de toda posibilidad. De modo que no podemos impedir una visión de la variedad de afirmaciones provenientes de la variedad de las culturas existentes. Lo que sí puede ser puesto en duda es el criterio de acuerdo al cual la variedad de afirmaciones deban ser, todas y sin excepción, consideradas verdaderas a priori de cualquier examen.
El equívoco resulta de confundir criterios epistemológicos con criterios éticos relativos al respeto de la diversidad cultural. El respeto de la diversidad cultural hace sentido respecto de circunstancias y escenarios en que las culturas colonizadas fueron y son todavía discriminadas a partir de su condición de estar colonizadas. Pero ese es un tema culturalista y ético, y otro muy distinto es el tema epistemológico. La diversidad cultural no es el fundamento para la diversidad epistemológica. La gravedad, la evolución, la entropía, el ADN, o la tectónica de placas, no se validan su verdad en función de una u otra cultura, sin importar de cual se trate. Son supra culturales. La maniobra de declarar estos conceptos como 'textos', o 'relatos' o 'narraciones' y, a continuación, asociarlos a una cultura (que sería también un texto), no elimina la cuestión epistemológica, simplemente la elude con un pase de prestidigitación retórica.
El respeto de la diversidad cultural es, sin duda, un alegato respecto de dejar ser a cada cultura según sus tradiciones y no imponerles conceptos, categorías o costumbres ajenas. En principio, se trata de un argumento convincente. Pero la interconexión planetaria vuelve obsoleto el argumento. No hay modo de evitar el cruzamiento cultural cotidiano, de ida y de venida. Pero, por otra parte, toda costumbre, toda tradición, ¿se vuelven legítimas por el sólo hecho de estar originadas en una cultura particular? Si es así, debemos aceptar la lapidación pública de mujeres sorprendidas en infidelidad, el ahorcamiento público de homosexuales, la aniquilación de etnias colindantes por razones religiosas, la tortura y desaparición de los opositores políticos, y un sin número de hechos que provocan un generalizado repudio moral. La idea misma de 'derechos humanos' queda severamente conculcada en la exacta medida en que forzamos el argumento culturalista. ¿Habría, entonces, culturas a las que habría que dispensar de un apropiado celo en el respeto de los derechos humanos?
Del mismo modo, ninguna cultura puede dispensarse de una epistemología seria, de una teoría del conocimiento que debe ser comparada y contrastada con las que otras culturas pudieran haber formulado. La verdad de una afirmación no limita con ninguna frontera cultural, aunque pueda impedirse su conocimiento por toda una época. El reduccionismo epistemológico descansa en la conversión del hecho histórico de una cultura dada en un criterio de verdad. Así como ninguna epistemología genuina se reduce a poder disfrazado, ninguna diversidad cultural elimina los problemas epistemológicos.
Finalmente, es la evidencia la que inclina la balanza en las pretensiones de verdad de una afirmación. El personaje del cuento de Sagan que afirma la existencia de un dragón en garaje, no puede alegar que la verdad de lo que afirma dependa de la cultura a la que pertenece, cultura en la que, eventualmente, existe la creencia de que existen dragones y que , eventualmente, hay uno en su garaje. Tampoco el personaje que exige las pruebas puede esgrimir algún tipo de validación cultural semejante. Si puede establecerse que hay o que no hay un dragón en el garaje, ello sólo puede ocurrir en términos de estándares que tienen que ser comunes para ambos personajes, con absoluta independencia de sus culturas, las que sean.
Si el personaje 1, quien afirma la presencia del dragón en el garaje, exige que su afirmación sea evaluada en términos de una epistemología ad hoc (sólo para su caso), distinta de la del personaje 2, quien demanda pruebas, no tiene modo de evitar que el personaje 2 haga una exigencia idéntica en función de una epistemología distinta. De manera que tenemos, aparentemente, un empate epistemológico. Pero sólo en apariencia. La eventual epistemología del personaje 1 es decididamente arbitraria y resbaladiza. Se limita a descartar los procedimientos por medio de los cuales el personaje 2 intenta establecer la verdad o la falsedad de la afirmación de que hay un dragón en el garaje. Pero no ofrece otros procedimientos. Se refugia, pues, en la mera y más rampante credulidad. No hay testigos, a nadie más le consta, sólo él se ofrece como respaldo de la afirmación que él mismo hace. Eso no es epistemología. Una epistemología seria da cuenta de sus procedimientos de evaluación de la evidencia disponible. El personaje 1 renuncia a dar esa cuenta y con ello renuncia a moverse en el marco de las razones y de las pruebas. Ser hombre o mujer, blanco o negro, creyente o ateo, canadiense, testigo de Jehová, experto en canaletas, emprendedor, oficiante de ceremonias vudú, especialista en mercados financieros o experto en mantención de motocicletas, no lo libera de presentar sus afirmaciones ante el tribunal epistemológico. Si se siente liberado de tal responsabilidad, puede creer en dragones todo el tiempo que le parezca. Pero, nadie está obligado a creerle a él durante todo ese tiempo.
Un fenómeno singular asociado a los enfoques centrados en la idea de cultura como unidad de análisis y criterio de verdad, es el desarme epistemológico de los conceptos de la Ilustración que implican una crítica implacable de las tradiciones y la autoridad, generalmente de perfil religioso. Es el caso de conceptos como prejuicio, superstición, o ignorancia. Así, por ejemplo, la creencia de ciertos pueblos de que el enojo de los dioses es la causa directa de las erupciones volcánicas y de la actividad sísmica, no significaría ignorancia. Es lo que ellos, genuinamente, creen. Se sostiene, pues, que algún tipo de abuso está expresado en afirmar que esa creencia está equivocada, y que la actividad telúrica está mejor explicada por la tectónica de placas. No cabe siquiera hacer preguntas obvias: ¿cómo se llega a saber que esos dioses existen efectivamente y que están enojados? ¿Han sido observados manifestando su ira? ¿y qué pruebas hay de la relación entre esa ira y la actividad sísmica? En consecuencia, por una suerte de disculpa cultural que opera como una malla protectora, esa creencia no debe ser abordada o analizada en términos epistemológicos. Es la manifestación de una cultura, no una superstición. En la misma lógica, por tanto, la tectónica de placas es la expresión de otra cultura y sólo en una creencia suya. No es una teoría con apreciable evidencia en su favor. Da lo mismo. Así, ciertos conceptos son desnudados de todo ropaje que refiera a verdad o falsedad y son reemplazados por otros intelectualmente inocuos. No hay prejuicios, no existen las supersticiones, la ignorancia es una calificación que estigmatiza y carece de valor descriptivo. Como se sabe, Foucault llevó este argumento a un extremo pertinaz: toda epistemología no es más que un recurso de poder. En consecuencia, lo que se sabe o no se sabe, carece de importancia. Lo que importa es lo que se cree y eso debe ser respetado porque representa una condición cultural, subcultural, grupal, organizacional, o lo que sea.
Ahora bien, las estrategias destinadas a burlar o eludir la exigencia de la prueba y la evidencia no se limitan a cuestiones metodológicas, por así decir. Se amplían dotando a los objetos o a las entidades de rasgos o características que los vuelven inabordables. Así, transitamos de vías o métodos exclusivos a objetos o temas exclusivos. En el cuento de Sagan, la estrategia del sujeto que proclama la presencia de un dragón en garaje consiste en atribuir al dragón características tales que requieren de algún tipo de abordaje diferente de aquel demandado por el sujeto 2, cuando no es el caso que la entidad en cuestión (el dragón) sea lisa y llanamente inaccesible. Por cierto, dada la inaccesibilidad proclamada, la pregunta surge obvia: ¿y cómo se sabe de tal entidad? Y nos vemos obligados a retroceder, una vez más, al testimonio de alguien en particular un sujeto privilegiado al que le ocurren cosas como la de ver dragones en los garajes. La existencia del dragón debe ser aceptada y tenemos que admitir las limitaciones y estrecheces de nuestros procedimientos de verificación. En consecuencia, es necesario creer aunque no haya prueba alguna. Es el viejo argumento de la fe.
Lo notable del caso es que podemos, otra vez, recurrir a nuestra regla de reemplazo y cambiar 'dragón' por 'conducta humana', o 'sociedad'. No son tantas décadas que han pasado desde que se proclamaba la imposibilidad de abordar la conducta humana en términos científicos. De hecho, la sola idea resultaba una suerte de ofensa. Todos los recursos dilatorios que hemos traído a colación a propósito de lo resbaladizo de la condición del dragón que el personaje 1 asegura haber detectado, aparecen sistemáticamente junto con la tesis de que las ciencias que han de estudiar las sociedades humanas deben tener un estatuto especial, tan único que no les sirven para nada los procedimientos consolidados por siglos en las ciencias naturales empíricas. La elevación de lo cualitativo a la condición de método ad hoc para las ciencias sociales –acompañada de la sistemática imposibilidad de generalizaciones- , no es más que un signo entre otros.
El ejemplo más reciente es la reacción indignada de ciertos sectores de las instituciones académicas a la propuesta de abordar el fenómeno de la religión en términos de una perspectiva científica, en particular mediante conceptos evolucionistas. El filósofo Daniel Dennett da cuenta de esta reacción: "Quien intente incorporar una perspectiva evolucionista para estudiar algún elemento de la cultura humana –no sólo la religión- puede esperar desaires que van desde aullidos de indignación hasta un altivo desprecio por parte de los expertos literarios, históricos y culturales en humanidades y ciencias sociales" (2007, 304). Dennett identifica al sociólogo Emile Durkheim, al historiador de las religiones Mircea Eliade y al antropólogo Clifford Geertz como ejemplos de la estrategia de recurrir a la conversión de un tema cultural de estudio en algo único, irreductible e inasible, como no sea bajo ciertas especiales circunstancias, respecto de las cuales, ciertamente, sólo califican los mismos que hacen el argumento; por ejemplo, Dennett cita a Eliade, quien sostiene que la esencia de un fenómeno religioso no puede ser comprendida mediante la fisiología, la psicología, la sociología, la economía, la lingüística, el arte o cualquier otra disciplina. Ninguna de estas disciplinas puede aproximarse siquiera al fenómeno de lo sagrado. ¿Cuál, entonces? ¿La que practica el propio Eliade? ¿Y cómo se otorga esta curiosa exclusividad? ¿Se autootorga, tal vez? De nuevo, el mismo giro: cada quien puede proclamar su propia epistemología. Parafraseando un dicho popular, a nadie le falta dragón.
Y así, sucesivamente, la mente, las relaciones interpersonales, los afectos, son convertidos en temas tabúes, asuntos respecto de los cuales –se afirma una y otra vez- jamás podrán alcanzarse conocimientos semejantes a aquellos obtenidos en el estudio de los fenómenos naturales. De este modo, descartando la posibilidad de que el examen científico 'pueda aplicarse a tales temas, se los deja a merced de abordajes misteriosos que siempre están 'más allá', fuera del alcance de la reflexión. La astronomía, la biología o la neurofisiología, han ido, de hecho, mucho 'más allá' de lo que pudieron haber imaginado los seres humanos hace unos pocos cientos de años; y para ello, no ha habido necesidad de recurrir a procedimientos esotéricos ni sostener la existencia de dragones en garaje alguno. Un paciente y sostenido esfuerzo intelectual, a la vez cooperativo y competitivo (Haack 2003), expresado igualmente en notables innovaciones tecnológicas que refinado y sofisticado las observaciones y las mediciones, han provocado seguidillas de grandes ideas y descubrimientos relevantes. Una formulación reciente (Atkins 2003), enumera los siguientes logros: la evolución procede por selección natural, la herencia está codificada en el ADN, la energía se conserva, la materia es atómica, todo es simétrico, las ondas se comportan como partículas y viceversa, el universo se está expandiendo, el espacio-tiempo está curvado por la materia, la aritmética es consistente e incompleta(2).
Referencias
Asimov, Isaac (1984ª): Grandes ideas de la ciencia. Madrid: Alianza Editorial. [ Links ]
Asimov, Isaac (1984b): Momentos estelares de la ciencia. Madrid: Alianza Editorial. [ Links ]
Atkins, Peter W. (2009): El dedo de Galileo: las diez grandes ideas de la ciencia. Madrid: Espasa Forum. [ Links ]
Dennett, Daniel (2007): Romper el hechizo. La religión como fenómeno natural. Buenos Aires: Katz Editores. [ Links ]
Haack, Susan (2003): Defending Science —Within Reason: Between Scientism and Cynicism). New York: Prometheus Books.
Otero, Edison (2010): "Materiales sobre la idea de impostura intelectual". Incluido en Contra los mitos y sofismas de la "teoría literaria" posmoderna, Jesús G. Maestro & Inger Enkvist (eds.). Vigo, España: Editorial (1988): Academia del Hispanismo. [ Links ]
Platón Diálogos. Tomo V. Madrid: Editorial Gredos. [ Links ]
Popper, Karl (1989): Conjeturas y refutaciones. Barcelona: Ediciones Paidós. [ Links ]
Sagan, Carl (1997): El mundo y sus demonios. La ciencia como una luz en la oscuridad. Barcelona: Planeta. [ Links ]
Ziman, John (1980): La fuerza del conocimiento. Madrid: Alianza Editorial. [ Links ]
Ziman, John (1981): La credibilidad de la ciencia. Madrid: Alianza Editorial. [ Links ]
Ziman, John (1986): Introducción al estudio de las ciencias. Madrid; Alianza Editorial. [ Links ]
Recibido: 18 Marzo 2011.
Aceptado: 20 Mayo 2011.
Notas
* Filósofo U. de Chile. Subdirector, Investigador y Editor del Centro de Estudios Universitarios [CEU]. Contacto: eotero@uniacc.cl.
(1) Esta retórica engorrosa y engañosa es la principal proveedora de material para el desarrollo de la impostura intelectual. En el cambio de siglo, ningún episodio reveló tan nítidamente esta relación como el affaire Sokal (Otero 2010).
(2) Otros recuentos han sido desarrollados antes, por ejemplo, por Isaac Asimov (1984ª, 1984b)