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Natureza humana
versão impressa ISSN 1517-2430
Nat. hum. v.1 n.2 São Paulo dez. 1999
ARTIGOS
La venerable tradición del progreso
The venerable tradition of progress
Carlos B. Gutiérrez
Universidad de los Andes
Universidad Nacional de Colombia
RESUMO Neste trabalho, a concepção hegeliana de futuro como criação contrapõe-se ao "fim da história" de Fukuyama. A ideologia do progresso continua perpetuando a cisão radical de presente e passado que dá início à modernidade européia, a partir da qual o desenraizamento histórico e social do sujeito racional puro reforça o desprestígio da tradição. É preciso restituir à tradição seu caráter de genuína experiência através da destruição apropriadora que quebra o supraentendimento negativo que a circunda há quatro séculos. Ante a supervalorização do futuro em que vivemos, é preciso retornar ao respeito pelo presente, através da paciente atenção ao passado: o presente é o lugar da práxis humana, em que se mesclam passado e futuro na produção da nova realidade, sob pressupostos cada vez maiores.
Palavras-chave: História, Progresso, Tradição, Consciência histórica, Contingência.
ABSTRACT
Within the scope of this work, Hegel's conception of the future as creation is opposed to the `end of history' of Fukuyama. The progress ideology continues embodied in the radical view which separates the present from the past which gives rise to the European modernity, as of which the historical and social root elimination of the pure rational subject reinforces the lack of prestige of tradition. Tradition needs to be given back its characteristics of genuine experience by means of the appropriating destruction which shall eliminate the negative over understanding around it for 4 centuries. In view of the hyper valuation attributed to the future at the moment, on the other hand, we respect the present again and pay attention to the past patiently: the present is the place where the human praxis stands and the past and future mingle aiming at creating a new reality under greater assumptions.
Keywords: History, Progress, Tradition, Historical consciousness, Contingency.
En una pequeña urna perdida, en la monumentalidad del panteón de la filosofía de la historia, yacen y se pueden ver, en horas de visita, las cenizas de la proclamación del final de la historia que fuera objeto de gran despliegue publicitario hace diez años, podríamos decir de Fukuyama, en el mejor estilo de los detractores de Hegel, por allá hacia 1840. Nuestra novísima antigualla se proponía corregir un supuesto desacierto cronológico de la proclamación hegeliana de hace dos siglos, cuyo planteamiento, en lo fundamental, seguía siendo válido para Fukuyama; sólo que la fecha de 1806, supuestamente fijada por Hegel como punto final de la evolución histórica de la humanidad (Fukuyama 1991, p. 127), resultó a todas luces prematura, ya que para la emergencia real del "estado universal homogéneo" (ibidem, p. 128) se requería aún de la universalización del consumismo, la cual sólo pudo consumarse hacia 1990 a raíz de la caída del muro de Berlín. Sustituída por los mecanismos autoregulados de la economía de mercado que se encargarían del mundo con silenciosa efectividad, la razón iluminada, al cabo de dos siglos y medio de arduo laborar, entraría por fin a disfrutar de merecida jubilación.
Emulando con el muy superior modelo hegeliano, la jubilación de la historia proclamada como "el triunfo de Occidente" (ibidem, p. 125) hace diez años tampoco cobijaba a todos los seres humanos; "gran parte del Tercer Mundo" (ibidem, p. 142) no se podía aún pensionar pues, como es su especialidad, ese mundo llega tarde hasta para el mismísimo cierre de la historia. A las puertas del siglo XXI, la tradición de la universalidad ilustrada mantiene intacto, así, el particularismo intolerante que resulta del carácter selectivo del concepto de humanidad que la guía. Fukuyama se apoyaba también en la teoría liberal de la modernización social, buena parte de cuyas bases se ha visto desvirtuada por la historia más reciente. El proceso de internacionalización que vivimos ha desencadenado una nueva dinámica dentro de la cual las categorías étnico-culturales y religiosas ganan renovada importancia: es así como hoy asistimos al enfrentamiento no mediado de mercados y técnicas, social y culturalmente neutros, con culturas cada vez más constreñidas a defender identidades amenazadas por flujos económicos que escapan a cualquier control político (Touraine 1995, pp. 16-7). La historia, como vemos, sigue su curso, redimiendo de paso al analista norteamericano del tedio eterno de su versión quietista del final de la historia.
Hegel, bueno es decirlo con claridad, jamás dudó de que la historia proseguiría. Decisivo para él fue el hecho de que en la Europa protestante de su tiempo los individuos disfrutaban de condiciones que combinaban la libertad subjetiva con la libertad objetiva, es decir, condiciones para que los seres humanos llevaran una vida organizada y civilizada y, al mismo tiempo, tuvieran la convicción de que lo hacían no por imposición ajena, sino como una propia realización. Hegel, sin embargo, no era tan ingenuo como para creer que el ideal del libre auto-desarrollo se hubiese alcanzado a escala universal de una vez por todas. Lo que él sí sabía era que dicho ideal se estaba realizando como nunca antes en la historia, historia que era para él un proceso racional, precisamente por haber llevado a semejante resultado. Para Hegel, la idea kantiana de una sociedad burguesa que en general administre el derecho había dejado de ser un postulado para ser la realidad del mundo moderno que él conocía; y puesto que el fin del progreso se daba en el presente, a partir de éste reconstruyó la historia como proceso continuamente progresivo.
La realización de la libertad como fin de la historia universal sólo se dió geográficamente en una esquina del mundo y allí "desde ayer" (Hegel 1985, p. 81, § 62) no más. El resto del mundo, incluyendo a Europa católica, pertenecía para Hegel al futuro. Podría muy bien haber sido que ese futuro hegeliano consistiese en la repetición de las experiencias de Europa germánica hasta que todos los pueblos llegasen a la libertad y a la certidumbre de estar participando en lo universal. Puesto que un futuro reiterativo semejante excluiría en principio toda novedad, habría habido entonces razón para afirmar que en su más importante sentido la historia hubiese terminado. Hegel, sin embargo, tenía en mente otro futuro, un futuro cabal que no admite profecías filosóficas. Al referirse a los Estados Unidos, dice él, que "lo que hasta ahora ha ocurrido allí no es más que el eco del Viejo Mundo y la expresión de una vida extranjera" (Hegel 1955, p. 210). Y, sin embargo, cree que tengan un futuro real. "América", añade, "es la región del porvenir en la que se manifestará en tiempos venideros, quizás en el antagonismo entre América del Norte y América del Sur, la importancia de la historia universal" (ibidem, p. 209). La condición de tal porvenir aparece dos líneas más adelante: "América debe separarse del suelo sobre el cual se ha desarrollado hasta aquí la historia mundial" (ibidem, p. 210). El futuro, pues, no es repetición; para llegar a ser presente del espíritu tendrá que, por el contrario, ser creación de verdad.
Hegel no duda de que la historia habrá de continuar. Las guerras y los conflictos la mantendrán en movimiento. Él sabe que aunque ya se hayan alcanzado en Europa protestante la libertad y la auto-determinación, continuarán las contradicciones económicas que desgarran a la sociedad y desbordan sus fronteras. "Por medio de su dialéctica la sociedad civil" - leemos en la Filosofía del Derecho - "sobre todo esta determinada sociedad, es empujada más allá de sí para buscar fuera, en otros pueblos - que están atrasados respecto a los medios que ella posee en exceso, la industria y laboriosidad - a los consumidores y, por lo tanto, a los medios necesarios para su subsistencia." (Hegel 1985, p. 235, § 246). Hegel, como vemos, se daba perfecta cuenta de que el hecho de que una parte de los europeos hubiera alcanzado la libertad no significaba la emancipación de toda la humanidad. El burgués contemporáneo suyo se lanzaba al colonialismo de mercado, garantía de que el futuro seguiría animado por la desigualdad. Podemos concluir entonces que, si bien Hegel acoge al progreso como principio de la historia, lo depura de toda idea de perfectibilidad como "proceso en la infinitud" (Hegel 1955). En sentido moral, por lo demás, el progreso se mantendrá eternamente distante de la meta, de ahí que la perfección moral no sea, según él, cosa de tomar en serio. Algo va pues de Hegel a Fukuyama.
La idea hegeliana de la historia como progreso en conciencia de la libertad, sin embargo, pronto se convirtió en ideología del progreso (Riedel 1982, pp. 204-5). También, bajo la influencia de la teoría de la evolución de Darwin y de la sociología positivista, la historia, en medio del optimismo científico, técnico y político al promediar el siglo XIX, quedó reducida a un proceso natural lineal que le encubría al sujeto su propio papel y el sentido de su actividad. El futuro, podemos decir, se replegó sobre sí mismo y se convirtió en un hecho con el que había que contar o en una ley ante la cual había que doblegarse. Una de las paradojas del siglo pasado es la de que semejante concepto fetichizado de progreso fuese adoptado por la teoría socialista a partir de Engels. La idea de un progreso en conciencia de la libertad se vió sustituída por la teoría básicamente positivista de un desarrollo histórico natural, que hace del progreso una ley que rige tanto el actuar humano en el tiempo como los movimientos de los cuerpos en el espacio. El tiempo es el espacio de la historia, como dice Marx.
La nueva reliquia neo-liberal de Fukuyama atestigua la persistencia de la tradición teórica del progreso que, en sus diferentes variantes, perpetúa el vuelco de la conciencia histórica que dió inicio a la modernidad europea. Ésta, como se sabe, surge de una experiencia de distancia y contraste total, de la certidumbre de que lo presente esté separado de lo pasado por una ruptura insalvable en uno de esos momentos en que, como dice Hegel, no coinciden ni el espíritu de un pueblo con su constitución ni la constitución con el espíritu. La continuidad de la historia que se da en la transmisión cultural, a través del tiempo, quedó desde entonces en entredicho ideológico, y las tradiciones tenidas por lastre infamante fueron y siguen siendo combatidas con pasión revolucionaria.
Primero fue la rebelión protestante contra el dogmatismo autoritario de la Iglesia que había reducido todo comprender a ejercicio hueco y reiterativo. Al igual que el humanismo renacentista, la Reforma se propuso volver a los textos originales distorsionados a lo largo de la historia del cristianismo, saltando hacia atrás por encima del tiempo que separaba al siglo XVI de la fundación de la Iglesia, en lo que resultó ser una primera liberación de la tradición. La liberación total se dió dos siglos más tarde: el Iluminismo, con el aval de las conmociones de la Revolución, pudo rechazar íntegramente a la tradición, gracias a que en nombre de la razón la eminencia autoritaria del texto sagrado como fundamento del saber se transfirió al discurrir del tiempo. Veritas filia temporis, non auctoritatis. El centro de gravedad del conocimiento, lo clásico, se desplazó de atrás hacia adelante, de la antigüedad al presente innovador. La historia dejó de ser la maestra de la vida para una conciencia desentendida del pasado desacreditado como la fase impropia y oscura de la humanidad, para una conciencia que pasó a vivir el presente cual delgado tabique que atraviesa a cada momento con la energía fija en el porvenir. Al escindir de manera tan radical al pasado del presente, la nueva filosofía privó a la historia de su poder real, reforzando con ello el entusiasmo ingenuo por una razón atemporal de individuos que pretenden no ser partícipes de legado alguno. Razón que, a pesar de su atemporalidad, se va desplazando con el tiempo, relegando a lo que la antecede al museo de la irracionalidad.
La antítesis de progreso y tradición se convierte en ideologema central de la tradición que se inicia con la versión baconiana de la antigüedad griega como parvulario del mundo y con la poco piadosa caracterización del humanismo clásico en el Discurso del método. La nueva tradición se afianza en la arrogante certidumbre de disponer por fin del camino seguro y único del método científico que, tras liberar al saber del azar, garantiza su avance constante y culmina en la filosofía de la historia del siglo XVIII como legitimación teórica global del actuar humano. La definición kantiana del esclarecimiento individual entró entonces a valer para la historia como proceso emancipatorio del género humano, el cual, al realizar su autonomía, asume las funciones de autor de la historia hasta entonces reservadas a Dios. Un nuevo esquema seculariza la visión cristiana de la historia: el comienzo se determina, con ayuda de la etnología, tomando a los salvajes americanos de entonces como espejo del pasado ampliamente superado - pese a Rousseau - de los europeos occidentales; al final del esquema se sitúa un estadio universal de paz y justicia con rango de exigencia moral, en el que estará superada la desigualdad que siga separando a aquellos buenos salvajes de las naciones iluminadas. La filosofía de la historia, que tiene como referencia axial al desarrollo político y civilizatorio de las sociedades burguesas, sanciona el primado excluyente del derecho del progreso sobre el de la tradición. Para la nueva tradición del progreso, todas las demás tradiciones son tan sólo taras obstaculizantes y resabios inhibitorios en los que se originan los problemas dominantes en las sociedades en crecimiento, problemas que resultan obviamente de las dificultades de imponer los derechos del progreso contra las fuerzas que se legitiman de manera tradicional. La moderna tradición del progreso es tan despótica, que logró rápidamente el aborrecimiento universal del término mismo de "tradición".
La distorsión de la conciencia histórica dispuso de un terreno abonado por el desarraigo del sujeto puro del racionalismo, sujeto que en lo esencial carece de mundo. En el inicio de la modernidad se encuentra la decisión del nuevo burgués que comienza a tenerse por sujeto autónomo, de no aceptar nada que no satisfaciese, de manera absoluta, los criterios del método adoptado como único. Lo que en Descartes pudo ser visto como despliegue de estoicismo resultó en la pérdida sistemática de mundo: la res extensa se agotó en ideas claras y distintas de la res cogitans. Y puesto que la certeza original y paradigmática se halló en la introspección, es decir, en la manera clara y distinta en la que el pensamiento se piensa a sí mismo, para los fines del nuevo método, el ser humano de carne y hueso quedó reducido a la pureza del pensamiento. Con el resultado desconcertante de que el mundo cotidiano y todo lo concerniente a los demás seres humanos se viera relegado a las tinieblas de la incertidumbre y de la irrelevancia por carecer de la certeza que sólo de sí misma puede tener la propia conciencia. A la historia no le fue mejor. El saber que se acumula en el paso de las generaciones, el conjunto de lo que solemos hacer y creer, fue y es negado hasta tanto se demuestre de manera absoluta su certeza, lo que equivale a decir que es negado para siempre. In dubio contra traditionem (Marquard 1987, p. 122). Ni siquiera la moral provisional escapa a esta lógica. El sujeto a partir de Descartes es históricamente light y flota por sobre el tiempo - empujado, eso sí, ¡por los vientos inexorables del progreso!
A la razón depurada no le concierne ya lo que depende de circunstancias externas, sino lo absoluto, en lo cual, según Hegel en las Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, "tiene su apoyo todo aquello en lo que el hombre pueda interesarse" (Hegel 1986, p. 44). De ahí que la filosofía no tenga "otro designio que eliminar lo contingente", debiendo además "llevar a la historia la fé y el pensamiento de que el mundo de la voluntad no está entregado al acaso" (ibidem, pp. 43-4). La historia es con ello cosa de la razón y de la voluntad absolutas. Con ellas no se rima, como es obvio, la temporalidad radical, la finitud de la existencia humana, razón por la cual ésta tiene que ser descartada o, por lo menos, puesta entre paréntesis. En su afán de absolutización, el racionalismo simplemente descarta el hecho de que los seres humanos, finitos de cabo a rabo, no tengamos suficiente tiempo para distanciarnos a arbitrio nuestro de lo que ya contingentemente somos, es decir, de que lo poco que lleguemos a elegir o a escoger descansará siempre en la no escogencia que básicamente somos. En la perspectiva de lo absoluto, la contingencia humana termina siendo sinónimo de arbitrariedad, desconociendo así que arbitrario es tan sólo lo contingente que podemos evitar o cambiar. La vida humana, bueno es recordarlo, discurre entre las dos contingencias inevitables de nacer y morir, siempre enredada en la trama de nuestros actos y de todo lo que nos acaece. Y si bien nuestros usos y tradiciones podrían ser completamente diferentes, en la realidad, a la mayor parte de ellos no los podemos cambiar. La contingencia no es, pues, absolutez fallida, sino histórica normalidad humana. Lo cual no quiere decir que la continuidad de la historia sea férreo determinismo y sí, más bien, que debamos mirar con sano escepticismo los intentos de absolutizar lo inabsolutizable (Marquard 1987, pp. 127-32).
La modernidad reduce la historia a objetividad fundamentada teóricamente en términos de absoluto. En realidad, sin embargo, somos nosotros los que pertenecemos a la historia cual realidad que continuamente se nos lega. La auto-reflexión, como dice Gadamer (1977, pp. 370-7), es sólo una chispa en el flujo de la historia. Mucho antes de que nos comprendamos en reflexión nos comprendemos ya de manera evidente en la familia, la sociedad y el Estado en que vivimos. La historia se concreta en el hecho de que siempre nos encontramos en una situación a la que jamás podemos objetivar exhaustivamente, por más que avancemos en la tarea de ampliar el horizonte de la situación respectiva. Así como la significación histórica de un acontecimiento rebasa siempre la intencionalidad de sus agentes, así también la historia rebasa la suma de interpretaciones que de ella se tenga. La historia tampoco se agota, como lo creyó Dilthey, en la cuidadosa elaboración de autobiografías. La historia es más, muchísimo más que lo que sabemos de ella. Lo poco o mucho que sepamos de la historia lo sabemos porque somos parte de ella y porque ella nos determina ininterrumpidamente, así nos valgamos de métodos con pretensiones de ahistoricidad. Todo intento de comprenderla está ya bajo sus efectos, pues sólo comprendemos a lo que nos interpela y nos alcanza efectualmente.
La tradición, la historia articulada a la que uno pertenece, es lo más próximo y sobreentendido; es la presencia en la que uno está ya siempre sin tener claridad de ello. El sentido de todo comprender es precisamente el de ganar, por lo menos en parte, tal claridad. Para ello es preciso quebrar el carácter sobreentendido de la tradición: los textos y las demás formas de ella tienen que sufrir un extrañamiento, de manera que se pueda iniciar una expresa confrontación que nos brinde al mismo tiempo ocasión de aclarar nuestras opiniones previas. Dado que se trata de un extrañamiento que busca la apropiación expresa de lo que se nos lega, la historización es aquí condición necesaria del comprender; ella crea la distancia que nos permite iniciar un diálogo con lo legado o trasmitido. Allí donde este diálogo se logra, vuelve a hacerse valer lo que es común al texto y al intérprete. Por eso, con la comprensión de un texto se desencubre siempre lo ya comprendido, desencubrimiento que cada vez acaece de manera nueva: así sucede la historia efectual del texto, prosiguiendo la tradición de la que él forma parte. La tradición no es otra cosa que la presencia aconteciente del comprender. El distanciamiento temporal del texto en la historización y el intento de comprender logrado siempre de nuevo son los dos momentos de un movimiento aquietado en sí, mediante el cual la historia legante se muestra como presencia que se continúa (Figal 1996, pp. 11-31).
El comprender como indagación de la propia tradición jamás puede llegar a apropiarla y hacerla totalmente transparente. La presencia aconteciente de la tradición seguirá matizada de sombra como un ámbito que no se abarca con la vista y del cual no se sabe qué sorpresas tenga aún preparadas. De semejante insondabilidad, sin embargo, resulta lo previo sobreentendido que la comprensión pondrá en juego para crear el ámbito libre en el que se pueda hacer valer lo otro, lo nuevo y diferente. Lo que se nos lega debe insertarse, eso sí, en el contexto de la vida presente para así ganar real sentido. En todo genuino comprender como mediación crítica hay un incremento real de significado en el que prosigue su despliegue la historia efectual, la vida de legados entendida como la renovada continuidad de sus preguntas. Asumir una tradición implica, entonces, la lucha constante contra ella, el ir a contrapelo de ella misma para que lo que se fue desgastando y adquiriendo la rigidez de lo sobreentendido vuelva a hablar. Una tradición que no es empecinamiento en lo pasado, sino configuración continuada de la vida moral y social en general, se afirma siempre en un hacer consciente asumido en libertad. Por eso, tradición es historia y libertad. Aun la tradición más auténtica es mucho más que mera capacidad de permanencia de lo ya dado, puesto que necesita ser asumida y cultivada. Sólo así es la tradición genuina experiencia: su palabra nos alcanza entonces en la referencia a nosotros mismos y a nuestra situación. Innovar es siempre un acto llamativo; conservar, en cambio, es un acto prácticamente no notorio de la razón. El uno es, en principio, tan libre como el otro. Solemos olvidar que en medio del cambio se conserva mucho de lo que se nos ha legado, que se refunde con lo nuevo en nuevas formas de validez.
La historia es el acervo inagotable de sentido que nos esforzamos siempre por comprender y que, a la larga, supera siempre nuestro esfuerzo. La riqueza ilímite de la historia no se disuelve totalmente en la conciencia, de ahí que constituya tarea infinita de apropiación comprensiva en el diálogo que somos con ella. Pensemos - el ejemplo es de Bubner (1993, p. 11) - en que aún no se ha captado la plena significación de los cambios recientes en Europa, ante los cuales podemos decir que han fallado los saberes competentes de que se disponía. Hay una oferta de sentido a la cual sólo ulteriormente se podrá hacer justicia. La reflexión nunca es dueña de la situación, de manera que pueda producir por sí misma las determinaciones de ésta. De hecho, la reflexión sucede después de que han emergido las coordenadas de la situación en el entretejimiento de acción y contingencia típico de todo proceso histórico. Al representarse las constelaciones que han brotado de las fuerzas genuinas de la historia, la reflexión hace explícita una racionalidad ineludible hasta ahora no formulada. Es la racionalidad que podemos hacer valer frente al flujo apremiante del acontecer, en la medida en que estemos en condiciones de reaccionar a la determinación por descifrar de una situación transformada; de lo contrario, estaríamos sometidos para siempre al determinismo de las circunstancias. Lo que los acontecimientos nos presentan como determinable gana su perfil a través de la reflexión vinculada a la praxis. De ahí que quien sólo deje valer como racional lo que satisfaga a una idea prefabricada de progreso, de bienestar universal o de salvación del mundo, sigue tan sólo un dogma que distorsiona la visión de los procesos reales.
Frente a la sobrevaloración del futuro, hay que volver por los fueros del presente, de manera que deje de ser el límite abstracto que separa a la miseria de lo viejo de lo nuevo prometedor. El respeto del presente exige, además, que le prestemos paciente atención al pasado para ganar conciencia de nuestros límites y de nuestras posibilidades. De ahí que la comprensión de la historia movilice dudas saludables frente a la sugerencia teórica e ideológica de que, mediante un salto decidido, podamos llegar a algo totalmente diferente de lo discurrido hasta ahora, que vendría, en principio, a ser la liberación de la historia. El presente es el sitio propio de la praxis humana, en el que pasado y futuro se median en la producción bajo presupuestos crecientes de nueva realidad. El deber de actuar se opone a que sobreestimemos el futuro y confundamos su indeterminación con libertad, o a que descuidemos el propio hacer en la repetición retrospectiva de hechos consumados tiempo atrás. El futuro es sólo el mañana; el futuro no es ni el deslumbrante fin último ni un vórtice tenebroso. Si asumimos la tarea de actuar como seria orientación hacia el futuro alcanzable, respetaremos al mismo tiempo la contingencia bajo la cual todo discurre. La contingencia es, al fin de cuentas, la razón que nos impide dar el último paso para entrar en la historia perfecta (ibidem, pp. 167-1).
No está de más recordar la vieja verdad dialéctica de que todo progreso es unidad de momentos contradictorios, de ser y no ser, de surgir y perecer. "El concepto de espíritu es regreso en sí mismo", dice Hegel, "progresar por tanto no es indeterminado hacia lo infinito, sino que hay un fin, a saber, el regreso en sí mismo" (Hegel 1955, p. 181).
Referências bibliográficas
Bubner, Rüdiger 1993: Zwischenrufe. Frankfurt a/M, Suhrkamp. [ Links ]
Figal, Gunter 1996: Der Sinn des Verstehens. Stuttgart, Reclam.
Fukuyama, Francis 1991: "¿El final de la historia?", Revista Occidental. Estudios Latinoamericanos, vol. 8, n. 2, pp. 122-47.
Gadamer, Hans-Georg 1977: Verdad y método. Salamanca, Ediciones Sígueme.
Hegel, Georg W. F. 1955: Die Vernunft in der Geschichte. Hamburg, Meiner.
______ 1985: Filosofía del Derecho. México, Unam.
______ 1986: Lecciones sobre la filosofía de la historia universal. Madrid, Alianza.
Marquard, Odo 1987: Apologie des Zufälligen. Stuttgart, Reclam.
Riedel, Manfred 1982: Zwischen Tradition und Revolution. Stuttgart, Klett-Cotta.
Touraine, Alain 1995: "Qué es una sociedad multicultural", Claves de Razón Práctica, n. 56, pp. 14-25.