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Revista Mal Estar e Subjetividade

versão impressa ISSN 1518-6148versão On-line ISSN 2175-3644

Rev. Mal-Estar Subj. v.1 n.1 Fortaleza set. 2001

 

CONFERÊNCIAS

 

Malestar en la institución*

 

 

Mario Pujó

Psicanalista e Diretor da Revista "Psicoanalisis y el Hospital" (Argentina). E-mail: psichos@pinos.com

 

 


RESUMEN

La institución, operador de la cultura, se propone regular las relaciones del sujeto con los objetos del mundo, allí donde ellas no se rigen instintivamente en el ser hablante, intentando suplir de algún modo la ausencia de proporción sexual. Su finalidad no es tanto la de asegurar la protección del hombre contra las fuentes de desdicha que representan la naturaleza o el cuerpo, como controlar aquella fuerza esencial que trabaja en contra del hombre mismo y que Freud designa "pulsión de muerte". Pero como ella alimenta la instancia misma que procura su restricción, las instituciones devienen, a su vez, fuente de un renovado malestar. La dialéctica no es entonces la de una lucha entre civilización y barbarie, sino la del incesante resurgimiento de la barbarie en el seno de la propia civilización. El sustrato de toda institución se sostiene en la estructura libidinal de la masa tal como Freud la despeja a partir de la hipnosis, en cuanto ella supone la puesta del objeto en el lugar del Ideal del yo, entrañando la enajenación del sujeto, la merma de su rendimiento intelectual, el abandono de su originalidad, la pérdida de su singularidad. El psicoanálisis, en tanto apunta a la destitución del ideal en una cura en beneficio de aquello que constituye la "ajena intimidad" del sujeto, arrastra un inevitable efecto desinstitucionalizador. Lo que no significa que en su discurso público en la polis, el psicoanalista sostenga alguna pretensión anarquizante. Por el contrario, nuestra práctica nos enseña cotidianamente cuán necesario es que las instituciones aseguren un mínimo de ese "para todos" que constituye al fin de cuentas su razón, para que el "uno por uno" de un psicoanálisis llegue a tener una efectiva posibilidad.

Palavras chave: cultura, enajenación, ideal, institución, masa


ABSTRACT

Institutions, as culture operators, have the purpose to manage the relationships between the human being and the world objects. Such relationships are not guided instinctively by the one who speaks, trying to suppress somehow the absence of sexual proportion. Yet, its purpose is not to assure the human protection against the sources of disgrace which represents the nature or the body to control such essential power which drives against the human being himself and to what Freud has designated to be "death pulsing drive". But such drive feeds the source itself which searches for its own restriction. Therefore, the institutions become an ongoing source of discontent. Thus, Dialectics is not a struggle between civilization and barbaric era, but it is a progressing arousal of the barbaric era in the scenario of civilization itself. The core of every institution is supported by the libidinal mass structure, as Freud revealed from hypnosis. It implies the placement of the object at the site of an ideal self, immersing the alienation of the subject, the same from one's intellectual productivity, the abandonment of one's originality, the loss of one's uniqueness. Whereas Psychoanalysis points out the trade of the Ideal into cure in benefit to which it is known to be "the other's intimacy" of the subject, it carries an inevitable deinstitutionalizing effect. This doesn't mean that the psychoanalyst would intend anarchy. On the contrary, our praxis teaches us consistently how necessary it is that institutions secure a minimal of this "for all" which constitutes, after all, the reason that "for one to one" of Psychoanalysis be provided to its effective capacity.

Keywords: culture, alienation, ideal, institutions, mass


 

 

Una primera referencia al título del Congreso, "Mal-estar e subjetividade", que separa la palabra "mal" de "estar", lo que hace valer el "estar" en ese "estar mal", que me hace recordar una conferencia de Jorge Luis Borges que tuve oportunidad de escuchar hace veinte años. Borges señalaba entonces que el portugués y el español son las dos únicas lenguas que efectivizan esa particular diferencia entre los verbos ser y estar, lo que otorga a estas lenguas una gran afinidad y les confiere si no una superioridad, sí al menos un lugar aparte en relación a aquellas que han sido consideradas como las lenguas de la cultura europea (como lo hace en un pasaje desafortunado el propio Lacan), es decir, el francés, el alemán, el inglés. Borges agregó después haber olvidado de incluir el italiano, aunque en italiano el uso del verbo "stare" como auxiliar es mucho más restringido, y se refiere más que nada a estados específicos, como el estado de salud. Pero cualesquiera sean las diferencias semánticas del empleo de estos verbos, se trata de un matiz que todos los idiomas expresan de un modo u otro, que tiene su importancia en la historia de las ideas y que nuestras lenguas tienen la virtud de expresar de modo directo, como una inflexión de su verbo fundamental. Distinción preciosa en el campo del psicoanálisis y que resulta particularmente propicia en relación al tema que me han propuesto desarrollar aquí: mal-estar en la institución.

Podríamos, en efecto, decir, como una primera aproximación, una primera afirmación, que hay necesariamente un "estar" en la institución, porque algo del "ser" del "ser hablante", se encuentra alcanzado por una pérdida, una falta, una carencia; algo a lo que esa red de funciones y jerarquías que se denominan instituciones están llamadas de un modo u otro a remediar.

A falta de una relación natural con los objetos del mundo, a falta de una relación inscripta en el comportamiento del individuo con respecto a su medio, la organización social instituye, o intenta instituir, lo que concibe como una modalidad adecuada, aceptada y aceptable del vínculo social; esto es, determinar lo que se puede y lo que se debe hacer, los límites, las reglas, las distancias convenientes a mantener con el semejante.

Si la acción humana se regulara instintivamente, las relaciones responderían a procesos rigurosamente estables e idénticos que seguirían circuitos perfectamente predecibles. Parafraseando el título de una novela de Kundera, podríamos decir que ante esa insondable levedad del ser que afecta al hablante, y que hace que sus comportamientos se encuentren sujetos a un amplio margen de ambigüedad, de imprevisibilidad, de arbitrariedad, la cultura se propone instituir en ellos un orden de previsibilidad, de regularidad, a través de la regulación específica de las relaciones recíprocas. Así, la institución matrimonial pretende reglar la relación entre los sexos allí donde la ausencia de proporción sexual la torna impredecible; la institución familiar, la relación de la pareja parental con su descendencia, en cuanto efectivamente ella no responde a una matriz biológica; la institución escolar, la relación del sujeto con el saber y la técnica disponibles en determinado momento histórico; la institución jurídica la relación con la propiedad, los bienes materiales e inmateriales, tangibles e intangibles; la institución religiosa, en fín, intenta dar respuesta a los interrogantes relativos al sin sentido de la vida, la muerte, el más allá de la vida, siguiendo cada una un código de normativas que pueden ser explícitas o no.

Las instituciones devienen así operadores de lo que en términos freudianos llamaríamos el "proyecto de la cultura", ese proceso que conduce a la inscripción del sujeto en el campo de lo social, efectivizando el pasaje de lo uno a lo colectivo.

Cuanto más civilizado el hombre es, escribe Freud, cuanto más refinado y cultivado se evidencia, se preocupa tanto más por evitar el dolor que por aumentar su placer. La civilización no promete a su juicio entonces la dicha, como la preservación del displacer.

Si la felicidad es relativa a la satisfacción directa e inmediata de las pulsiones, la vida comunitaria ofrece al sujeto algo que no es por cierto comparable pero que representa al menos una compensación, la seguridad del sosiego, y la obtención de satisfacciones indirectas basadas en la inhibición de las metas pulsionales y en logros sustitutivos, que se inscriben en la línea de alguna forma de sublimación.

De las tres fuentes indicadas por Freud en el origen de la infelicidad que acecha al humano: las amenazas provenientes de la naturaleza; el sufrimiento originado en el propio cuerpo; y, en fin, el malestar proveniente de la relación con los otros, es éste el factor que reconoce como causante de la mayor desdicha, tal vez porque aparece ante nuestros ojos como el más inmerecido, el más evitable, y porque el daño que el semejante con su egoísmo nos provoca, no guarda, la mayoría de las veces, proporción alguna con el beneficio que de él logra obtener.

Entonces, más acá de la protección del hombre contra la naturaleza, la civilización apunta antes que nada a asegurar la protección del hombre contra el hombre. Y la razón reside en que en él se agita una fuerza destructiva esencial, la pulsión de muerte, ese poder que trabaja de manera irreflexiva, ciega, contra el hombre mismo. Si el dominio de la naturaleza y el avance de los conocimientos requieren la acción coordinada de los hombres, la regulación de esa fuerza destructiva constituye necesariamente la tarea primordial de la civilización, y a ese primer gran objetivo responde el funcionamiento de sus instituciones.

Ahora bien. Uno podría preguntarse cuál es el grado de legitimidad, de pertinencia, que tiene el hecho de hablar de los fenómenos colectivos a partir del psicoanálisis, siendo que la praxis freudiana se caracteriza por dirigirse a lo más íntimo del sujeto, a su más entrañable particularidad.

En un apéndice a su "Autobiografía", Freud menciona que su interés, luego de un largo recorrido que abarca las ciencias naturales, la medicina y la psicoterapia, retorna a aquellos problemas "culturales", que lo habían fascinado desde que tuvo edad suficiente para pensar. Se refiere a ese viraje que se acentúa en los años veinte en torno a lo que denomina la aplicación de la "ciencia del inconsciente" a la antropología, la sociología, la historia de la religión, como "Tótem y Tabú", "Más allá del principio del placer", "Psicología del las masas y análisis del yo", "El porvenir de una ilusión", "El malestar en la cultura", "Moisés y el monoteísmo", escrito en las difíciles circunstancias del exilio, y por eso, quizás, su texto más extravagante desde el punto de vista formal.

Esta así llamada "aplicación" del psicoanálisis, no debe por tanto ser entendida como la extensión de un saber científico constituido, objetivo y objetivable, a un campo distinto del de su producción. Se trata en verdad de un doble movimiento por el que el psicoanálisis funda su discurso en los distintos discursos de la cultura (antropología, sociología, religión) para dar cuenta de su clínica y construir su teoría; pero parte al mismo tiempo de la idea de que esa clínica nos ofrece las herramientas que nos permiten despejar los resortes esenciales en los que la propia cultura reposa.

Lo que nos conduce, entonces, a lo que propondría como una segunda afirmación: la teoría freudiana de la transferencia es solidaria y contemporánea de la teoría freudiana de las formaciones culturales; y la intelección de su dinámica, la reconoce como implicada en el fundamento de todo lazo social. Lo que exige relativizar cualquier separación excesivamente tajante entre lo que es del orden de la formación individual y lo que es del orden de la formación colectiva.

En el inicio de "Psicología de las masas" Freud critica la inconsistencia de la oposición entre una psicología individual una la psicología social, a la que se encarga de diluir con el incuestionable argumento de que la psicología individual, abocada al estudio de los caminos de satisfacción de las pulsiones individuales, no puede evidentemente prescindir de los vínculos sociales en los que esas mociones alcanzan su satisfacción.

Enumera entonces, lo que propondría leer como cuatro modalidades esenciales de la alteridad, que abarcan el conjunto de los vínculos que un sujeto establece a lo largo de la vida, y que cada análisis se ve, cada vez, en situación de revisar: el otro cuenta para el sujeto como modelo, como objeto, como auxiliar o como enemigo. Esquema mínimo que compendia un amplio abanico de relaciones: el otro es un modelo a imitar, un objeto de amor o satisfacción sexual, un colaborador o un rival.

Basta en efecto acostar a una persona en el diván, o pasar uno mismo por la experiencia, para constatar que el sujeto hablará de los padres, los encuentros o desencuentros con la persona amada, las dificultades con el amigo, el maestro, en fín, el propio analista. El psicoanálisis como práctica individual, es por ello, inevitablemente y al mismo tiempo, "psicología social".

El sujeto que se inscribe en la cultura, en tanto interesa al psicoanálisis, es el sujeto del inconsciente; como tal, no es ni individual, ni social. Como la realidad del inconsciente sólo es aprehensible en una experiencia que cobra existencia en el seno de un lazo transferencial, el análisis de la estructura de esa transferencia nos permitirá despejar las coordenadas que sustentan el conjunto de los lazos sociales, en tanto ella es puesta en juego, como veremos, en el fundamento del ordenamiento social. Ese es, al fin de cuentas, el programa que Freud consuma implícitamente en "Psicología de las masas".

Ernest Jones señala en su biografía, la prevención que Freud manifestaba ante los fenómenos colectivos, prevención que se expresa en el visible contraste entre su favorable predisposición hacia las personas consideradas individualmente - lo que le produjo frecuentes decepciones - y su clara desconfianza respecto de la gente en general, el grupo, la colectividad. Y uno podría preguntarse si esta inocultable aprehensión que Freud expresa ampliamente en sus escritos hacia los fenómenos de masa, atañe simplemente a un rasgo personal, a sus preferencias o inclusive, sus prejuicios, o si se trata de algo atinente a su posición como analista. Dicho de otro modo, ¿es simplemente una cuestión de gusto, o relativo a lo que en el acto analítico supone necesariamente la disolución de aquello que en el sujeto "hace masa"?

"Psicología de las masas y análisis del Yo" es, con mucho, el texto más acabado de Freud en lo que se refiere a "lo institucional", el texto mejor hecho, mejor armado, en tanto Freud lleva en él a cabo un análisis exhaustivo de la estructura libidinal de los fenómenos colectivos. Su enfoque acentúa una perspectiva específica centrada en el campo de transformaciones que un sujeto experimenta por el hecho de su inclusión en una "masa psicológica", palabra que no coincide exactamente con la de grupo ni con la de multitud, y que los traductores han retenido por ser literalmente más próxima del término alemán "Massen" original. Término que tiene, además, sobre los otros, la ventaja de nombrar el fenómeno no haciendo referencia al número ni la cantidad.

Se podría pensar que Freud adopta una mira excesivamente restringida al privilegiar el estudio de un grupo tan peculiar, esa forma de agrupamiento más o menos espontáneo y al que reconoce en las enardecidas muchedumbres de la Revolución Francesa; vale decir, concentraciones numerosas de gente, siempre próximas a alguna forma de desborde, constituidas en torno a un objetivo efímero, carentes de organización y por ello habitualmente inestables. Se podría objetar que las instituciones son, en contrapartida, formaciones que evidencian un grado muy superior de desarrollo, y tienen una clara definición de objetivos, discriminación de cargos y responsabilidades, mecanismos de autocontrol, y una prolongada permanencia en el tiempo. Organizaciones como la escuela, la universidad, la iglesia, la legislatura, guardan en efecto una gran distancia con esas multitudes callejeras que evidencian un funcionamiento y una dinámica elementales.

Pero Freud aplica aquí lo que propondría considerar como un recurso epistemológico que emplea reiteradamente y le ha sido de notable utilidad; un procedimiento que consiste en aislar los fenómenos que le interesan a partir de aquellas formaciones en las que por ser fácilmente visibles se hacen accesibles al análisis, evidenciando características que extiende a otras formaciones, en las que esos fenómenos se presentan menos claramente. Así como el estudio de los procesos psíquicos de las neurosis le permite despejar la estructura de ciertas formaciones sintomáticas propias del funcionamiento normal, Freud encuentra en la multitud una materia apta para definir el mecanismo por el que la inclusión en la masa afecta visiblemente al individuo, que pasa a pensar, sentir y actuar de manera enteramente diferente cuando se halla bajo sus efectos. De modo similar, al reconocer un parentesco entre el enamoramiento y la relación hipnótica, develará la dinámica del estado amoroso a partir de la hipnosis porque su artificialidad le permite descomponer mejor sus elementos constituyentes.

El libro de Le Bon "Psicología de las masas", se transforma por ello para él en un provechoso texto de referencia, al que si no le atribuye una especial originalidad, le reconoce el mérito de haber compendiado ordenadamente las distintas observaciones sobre el comportamiento de la multitud, aislando lo que llama con una bella expresión el "alma de la masa". Transcribamos algunos de los extensos párrafos que Freud transcribe a su vez, casi sin comentarlos, por considerarlos sin desperdicio:

Por el sólo hecho del número, el individuo adquiere un sentimiento de poder invencible ... Desaparecen sus adquisiciones, sus peculiaridades, lo heterogéneo se hunde en lo homogéneo ... Por ser la masa anónima, desaparece el sentimiento de responsabilidad que frena sus conductas ... En la multitud, todo sentimiento y todo acto son contagiosos en tal grado, que el individuo sacrifica fácilmente su interés personal al colectivo.

La masa es impulsiva, excitable, extraordinariamente influible y crédula; es acrítica, piensa por imágenes como en la actividad del fantaseo, y ninguna instancia racional mide su acuerdo con la realidad. En ella, el individuo deja de ser él mismo y se convierte en un autómata carente de voluntad.

Los sentimientos de la multitud son siempre simples y exaltados ... no conocen la duda ni la incerteza ... Pasan de un extremo al otro: la sospecha se convierte en certidumbre, la antipatía deviene con facilidad odio salvaje.

Inclinada ella misma a las pasiones extremas, la multitud exige ser excitada por estímulos desmedidos, y por ello es tan intolerante como obediente a la autoridad. Respeta la fuerza, y pide de sus héroes fortaleza y aun violencia ... Quiere ser dominada y sometida, y temer a sus amos. Totalmente conservadora, siente profunda aversión hacia las novedades y progresos, y una veneración sin límites por la tradición.

La masa no conoce la sed de la verdad. Pide ilusiones, a las que no puede renunciar. Y está sujeta al poder mágico de las palabras, capaces de producir tormentas y también de apaciguarlas ... .

La caracterización de la que Freud se hace eco es contundente y sin concesiones. Siguiendo a McDougall, enumeralas condiciones mínimas que requiere el tránsito del agrupamiento efímero a las organizaciones complejas: la permanencia la representación compartida entre los miembros del grupo de sus objetivos y exigencias, la existencia de otras agrupaciones semejantes, el establecimiento de tradiciones, usos y costumbres y una progresiva diferenciación de las funciones que desempeñan los individuos.

Proceso que Freud sintetiza con una sencilla fórmula, según la cual la masa organizada, es decir, la institución, implica la transferencia de las características que el individuo tenía y pierde cuando ingresa a ella: continuidad y conciencia de sí, costumbres, habilidades específicas, la separación de los otros con los que rivalizaba. Lo que equivale, diremos nosotros, a la creación articulada de una suerte de Yo institucional, que se traduce en una exaltación del yo del individuo, y se efectúa, precisamente, a expensas de su individualidad. Algo así como una ampliación imaginaria del cuerpo de cada uno a las dimensiones ilusorias de la corporación.

Cualquiera sea el grado de organización de una masa, dos consecuencias inevitables acarrea para Freud al individuo el hecho de su inclusión en ella: la merma de su rendimiento intelectual y el acrecentamiento de su afectividad. Ambas, probablemente, verso y reverso de la misma operación. Recordemos al respecto, el contraste perturbador que Freud constata no sin ironía en "El porvenir de una ilusión", entre "la radiante inteligencia de un niño sano" y "la endeblez de pensamiento del adulto promedio". Si el niño padece esa mutilación relativa, lo hace a causa de la educación, y con más razón si ella es religiosa, - siendo al fin de cuentas la educación, la operación que inscribe al sujeto en el lazo social.

En cuanto a la afectividad, es indudable que el sentimiento de pertenencia confiere a los miembros de cualquier grupo una expansión de su seguridad yoica que el término "espíritu de cuerpo" expresa perfectamente. "Formar parte de", puede conducir en ciertos casos a un éxtasis que podríamos nombrar como un "goce de hacer masa", la satisfacción de "aullar con la manada", que acarrea a veces consecuencias nefastas. Piénsese en las salidas de las canchas de fútbol, la irreflexividad de las bandas juveniles, los suicidios colectivos que concretan algunas sectas religiosas.

Si la organización tiende en su complejidad a desdibujar y relativizar los efectos de la multitud espontánea, es innegable que para constituirse, toda masa requiere en mayor o menor grado el nivelamiento intelectual de sus miembros, y reclama el sacrificio de sus peculiaridades en beneficio de la erección de un Yo institucional común.

Apelando a su teoría de la transferencia Freud logra despejar la estructura inherente a la constitución de las formaciones colectivas, a partir de una reflexión sobre el hipnotismo que lo lleva a poner en serie los fenómenos del enamoramiento, el hipnotismo, y la multitud. Luego de más de 30 años, Freud vuelve a considerar la dinámica del hipnotismo, sin ahorrarnos la mención del desagrado que provoca en él su práctica, a la que señala haber renunciado por considerarla moralmente humillante, violenta, e injusta. Pero su análisis le permite reconocer en la relación establecida entre el hipnotizador y el hipnotizado, el modelo del vínculo que une al líder con sus seguidores: el hipnotizador, que se encarga de devenir a través de algún procedimiento el objeto exclusivo de interés del sujeto, pasa a ocupar el lugar del Ideal del Yo, vale decir, el lugar de aquella instancia que asegura en el sujeto las funciones de autoobservación, conciencia moral y censura onírica, y ejerce la principal influencia en la represión. El relajamiento del examen hace que la relación con el hipnotizador sea vivenciada oníricamente, estableciéndose un vínculo de entrega enamorada cuya única diferencia con el enamoramiento propiamente dicho reside en que excluye la satisfacción sexual directa, y se apoya, entonces, como en el seno de la multitud, en pulsiones de meta inhibida. El hipnotismo constituye así, una formación de masa de a dos.

En las formaciones de masa ampliadas, y en las organizaciones complejas y con un alto grado de diferenciación interna como la Iglesia o el ejército, Freud reconoce como elemento cohesionador fundamental, el papel que en ellas desempeña de un modo más o menos manifiesto, el líder. Ambas estructuras reposan sobre el espejismo de una ilusión precisa: hay un jefe (Cristo en la Iglesia católica, el General en el ejército) que ama por igual a los individuos de la masa, como el padre debe amar igualitariamente a los hijos. Cada capitán es el general en jefe y por lo tanto, el padre de cada regimiento, y cada oficial lo es a su vez de su compañía. Una cadena de transmisión se establece así, en el entramado de la reiteración de una célula mínima: es la común relación de amor con el líder ubicado en el lugar del Ideal del Yo, lo que explica la identificación común entre los miembros de la institución, que encuentran así en el amor del líder, un elemento común de identificación entre sí.

Freud nos proporciona así la definición canónica de la estructura libidinal de la masa: una masa primaria de esta índole es una multitud de individuos que han puesto un objeto, uno y el mismo, en el lugar de su ideal del yo, a resultas de lo cual se han identificado entre sí en su yo. Como de menor importancia, pero de consecuencias visibles en la práctica, anota el papel cohesionador que desempeñan en un grupo, la desconfianza y la intolerancia hacia los extraños.

El ideal revela así su poder unificante por la vía de una doble vertiente: una identificación de orden vertical al líder, precipita, en el plano horizontal, la recíproca identificación de los miembros entre sí, permitiendo distinguir a partir de ese rasgo, los propios de los ajenos. Lo que da cuenta del doble movimiento pulsional de una organización, por el que las pulsiones homosexuales de meta inhibida dan lugar a la efectiva camaradería, y las pulsiones destructivas se tramitan al ser canalizadas hacia el exterior.

Podemos resumir así el esquema mínimo que da cuenta del funcionamiento de las sectas religiosas y los partidos políticos, y constituye el fundamento de todo devenir institucional, tal como se aplica, por ejemplo, en el "managment" de una gran cantidad de corporaciones.

Si en la mayoría de las instituciones no hay habitualmente un único líder, hay sí un ideal que suele dar lugar al desempeño de distintos líderes intermediarios entre ese ideal y los miembros del grupo. Toda institución tiene sus padres fundadores, sus héroes y sus mártires, venerados en los retratos, las plaquetas, los monumentos, como modelos a seguir. Aquellas que logran suscitar el efectivo voluntarismo y la participación espontánea, favorecen que el sujeto logre verse como "amable" desde la perspectiva del ideal institucional, como conformándose efectivamente a ese ideal en su tarea, siendo la reducción de la distancia entre el Yo y el Ideal, la clave y el motor de su entusiasmo.

En sentido contrario, la caída del líder, el bastardeo de los ideales por parte de quienes deberían sustentarlos, lleva inexorablemente a la desintegración. El pánico es el síntoma de la ruptura del lazo libidinal que unifica a una comunidad por el vaso comunicante del amor del líder; el desánimo y el abatimiento, sus consecuencias regulares, allí donde los miembros de un grupo pasan a percibirse entonces descarnadamente como objetos de uso o de manipulación. Allí donde Freud se refiere al ejército prusiano, prefiero mencionar el caso más próximo de los soldados derrotados en Malvinas, quienes se lamentaban más que nada del maltrato al que los habían sometido sus superiores, el desamor de aquellos que debían erigirse en sus modelos; la desmoralización y el abandono fue la consecuencia inevitable.

Ahora bien. Esta pequeña tripartición de funciones entre el objeto, el yo y el ideal, lleva a Freud a poner en continuidad los fenómenos de enamoramiento, el hipnotismo y la multitud, contemplando las vicisitudes por las que el objeto pasa a ocupar el lugar del ideal, para gobernar desde allí al yo. El análisis de lo que constituye su soporte, vale decir, el amor (al partenaire, al hipnotizador o al líder), le permite despejar los elementos que reúnen al sujeto del inconsciente con lo colectivo, al reproducir cada uno de esos vínculos, el lazo que sustenta la cultura y da cuenta de su origen.

Freud se ocupa de explicitar en "El porvenir de una ilusión", que utiliza ambos términos, cultura y civilización, de manera indistinta. Aún cuando ellos tengan en el pensamiento alemán de la época significaciones disímiles y en cierto sentido contrarias. Matices que se originan en el desgarramiento que introducen en la conciencia histórica del Siglo XVIII, las innovaciones tecnológicas. Algo que por cierto es muy actual: ¿debemos valorar el desarrollo de la ciencia y sus aplicaciones en la vida cotidiana indiscutiblemente como un progreso? Para el romanticismo alemán de finales de siglo pasado, el término civilización designa el desarrollo de la técnica, la producción, la legislación, la educación, los hábitos sociales, la vestimenta, los modales, en fín, lo que se llaman también "las conveniencias". Mientras que la cultura se refiere a lo que es esencial a la integridad de una nación, lo que la determina como única y hace a su acervo, es decir, su lengua, su filosofía, su religión, sus tradiciones. A la civilización cosmopolita de los ingleses y franceses, los románticos alemanes oponen la cultura como esencia de la nacionalidad.

Freud toma un concepto básico de la cultura, que abarca el saber-hacer adquirido por los hombres para gobernar la naturaleza y comprende el conjunto de las normas necesarias para regular sus vínculos y la distribución de los bienes. La cultura es para él, al fin de cuentas, el ordenamiento social instaurado por la prohibición del incesto, la constitución de la moral y la religión que emergen como consecuencia de un crimen primordial: el asesinato del padre a manos de los hijos, que conforman a partir de él una comunidad.

Conocemos el mito por el cual Freud funda la convivencia social en la hipótesis darwiniana de una horda primitiva originaria, una "manada" gobernada por un padre tiránico, que posee a todas las mujeres y somete a los varones. Los hijos se rebelan y lo matan. Pero, como dice Lacan contrariando al padre de los hermanos Karamazov: Si Dios ha muerto, nada está permitido. Por una "obediencia retrospectiva" fundada en el amor al padre y por la necesidad de que nadie pretenda ocupar su lugar, el acceso a ciertas mujeres se realiza ahora sobre la base de la interdicción de otras, surgiendo así, con la prohibición del incesto, el imperio de la Ley.

Esta pequeña historia, que constituye para Freud una "just so story", una historia que "es así porque es así", nos es propuesta como un "mito científico", cuya validez reposa enteramente en que puede generar inteligibilidad y conferir coherencia a una serie de hechos diversos. Es, en verdad, un breve relato épico de la castración, entendida como pérdida de goce y postulada como originaria de la cultura. Porque ese padre terrible, ese padre gozador, se lleva a la tumba con él, el goce. Y los hijos, organizados ahora en comunidad, sólo tendrán acceso a un goce limitado, un goce mermado, restringido, balizado por la prohibición. El asesinato del padre recae entonces sobre los hijos como castración.

Vemos surgir allí el elemento que unifica en la perspectiva adoptada por Freud toda formación de masa, en cuanto no es en ella el número lo que importa, sino su estructura: bastan dos, y es suficiente con que uno de ellos encarne para el otro en tanto objeto el lugar del Ideal. Ese elemento es el amor, y opera en lo que Freud llama "nostalgia", la nostalgia del padre.

Toda formación de masa (y debemos incluir también la dinámica de la transferencia), implica para Freud la tendencia a la reconstitución de un estado anterior, el "empuje" a la horda primitiva, al retorno del padre primordial. La restitución del objeto en el lugar del Ideal se funda por ello en la nostalgia de un Otro completo, un Otro consistente, no barrado, la creencia en un Otro incastrable. Vale decir, la nostalgia por la encarnación de ese padre Ideal, cuya autoridad, siempre arbitraria, aparece como obstáculo y contrapeso a la transmisión de la Ley.

Toda demanda de análisis, en cuanto Demanda de amor, tiende en efecto a activar el mismo movimiento, el mismo desplazamiento, de encarnar el ideal en el objeto. Como nos lo advierte Lacan en las páginas del Seminario XI que dedica al comentario del esquema freudiano de la masa, es el deseo del analista el que se opone a ello; el analista en su operación apunta a aislar el objeto y ponerlo a la mayor distancia posible de ese Ideal que es llamado por el sujeto a encarnar. Allí donde la sugestión hace recaer en dos personas, tres funciones, por la colusión del objeto y el ideal que soporta el hipnotizador, el psicoanalista reintroduce en su separación, la terceridad.

Podríamos pensar entonces que esta conjunción entre el objeto y el Ideal que constituye el horizonte de la demanda en un análisis, hace de la transferencia el fundamento de toda institución; y considerar, por ello, que la demanda de análisis lleva implícito un pedido de institucionalización, que toma ineludiblemente el sesgo de una demanda de amor dirigida al padre, una demanda de amor del padre; como amar es querer ser amado, el sujeto se ofrece entonces al padre idealizado como "amable".

Porque es la transferencia el fundamento de la sugestión y no la inversa. Como lo ha señalado Lacan, la transferencia constituye un poder que para alcanzar su verdadero valor de transferencia, requiere no ser usado. Es el deseo del analista el que se opone a su empleo, al destituirse el analista de ese lugar Ideal en beneficio del objeto, rehusando con ello la demanda del sujeto. La transferencia representa en este sentido el montaje de un artificio que el deseo del analista, reconduce a su disolución.

Si hay fin de análisis, diremos, esta disolución debe adquirir en alguna medida un valor definitivo. Lo que hace del acto analítico, un acto desinstitucionalizador, que se expresa perfectamente en la idea de que "el Otro no existe", de que "la tumba del padre está vacía". En el origen hay falta, hay pérdida; la única ley que vale, la del deseo, empuja por ello al por-venir. No hay lugar para la ilusión de recuperar la protección añorada, el anhelo de algún paraíso perdido, simplemente porque no lo hubo, nunca existió, y jamás podrá ser recuperado. El acto analítico es como tal un acto ateo.

A la luz de estas consideraciones, resulta quizás excesivamente limitado, sino imposible, considerar la institución desde la estrecha perspectiva del mal-estar, perspectiva ciertamente verdadera pero necesariamente parcial.

El fundamento del malestar en la institución, podemos reconocerlo en un primer nivel como idéntico al que Freud propone en su texto dedicado a la civilización; es decir, como homólogo a la renuncia que impone la convivencia a las mociones pulsionales, condenando al sujeto a la infelicidad según un doble aspecto. En el plano de las pulsiones sexuales, la cultura bastardea la sexualidad con las restricciones que le imponen la legitimidad y la monogamia, haciéndole experimentar un grave daño y un sensible retroceso como fuente de placer. En el plano de la pulsión destructiva, porque su coartación repercute de manera indirecta en la falta de dicha que experimenta el hombre civilizado, por el vigor que adquiere en su psiquismo el sentimiento de culpabilidad. Ya que para inhibir las pulsiones que se oponen a su proyecto, y en especial las que hacen a la agresión, la cultura impone al individuo el retorno de esas pulsiones sobre su yo, efectuado a través de esa instancia peculiar que denomina Superyo.

Freud establece una génesis del Superyo, cuyo resorte original es la "angustia social", el temor a la pérdida del amor del Otro. Recordemos brevemente esa génesis: las frustraciones que el Otro impone al sujeto en cuanto a sus satisfacciones, orientan la pulsiones agresivas hacia él. El temor a la pérdida de su amor conduce a una nueva renuncia y a una derivación y una descarga de esa agresión sobre el propio yo, por interiorización de la autoridad exterior. Se establece entonces una diferencia en el seno del yo, cuya consecuencia es la internalización de una autoridad omnividente; una vez producida, la intención y el acto pasan a ser igualmente condenables, porque no hay pensamiento que pueda serle ocultado. El circuito se retroalimenta indefinidamente: cada renuncia pulsional deriva un monto de agresividad que aumenta las exigencias del superyo, cada desgracia refuerza su severidad.

Freud introduce así bajo el nombre de Superyo, la noción paradójica de un goce propio a la renuncia misma, la idea de una instancia que tiene el insaciable vicio de la virtud. Ante ese poder incoercible, el sujeto no puede sino reconocerse siempre culpable, por la simple razón de que no puede no desear.

El desempeño en esos operadores de cultura que llamamos instituciones, exige por cierto la efectiva renuncia de las satisfacciones narcisísticas, la inhibición de las satisfacciones sexuales, la postergación y tramitación de las pulsiones agresivas. Pero ofrece también, de manera palpable, un campo apropiado a satisfacciones sustitutivas.

La institución funciona como un nombre que identifica al sujeto en el plano social, un rasgo por el que se reconoce y por el que se hace representar: el trabajo, la profesión, la universidad, el partido político, el equipo de fútbol, sustentan el entramado simbólico de pertenencias que sostienen el universo del sujeto. La institución fabrica una ficción de identidad, allí donde cada individuo renuncia a su peculiaridad para incorporarse a la masa, sacrificando sus preferencias al ideal colectivo, y asegurándose a través de la pertenencia una ilusoria protección contra el desamparo infantil.

El sujeto se aferra por ello a sus orígenes, a sus estamentos, los reclama y los venera, y las crisis de la vida suelen coincidir con las conmociones que producen en las identificaciones los desasimientos institucionales: el paso de una escuela a otra, el fin de la universidad, la pérdida de un trabajo, conmueven el sistema de identificaciones que anudan al sujeto en la trama de lo colectivo.

Hay por cierto un plus de goce de la pertenencia, reconocible en las significaciones compartidas, los sobreentendidos, que delatan la casta profesional del sujeto, sus preferencias, sus gustos, su orientación, en las jergas que emplea a modo de emblemas, en las significaciones que ellas generan y en las que se reconoce y satisface. Pero existe también un plus de malestar propio de la institución, que no se vincula al éxito del programa de la cultura sino a su fracaso, y del que somos testigos privilegiados como habitantes de una misma geografía y un mismo destino - que parece dar al adaggio napoleónico de que la geografía es el destino, un valor de verdad: compartimos la juventud de nuestros sistemas institucionales, y con ella su endeblez y su precariedad.

Hay, en verdad, un malestar propio a las instituciones cuando ellas contrarían la finalidad para las que han sido creadas. No me refiero tanto al encuentro inevitable con el funcionario, ese personaje que se define enteramente por pertenecer a alguna oficina estatal, y hacernos padecer impiadosamente su mediocre poder. Esa ineludible legión de burócratas que disfrutan hasta lo sublime de su papel, es inherente e inercial al desempeño de cualquier organización. Pero... por ejemplo, ¿no produce un efectivo malestar, el que la institución encargada de garantizar nuestra seguridad aparezca implicada en la planificación de los delitos que ella misma se proponía reprimir? ¿No es fuente de desconsuelo el que aquellos que han sido elegidos entre todos con la esperanza de que legislen para todos, terminen administrando el bien público en beneficio de unos pocos, cuando no directamente en el suyo propio? ¿No se experimenta desasosiego, cuando las instituciones que deberían proveer la salud terminan asegurando con su mal desempeño la rentabilidad de aquellas instancias en las que esa salud es comercializada como una mercancía más? ¿No se traduce en desesperanza el que la institución encargada de asegurar la distribución equitativa de la justicia, aparezca a menudo garantizando la impunidad de unos pocos, cuando no la franca legitimación de la injusticia?

La denostación práctica de los ideales que sostienen las instituciones no sólo las hace más endebles, más ineficientes, menos creíbles; viene crudamente a revelar un tropiezo en su misión esencial: atemperar esa fuente de infelicidad que constituyen los vínculos con los otros seres humanos, la más dolorosa por aparecérsenos en alguna medida superflua. Vemos entonces revivir en el seno de nuestras precarias organizaciones, la silueta de esos pequeños orangutanes que saben encontrar en los intersticios del ordenamiento social, los nichos de poder en los que nutrir las satisfacciones que ese mismo ordenamiento nos insta a condenar.

Tenida cuenta de la fragilidad y las carencias institucionales que padecen nuestras sociedades, querría concluir haciendo una tercera afirmación, relativa a los alcances del acto analítico y sus condiciones, subrayando que si el deseo del analista se ejerce en el sentido de la disolución de la transferencia y conlleva un inherente efecto anti-institucional, la praxis analítica no sólo no promueve la disolución de la institución, sino que reclama, al contrario, la mayoría de las veces, su mejor funcionamiento, como su condición de posibilidad.

Había señalado el estar en la institución como viniendo a suplir la falta de ser del hablante, y la dinámica de la tranferencial como fundamento del lazo que soporta el devenir institucional; a lo que agrego ahora la precisión de que la disolución de la transferencia, en el horizonte del acto analítico, no procura, sin embargo, la disolución de las instituciones.

Si el proyecto de la cultura se ejerce en el sentido del pasaje de lo uno a lo colectivo, y el del psicoanálisis en el del pasaje de lo colectivo a lo uno, la diferencia no se podría saldar sencillamente por la proclamación de un retorno a la naturaleza. Y esto, porque lo uno implicado en el discurso analítico no se refiere al individuo como totalidad, sino a aquello que, en tanto diferencia absoluta, como rasgo unario o goce irreductible, atenta de por sí contra el establecimiento de cualquier lazo social.

De manera similar, si el Superyo, factor de civilización, se ejerce en el sentido de una interminable renuncia que representa la fuente de la mayor infelicidad de que el sujeto es víctima, y el psicoanálisis apunta a lograr de algún modo cierta reconciliación del sujeto con su goce, ello no se traduce en la proclama de una anulación de las prohibiciones. La novedad que el psicoanálisis viene a alumbrar, no sabría parangonar el viejo "sin Dios ni ley" de las utopías libertarias.

Por el contrario, la valoración institucional se encuentra en el eje de las preocupaciones de los analistas y anima ineludiblemente sus debates. Lo hace en primer lugar en relación a la propia formación, tal como se plantea en las escuelas de psicoanálisis, aún si es cierto que, la experiencia lo demuestra, no basta con conocer los determinantes estructurales de la masa para escapar por ello a sus condicionamientos. Y el funcionamiento de los grupos analíticos se ha emparentado a lo largo de sus fracturas y escisiones, a esa horda primitiva que las multitudes lideradas por una fuerte personalidad viene a caricaturizar. Pero la cuestión de la escuela como problema y como condición de su transmisión se halla en el eje central del programa del psicoanálisis.

Así como lo están aquellas otras instituciones que favorecen la extensión del psicoanálisis en ámbitos de amplio alcance social, como pueden serlo la universidad o el hospital. La universidad, porque permite inscribir el saber del psicoanálisis en correspondencia y en confrontación con los otros saberes que conviven en ese espacio, según las normas que abrevan en el discurso universitario que habita la universidad. La institución hospitalaria, el asilo y, en general, las instituciones de salud, por cuanto ofrecen un ámbito en el que inscribir la clínica psicoanalítica, sus criterios y sus parámetros en confrontación con la clínica del amo que ordena el criterio asistencial. De la inclusión del psicoanálisis en estas instituciones, se juega en verdad parte de su suerte y su futuro como práctica y como saber.

En términos más amplios, el psicoanalista, al fín de cuentas homo politicus, tiene interés en el devenir de las instituciones, un interés que no desconoce la responsabilidad que ellas pueden por cierto tener, en aquella "miseria psicológica de las masas" denunciada por Freud. Porque, es verdad, las instituciones se ejercen en el nombre del padre y funcionan bajo el régimen de lo universal, exigiendo el borramiento de las peculiaridades; y el psicoanálisis, apunta por su parte, a un más allá del padre en la modalidad de goce del sujeto, es decir, concierne aquello que no hace en absoluto masa, y se sitúa por ello bajo el régimen de lo particular. Pero el discurso del analista no se opone al discurso del amo que representa su revés con un simple criterio de anulación recíproca, y sostiene en relación a él, una necesaria articulación. Bajo ciertas circunstancias, el discurso del amo puede ser, y de hecho es, la condición del acto analítico.

Quiero decir con esto, que es necesario que un efectivo nivel del "para todos" esté mínimamente asegurado en el plano asistencial de nuestras instituciones públicas, para poder hacer valer aquello que, por estructura, nunca podrá ser incluido en ese plano: los significantes singulares en torno a los que el sujeto se constituye, su modalidad de goce que le es peculiar.

Ese "para todos", se refiere por ejemplo, a los elementos mínimos de equidad que las instituciones asistenciales deben garantizar en resguardo de la supervivencia de los que a ellas recurren y proveyendo retribuciones acordes a los que en ellas se desempeñan; marco indispensable para que una intervención analítica pueda ser emprendida de manera efectiva y duradera. El discurso del analista no sabría, de outro modo, venir allí a disimular las falencias propias del amo, o a disfrazar su responsabilidad en las carencias propias a su discurso, poniéndolas a cuenta, por ejemplo, del sujeto, cumpliendo con ello los servicios de una suerte de discurso auxiliar.

Porque es verdad que la institución asistencial permite ampliar los beneficios del análisis a quienes no podrían acceder a ellos por motivos económicos, tal como alguna vez lo predijera Freud. Y que le permite enriquecer su clínica al aplicarla a condiciones nuevas, instaurando un ámbito efectivo de transmisión de la experiencia, en función de una práctica concreta. Y es también cierto que las paredes de un asilo pueden dar refugio a quienes su posición en el lenguaje no les ha provisto los muros de protección que garantiza el discurso, y abrirse de ese modo a la posibilidad de un encuentro analítico. Pero ello sólo resulta posible si la institución asistencial existe efectivamente como institución. Algo que es necesario reclamar en un momento histórico caracterizado por la colusión del discurso de la ciencia y las políticas de mercado que no dejan casi espacio para otro criterio que el de rentabilidad.

Si el deseo del analista se ejerce en la transferencia en el sentido de la separación del objeto y el Ideal, en las instituciones lo hace en el de hacer lugar a la peculiaridad del sujeto, es decir, aquello que lo enajena absolutamente de cualquier masa destituyendo la función del Ideal. Pero ese ideal debe necesariamente operar para poder ser puesto en suspenso, ser cuestionado, para poder hacerlo vacilar ...

Es así al menos como entiendo se puede extender al campo institucional, la aseveración lacaniana según la cual se puede prescindir del padre, pero sólo a condición de servirse de él.

 

 

* Conferência apresentada no I Congresso sobre Mal-estar e Subjetividade, Fortaleza/CE, 1998.

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