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Actualidades en psicología

versão On-line ISSN 0258-6444

Actual. psicol. v.18 n.105 San José  2002

 

DISCUSIÓN: GÉNERO Y PSICOANÁLISIS. DEBATE PENDIENTE EN LA PSICOLOGÍA COSTARRICENSE

 

Abandonar las bipolaridades y el logocentrismo

 

 

Roxana Hidalgo Xirinachs

 

 

La imposibilidad de referirse a una maximización de la discriminación y de las posiciones sexistas en las relaciones entre los géneros durante la modernidad, constituye una posición acerca de la cual es posible coincidir con la profesora Irene Meler. La Edad Media es realmente espeluznante y abrumadora en estas posiciones y la Edad Antigua no deja de darnos imágenes realmente imponentes sobre la maldad de las mujeres. No obstante, existen diferencias significativas sobre la imagen de las mujeres a lo largo de la historia, por ejemplo, en la mitología y en las tragedias griegas, donde junto a la Medusa, las Sirenas y los monstruos marinos, encontramos imágenes de diosas y mujeres poderosas, productivas y creadoras. Al afirmar que con la modernidad se alcanzaron extremos difíciles de superar, buscaba referirme a la especificidad histórica de una época particular, por las diferencias que existen, a pesar de la continuidad que se observa en la historia de la cultura occidental e incluso más allá de ésta. En virtud de lo anterior, no podría afirmarse que en la actualidad se haya empeorado la situación de desigualdad entre los géneros, en relación con posiciones menos destructivas y discriminatorias en el pasado.

Al considerar la conceptuación de la psicosexualidad femenina sobre la base de la especificidad de la experiencia de las mujeres, es posible coincidir en que las “niñas son femeninas en la mayor parte de los casos, no merced a sus vaginas, sino de la asignación de género que realizan sus padres cuando ellas nacen”, pero cabe reconocer que las diferencias corporales entre el cuerpo de una mujer y el de un hombre no dejan de tener un peso simbólico en la construcción de las imágenes sobre los géneros. El nacer con un pene en el caso de un niño y la posibilidad de imaginarse poder cargar un bebé en el cuerpo de una y tener pechos que den leche nutricia a un bebé, como la madre, en el caso de la niña, no dejan de provocar fantasías, deseos, envidias y temores específicos. Los cuales, por supuesto, no estarían nunca fuera del mundo simbólico cultural en el cual los niños se socializan. La imagen poderosa, creativa y protectora de la Madona, la figura fecunda de la mujer embarazada y de los pechos nutricios de la mujer lactante, así como la imagen del triángulo voluptuoso de los genitales femeninos representan experiencias imponentes para cualquier niño pequeño. En estas imágenes resulta innegable la presencia de diferencias corporales que por supuesto nunca estarán por encima de la cultura o de la historia. La envidia del pene y la angustia de castración como experiencias paradigmáticas en el desarrollo psicosexual infantil deberían pasar a compartir su trascendencia en la teoría y la clínica psicoanalítica con la envidia de la maternidad y del goce femenino, vivencias que han sido tabuizadas no sólo en la cotidianidad de las relaciones entre los géneros, sino también dentro del psicoanálisis mismo.

La crítica de Meler dirigida a Nancy Chodorow, es pertinente en lo fundamental de los aportes mencionados. Estimo, sin embargo, que Chodorow termina por idealizar, hasta cierto punto, la relación madre-hija en relación con las capacidades para la interdependencia, el vínculo y la solidaridad, frente a la relación madre-hijo, en la cual supone se estimula más la diferenciación y la autonomía. Justificar esta diferencia a partir de la relación especular entre la madre y la niña no parece ser suficiente para comprender la complejidad que esta relación conlleva, ni tampoco las particularidades de la constitución psíquica en la mujer. La discusión sobre la interdependencia entre esta igualdad de género entre madre e hija y la realidad sociohistórica sobre la cual se han construido las imágenes de lo femenino en la cultura occidental, y en particular en la Modernidad, resulta fundamental para comprender la especificidad de esta relación especular.

La manida cuestión de la autonomía se convirtió en un ideal muy caro a las mujeres y también a los hombres durante los fines de la Modernidad. De ahí que es posible aceptar la posición de la profesora Meler al respecto, por el carácter individualista, egocéntrico y racionalista, de forma extrema, con que se ha conceptuado la autonomía, lo cual ha devenido realmente un mito destructivo sobre la supuesta independencia del sujeto moderno. Por el contrario resultan acertadas las concepciones que enfatizan en el relacionamiento o la interdependencia, ya que el énfasis se centra no en la autonomía como polo opuesto a la dependencia, sino en una interrelación con el otro. En este campo creo que los aportes de Jessica Benjamin sobre la tensión entre “destrucción” y “reconocimiento del otro” como sujeto con deseo ofrecen una posición muy interesante. Pero aún cuando aceptemos lo anterior, tampoco podríamos avanzar de modo convincente si prescindimos del concepto de autonomía, sin antes intentar una nueva conceptuación acerca del mismo. Me refiero a una nueva concepción donde quede plasmada la tensión entre dependencia del otro e interdependencia, en relación con este reconocimiento del otro como sujeto de deseo, pero también donde queden explícitas las necesidades de autoafirmación, autodeterminación y autorreflexión del sujeto, no como opuestas a la dependencia y la pasividad o a la compasión y la solidaridad frente al otro. En otras palabras la imagen del mundo en opuestos bipolares donde la tensión entre los opuestos se termina negando o distorsionando es lo que habría que desmitificar también en este caso.

En relación con los comentarios de la profesora Ursula Hauser me permitiré contrastar la Antígona de Sófocles como “sujeto feminista subversivo” con la interpretación que yo realizo de la Medea de Eurípides como paradigma de un “sujeto femenino trágico” (Hidalgo, 2002). Esto con la finalidad de acercarnos de nuevo a la comprensión de las condiciones subjetivas y sociales que intervienen en la construcción de un proyecto de vida propio en la mujer. Específicamente intento explorar, mediante este caso paradigmático, la interdependencia entre las manifestaciones de la sexualidad y la agresión femeninas, por un lado, y la lucha por la autonomía en la mujer, por otro lado.

La profesora Hauser expone que Butler nos presenta una Antígona ambivalente, un “sujeto femenino híbrido” en el que se sintetizan la sumisión y la resistencia, el ser y el no ser, la vida y la muerte. La identidad híbrida de Antígona le permite, a pesar de tener una posición de subordinación como mujer, apropiarse de un lenguaje público y actuar políticamente en contra del poder dominante masculino. En otras palabras, Antígona representa un sujeto subversivo, una “figura entre espacios”, hija, hermana y amante, ubicada en la periferia de la sociedad, que sin embargo es capaz de actuar en contra de la autoridad estatal. De forma semejante, en Medea nos enfrentamos con una heroína que representa, a un mismo tiempo, lo divino y lo terrenal, lo humano y lo animal, una imagen femenina donde confluyen lo destructivo y lo productivo. En ella se sintetizan la figura de una maga curandera, rejuvenecedora y salvadora de los argonautas, legendarios héroes griegos, con la imagen de una maga maléfica, asesina temible para sus enemigos. Siguiendo la tesis de Johnston (1997), el rol de la joven virgen, ayudante del hombre, encontrado en la mayoría de las culturas, coexiste con la figura de la mujer vengadora y con la imagen de un démon femenino, asesino de niños. De acuerdo con la autora, Medea, al contrario de la imagen típica de los héroes griegos, se ubica en un lugar intermedio entre el sí mismo y el otro, entre lo propio y lo extraño, encarna tanto lo bárbaro como lo griego. Es una figura mítica que encaja, por un lado, con el comportamiento femenino socialmente esperado y deseable, por otro lado, personifica posturas prohibidas y roles tabuizados para la mujer en la sociedad.

En una línea semejante, en Antígona encontramos una figura femenina que, teniendo consciencia de la capacidad de autodeterminación, se siente responsable de sus propios actos. Como sujeto trágico, Antígona encarna la capacidad de escoger y decidir individualmente sobre sus propias acciones, incluso pasando por encima de los valores y normas colectivos que no corresponden con sus propias representaciones morales. Como figura femenina, Antígona viene a personificar la resistencia frente a un nuevo orden masculino, que en su orgullo exacerbado hace peligrar la continuidad de la vida civilizada que sustenta la polis. En esta época de transición, de acuerdo con Rohde-Dachser (1991), Antígona encarna un sujeto femenino trágico en el cual la autodeterminación y la propia decadencia van unidos indisolublemente. Como mujer virgen, soltera y sin hijos, la protagonista expresa una voz femenina que se rebela contra el nuevo orden político de la polis, que excluye no sólo a los extranjeros y a los esclavos de la ciudadanía, sino también a las mujeres. Resistencia que necesariamente deberá pagar con su propia extinción, con su muerte.

En contraste con la muerte inevitable, que se presenta como evidente en la Antígona de Sófocles, en la Medea de Eurípides, tenemos una mujer casada y con hijos, lo cual en la Antigüedad constituían condiciones necesarias para considerar a una mujer como adulta. En Medea tenemos una sabia con amplios conocimientos y experiencia en la vida, que no muere, sino que logra huir en el carro del Sol. A diferencia del destino que la mayoría de los otros sujetos femeninos trágicos sufren, la trasgresión que la figura de Medea pesonifica no va a ser castigada ni por los dioses, ni por los hombres, sino por ella misma. Diferencia que marca una ruptura con las figuras femeninas que hasta entonces habían tomado la palabra en el escenario trágico. En la imponente escena final, la protagonista huye en el carro del Sol con los cadáveres de sus hijos, para enterrarlos ella misma en el santuario de Hera, evitar así que sean ultrajados por sus enemigos e instalar ella misma en 106 Corinto rituales expiatorios del crimen de sus hijos. Acá nos enfrentamos con una figura femenina trágica, que pese a ello abandona el escenario de forma escandalosamente triunfal.

En Medea nos encontramos con un nuevo tipo de feminidad, en el que un personaje femenino se atreve a romper con el precepto social que considera a la mujer objeto de intercambio a través de las reglas del matrimonio. La validez de este precepto no será en realidad cuestionada históricamente en las sociedades occidentales sino hasta 2500 años más tarde. Sin embargo, al contrario de lo esperado ante semejante subversión del orden social nuestra heroína no es reducida a lo animal o monstruoso; más bien como poseedora del logos surge del corazón de la ciudad y encarna en la figura de una mujer culta la poderosa imagen del héroe griego. Aparece aquí con toda su fuerza la ambivalencia de la heroína trágica. Mientras en su posición de sabia representa al ciudadano griego con capacidad para la argumentación racional, como extranjera personifica al “otro”, aquello que amenaza el orden establecido. En este lugar intermedio entre lo propio y lo extraño Medea encarna la posibilidad, todavía utópica para aquella época, de que una mujer actúe de forma individual y se apropie de la capacidad de autorreflexión y autorrealización. Al romper con las reglas del matrimonio y escoger por sí misma su pareja amorosa, la protagonista personifica de forma prematura un drama “adolescente”. Ella toma sus propias decisiones, se apropia de la capacidad para asumir la responsabilidad sobre sus propias acciones y de esta forma da nacimiento a algo nuevo, a su propia feminidad. En la tragedia se pone en escena la fuerza del enamoramiento “adolescente” y la fantasía de la “gran pareja amorosa” que no se hará realidad sino hasta en la época moderna. Medea personifica tanto la capacidad de decidir de forma individual sobre sus deseos sexuales como de manifestar de forma consciente la agresión femenina prohibida socialmente. Al romper con la tradición y escoger su propio proyecto de vida opta por el riesgo y la incertidumbre que este paso hacia la individualidad implica. Se arriesga a perder el reconocimiento social y a vivir la exclusión que la capacidad de autodeterminación en la mujer podía traer como consecuencia.

Las fantasías masculinas dominantes en la Atenas clásica coinciden en los dramas de Eurípides con fantasías utópicas sobre lo femenino que trascienden el lugar social que la mujer ocupaba en la antigüedad. El extraordinario manejo de la ambivalencia y la tematización de las contradicciones en la Medea de Eurípides están al servicio de hacer conscientes componentes culturalmente tabuizados que pertenecen a la antropología de la mujer. Esta ambivalencia interna en la Medea de Eurípides constituye el hilo conductor de este acercamiento a una figura mítica de la Grecia clásica. En Medea nos encontramos con una figura femenina, en la que las imágenes de una mujer orgullosa y poderosa se mezclan con las de una mujer sufriente, pero también asesina. Estas diversas caras se unen en una figura trágica, que representa el nacimiento de un sujeto femenino. En la figura de Medea, los componentes productivos de la agresión humana que estimulan la autonomía y la creación cultural forman una unidad con aquellos componentes destructivos y asesinos, para no quedar una vez más escindidos en un polo femenino y otro masculino. En Medea se manifiestan la agresión femenina, el amor apasionado y los componentes creativos de la maternidad en su capacidad de autodeterminación y acción autónoma. Sin embargo, debe convertirse en una mujer asesina, para poder reconstruir su carácter de sujeto femenino y su valoración de sí misma. Como paradigma de un sujeto femenino trágico Medea constituye una personificación de la desmitificación de aquellas imágenes tabuizadas de la agresión, la sexualidad femenina y la maternidad.

Son estos espacios potenciales donde Medea surge como una figura femenina paradigmática, que representa, tanto una comprensión diferente de la agresión y la sexualidad femeninas, como de la capacidad de la mujer para la autorrealización y la autorreflexión. Como una figura femenina que actúa de forma independiente personifica Medea no sólo una mujer asesina, como se le presenta a menudo en la historia de recepción de la tragedia, sino también una imagen temprana de la mujer moderna. En esta interpretación de la Medea de Eurípides como una figura femenina ambivalente y compleja es donde encontramos, de pronto, puntos de encuentro interesantes con la Antígona de Sófocles. Ambas figuras míticas, a pesar de las diferencias significativas antes apuntadas, se nos presentan como imágenes paradigmáticas de un sujeto femenino trágico. Este acercamiento a figuras míticas de la Grecia clásica podría permitir una comprensión más amplia de las intrincadas relaciones entre sexualidad, agresión y feminidad, que todavía hoy en día continúan impregnadas de un velo de mistificación, tanto dentro del psicoanálisis como fuera de éste.

El concepto de “otredad” para comprender lo femenino que la profesora Hauser trae a colación merece también una mención aparte aunque breve. Éste ha sido un recurso utilizado tanto por concepciones de mundo patriarcales para ubicar a la feminidad en el lugar de lo extraño y lo monstruoso, como por posiciones feministas para reivindicar una “feminidad” devaluada históricamente a partir de un nuevo imaginario social. Sin embargo, desde ambas perspectivas la feminidad termina identificándose con el “otro”, irreconocible desde la identidad monolítica propia del “falogocentrismo” de la cultura occidental. Considero que se vuelve necesario ubicar la discusión actual sobre los conceptos de feminidad y masculinidad en una perspectiva que trascienda los criterios de negatividad, carencia e incluso otredad sobre los cuales se enmarca la diferencia. Ni la idealización ilimitada de la “razón occidental” y del “sujeto autónomo” que marcó profundamente la Modernidad, ni el rechazo a priori del concepto de sujeto y de autonomía encarnado por las posiciones posmodernistas me parecen propuestas adecuadas para abordar de forma deconstructiva la diferencia entre los géneros. Los aportes modernos de las teorías feministas con orientación psicoanalítica que hemos discutido podrían constituir perspectivas alternativas que nos hablen de relaciones entre los géneros en gran parte todavía utópicas pero posibles. Si bien este no es el lugar para desarrollar a profundidad esta discusión, quisiera solo hacer referencia a posibilidades de reflexión y acercamiento de concepciones de mundo y de conocimiento alternativas, que nos permitan trascender las posiciones bipolares y logocéntricas que todavía siguen manifiestamente presentes en las discusiones sobre la diferencia entre los géneros.

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