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Actualidades en psicología

versão On-line ISSN 0258-6444

Actual. psicol. v.20 n.107 San José  2006

 

 

La psicología social de las relaciones intergrupales: modelos e hipótesis1

 

Social Psychology of intergroup relations: models and hypotheses

 

 

Vanessa Smith Castro

Instituto de Investigaciones Psicológicas, Universidad de Costa Rica

Dirección para correspondencia

 

 


RESUMEN

La psicología social de las relaciones intergrupales se ocupa de los procesos psicológicos a la base de fenómenos como los estereotipos, el prejuicio y la discriminación. La investigación en el área ha producido una amplia gama de modelos explicativos. Algunos de ellos ponen toda su atención en los procesos motivacionales, mientras otros se ocupan exclusivamente de los mecanismos cognitivos. Algunas de las teorías enfatizan en variables intraindividuales, mientras que otras resaltan el papel de factores contextuales en la emergencia de la hostilidad intergrupal. En la actualidad la investigación integra explicaciones cognitivo-motivacionales y diferentes niveles de análisis. Esta literatura muestra, sin embargo, dos vacíos importantes: a) la falta de teorías generales que permitan integrar la gran cantidad de información hasta ahora acumulada y b) faltan también estudios llevados a cabo en (y desde) Asia, África y América Latina.

Palabras clave: Estereotipos, Prejuicio, Discriminación, Relaciones intergrupales, Psicología social.


ABSTRACT

The social psychology of intergroup relations deals with those psychological processes underlying phenomena such as stereotypes, prejudice and discrimination. Research on this field has produced a wide range of explicative models. Some of them focus on motivational processes, while others exclusively deal with cognitive mechanisms. Some theories make special emphasis on intra-individual variables, while others highlight the role of contextual factors in the emergence of intergroup hostility. Currently, research combines cognitive-motivational explanations, and different levels of analysis. Yet, this literature shows a) a lack of general theories able to integrate the large amount of empirical research amassed up till now, and b) a lack of research carried out in (and from) Asia, Africa and Latin America.

Keywords: Stereotypes, Prejudice, Discrimination, Intergroup relations, Social psychology.


 

 

Introducción

La psicología social de las relaciones intergrupales es el área de la psicología que estudia las causas y consecuencias de las acciones y percepciones que tienen los individuos sobre sí mismos y los otros en tanto miembros de diferentes grupos sociales. Sherif y Sherif (1979) definían este campo de investigación como el análisis de aquellas conductas y actitudes que surgen de la pertenencia concreta o deseada a un grupo humano. Esta línea de trabajo se ocupa entonces de las conductas intergrupales de los sujetos, es decir, de las similitudes y uniformidades en los patrones comportamentales que emergen de la percepción del sí mismo y de los otros en términos de su adscripción a un grupo social (Tajfel & Turner, 1979).

Desde esta perspectiva, un grupo social es entendido como una representación cognitiva del sí mismo y de los otros en tanto miembros de una misma categoría social (Turner, 1999). Un grupo social es, entonces, un grupo de personas que se clasifican a sí mismas como miembros de la misma categoría, se identifican con esta categoría y están dispuestas a actuar de acuerdo a las normas de tal categoría (Turner, Hogg, Oakes, Reicher, & Wetherell, 1987). Esta categorización se define sobre la base de creencias religiosas, ubicación geográfica, orígenes étnicos, “raza”, género, nacionalidad, estatus socioeconómico, estatus legal, edad u otras características relevantes.

A partir de estas nociones básicas, la investigación sobre las relaciones intergrupales se ha ocupado de los mecanismos psicosociales que se encuentran a la base de varios fenómenos intergrupales, en particular de aquellos aspectos conflictivos de la relación entre miembros de distintas categorías sociales. Al mismo tiempo, la investigación se ha abocado al estudio de condiciones y mecanismos asociados a la reducción del antagonismo intergrupal y la promoción de relaciones intergrupales, solidarias, positivas o armónicas.

El presente artículo tiene como objetivo describir el estado de la investigación sobre relaciones intergrupales en la psicología social psicológica actual1. La primera parte se dedica a delimitar conceptualmente algunos de los principales fenómenos estudiados por la psicología de las relaciones intergrupales, a saber, los estereotipos, el prejuicio y la discriminación. Si bien la literatura sobre relaciones intergrupales se ocupa del estudio de otros muchos fenómenos como el etnocentrismo (Sumner, 1906), los patrones comunicativos intergrupales (Giles & Powesland, 1975), el favoritismo endogrupal (Otten, 2002) o la infrahumanización de los exogrupos y sus miembros (Leyens, Cortes, Demoulin, Dovidio, Fiske, Gaunt, Paladino, Rodríguez- Pérez, Rodríguez-Torres & Vaes, 2003), este artículo enfoca su atención en los tres constructos más clásicos. Esto es porque, precisamente, parte importante del quehacer de la psicología de las relaciones intergrupales ha girado en torno a estas tres formas particulares de hostilidad. La segunda parte presenta los principales modelos explicativos que se han acumulado desde principios del siglo XX para comprender las bases psicosociales de la hostilidad intergrupal. La tercera parte se ocupa de la “armonía intergrupal” en tanto metáfora de una situación intergrupal caracterizada por comunicaciones intergrupales efectivas, actitudes positivas, ausencia de discriminación, respeto y valoración de las diferencias intergrupales. Aquí la discusión gira en torno a las condiciones necesarias para que el contacto interétnico posibilite relaciones intergrupales armónicas. El artículo cierra con un balance de los alcances y limitaciones de esta línea de trabajo.

 

Fenómenos intergrupales: estereotipos, prejuicio y discriminación

Estereotipos, prejuicio y discriminación son términos utilizados ampliamente, algunas veces de manera muy laxa, como si fueran conceptos intercambiables. Esto se debe probablemente a que estos fenómenos están altamente relacionados, ya que son expresiones particulares de un fenómeno más general denominado aquí hostilidad intergrupal. Sin embargo, cada uno de estos constructos hace referencia a una faceta distinta de antagonismo intergrupal y cada uno de ellos posee mecanismos particulares de manifestación, por lo que requieren de una delimitación conceptual precisa.

 

Estereotipos.

El término “estereotipos” fue introducido por primera vez en la literatura en 1922 por Lippmann como “las imágenes en nuestras cabezas” de los grupos sociales (Lippmann, 1922, p. 4, traducción de la autora). Desde entonces, los estereotipos son comúnmente definidos como las creencias consensuales sobre los atributos (características de personalidad, conductas o valores) de un grupo social y sus miembros.

Recientes conceptuaciones hacen énfasis en la distinción entre estereotipos y estereotipia (Oakes, Haslam, & Turner, 1994; Leyens, Yzerbyt, & Schadron, 1994). Los estereotipos son las percepciones sobre una persona a partir de su pertenencia a ciertos grupos o categorías sociales, mientras que la estereotipia apuntaría al proceso cognoscitivo de atribuir ciertas características a las personas sobre la base de su pertenencia a tales categorías.

Ahora bien, a pesar del amplio consenso alrededor de esta definición general, existe un gran debate sobre las propiedades particulares de los estereotipos. Así, autores como Katz y Braly (1933, 1935) o Adorno, Frenkel-Brunswik, Levinson y Sanford (1950) conceptuaban los estereotipos como sobregeneralizaciones rígidas, erróneas y/o patológicas acerca de los atributos de los grupos sociales y sus miembros. Otros autores, en cambio, resaltan el hecho de que algunos estereotipos no necesariamente son erróneos y tienen “un grano de verdad” al menos en la medida de su validez consensual (véase Brigham, 1971 o Brown, 1995, para una revisión). Por otra parte, los modelos cognitivos rechazan la idea de que los estereotipos son impresiones fijas y rígidas. Desde estas perspectivas, los estereotipos son juicios basados en categorizaciones fluidas que dependen ampliamente del contexto comparativo en que se generan (Oakes, et al., 1994). Finalmente, en contraposición de la visión patológica de los estereotipos, muchos autores asumen que los estereotipos surgen de procesos cognitivos “normales” y naturales como los procesos de categorización (G. Allport, 1954, Leyens et al., 1994; Oakes et al., 1994; Tajfel, 1981).

En lo que respecta a su contenido, la literatura muestra que los estereotipos están muy lejos de ser atribuciones neutrales. Los resultados nos enseñan que si bien existen estereotipos positivos, los estereotipos sobre los exogrupos y las minorías tienden a tener más connotaciones negativas que los estereotipos sobre los endogrupos y las mayorías (Ganter, 1997; Hilton & von Hippel, 1996). Adicionalmente, se ha mostrado que los estereotipos negativos están más consistentemente ligados a las actitudes intergrupales, que los estereotipos positivos (Stangor, Sullivan, & Ford, 1991). Finalmente, los resultados muestran que estas atribuciones están estrechamente ligadas con las formas socialmente permitidas de interacción con los miembros de los grupos sociales, evidenciando que los estereotipos, aún los positivos, definen los “lugares” de los grupos en la jerarquía social y permiten la legitimación de las relaciones de poder entre los grupos (Fiske, Cuddy, Glick, y Xu, 2002).

 

Prejuicio.

El prejuicio ha sido históricamente conceptuado como las actitudes derogatorias hacia una persona debido a su pertenencia a determinada categoría social. Como en el caso de los estereotipos, el prejuicio ha sido caracterizado de diversas maneras (Brown, 1995; Dovidio & Gaertner, 1986; Duckitt, 1992). Sin embargo, a diferencia de los estereotipos, existe un consenso más amplio a la hora de conceptuar el prejuicio como una disposición intergrupal negativa. Una de las definiciones de prejuicio más influyentes en la actualidad es la propuesta por Brown (1995), quien se refiere al prejuicio como la tendencia a “poseer actitudes sociales o creencias cognitivas derogatorias, expresar afecto negativo o presentar conductas discriminatorias u hostiles hacia miembros de un grupo debido a su pertenencia a ese grupo en particular (p. 8, traducción de la autora).

Tal y como se desprende de la definición anterior, el prejuicio es visto aquí como un caso especial de actitud. En este sentido, muchos autores han adoptado el clásico modelo tripartito para distinguir los componentes cognitivos, afectivos y conativos del prejuicio (G. Allport, 1954; Brown, 1995; Dovidio & Gaertner, 1986; Stangor, et al., 1991; Tajfel, 1981). Desde esta perspectiva, las respuestas evaluativas negativas hacia un miembro de un grupo social (componente afectivo-evaluativo) están basadas en una particular estructura de creencias sobre los atributos de los miembros de ese grupo social (componente cognitivo) y son susceptibles de concretarse en conductas hostiles (componente conativo). Sin embargo, las limitaciones ampliamente conocidas del modelo tripartito hacen que en la mayoría de los casos el prejuicio se haya conceptuado y operacionalizado primordialmente desde su dimensión afectiva, diferenciándolo claramente de las creencias (estereotipos) y las intenciones o conductas (discriminación).

Una de las discusiones más relevantes en los últimos 20 años de investigación en prejuicio está ligada a los cambios históricos en las formas de expresión de actitudes derogatorias. Desde la década de 1980 la investigación ha venido documentando un efecto de “desvanecimiento” de la expresión de hostilidad hacia las minorías étnicas en las encuestas de opinión en países occidentales altamente industrializados (Oskamp, 2000). Esto evidentemente refleja un mejoramiento substancial de las relaciones interétnicas, pero también responde a los cambios en las normas socioculturales que sancionan la expresión de formas tradicionales de prejuicio, lo que da como resultado que el antagonismo, lejos de estar erradicado, se exprese en formas más sutiles y complejas, difíciles de detectar con instrumentos tradicionales de medición de prejuicios. Estas nuevas formas de prejuicio se han estudiado bajo el nombre de racismo simbólico (Kinder & Sears, 1981), racismo ambivalente (Katz & Hass, 1988), racismo aversivo (Dovidio & Gaertner, 1986) o racismo moderno (McConahay, 1986).

Es en el contexto de esta discusión que Pettigrew y Meertens (1995) introducen los conceptos de prejuicio abierto y prejuicio sutil para distinguir la forma “caliente y directa” de la variante “fría, distante e indirecta” de hostilidad interétnica. De acuerdo a estos autores, el prejuicio directo apunta a un rechazo de las minorías étnicas sobre la base de un sistema de creencias abiertamente racista; mientras que el prejuicio sutil más bien se nutre de una exageración de las diferencias culturales, la defensa de valores tradicionales y la negación de emociones positivas hacia las minorías.

 

Discriminación.

La discriminación o exclusión, en términos macrosociales, hace referencia a un complejo sistema de relaciones entre los grupos sociales que produce y reproduce desigualdades en el acceso a recursos como salud, ingreso económico, educación, propiedad, etc. (Giddens, 1993). Más específicamente, se define como negar o denegar el acceso a oportunidades (de empleo, salud, educación, vivienda, etc.) a un grupo social y sus miembros (Behrman, Gaviria & Székely, 2003). En este nivel de análisis, la discriminación hace referencia a las instituciones, normas y prácticas sociales responsables de que se perpetúe y legitime la exclusión o vulnerabilización de ciertos miembros de la sociedad en virtud de su pertenencia a una determinada categoría social.

En un sentido psicológico más restringido, la discriminación es entendida como la dimensión conductual de prejuicio. En este nivel intermedio de análisis, la discriminación (conductual) se refiere al tratamiento diferencial (por lo general injusto) del que es objeto una persona en sus interacciones cotidianas por el simple hecho de pertenecer a la categoría social a la que pertenece. Desde la perspectiva del actor, se trata entonces de todas aquellas conductas que tienden a limitar o negar la igualdad en el trato a ciertos individuos o grupos sociales (G. Allport, 1954).

Debido precisamente a la compleja relación entre actitud y acción, las conductas discriminatorias han sido estudiadas comúnmente por medio de mediciones no intrusivas (Crosby, Bromley, & Saxe, 1980). Por lo general, en este tipo de paradigmas se registran interacciones cotidianas (brindar información, dar unas monedas para hacer una llamada urgente, alquilar un inmueble u ofrecer ayuda), permutando la pertenencia racial o étnica del interlocutor con el fin de captar el trato diferencial (Klink & Wagner, 1999). También se han utilizado escalas de distancia social (Bogardus, 1933; Verkuyten, 1997) o atracción social (Masson & Verkuyten, 1993) para acceder al componente conativo del prejuicio. Los resultados de estos estudios muestran en efecto que la pertenencia a un grupo social minoritario aumenta la probabilidad de no recibir información o ayuda, no poder alquilar un inmueble o no poder hacer una simple llamada telefónica.

En resumen, los estereotipos, el prejuicio y la discriminación se cuentan dentro de los principales fenómenos estudiados por la psicología social de las relaciones intergrupales. Los estereotipos se definen como las creencias consensuales sobre los atributos de los grupos sociales y sus miembros. El prejuicio hace referencia a las actitudes derogatorias hacia ciertos individuos en virtud de su pertenencia a determinadas categorías sociales o étnicas. La discriminación apunta a aquellas conductas por medio de las cuales se niega la igualdad en el trato a una persona debido a su adscripción a una categoría social o étnica determinada.

Como ya se ha mencionado, la psicología social de las relaciones intergrupales se ha abocado al estudio los mecanismos psicosociales de producción y reproducción de estos fenómenos. En el siguiente apartado se hace un repaso de las principales teorías desarrolladas alrededor de la pregunta sobre cómo surge y se mantiene el antagonismo entre los miembros de diversos grupos sociales.

 

Antecedentes y correlatos de la hostilidad intergrupal

Desde sus inicios en el siglo XX, el estudio de las causas psicosociales de la hostilidad intergrupal ha sido guiado por propuestas teóricas muy diversas. Las teorías iniciales, alrededor de las décadas del 40 y 50, ponían un fuerte énfasis en explicaciones motivacionales de la hostilidad intergrupal; mientras que en las décadas de los 60 y 70 se formularon propuestas de corte eminentemente cognitivo. A finales del siglo XX y hasta ahora, la integración de explicaciones cognitivo-motivacionales dominan la agenda de investigación (Fiske, 2000). Así mismo, la investigación muestra un vaivén entre explicaciones eminentemente intraindividuales de la hostilidad intergrupal y las propuestas que privilegian las causas contextuales de los estereotipos, el prejuicio y la discriminación (Duckitt, 1992). De nuevo, la investigación actual privilegia el análisis de la interacción entre el contexto de contacto intergrupal y las diferencias interindividuales. Tomando en cuenta estas oscilaciones, el siguiente apartado examina los principales aportes teóricos y empíricos de la psicología social de las relaciones intergrupales en dos niveles de análisis: el nivel de las variables individuales y el ámbito de los factores contextuales o situacionales.

 

Determinantes individuales

En el micronivel de análisis, las principales variables motivacionales estudiadas por la psicología de las relaciones intergrupales están relacionadas con a) las características de personalidad de los individuos, b) sus sentimientos de frustración y deprivación y c) los procesos de comparación social motivados por las necesidades psicológicas de justicia, control, conocimiento, autoafirmación y pertenencia. Dentro de los procesos cognitivos más estudiados se encuentran a) la categorización y autocategorización, b) la tendencia a homogeneizar al exogrupo, c) la percepción selectiva de los estímulos y sus relaciones (correlación ilusoria), así como d) los sesgos atribucionales. Veamos:

 

Procesos motivacionales.

Mucha de la investigación en el área de las bases motivacionales del antagonismo intergrupal se ha ocupado de detectar aquel “tipo” de individuo que es más propenso al prejuicio. El ejemplo más célebre de esta clase de explicaciones es la teoría de la personalidad autoritaria (de ahora en adelante TPA) del grupo de investigadores alrededor de Adorno (Adorno, et al., 1950). La TPA ha producido una vasta literatura que ubica la hostilidad intergrupal en conflictos intrapsíquicos. El conflicto básico motivacional que subyace a la personalidad autoritaria emerge, según este modelo, de patrones de socialización punitivos, en los cuales los impulsos socialmente inaceptables son reprimidos de una manera particularmente severa y controladora resultando en individuos igualmente controladores, punitivos y opresivos. Básicamente el autoritarismo se refiere a un síndrome específico de características de personalidad covariantes, dentro las cuales destacan el convencionalismo, la agresión autoritaria, la sumisión autoritaria, la estereotipia, y la rigidez cognitiva2. En otras palabras un individuo autoritario se caracteriza por ser convencional: ver el mundo (literalmente) en “blanco y negro”, expresar sentimientos agresivos en contra de chivos expiatorios (ej. homosexuales) y ser sumiso frente al liderazgo de figuras de autoridad (iglesia, gobierno). Como consecuencia de este tipo particular de personalidad, los sujetos autoritarios son particularmente propensos a apoyar sistemas de creencias estereotípicos, expresar evaluaciones y sentimientos derogatorios en contra de las minorías y presentar conductas discriminatorias.

El programa de investigación iniciado por Adorno, combinó los resultados de análisis psicométricos a gran escala y las entrevistas a profundidad para analizar la vinculación entre mediciones de personalidad y actitudes intergrupales, encontrando en efecto que las diferencias interindividuales en autoritarismo permiten explicar parte de la hostilidad intergrupal (véase Stone, Lederer, & Christie, 1993). Investigaciones posteriores confirman los principios básicos de la teoría. En el ámbito internacional existe una vasta literatura que muestra que los partidarios de organizaciones políticas ligadas al nazismo, el fascismo y el racismo presentan niveles más altos de autoritarismo que el resto de la población (Meloen, 1993). En nuestro país, la adaptación de la escala de tendencias antidemocráticas implícitas de la personalidad o escala F llevada a cabo por Campos (1989) muestra también una asociación sistemática entre autoritarismo y la afiliación a organizaciones nacionalistas (afiliación al Movimiento Costa Rica Libre, por ejemplo).

La TPA ha sido objeto de importantes críticas, principalmente en lo que respecta a la validez y confiabilidad de los instrumentos desarrollados por el grupo de Berkeley. Pero quizá la crítica más seria a la TPA (o al menos a la recepción anglosajona de la teoría) es su propensión al reduccionismo individualista y a la patologización de fenómenos intergrupales.

En respuesta a estas limitaciones, se han desarrollado varios modelos que intentan ubicar el autoritarismo dentro del marco de factores situacionales. Dentro de los principales modelos se ubica el trabajo de Altemeyer (1988) sobre el autoritarismo de derecha, que explica el autoritarismo desde el condicionamiento instrumental y el aprendizaje vicario; la perspectiva intergrupal de Duckitt (1989), que define el autoritarismo como una forma particular de orientarse hacia los colectivos y asumir irreflexivamente las normas del grupo; y el modelo de la reacción autoritaria de Österreich (1996), que conceptualiza el autoritarismo como una “huída” a la seguridad que proporcionan las autoridades en situaciones ambivalentes o momentos históricos percibidos como caóticos.

Otra teoría, que ubica parte del antagonismo intergrupal en rasgos de personalidad es la teoría de la dominancia social (TDS) recientemente propuesta por Sidanius y Pratto (1999). De acuerdo a la TDS, los individuos difieren en el grado en que aceptan que unos grupos dominen sobre otros. Este motivo se integra desde muy temprana edad dentro de los rasgos o tendencias distintivas de algunas personas, lo que las hace particularmente receptivas a las ideologías que profesan la superioridad de ciertos grupos sociales. Estudios recientes muestran que aquellos individuos particularmente predispuestos a respaldar ideologías de la supremacía grupal presentan una especial resistencia a las reivindicaciones de los colectivos étnicos minoritarios como la acción afirmativa (Sidanius, Pratto, & Bobo, 1996).

Como se puede observar, la TDS comparte con la TPA la idea de la existencia de un tipo de individuo especialmente motivado a perpetuar las jerarquías y, en esa medida, particularmente propenso a la esterotipia, el prejuicio y la discriminación. A diferencia de la TPA, la TDS no utiliza un marco psicoanalítico para explicar la emergencia de los rasgos de personalidad mencionados.

Otros modelos que comparten la lógica de explicación psicodinámica de la TPA son las teorías derivadas de la famosa hipótesis de la frustración-agresión (Dollard, Doob, Miller, Mowrer, & Sears, 1939), las cuales sin embargo, no asumen que los procesos psicológicos implicados sean de orden patológico. De acuerdo con estas perspectivas las actitudes derogatorias hacia los exogrupos y sus miembros son una respuesta a la frustración. Esta frustración es a su vez producto de la motivación de recuperar el equilibrio psicológico producido por la imposibilidad de alcanzar ciertas metas. De acuerdo a Dollard y colaboradores (1939), “la aparición de la conducta agresiva siempre presupone la existencia de frustración, y viceversa, la existencia de frustración siempre lleva a algún tipo de agresión” (p. 1, traducción de la autora). Por lo general la agresión es dirigida a la fuente de la frustración, pero cuando esto resulta imposible, la agresión es desplazada hacia otro objeto, usualmente una víctima vulnerable, las minorías por ejemplo. Así, en su famoso estudio sobre agresión interétnica, Hovland y Sears (1940) se explican el aumento de la violencia hacia los afro-norteamericanos en períodos de recesión, precisamente como resultado de la frustración producida por las limitaciones impuestas por la situación económica.

Dentro de esta misma línea de pensamiento, Berkowitz (1962) propone su teoría del chivo expiatorio (TCHE) para dar cuenta de las condiciones bajo las cuales ocurre el desplazamiento de la agresión, algo que Dollard y colaboradores no lograron explicar. Sin embargo, la TCHE sigue dejando un gran vacío en lo que respecta a la elección de los chivos expiatorios concretos. Y es que, como en todas las teorías anteriores, el déficit radica en tratar de explicar la hostilidad intergrupal exclusivamente en términos de motivaciones individuales. Por sí sola, la motivación individual no explica por qué en ciertos momentos históricos el prejuicio hacia ciertos chivos expiatorios se generaliza uniformemente en poblaciones enteras y por qué se escogen diferentes chivos expiatorios de tiempo en tiempo.

Los modelos basados en el constructo de la teoría de la deprivación relativa (TDR), también enfatizan en la insatisfacción personal como un factor determinante de la hostilidad intergrupal (Gurr, 1970). La deprivación es concebida como el sentimiento de que “uno ha sido injustamente privado de un bien u objeto que se merece” (Crosby, 1976, p.80, traducción de la autora). La deprivación es relativa no sólo en el sentido de que muchas veces no corresponde a criterios objetivos de carencia, sino también en el sentido de que es el producto de discrepancias negativas en los procesos de comparación social. En este sentido, la literatura distingue entre deprivación relativa individual (o egoísta) y la deprivación relativa colectiva (o fraternal). La primera surge de comparaciones interindividuales, la segunda de comparaciones intergrupales (Runciman, 1966). Diversos estudios han mostrado que esta última forma de deprivación -los sentimientos que el endogrupo ha sido injustamente privado de lo que se merece en relación con otros grupos en la sociedad- es particularmente importante en la predicción de actitudes negativas hacia las minorías étnicas (Vannemman & Pettigrew, 1972; Pettigrew, Jackson, Ben Brika, Lemaine, Meertens, Wagner, & Zick, 1998).

Es importante hacer notar que el constructo de deprivación relativa fraternal representa un importante cambio en el nivel de análisis. La emergencia del antagonismo no se ubica exclusivamente en el individuo y sus necesidades de justicia, sino en el interjuego de las necesidades de individuos que se ven a sí mismos como miembros de grupos, activadas ante la presencia real o imaginada de los otros en tanto miembros de grupos.

Otra teoría que pone especial atención en el efecto interactivo de la motivación y la comparación social es la teoría de la identidad social (TIS) de Tajfel y Turner (1979). Aquí, la necesidad de reducción de la incertidumbre y particularmente la necesidad de autoafirmación a través de los grupos sociales de pertenencia, son los motivos centrales que guían la conducta intergrupal. De acuerdo a la TIS, los seres humanos estamos motivados a mantener y proyectar un sí-mismo coherente y positivo. Esto lo logramos en buena medida a través de los colectivos a los que pertenecemos. Al igual que en la TRD, en la TIS se parte del supuesto de que la vía primordial para obtener la información y evaluación de nuestros grupos (y por ende de nuestra identidad social) es la comparación del propio grupo con otros grupos sociales relevantes. El argumento central de la TIS es que las discrepancias negativas en estos procesos de comparación social resultan en identidades sociales insatisfactorias, las que a su vez activan la necesidad de maximizar la diferenciación positiva (es decir, evaluar el endogrupo más positivamente que el exogrupo). Estas necesidades son más fuertes en aquellos individuos particularmente identificados con su grupo de referencia, precisamente porque son los más necesitados de autoafirmación a través de sus categorías sociales. Estos individuos son los que están más dispuestos a asumir las normas del grupo, por lo que bajo ciertas condiciones estructurales (impermeabilidad, inestabilidad e ilegitimidad de las relaciones entre los grupos) este proceso de diferenciación positiva puede llevarlos a acciones colectivas y la hostilidad intergrupal (véase Smith 2003, para una exposición detallada de la teoría).

Existen muchas similitudes entre la TDR y la TIS. Ambas señalan la importancia de la motivación en la hostilidad intergrupal; la dos ubican esta motivación en el contexto de la comparación social; en ambas se analizan los efectos de las condiciones concretas de las relaciones entre los grupos en las percepciones y sentimientos de los individuos. Las diferencias radican en que cada una asume mecanismos psicológicos diferentes a la base de la hostilidad. El motivo central de la TDR es la necesidad de justicia; la necesidad central de la TIS es más bien del orden expresivo 3. Además, la TIS explica más claramente cuáles miembros de grupo, bajo qué condiciones estructurales, podrían expresar más estereotipos negativos, prejuicios y discriminación. Finalmente, la TIS incorpora los mecanismos cognitivos de categorización en la explicación del antagonismo intergrupal, como se observa en la siguiente sección.

 

Mecanismos cognitivos.

Retomando la línea de investigación cognitiva alrededor del fenómenos de sobreestimación perceptiva, la TIS postula que los individuos tendemos a formar grupos o categorías con el fin de organizar la información del medio social que nos rodea (Tajfel, 1981). Esta simple categorización tiene importantes efectos en los procesos de percepción social debido a la tendencia humana de sobreestimar las diferencias entre las categorías (ej. “los costarricenses son muy diferentes a los mexicanos”) y a subestimar las diferencias dentro de las categorías (ej. “todos los mexicanos son iguales”). Estos efectos tienen un carácter evaluativo (ej. “los costarricenses son más simpáticos que los mexicanos”) y son particularmente marcados cuando los sujetos pertenecen a una de las categorías (ej. “nosotros somos simplemente mejores que ellos”).

Desarrollos posteriores de la TIS, formalizados en la teoría de la autocategorización (TAC) de Turner y colaboradores (1987), especifican los mecanismos de formación y activación de estos procesos. Según la TAC la activación de las categorizaciones sociales depende de a) las motivaciones del sujeto, sus experiencias pasadas y sus intenciones presentes; b) las características del estímulo en relación con el contexto en que aparece; y c) las características percibidas de las relaciones intergrupales (Turner, et al., 1987).

G. Allport (1954) formuló una idea muy similar 40 años antes. Para él, la categorización subyacente al prejuicio se ubica en procesos normales de formación cognitiva de grupos y generalizaciones. G. Allport (1954) asumía también que las categorías no son entidades eminentemente descriptivas, sino profundamente evaluativas. Según G. Allport (1954), una vez que las categorías logran la separación de los grupos, los seres humanos usan la prominencia (salience) de rasgos sociales o físicos (género, edad, color de la piel, etc.) como principios “defectuosos” de organización que llevan a agrupar personas aparentemente similares en categorías discretas.

Como se puede observar, estas propuestas teóricas se inscriben dentro de los principios fundamentales de la investigación en cogniciones sociales. Según esta literatura, las categorías o esquemas sociales son estructuras cognitivas que contienen y organizan el conocimiento sobre la realidad social (Fiske & Taylor, 1991). El uso de estos “atajos” en el procesamiento de la información tiene importantes efectos, tanto en la codificación, como en el recuerdo, el reconocimiento, la inferencia y la evaluación. De nuevo, esta literatura supone que los individuos utilizan indicadores distintivos como la edad, el género, el color de la piel, la vestimenta, etc., con el fin de otorgarle una estructura a la complejidad del medio ambiente social sobre la base de criterios de similitud y diferencia (Bruner, 1957).

Estas proposiciones sugieren que los procesos de categorización social están implicados en una gran cantidad de sesgos en la percepción y evaluación que sustentan la hostilidad intergrupal. Al respecto existe importante evidencia empírica que vincula la categorización social con la hostilidad intergrupal, cuando los procesos cognitivos se ubican en el marco de las relaciones concretas de los grupos sociales y las normas que justifican tales relaciones.

Estudios en contextos de laboratorio muestran que la activación de categorías sociales ocurre de manera extremadamente rápida cuando tal activación está acoplada a estereotipos (Fiske, 2000). Una vez que la categorización ha ocurrido, las conductas de los miembros del exogrupo son percibidas en términos estereotipados (Taylor, Fiske, Etcoff, & Ruderman, 1978). La investigación muestra además que la prominencia (salience) de los estímulos físicos y sociales (ej. color de la piel) combinada con conocimiento previo (normas y expectativas) produce evaluaciones polarizadas de las categorías y sus miembros (Nesdale, Dharmalingam, & Kerr, 1987).

En general, pero particularmente en las situaciones en que el sí-mismo está involucrado en la categorización, los individuos tienden a actuar más favorablemente ante miembros del endogrupo que miembros del exogrupo, tienden a evaluar a los miembros del endogrupo más positivamente que a los miembros del exogrupo y asocian a los primeros características personales y físicas más positivas que a últimos (Wagner, 1994; Ellemers, van Rijswijk, Roefs, & Simons, 1997). Los datos sugieren además que estos efectos de categorización interactúan con las normas socioculturales: miembros de grupos sociales estigmatizados (ej. minorías) son categorizados más rápidamente que miembros de grupos sociales privilegiados (Fiske, 2000).

La categorización social está también vinculada a un fenómeno intergrupal ampliamente estudiado la homogeneidad del exogrupo. De nuevo, la tendencia a percibir a los exogrupos como colectivos más homogéneos que el endogrupo no responde solamente a la formación de esquemas, depende también de las normas sociales y las relaciones concretas entre los grupos. La investigación en relaciones interétnicas muestra, por ejemplo, que los miembros de las mayorías tienden a percibir a las minorías como más homogéneas que sus propios grupos (Lorenzi-Cioldi, 1998), y lo qué es más, los miembros de las minorías tienden a compartir ésta percepción, cuando las dimensiones de comparación resultan importantes para mantener los aspectos distintivos de su identidad cultural (Simon, 1992).

Otro fenómeno ampliamente vinculado con la categorización y el antagonismo intergrupal es la correlación ilusoria. La correlación ilusoria hace referencia a la tendencia de los individuos a sobreestimar la correlación entre estímulos infrecuentes y distintivos (Chapman & Chapman, 1967). En otras palabras, la co-ocurrencia de dos eventos, uno infrecuente y el otro raro o distintivo, atrapa nuestra atención de tal manera que tendemos a pensar que ambos eventos “van juntos”. Evidentemente, este sesgo perceptual, por sí sólo, no es responsable de la hostilidad intergrupal, pero cuando interactúa con las normas sociales y las relaciones concretas e históricas de los grupos, entonces se ha visto implicado en la formación de los estereotipos negativos (Hamilton, 1981). La asociación estereotípica entre migrantes nicaragüenses y delincuencia, representa un excelente ejemplo de este sesgo. En términos absolutos en nuestro país hay más delincuentes costarricenses que nicaragüenses, sin embargo, al ser las conductas delictivas infrecuentes y al ser los nicaragüenses distintivos, las personas tendemos a asociar, más allá de la correlación real, a los nicaragüenses con la delincuencia. Evidentemente esta correlación ilusoria no es en sí “natural”, es socialmente construida y se ve reforzada por sobreexposición que se hace en los medios de comunicación masiva de los nicaragüenses en situaciones delictivas.

Finalmente, los procesos de atribución causal vinculadas al famoso error de atribución último propuesto por Pettigrew (1979) están estrechamente vinculadas a la categorización social, las características de los estímulos, el conocimiento previo, las normas culturales y las condiciones concretas de relación entre los grupos. Aplicando el error fundamental de atribución a las relaciones intergrupales, Pettigrew (1979) define el error de atribución último como la tendencia a atribuir las acciones negativas a causas internas (rasgos estables o disposiciones) cuando la conducta es realizada por miembros del exogrupo y a causas externas (factores situacionales) cuando la conducta es efectuada por miembros del endogrupo. Un típico ejemplo de este error atribucional intergrupal sería explicar la conducta agresiva de un colombiano como una función de sus rasgos internos (los colombianos son violentos por naturaleza) y justificar la conducta agresiva de un costarricense como una función de la situación (se vio obligado a atacar por que lo estaban intimidando).

Como se puede observar, la investigación muestra que las variables individuales son importantes predictores de la hostilidad intergrupal. Al mismo tiempo, sin embargo, la literatura muestra claramente que el análisis estaría incompleto si se deja de lado el papel fundamental del contexto social en la regulación de las respuestas interindividuales.

 

La hostilidad intergrupal en contexto

Los efectos del contexto en la hostilidad intergrupal han sido estudiados atendiendo principalmente a las características estructurales de las relaciones entre los grupos sociales y sobre todo a la percepción subjetiva de tal relación. En sociedades estratificadas como las nuestras, la percepción subjetiva de las relaciones intergrupales objetivas define y regula las formas concretas y cotidianas de contacto intergrupal. Dependiendo de la percepción subjetiva de las relaciones sociales, la situación cotidiana de contacto puede darse en términos de cooperación o en términos de competencia; y así, dependiendo de la vivencia subjetiva de las relaciones sociales, la situación de contacto intergrupal cotidiana puede ser experimentada como una oportunidad de enriquecimiento personal o como una amenaza, evocando las necesidades implícitas en la hostilidad intergrupal.

Estos temas han sido estudiados a través de tres teorías principales: la teoría del conflicto realista (Sherif & Sherif, 1979), la teoría de la identidad social (Tajfel & Turner, 1979), y la teoría del contacto intergrupal (G. Allport; 1954, Pettigrew, 1998). Esta última se concentra en el papel de contacto intergrupal en la reducción del antagonismo intergrupal y por ello será tratada más adelante. Los principales postulados de las dos primeras se describen a continuación.

La teoría del conflicto realista (TCR) se basa en una idea muy simple: la hostilidad intergrupal emerge de la competencia directa entre los grupos por recursos socialmente valorados y aparentemente escasos como poder, prestigio y bienes materiales. Específicamente, la teoría postula que la hostilidad intergrupal aumenta cuando los grupos son competitivamente interdependientes; esto es, cuando las ganancias de un grupo implican pérdidas para el otro. De manera inversa, el antagonismo disminuye cuando los grupos se encuentran en una relación de cooperación interdependiente; es decir, cuando comparten un fin común. Según la TCR, el conflicto de intereses activa la cohesión intragrupal y la identificación de los miembros con el grupo y sus “causas”, es decir, sus normas y valores, de allí que si la situación de contacto se da en términos de competencia, la hostilidad entre los grupos emergerá como respuesta al conflicto. Es precisamente en situaciones de conflicto real entre los grupos, en donde la hostilidad se generaliza a tal punto que ésta no puede ser explicada exclusivamente en términos de las motivaciones individuales, sino como parte intrínseca de las relaciones objetivas entre los grupos y las normas que reproducen dichas relaciones.

Estos principios generales fueron inicialmente validados por Sherif y sus colegas (1961) en sus famosos estudios en campamentos de verano y han sido replicados posteriormente, tanto dentro como fuera del laboratorio (Brown, 2000). En nuestro país, por ejemplo, una investigación reciente sobre el contenido de los estereotipos muestra que la atribución estereotípica de rasgos negativos como la frialdad y la baja habilidad (características atribuidas, por cierto, a grupos sociales como los nicaragüenses, los desempleados, los analfabetas y a las personas de la clase baja) está consistentemente asociada a la percepción del conflicto entre estos grupos y el resto de la sociedad costarricense, sus valores y normas (Smith & Pérez, 2003).

Evidentemente, uno de los problemas más importantes de la TCR es que supone que los grupos sociales están en igualdad de condiciones para competir por los recursos. Sin embargo, fuera de los campamentos de verano, las relaciones entre los grupos son más complejas, caracterizadas por la existencia de grupos dominantes con acceso desproporcionado a los recursos materiales y simbólicos. Esto les permite “reaccionar” más rápidamente ante las amenazas y poner en marcha mecanismos de control social que les permitan perpetuarse en su posición privilegiada.

Quizá es precisamente por ello que los desarrollos posteriores de la TCR dirigen su atención al análisis de la percepción de los exogrupos en tanto amenazas. En esta línea de investigación, el trabajo de Stephan y Stephan (2000) ha tenido un importante impacto en la investigación actual sobre antagonismo intergrupal. Estos autores han desarrollado una propuesta teórica que integra consideraciones de la teoría de la deprivación relativa, los principios básicos de las teorías sobre racismo moderno y el análisis de las amenazas y los conflictos. En su teoría integrada de las amenazas (TIA), Stephan y Stephan (2000) enfatizan en que éstas no necesariamente responden a criterios objetivos de peligro, lo importante aquí es la realidad psicológica de la percepción de la amenaza. Los autores distinguen varios tipos de amenazas. Dentro de ellas se encuentran las amenazas a la integridad del grupo (alimentación, salud), las amenazas a su posición de privilegio (el poder económico y político) y finalmente la percepción de que las diferencias culturales entre los grupos son tan irreconciliables que éstas se convierten en una amenaza para la reproducción cultural del endogrupo (amenazas simbólicas). Estudios inspirados en la TIA han mostrado que tanto las amenazas objetivas como las simbólicas predicen actitudes negativas hacia grupos de inmigrantes en los Estados Unidos (Stephan, Ybarra, & Bachmann, 1999). En España, sin embargo, sólo las amenazas objetivas resultaron ser predictores consistentes de actitudes hacia inmigrantes marroquíes (Stephan, Ybarra, Martínez, Schwarzwald, & Tur-Kaspa, 1998). En nuestro país, en cambio, las amenazas simbólicas (p.ej. al estatus del endogrupo) muestran relaciones consistentes con actitudes interétnicas negativas (Smith, 2003).

Otro de los problemas importantes de la TCR es que supone una relación directa entre conflicto de intereses y hostilidad intergrupal. Sin embargo, nuestra intuición nos recuerda que aunque muchas personas se ven injustamente despojadas de sus derechos, esto no necesariamente se traduce en hostilidad en contra del grupo o los grupos “amenazantes”. Es precisamente en este punto donde la TIS pone especial énfasis en el papel de la percepción subjetiva de las relaciones objetivas en el desarrollo del antagonismo intergrupal, relativizando a su vez algunos de los principales postulados de la TCR.

Para Tajfel y Turner (1979), la percepción del conflicto de intereses no lleva automáticamente a la hostilidad intergrupal; para ello son necesarias ciertas condiciones vinculadas con las posibilidades reales o subjetivas de que se pueda dar un cambio en las relaciones entre los grupos. Para dar cuenta de estas percepciones, Tajfel y Turner introducen el concepto de estructuras de creencias. Éstas son el conjunto de creencias que poseen los individuos sobre las características de las relaciones entre sus grupos. Los principales sistemas de creencias estudiadas por la TIS son a) las creencias sobre legitimidad de las posiciones de los grupos en la jerarquía social; b) las creencias sobre la estabilidad de tales relaciones; y c) las creencias sobre la permeabilidad de las barreras entre los grupos (Tajfel, 1981).

Las creencias sobre la legitimidad y estabilidad de la jerarquía social determinan que tan seguras o inseguras se perciben las posiciones de los grupos dentro de la jerarquía de estatus social y consecuentemente que tan seguras o inseguras son las identidades sociales de sus miembros. En condiciones seguras, las posibilidades de percibir cambios al estatus quo son menores que en condiciones de inestabilidad e ilegitimidad. Y si los individuos no creen en la posibilidad de alternativas al estatus quo, entonces no sentirán la necesidad de maximizar las diferencias entre sus grupos. Por otro lado, la creencia o percepción de que las jerarquías sociales son inestables e ilegítimas activa la necesidad de cambio y los procesos de comparación social que podrían desencadenar acciones colectivas y hostilidad intergrupal. El principio fundamental es simple: cuando las posiciones de los grupos (y por ende las identidades sociales de sus miembros) se ven amenazadas, los sujetos sienten una mayor necesidad de aferrarse a la seguridad de las categorías sociales de referencia y, en esa medida a expresar mayor hostilidad hacia los exogrupos, sean estos la fuente de la amenaza o no (véase al respecto Wagner, Lampen, & Syllwasschy, 1986).

Ahora bien, son las creencias sobre la permeabilidad de las barreras entre los grupos las que definen las estrategias concretas que siguen las personas para recuperar la diferenciación positiva en condiciones de inestabilidad e ilegitimidad percibidas. Si las barreras entre los grupos se perciben como flexibles o permeables, entonces las estrategias a utilizar son de orden individual. Si por el contrario las barreras entre los grupos se perciben como rígidas e impermeables, entonces las estrategias para recuperar la diferenciación positiva son de orden colectivo, incluyendo la lucha directa por los recursos materiales y simbólicos. En síntesis, la aparición de un conflicto de intereses y por ende de hostilidad intergrupal va a depender de cómo se estructuren las creencias sobre la jerarquía social. Una estructura en particular (ilegitimidad-intestabilidad-impermeabilidad), estaría especialmente implicada en la emergencia de estereotipos negativos, prejuicios y discriminación.

Por otro lado, la TIS tampoco considera que la competencia por recursos limitados sea una condición necesaria de hostilidad intergrupal (Tajfel & Turner, 1979). Como ya se observó, los procesos de categorización son suficientes para activar sesgos cognitivos subyacentes al antagonismo intergrupal. Finalmente, la TIS considera que aún en condiciones de ilegitimidad, inestabilidad e impermeabilidad, la hostilidad intergrupal va a depender del significado que tienen los grupos sociales para la definición del sí mismo. Como ya se mencionó, los individuos particularmente identificados con sus grupos de referencia, son aquellos que más probablemente van a expresar hostilidad intergrupal, cuando sus identidades sociales se ven amenazadas.

Estas premisas han inspirado un importante número de estudios sobre las estrategias de los miembros de grupos para manejar identidades sociales insatisfactorias o amenazadas. Aunque la evidencia no es del todo concluyente, los resultados tienden a confirmar los principales postulados de la teoría (Ellemers, 1993).

 

Armonía intergrupal: condiciones y mecanismos

Hasta hora se han expuesto los principales modelos teóricos para la explicación de la hostilidad intergrupal. Como ya se ha mencionado, la investigación ha producido a la vez un importante cúmulo de información sobre las variables situacionales y los mecanismos psicológicos que posibilitan el desarrollo de actitudes interétnicas positivas y solidarias. La teoría del contacto intergrupal (TCI) propuesta por G. Allport (1954) es quizá el modelo más influyente en esta línea de trabajo.

La TCI postula que bajo ciertas condiciones el contacto intergrupal puede contribuir a reducir la hostilidad intergrupal. Lógicamente, reunir a personas de distintas categorías sociales en un mismo lugar no va disminuir per se la hostilidad. Para ello son necesarias condiciones que posibiliten un cambio en la categorización social. También es lógico que existan múltiples factores situacionales que determinan los resultados de la interacción, dentro de ellos la frecuencia, la calidad, la variedad, los ámbitos y la atmósfera que rodea el contacto, así como los roles, el estatus y las características de los participantes en la interacción. Sin embargo, G. Allport (1954) identificaba cuatro condiciones necesarias para la estructuración de un contacto intergrupal óptimo, estas son a) la igualdad de estatus de los participantes en la interacción; b) la consecución de objetivos comunes; c) la cooperación intergrupal; y d) el apoyo institucional (en forma de normas, sanciones y regulaciones que faciliten el contacto óptimo). Desarrollos posteriores de la teoría incluyen una quinta condición necesaria denominada “potencial de amistad” (Pettigrew, 1998).

De acuerdo con la TCI una situación intergrupal que cumpla con estas condiciones proporciona información contraestereotípica sobre los miembros de los grupos en la medida en que estos comparten el mismo estatus. De esta manera se permite a la vez la interdependencia positiva, ya que los participantes de la interacción se necesitan mutuamente para alcanzar los objetivos deseados. Finalmente una situación intergrupal óptima facilita el desarrollo de relaciones íntimas, permite el descubrimiento de similitudes, y por ende, la atracción interpersonal y el consecuente afecto positivo mutuo (Cook, 1978; Gaertner, Dovidio & Bachman, 1996; Pettigrew, 1998; Sherif, 1979).

La TCI ha generado un importante número de investigaciones en el campo y en el laboratorio. La evidencia empírica es altamente consistente con la teoría tanto en niños y niñas (ej. Rich, Kedem, & Shlesinger, 1995), como en adolescentes (ej. Masson & Verkuyten, 1993) y adultos (ej. Hamberger & Hewstone, 1997) en todos los continentes (Pettigrew, 1998). Recientemente, un estudio meta-analítico llevado a cabo por Pettigrew y Tropp (2000) en 376 estudios, con 525 muestras independientes y más de 156.000 participantes confirma el efecto favorable del contacto intergrupal sobre las actitudes interétnicas. En nuestro país, una encuesta aplicada a más de 1100 jóvenes costarricenses de diversas procedencias étnicas ofrece el mismo panorama. Aquellos jóvenes que reportan mayor contacto interétnico significativo presentan actitudes interétnicas significativamente más favorables que aquellos que tienen menos oportunidades de contacto óptimo (Smith, 2004). Es interesante como la investigación sugiere que los efectos positivos del contacto se extienden más allá de una situación específica, lo que se evidencia en actitudes positivas no sólo hacia los miembros del exogrupo involucrados en el contacto, sino también hacia el exogrupo como un todo y hasta hacia otros exogrupos.

Ante estos resultados surge inevitablemente la pregunta sobre la generalización: ¿cómo se logra que las actitudes positivas desarrolladas en una situación de contacto óptimo interpersonal se generalicen más allá de la interacción dada? Al parecer, las condiciones anteriormente descritas son necesarias pero no suficientes para que los efectos positivos del contacto trasciendan la situación de contacto intergrupal óptima. Y es aquí donde los esfuerzos de la investigación se orientan a estudiar los cambios psicológicos responsables de tal generalización. De esta investigación surgen tres modelos diferentes para explicar la capacidad generalizadora del contacto óptimo: el modelo de personalización de Brewer y Miller (1984), el modelo de la identidad social distintiva de Hewstone y Brown (1986) y el modelo de la identidad social común de Gaertner, Dovidio y Bachman (1996). Los tres modelos parten de la misma premisa: los efectos positivos del contacto están mediados por cambios en las representaciones cognitivas de los individuos sobre el endogrupo, el exogrupo y sus relaciones. Cada modelo, sin embargo, sugiere diferentes vías cognitivas para la reducción de la hostilidad.

El modelo de la personalización se basa en el supuesto de que los efectos positivos del contacto están mediados por un proceso de decategorización. Según este modelo una situación óptima de contacto activa cambios en la percepción de los miembros de los grupos, porque en esta situación se pone de relieve la información personalizada sobre los otros independientemente de la categoría social a la que pertenecen. El contacto reduce el antagonismo intergrupal ya que promueve la interacción entre individuos únicos y no entre miembros de grupos sociales. Asimismo, se asume que a través del uso frecuente de información personalizada los participantes de la interacción aprenden a actuar y reaccionar más como individuos y menos como miembros de grupo en diferentes situaciones, lo que explica la generalización de los efectos positivos del contacto.

Por su parte, el modelo de la identidad social distintiva supone que los efectos positivos del contacto están mediados por la subcategorización. Según este modelo, la situación de contacto reduce la hostilidad intergrupal precisamente porque facilita la diferenciación mutua en el marco de un contexto interdependiente de cooperación. Contrario al modelo de la personalización, este modelo indica que los intentos de eliminar la delimitación psicológica entre el endogrupo y exogrupo podrían movilizar mecanismos para restaurar la diferenciación positiva, con las consecuentes manifestaciones que se observan cuando la identidad grupal se ve amenazada. Este modelo supone que los beneficios del contacto recaen precisamente en el mantenimiento de las respectivas identidades grupales de los interlocutores en el marco de una situación interactiva óptima. Si esto se logra es más probable que el cambio positivo observado en la situación de contacto se transfiera a otros miembros del exogrupo, precisamente porque los participantes de la interacción fueron percibidos como miembros típicos del exogrupo.

Finalmente, el modelo de la identidad social común supone que los efectos positivos del contacto están mediados por la recategorización. De acuerdo con este modelo, la situación de contacto óptimo reduce la hostilidad porque introduce una identidad social más amplia que incluye las identidades sociales particulares de los participantes de la interacción (como cuando “costarricenses” y “guatemaltecos” devienen en “centroamericanos”). La inducción de una “supraidentidad social” hace posible la generalización de los efectos positivos del contacto porque la nueva representación del endogrupo permite incluir a los miembros del exogrupo que no están presentes en la situación de contacto original. Este supuesto se basa en la observación de que mucha hostilidad intergrupal tiene sus raíces en el “amor” por el propio grupo que, bajo ciertas condiciones, deviene en “odio” hacia los exogrupos. Así, una supraidentidad social que contiene tanto a los miembros del endogrupo como a los del exogrupo reorientaría los procesos cognitivos y motivacionales que usualmente se activan en los encuentros intergrupales.

Como se puede observar, cada uno de estos modelos proporciona puntos de vista muy divergentes pero a la vez muy sólidos y lógicamente fundamentados, y lo que es más, todos estos modelos cuentan con importante respaldo empírico (Brewer, 1996; Dechamps & Brown, 1983; Dovidio, Kawakami, & Gaertner, 2000). En efecto, dadas las diferencias objetivas entre los grupos sociales, algunas veces es imposible y hasta contraproducente negar los límites psicológicos entre los endogrupos y los exogrupos. Sin embargo, una situación que promueve la interacción por medio de la personalización o una identidad social común parece ser una condición fundamental para desconfirmar estereotipos y facilitar la amistad intergrupal. Empero, si el contacto tiene lugar sólo a nivel interpersonal, las actitudes a nivel intergrupal quedarán intactas.

Esta aparente paradoja ha sido abordada por Pettigrew (1998) en su modelo longitudinal de contacto intergrupal. Pettigrew sugiere pensar la decategorización, subcategorización y recategorización como diferentes estadios en el proceso de transformación de las representaciones cognitivas sobre el endogrupo y el exogrupo. Tomando en cuenta cada uno de estos procesos, Pettigrew (1998) sugiere estructurar la situación de contacto óptimo de manera tal que cada uno de estos procesos cognitivos se introduzcan paulatinamente. En la fase inicial, la situación de contacto debe minimizar la relevancia de las adscripciones grupales “originales” de los participantes de la interacción, proporcionando información personalizada. Esto permitiría el descubrimiento de similitudes, estimulando la atracción interpersonal y el potencial de amistad. Una vez superadas las primeras ansiedades intergrupales, el autor sugiere introducir la subcategorización o diferenciación mutua, facilitando así la generalización de los efectos positivos. Finalmente, la recategorización representaría la última fase de un proceso de reorganización cognitiva que permitiría la máxima reducción de hostilidad intergrupal, precisamente cuando los miembros de los grupos comprenden que al fin y al cabo son eso: subgrupos de un mismo equipo.

Evidentemente el uso del contacto intergrupal como medio para disminuir la hostilidad intergrupal depende en gran medida de variables extrínsecas a la situación de contacto óptimo. Algunas de estas variables están vinculadas a las características particulares de los participantes de la interacción, sus expectativas y sus experiencias pasadas. Aspectos como la ansiedad intergrupal o la importancia atribuida al contacto intergrupal son sólo algunas variables interindividuales que pueden moderar o mediatizar los efectos del contacto sobre las actitudes interétnicas (Stephan & Stephan, 2000; Van Dick, Wagner, Pettigrew, Christ, Wolf, Petzel, Smith-Castro, & Jackson, en prensa). Finalmente, no hay que olvidar que la condición esencial para propiciar relaciones intergrupales solidarias está dada por la estructura social que determina las relaciones entre los grupos y sus miembros. Una transformación profunda del orden social es esencial para el desarrollo y mantenimiento de la solidaridad y armonía intergrupal.

 

Conclusiones

Concentrada en aportar soluciones a los problemas concretos de las sociedades pluriculturales modernas, la investigación sobre relaciones intergrupales ha producido y sigue produciendo gran cantidad de conocimiento sobre nuestras reacciones intergrupales. Aquí sólo se han reseñado de manera muy sucinta las teorías más prominentes con el fin de ofrecer un panorama global de la investigación sobre el tema, en detrimento de un análisis más profundo de cada modelo teórico y dejando de lado áreas enteras de investigación como es el caso de la investigación sobre comunicación intergrupal y la investigación intercultural. Como es evidente, el resultado de esta vasta producción es una literatura muy compleja que apunta a las múltiples causas de los principales fenómenos estudiados por esta línea de trabajo: los estereotipos negativos, el prejuicio y la discriminación.

Iniciando con modelos eminentemente motivacionales e individuales, seguidos por propuestas eminentemente cognitivas, la investigación busca ahora el balance cognitivo-motivacional, con el fin de explicar el cuándo y el por qué de la hostilidad entre grupos.

De las teorías cognitivas aprendemos que la hostilidad intergrupal no es exclusiva de sujetos enfermos, sino que surge de sesgos en la percepción comunes a todos los seres humanos, que imponemos una estructura a la realidad social de acuerdo a nuestras creencias y valores. De las teorías motivacionales aprendemos que estos sesgos obedecen a necesidades psicológicas de diversa índole. En otras palabras, los sujetos estamos dispuestos a distorsionar nuestra percepción del mundo social, en la medida en que estas distorsiones nos permitan satisfacer ciertas necesidades psicológicas. Ahora bien, tanto en las teorías motivacionales, como en los modelos cognitivos se reconoce la necesidad de ubicar las diferencias interindividuales en el marco del contexto concreto de las relaciones objetivas entre los grupos y los significados subjetivos de tal relación.

Al mismo tiempo, la literatura proporciona importantes herramientas conceptuales con el fin de propiciar relaciones intergrupales solidarias y positivas. La investigación dedicada a la reducción del antagonismo intergrupal inició con un especial énfasis en las características de la situación ideal de contacto intergrupal. A lo largo de los años se han propuesto un sinnúmero de condiciones que facilitan la promoción de actitudes intergrupales positivas. Parece ser, sin embargo, que a) igualdad de estatus; b) objetivos comunes; c) la cooperación intergrupal; d) el apoyo institucional y e) la generación de un potencial de amistad son las condiciones necesarias para el cambio. Posteriormente la investigación se orientó al estudio de los mecanismos psicológicos que propician la reducción de la hostilidad intergrupal. De allí hemos aprendido que el contacto intergrupal debe promover un cambio substancial en las representaciones cognitivas de los endogrupos, los exogrupos y sus patrones de interacción. Recientemente, la investigación se ha preocupado por integrar más explícitamente las experiencias subjetivas que los individuos aportan a la situación de contacto, reconociendo que la búsqueda de soluciones al conflicto intergrupal implica tomar en cuenta la compleja interacción de variables individuales y situacionales.

Y es que uno de los principales alcances de esta línea de investigación consiste precisamente en mostrarnos la importancia de distinguir los niveles de análisis involucrados en el estudio de fenómenos psicosociales complejos. Por mucho tiempo, la investigación estuvo guiada por la idea de que los fenómenos grupales “yacen en la psicología del individuo tal y como él opera en situaciones con otros” (F. Allport, 1962, p. 5, itálica en el original, traducción de la autora). Aún en la actualidad, algunos modelos sobre pequeños y grandes grupos insisten en estudiar las características grupales como si fueran una suma (o cualquier otro procedimiento aritmético) de las características individuales de sus miembros. La investigación sobre relaciones intergrupales muestra, por el contrario, que la hostilidad intergrupal no puede ser entendida exclusivamente en términos de los deseos conscientes o inconscientes de los individuos. Aún cuando nuestras unidades de análisis sigan siendo los individuos, debemos recordar que las conductas intergrupales son cualitativamente distintas a las conductas interpersonales. Descuidar esta distinción fundamental nos llevaría a caer en graves reduccionismos.

Ahora bien, a pesar de los importantes alcances de esta línea de investigación, la revisión de esta literatura nos deja dos vacíos importantes:

En primer lugar, se hace notoria la falta de teorías de amplio alcance que nos permitan entender la compleja trama de las relaciones entre las variables que estudiamos. Con esto se hace referencia a modelos más generales que intenten integrar de modo coherente la gran cantidad de resultados esparcidos en la no menos pequeña cantidad de publicaciones especializadas sobre el tema. También hace referencia a teorías suficientemente amplias que permitan articular las principales premisas ontológicas y heurísticas de esta línea de investigación, pero suficientemente específicas para evitar enunciados generales huecos.

Precisamente porque la investigación muestra que los factores asociados al antagonismo entre grupos son múltiples y se ubican en distintos niveles de análisis, el reto consiste en determinar aquellos que son verdaderamente importantes. Recordemos que tanto la exclusión de variables relevantes, como la inclusión de variables irrelevantes son dos de los problemas más difíciles de resolver a la hora de especificar nuestros modelos de explicación.

Evidentemente, los fenómenos estudiados por esta línea de investigación son de tal magnitud que es imposible abarcarlos con una sola teoría. Sin embargo el evidente traslape entre los modelos de corto alcance aquí reseñados evidencia la necesidad de una integración mayor. Por el momento, la teoría más cercana al perfil descrito es la teoría de la identidad social, en su intento por integrar a) los procesos cognitivos subyacentes a la percepción distorsionada de los exogrupos; b) las necesidades psicológicas responsables de tales distorsiones y c) el impacto de las relaciones sociales objetivas en estos mecanismos cognitivos y motivacionales. Esta teoría resulta particularmente idónea para estudiar procesos específicos y mecanismos generales. La gran cantidad de investigaciones inspiradas en la TIS, tanto en el ámbito de la hostilidad como en el de la armonía intergrupal, son sólo un indicador de las bondades de este modelo teórico, suficientemente amplio y a la vez suficientemente parsimonioso como para proporcionar herramientas conceptuales generales e hipótesis concretas que puedan ser sujetas a la necesaria contrastación empírica.

En segundo lugar, a pesar de la gran cantidad de datos, hipótesis y modelos teóricos, sigue existiendo un vacío de información sobre la psicología social de las relaciones interétnicas en contextos distintos de los Estados Unidos y Europa. Los procesos de conformación de sociedades como las nuestras proporcionan uno de los mejores contextos para el estudio de las relaciones intergrupales y sin embargo la producción de investigaciones sobre el tema es muy limitada. El reto de la investigación en Asia, África y América Latina consiste en enriquecer los aportes de la psicología social psicológica desde nuestra experiencia, una realidad multiétnica, pluricultural y multilingüe que debe ser estudiada en forma más sistemática.

 

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Dirección para correspondencia
San Pedro-2060, Montes de Oca, San José, Costa Rica.
Ce: vsmith@cariari.ucr.ac.cr.

Recibido: 13 de mayo de 2003
Aceptado: 20 de octubre de 2003

 

 

1 La redacción de este artículo ha sido financiada por la Vicerrectoría de Investigación de la Universidad de Costa Rica (Proyecto 723-A2-126). La autora agradece al equipo de investigadores del programa “Culturas, Instituciones y Subjetividades” del Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad de Costa Rica, así como a los revisores anónimos por sus valiosos comentarios a las versiones preliminares del artículo.
1 Distinta de la psicología social sociológica (ver Wetherell, 1998, sobre el debate entre ambas posturas).
2 Las características de personalidad incluidas dentro del síndrome varían de modelo en modelo. Adorno y sus colegas (1950), por ejemplo contaban nueve rasgos de personalidad distintivos del individuo autoritario; mientras que el modelo de autoritarismo de derecha de Altemeyer (1988) se basa en tres dimensiones actitudinales: convencionalismo, agresión y sumisión.
3 Desde los estudios de justicia social, Lerner (1980) sugiere que los sujetos tienen una necesidad básica de creer en un mundo justo (justo world phenomenon). Esta necesidad es tan profunda que hasta nos lleva a distorsionar nuestras evaluaciones y juicios para que sean consistentes con la idea de que las personas se merecen lo que reciben. Si no tuviéramos la ilusión de un mundo justo, simplemente no nos sentiríamos deprivados al comparar nuestra situación con la de los otros. Por otro lado, desde diversas perspectivas teóricas se postula que los seres humanos tenemos la profunda necesidad de presentarnos ante los demás de la mejor manera posible (ej. Goffman, 1959). Estas motivaciones expresivas son tan importantes que hasta las necesidades primarias se pueden ver supeditadas ante la búsqueda de causar “una buena impresión”. Como se puede observar, ambas posturas suponen mecanismos motivacionales distintos a la base de la insatisfacción que puede llevar a la hostilidad intergrupal.

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