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Actualidades en psicología

versão On-line ISSN 0258-6444

Actual. psicol. v.21 n.108 San José  2007

 

 

La construcción de la feminidad: la mujer como sujeto de la historia y como sujeto de deseo

 

 

Manuel Martínez-Herrera

Escuela de Psicología, Universidad de Costa Rica

Dirección para correspondencia

 

 


RESUMEN

El presente artículo realiza una revisión de aquellas invariantes más importantes en la construcción de las subjetividades, tales como: las condiciones histórico-sociales a partir de las cuales éstas emergen; el lenguaje en tanto posibilidad de estructuración y aprehensión de la realidad; la violencia normativa que regula los intercambios entre individuos y define las marginalidades; así como el lugar de los discursos hegemónicos y del inconsciente en la constitución subjetiva. Posteriormente, se aborda la construcción de la subjetividad femenina, a partir del re-posicionamiento de la mujer como sujeto de la historia y sujeto de deseo, más allá de la tradicional égida falogocéntrica.

Palabras clave: Subjetividad, Marginalidad, Feminidad, Control social.


ABSTRACT

This paper makes a review of the most important invariants involved in the subjectivity construction, such as: the historical and social conditions from which it emerges, the language as a possibility of structuring and apprehending the reality, the normative violence that regulates the interchanges between individuals and defines the marginalities; as well as the place of the hegemonic discourse and the unconscious in the subjective constitution. Later, the construction of the feminine subjectivity is approached from the repositioning of the woman as a subject of history and desire, beyond the traditional and falocentric defense.

Keywords: Subjectivity, Marginality, Femininity, Social control.


 

 

Introducción

Los conceptos de subjetividad e identidad en el plano epistémico son hasta cierto punto, un fenómeno reciente, hijos de la modernidad. Según Foucault (1981) todavía en los siglos XVII y XVIII no existía un ámbito de conocimiento bajo el título de “naturaleza humana”, ni siquiera existía una sistematización científicamente elaborada acerca de la vida, el trabajo o el lenguaje. No es sino a partir del siglo XIX que la humanidad se piensa como objeto de conocimiento y que las ciencias humanas surgen cuando se interrogan acerca “del hombre” que existe, produce y habla, y más recientemente en los albores del siglo pasado la interrogación se dirige al sujeto del inconsciente.

La extraordinaria y creciente preeminencia del sujeto bajo el influjo de la modernidad y los importantes cambios acaecidos en la cotidianidad y en los usos y prácticas sociales, provocan cambios en la estructura y naturaleza del poder. Según Foucault (1981), el poder deja de ser omnímodo y reconocible como en el caso del soberano, vehiculizándose como algo difuso y atomizado. En la modernidad el poder se encuentra legitimado por discursividades dominantes, que actúan bajo la cobertura de un sistema de certidumbres, las cuales se asumen como propias, estableciéndose así una suerte de hegemonía, esto es, dominación más consenso.

Los procesos de subjetivación surgen de una realidad socio-histórica concreta que adviene como una definición cultural previamente establecida a la subjetividad. Según Martín Baró (1985) cada individuo se apropia de una manera única e irrepetible del contexto histórico-social y deviene como una síntesis singular del propio proceso socio-cultural. La subjetividad es entonces la expresión individualizada de las posibilidades culturales.

 

La subjetividad y sus variantes fundamentales

A continuación, se pasará revista a aquellas dimensiones de la realidad donde la subjetividad se encuentra imbricada, y que contribuyen a la vez, a perfilar sus contornos contemporáneos, que discurren entre las estructuras del poder, las discursividades y las prácticas sociales, conflictivas entre sí y en sí mismas.

No es posible establecer linderos entre la subjetividad y la sociedad, tampoco es posible establecer nexos casuales entre éstas dimensiones de la realidad. Tal y como lo propone Elias (1963), de lo que se trata es de superar esta falsa antinomia que atraviesa a las ciencias sociales.

Las categorías de lo subjetivo y lo social no remiten a objetos con existencias separadas, más bien, ambas se juegan conjuntamente en los distintos procesos estructurales donde intervienen. Sería absurdo pensar al sujeto fuera de la sociedad, ya que el mismo deviene como tal en la interacción social. A su vez, no se puede concebir a la sociedad como algo ajeno a las subjetividades que la conforman. Sin embargo, ni la subjetividad es mera síntesis de lo social ni lo social es simple suma de individualidades, lo cual hace que todo esfuerzo comprensivo en ciencias sociales pase por reconocer lo subjetivo y lo social en su particular y compleja interacción.

La subjetividad se conforma en el interjuego con los demás constituidos en sociedad, lo cual permite a cada quien reconocerse en su singularidad y ser a la vez imagen especular -social- donde los demás se reconocen.

En la comprensión de la subjetividad se aprehende el entramado social que la define, así mismo en la interacción societal se devela la dimensión individual que impregna a cada subjetividad. Sin embargo, pese a que lo individual y lo social se contienen mutuamente, la representación que se asume de lo otro no es isomorfa y no se puede expresar en un lenguaje diferente del propio, o más específicamente en el lenguaje “de lo otro”, perdiéndose así algo esencial en la traducción. La individualidad da cuenta, sólo hasta cierto punto de lo social, en tanto lo social explica, sólo en parte, el acontecer individual.

Las categorías psicológicas como el yo, el “ego”, el “self”, la personalidad derivan de la ficción de una identidad sustancial y fundante, que tienen como punto de partida determinadas concepciones apriorísticas del ser humano, sobre las cuales se estructuran las correspondientes construcciones teóricas. Tales supuestos de partida adquieren un rango axiológico, que se constituye en el núcleo duro de los diversos corpus teóricos, tales como: el mítico pacto primordial freudiano, la inherente tendencia al autocrecimiento en las tradiciones humanistas y la búsqueda de homeostasis en la teoría general de sistemas. La constitución de una subjetividad previa a la discursividad y a la historia, no hace otra cosa más que reforzar el mito fundacionista del que se alimentan todas las cosmogonías. Sean estas de carácter religioso o científico, de una u otra manera se reducen a juicios de valor y a actos de fe. Por su parte, los análisis de corte sociológico mantienen una primacía óntica en aspectos estructurales y funcionales que vehiculizan y explican la acción social, pero dan escasa cuenta de la constitución subjetiva. En todo caso la constitución de la subjetividad navega en aguas tempestuosas y se debate entre los monismos estructuralistas, logocéntricos y el sujeto del inconsciente, sus derivaciones, diferenciaciones y confluencias. La comprensión de la realidad social e individual no se agota en el análisis estructural, histórico, semiótico ni del inconsciente, que devienen como dimensiones heterónomas de la realidad.

Subjetividad y lenguaje

Más allá de las formulaciones paradigmáticas en psicología existen otros desarrollos teóricos que pretenden dar cuenta de la constitución de la subjetividad, y cuyos supuestos de partida encuentran su origen en la semiótica, la lingüística y en los diversos estructuralismos, que como resultado han dado pie a nuevas concepciones del sujeto.

Para Foucault (1983) las relaciones, que son siempre discursivas, establecen un entrecruzamiento de las palabras -como atributo del sujeto- y de las cosas -como condición del mundo-, derivándose para unas y para otras un nuevo estatuto en virtud de dicha interacción.

La subjetividad se escinde aquí entre el consenso comunicacional que permite el intercambio social, y la singularidad que le es propia, aquello que la constituye como tal; entre la propia historicidad y la posibilidad de narrarla, entre el hecho y la experiencia, entre el dato y la representación, entre la realidad y el deseo. Lo subjetivo construido como exterioridades e interioridades, como individualidad e interacción social, carece de linderos y fronteras claras entre estas dimensiones del ser.

Es en el proceso de individuación donde se adquiere el status de sujeto del discurso a partir de la identificación y reproducción de formas discursivas dominantes, o de cualquier otro tipo de discurso alternativo. En todo caso la mismidad de cada quien, aquello que lo constituye como tal, tiene su génesis en una exterioridad, en una discursividad preestablecida a partir de la cual la subjetividad queda atrapada en las redes significativas del lenguaje, que le determinan de una manera diferencial. Sin embargo, ante la imposibilidad de reconocer para sí estos procesos, se mantiene la fantasía de que se es el origen de las propias ideas, de las propias palabras y de la propia subjetividad, sin darse cuenta que el ser acontece gracias a la apropiación subjetiva de una discursividad extrínseca que no le pertenece, pero que se asume como propia.

La inscripción del sujeto en una práctica lingüística remite siempre a una incompletud, debido a la incapacidad del lenguaje para representar la realidad en su infinita magnitud. Siempre queda un resto que se coloca en el borde exterior de las discursividades, que es lo inédito del sujeto, lo que le es propio, su marca personal.

Para Butler (1990) la realidad como apariencia aparece revestida de palabra, aún cuando el lenguaje no agota la materia ni la experiencia. Pero es precisamente esta carencia fundamental lo que nos permite diferenciarnos y reconocernos a nosotros mismos en el deseo y la culpa que suscita. Empero, estar más allá de la palabra es siempre una amenaza, no sólo a las fronteras externas, si no a las internas también. Estar más allá del borde, trascender el límite y provocar su borramiento es lo que Kristeva (1988) denomina lo abyecto, que se inscribe siempre en la lógica de la exclusión como ley burlada y objeto caído que escapan a la racionalidad social y al orden simbólico, en un acto de trasgresión y diferenciación. En este lugar es donde se establecen las fronteras entre la exterioridad y la interioridad que nos constituyen, pero precisamente, en este mismo acto de diferenciación confirmamos referencialmente todo principio de orden, racionalidad y legitimidad.

Para el psicoanálisis (Sanabria, 1995) las relaciones intersubjetivas son siempre relaciones imaginadas, inventadas y fantaseadas que se proponen para la interacción social y a partir de las cuales se articula el intercambio entre individuos, de lo cual resulta una dramaturgia velada que está ahí para ser descifrada. Esta subjetivación relacional implica la trascendencia del lenguaje e involucra lo no lingüístico, lo presentativo, las imágenes, los afectos y las emociones de que se nutre también la experiencia humana. De lo que se trata es de indagar en las representaciones simbólicas y en las vivencias personales, reales e imaginadas, pero siempre con consecuencias. Se debe indagar cuáles son sus atributos y significados, los cuales tienen como referente el intercambio cultural y la experiencia subjetiva, como posibilidad de re-significación y apropiación de una realidad simbólicamente pre-estructurada.

Más allá de las construcciones lingüísticas preescriptivas y sus prácticas, subsiste un sujeto innominado, inaprensible y presentativo, tal y como lo entiende la hermenéutica profunda (Jensen, 1985). No se trata de establecer nexos causales, sino más bien de comprender los significados culturales e individuales que nos constituyen en nuestra biografía particular, que no es algo que exista sino que debe ser escrita.

Se trata de superar la dicotomía entre el conocimiento de la realidad (el cual hay que construir) y el conocimiento de sí como dimensión inconsciente, que en principio está velado a la humanidad. Se trata de superar en cada caso la esquizia entre la representación subjetiva y el entendimiento de las condiciones reales de existencia que escapan en su falsa apariencia a la comprensión humana; de discernir las condiciones concretas de vida y la propia subjetividad en tanto dimensión oculta de sí y para sí; de descubrir las íntimas y mutuas interrelaciones entre la subjetividad como atributo individual y la organización social como contexto, no en una relación de producto, sino en una relación de sentido. Dicha intención es tan solo un horizonte, ya que el sujeto de la enunciación nunca es quien habla1, queda siempre un resto, siempre algo que está por proferirse, siempre algo más que nos remite complejidad, algo que jamás se agota como fuente de revelación y conocimiento.

Subjetividad y marginalidad

Lo inédito de las subjetividades tiene su asiento no sólo en una aprehensión particular del contexto cultural y de las vivencias y experiencias subjetivas, sino también en el hecho de que toda realidad social esta de por sí conformada por reglas y convenciones, que establecen más o menos explícitamente diferenciaciones y discriminaciones que impactan a grupos sociales específicos y a los individuos que los conforman, promoviéndose así, en el seno de toda la organización social la heterogeneidad y la diferencia.

En todo código social existe una violencia normativa que consiste precisamente en un conjunto de prescripciones que en tanto tales forjan una marginalidad que va más allá de ellas. Cualquier categorización sea de género, etnia, clase social, o cualquier otra, es por definición excluyente. La exclusión es una no inscripción de grupos e individuos en cierta lógica social dominante. Las discursividades dominantes se cristalizan en decálogos religiosos, políticos o científicos que establecen taxonomías y órdenes ideales que estructuran los pensamientos y las acciones y que se viven como un orden social inmanente y naturalizado, como el único posible. Cualquier categoría de grupo social, sujeto, individuo, ser humano, hombre o mujer parten de un determinado marco regulatorio históricamente definido y jerarquizado, que propone las pautas de las relaciones e intercambios sociales.

Dado que toda categorización social es de por sí excluyente podríamos estar tentados a negar o suprimir cualquier vestigio de pluralidad y diversidad, lo cual es justamente el germen de todo tipo de proyecto totalitario. La inclusión como proyecto político es siempre un horizonte, no como homologación si no como aceptación, reconocimiento y respeto a la diferencia. Esto será siempre un proyecto inacabado. Tal y como lo propone Femenias (2000) ni siquiera las definiciones más comprensivas, políticamente más correctas y multiculturales pueden satisfacer plenamente el ideal de inclusividad.

Toda diferenciación establece linderos en cuyas exterioridades encontramos los desplazamientos y “lo otro” como la propia frontera y límite. Sería una equivocación privilegiar cualquier tipo de marginalidad, discriminación o exclusión sobre otras, lo cual políticamente constituiría un grave error al marginalizar y discriminar otras formas de exclusión e iniquidad. Tampoco se trata de cambiar de amo y sustituir unas inequidades por otras variando tan sólo las polaridades y los papeles asignados a los actores sociales. De lo que se trata es de establecer un genuino respeto a la diferencia, no como lo exótico y extraño, si no como parte integral del acontecer cultural, constituido a partir de similitudes y diferenciaciones.

Las convenciones, valores y estilos de vida occidentales no deben ser bienes simbólicos exportables que avasallen y destruyan las culturas vernáculas de otros pueblos, tal y como ha sucedido y continua sucediendo en la trágica historia de esta relación. En la dualidad de lo propio -como valor idealizado- y lo ajeno -como valor devaluado- subyace toda lógica binaria que establece exclusiones, marginalidades y discriminaciones de todo tipo y género. Sin un auténtico espacio libre de coacción y censura para la expresión de las diversas manifestaciones culturales e individuales, los principios de tolerancia y diversidad cultural no pasarán de ser simples enunciados retóricos. Sólo una sociedad abierta y realmente pluralista tolerará y asimilará la diversidad cultural, preservando en su seno todas las manifestaciones culturales como partes constitutivas de sí misma.

Las marginalidades como tales cuentan con su propia normatividad y a su vez con los propios criterios de inclusión/exclusión respecto a los discursos dominantes, sean estos políticos, económicos, sociales, religiosos y de género. También abrigan elementos diferenciales con respecto a otras marginalidades. Los criterios de exclusión de las discursividades no dominantes tienen un carisma más definido y rotundo que los discursos hegemónicos, que en su condición de tal abrigan márgenes menos estrechos y toleran mejor cierto nivel de disensión y contradicción sin desvirtuarse. Estos grados de libertad y tolerancia no sólo son convenientes y necesarios al tenor de las justificaciones ideológicas, sino que también son parte del funcionamiento integral de los sistemas, particularmente del dominante, que le permite renovarse dentro de su propia lógica e intereses.

Las marginalidades son de las más diversas índole y naturaleza, aluden a etnias, nacionalidades, creencias y discapacidades entre otras. Pueden ser minoritarias como en el caso de las discapacidades, o mayoritarias como en el caso de las mujeres o de algunas etnias sometidas a designios de minorías. Así mismo operan dentro de conformaciones dominantes como no dominantes, en este último caso se provoca una doble exclusión, respecto a la formación dominante y al interior de la propia formación no dominante. La marginalidad es entonces un fenómeno múltiple y omnipresente.

En general los sistemas simbólicos de validación y justificación se establecen tautológicamente, creando así una dinámica totalizante y totalitaria que determina sus propios dictados, fronteras y discriminaciones. Estas realidades simbólicas asentadas en construcciones lingüísticas sustantivas, adjetivas, genéricas, incluyentes y excluyentes permean de determinadas maneras la subjetividad, interiorizándose así la normatividad social como parte de la construcción de la psiquis. Los órdenes hegemónicos provocan de manera inconsciente determinadas sensaciones, percepciones y cogniciones que el sujeto asume como suyas. Las representaciones del mundo aparecen entonces bajo un halo de objetividad, sentido común y obviedad que desdeña todo esfuerzo analítico y toda prueba de realidad, son creencias y certezas y como tales no requieren de constatación alguna.

La constitución de lo social, como grupo de referencia y pertenencia, es necesariamente producto de una diferenciación que establece un centro consignado como lo propio o más exactamente como lo nuestro, frente a una exterioridad que se asume como ajena y hostil, no en vano exterior, extranjero y enemigo fueron algún día conceptos idénticos (Freud, 1926/1996). De forma análoga el sujeto como individuo surge de una diferenciación con los otros que se asumen como semejantes pero distintos y de los cuales nos diferenciamos. Tal y como hemos establecido la diferenciación está múltiplemente determinada por sexo, género, etnia, nacionalidad, fe, convicciones de vida, clase social y otros muchos elementos que impregnan, constituyen y definen las subjetividades. Estas, son más que la suma de todas las diferenciaciones sociales que se individualizan de un modo particular en cada sujeto según la propia historicidad, circunstancias y modalidad de apropiación. La creciente complejidad social, a su vez, establece mayores y más amplios niveles de diferenciación sociocultural e individual.

La subjetividad y el poder

El orden social dominante está políticamente motivado y la lógica binaria - blanco/negro, norte/sur, hombre/mujer, etcétera. - en que se inscribe es profundamente excluyente y obedece a intereses económicos, políticos y de clase, entre otros. Las convenciones encarnan siempre juegos de poder e intereses que se materializan en inclusiones y exclusiones.

El poder simbólico no puede ejecutarse sin la participación de quiénes somete y contribuyen a reproducirlo, no como un acto consciente, deliberado y libre. El fundamento de la violencia simbólica no radica tampoco en las conciencias engañadas, sino en las estructuras de dominación propiamente dichas. Por eso, es completamente ilusorio pensar que la dominación simbólica se pueda vencer con las armas de la conciencia y de la voluntad. Tal y como propone Bourdieu (2000), la visión dominante más que una simple representación mental, es un sistema de estructuras inscritas en los cuerpos y las cosas. Las convenciones son tales por que se reiteran, su poder emana no tanto de una lógica argumental, sino de la reiteración misma, la más de las veces, al margen de la conciencia. La dominación simbólica no es una intelección de conciencias iluminadas, es más bien un conjunto de esquemas de sensación, percepción y acción que se inscriben en la cotidianidad antes que en el conocimiento y la voluntad.

Las discursividades dominantes pueden entonces contar o no con la complicidad de las conciencias, incluso con su oposición. Pero en todo caso, cualquier oposición se ubica en los linderos exteriores de los discursos dominantes que son siempre su referente y a quiénes, quiérase o no, contribuyen a configurar y perfilar. Las posibilidades de renovación están definidas por los contornos de los discursos dominantes y alternativos, siendo estos últimos siempre un discurso acerca del discurso hegemónico. Sin embargo, el hablante, que se encuentra históricamente situado en las convenciones discursivas y sociales establecidas, aunque no está completamente atado a ellas, tiene un espacio para las prácticas innovadoras, para el cambio de la realidad y para nuevas discursividades dominantes y alternativas. Siempre existe un intersticio dentro del marco social regulatorio que permite desafiar y eventualmente cambiar las reglas explícitas e implícitas del orden social vigente.

 

La subjetividad femenina como figura emergente

Hasta aquí hemos hablado de la subjetividad, la diferenciación y la marginalidad en términos más o menos universales. Pero la subjetividad como proceso diferencial y la discriminación consecuente es también genérica. Para Foucault (1979) el sexo en el pasado existía como una característica y actividad humana sin tener la poderosa influencia que contemporáneamente posee en la construcción de la subjetividad. Este concepto en su acepción actual es también hijo de la modernidad.

Siguiendo a Dio Bleichmar (1989) diremos que la construcción social de la sexualidad y su ubicación a partir del continum de la masculinidadfeminidad históricamente dados, pasa en primera instancia por una marca somática (cromosómica, hormonal y genital) que establece una diferencia biológica entre el hombre y la mujer. Esta definición biológica, nos señala tan sólo dos tendencias divergentes y convergentes a la vez del desarrollo sexual, que se inscriben en la corporalidad de hombres y mujeres como un estigma sobre el cual se erige a nivel social la definición genérica; intentándose denodadamente hacer concebir las características sexuales biológicas con lo estereotipado culturalmente como masculino y femenino. El ubicarse, sentirse y saberse desde un lugar distinto a la adscripción social genéricamemte dada, en arreglo con la biología, se considera por la psiquiatría y la psicología clínica como un trastorno (DSM IV).

El género como tal es concebido aquí como una construcción histórico-cultural que prescribe determinadas formas diferenciales de pensar, sentir y ser para hombres y mujeres, es siempre un referente, una especie de concreción socio-histórica que se juega en la cotidianidad conciente y la más de las veces inconsciente, pero siempre con consecuencias. Lo masculino y lo femenino como construcciones sociales enunciadas, interpelan a la subjetividad que se adhiere a sus cánones reproduciendo en uno u otro sentido con “o” de exclusión este imaginario social, y así sus estereotipos, prejuicios y la discriminación social concomitante. Lo masculino y lo femenino no sólo son construcciones sociales, sino también filtro cultural, constitución subjetiva e interpretación genérica del mundo.

La definición genérica es una asunción temprana -a partir de los 24 meses de vida o antes- que transita por diferentes estadios de su desarrollo y que se constituye en un elemento básico y estructural al articularse en núcleo y fundamento de la identidad, sobre el cual descansarán adquisiciones ulteriores que en conjunto conforman los atributos personales que nos definen. La adscripción de lo masculino o femenino determinará un primer lugar desde el cual se posesionarán, actuarán y hablarán las personalidades según sus vicisitudes históricas. El género como orientación básica de la personalidad es estructural y constitucional, y va a determinar la definición sexual en última instancia.

Lo masculino y lo femenino son siempre coordenadas espaciotemporales que se ubican en un momento histórico, en una clase social, en una etnia y cultura determinadas, no existe algo así como la “experiencia masculina” o la “experiencia femenina” esencial, en general y en abstracto. Por otra parte, aún cuando hombres y mujeres residan en una misma cultura, etnia y clase social, es un hecho que habitan en mundos y realidades sociales y emocionales diferentes, siendo la naturaleza y experiencia subjetiva de sus vivencias también disímiles, lo que a la postre les constituyen de manera diferencial. En el plano individual la definición genérica de cada quien se vive como realidades, vivencias, intelecciones y emociones particulares. La masculinidad y feminidad en última instancia son experiencias íntimas y profundamente subjetivas.

La historia oficial es escrita por el hombre que asume la representación universal de la humanidad; otra muy diferente es la historia de las mujeres. Lo masculino y lo femenino constituyen producciones sociales en un momento dado, por lo cual no están exentas de tensiones y se encuentran siempre en movimiento. Sin embargo, más allá de ciertas variaciones culturales las sociedades imponen normas, patrones y pautas diferenciales a hombres y a mujeres, que ubican a estas últimas en una condición histórica de desventaja y postración.

Los hombres y las mujeres reproducen, aunque no inevitablemente a nivel onto y filogenético la perpetuación de estas condiciones. A pesar de los profundos cambios estructurales en la esfera de la producción, la ideología y las leyes, acaecidas a través de los tiempos, éstas condiciones se mantienen relativamente invariables. La perduración de las condiciones vejatorias femeninas cuyo origen se pierde en los albores del tiempo humano, nos lleva a la pregunta acerca de cuáles son los procesos subyacentes a dicha constante histórica.

El género ha sido históricamente conceptuado sobre la base de parámetros masculinos y está definido fálicamente por la ausencia, la falta, la carencia y la atrofia; lo cual dentro de esta lógica convoca la envidia del pene. Lo femenino, es entonces establecido por oposición a lo masculino, es su negativo, el reverso, una otredad inexpugnable y temida. Lo femenino es lo que no es, o lo que no se debe ser, un lugar proscrito que convoca el horror, el rechazo, el escarnio y la vergüenza. De hecho, al rival se le deshonra asemejándolo a una mujer. La feminidad se erige así, como un antivalor determinado por la exclusión y no como un valor intrínseco a partir de sus propias características y naturaleza. De lo anterior se concluye que el sexo femenino es un no sexo o dicho en otras palabras, es un sexo que no le pertenece a la mujer (Irigaray, 1977). La tarea fundamental, es forjar una identidad y una subjetividad sexual femenina autónoma y libre de la determinación del tutelaje masculino.

La teoría feminista brinda como corpus teórico polisémico algunas claves para la comprensión del problema de la reproducción de las condiciones históricas de la discriminación femenina, derivándose diversas explicaciones en dos órdenes. Uno a nivel de las relaciones de poder omnipresentes en la teoría de género y otro que alude a la constitución y la construcción del género como atribución cultural, personal y psicológica. Ambas dimensiones se entrecruzan y se multideterminan entre sí. Concretamente Scott (1996) nos dice que tres han sido los enfoques teóricos privilegiados en los análisis del género, a saber: un esfuerzo específicamente feminista por explicar el patriarcado; un intento de compromiso de la tradición marxista con las críticas feministas; y la tradición psicoanalítica en dos de sus vertientes fundamentales, la denominada teoría de las relaciones objetales y el estructuralismo freudiano francés.

En general las distintas explicaciones y teorizaciones coinciden en la existencia de dos constantes históricas como elementos determinantes en la construcción social de la feminidad, una de ellas es lo que Bourdieu (2000) denomina el cuerpo de la mujer como capital simbólico, en tanto objeto de apropiación y deseo, como cuerpo para el otro. Por otra parte, tenemos a la mujer/madre -con independencia de si lo es-, siempre al servicio y cuidado de los demás. La mujer se debate así entre dos representaciones sociales disociadas entre sí, la maternidad a ella asignada y el erotismo que remite a la mujer a una condición primigeniamente sexual/genital.

Para Lagarde (1997), históricamente la feminidad está atravesada por una dimensión óntica de ser para otros, que es donde adquiere sentido vital y reconocimiento de sí, por su contribución a la realización de los demás. Ésta condición remite a la mujer a una permanente incompletud y la ubica al servicio de una ética de cuidados, encargada de dar, preservar, proteger y reproducir la vida. Los demás siempre tendrán prioridad sobre ella vehiculizando su ser femenino en la postergación de sí misma, construyendo su identidad en función de esta relación de servidumbre, sometimiento y dominio históricamente dados. La prohibición de ser para sí, se constituye a partir del surgimiento del patriarcado en un tabú cultural, cuya trasgresión es socialmente peligrosa y se vive con vergüenza y culpa, lo cual ejerce una función de control y coerción introyectados bajo la modalidad de “mala conciencia”.

La ubicación de la mujer en una esfera no tradicional supone romper con el ideal estereotipado de mujer-madre y la coloca en el sospechoso lugar de trasgresión, lo cual funciona como una fuente de represión social y psicológica que le impele a mantenerse dentro de los parámetros del status quo. Según Hidalgo (2003), la mujer que subvierte el lugar social asignado se le representa de manera grotesca y terrorífica en estrecha comunión con una naturaleza primitiva e incontrolada. Dicha mujer temida, dadora de vida y devoradora es afín a los mitos y tradiciones de todas las culturas ancestrales. El abandono, e incluso el sólo alejamiento del horizonte cultural de la feminidad provoca profundos sentimientos de culpa, vergüenza y depresión por una parte, y miedo, rechazo y repulsión por otra, llegando incluso a cuestionarse “la esencia femenina” -como construcción histórica-, el ser mismo de mujer.

En Freud encontramos la propia variante de la versión de la dualidad femenina. Por una parte tenemos la madre omnipotente, deseada y temida del narcisismo y por otra la clásica mujer castrada, carente, dependiente, receptiva y pasiva, prototípica del psicoanálisis. La feminidad se escinde aquí entre la mujer-madre y la mujer objeto de deseo. Para algunos psicoanalistas la “esposa” no es otra cosa más que una especie de regreso sublimado al regazo materno, que encuentra su culminación edípica en la concepción de la madre/esposa. En todo caso, históricamente la feminidad reposa como en “esencia” en la maternidad, que se convierte en el núcleo duro de la identidad femenina y en el ideal social de mujer.

En general, las diversas lecturas psicoanalíticas desde sus respectivas interpretaciones de Freud, y siguiendo la tradición freudiana, están interesadas en los procesos de constitución de la subjetividad, desde las primeras experiencias hasta la consumación edípica, en las funciones parentales (materna y paterna) dentro de este proceso, así como en el interjuego entre sujeto y cultura.

Clásicamente en el psicoanálisis se transita, como parte esencial del proceso de subjetivación, de la indiferenciación del narcisismo absoluto a la fusión dual materna y de ésta a la separatividad, para acceder posteriormente a la resolución edípica. La subjetividad se inscribe a partir del continum indiferenciación, simbiosis, separación e identificación tanto para hombres como para mujeres. La constitución subjetiva para el psicoanálisis fluctúa entre narciso y edipo, entre la carencia y la tenencia fálica, entre el miedo y la culpa, entre el apego y la separación, entre el goce y el principio de realidad, entre la madre y el padre que se viven de manera diferencial dependiendo de si se es hombre o mujer.

Sin embargo, para Freud (1996) sólo existe una libido, la cual es masculina. En el caso específico de la feminidad, una vez superado el bixesualismo y el poliformismo infantil, dicha libido masculina se pone al servicio de fines y objetivos pasivos, es decir “femeninos”. Los primitivos impulsos pregenitales poco diferenciados ceden su paso, en el caso de la niña, a un intenso deseo de ser poseída, confirmando la posición pasiva y su complemento, el masoquismo femenino.

Las feministas de diversas tradiciones, sostienen que la actitud pasiva femenina es una imposición cultural falogocéntrica, antes que una condición constitucionalmente dada. Las mujeres son impelidas culturalmente a ubicarse en el lugar del objeto del deseo y de la pasividad.

Las diferentes tareas evolutivas, aunque compartidas por ambos sexos, muestran rasgos distintivos en la constitución de lo masculino y de lo femenino, lo que para el psicoanálisis tiene su explicación en el posicionamiento diferencial del sujeto frente al acontecer materno y paterno. En cualquier caso, la vinculación materna es la piedra angular sobre la cual descansa en primera instancia la constitución del ser. Este hecho sin lugar a dudas tiene una extraordinaria importancia como primer referente en la temprana adquisición genérica. Tal como lo plantea Fox (1991), generalmente nuestros primeros pasos son guiados por nuestra madre, quien es el primer ser con el que se tiene la primera y más significativa de las relaciones, lo que convierte esta experiencia primigenia, que suele llevar un sello femenino, en el arquetipo y prototipo de la feminidad por antonomasia y en el ideal social de mujer. A partir de la asociación de la maternidad y la feminidad, la mujer se inscribe en la esfera del cuidado, la protección y la reproducción en tanto realidad psíquica para sí y para los demás.

Es menester dejar sentado que la maternidad concebida no como hecho biológico, sino en su doble carácter psíquico y social, en tanto y en cuanto tarea y función, brinda la posibilidad de su ejercicio tanto a hombres como a mujeres. Si esta ha sido históricamente asociada a la mujer y a la feminidad bajo el influjo de las fuerzas patriarcales, no es debido a una condición natural inmanente o a una supuesta esencia femenina, ya que para ser madre no se requiere ser mujer desde el punto de vista de la función psíquica. El denominado instinto maternal es una constitución vincular y una construcción simbólica que trasciende la adjudicación genérica, y cuya asunción cultural en forma casi exclusiva por parte de la mujer, es una clave esencial para comprender el estereotipo socio-cultural de la feminidad. Este imaginario social femenino es introyectado y asumido, construyendo la subjetividad femenina a imagen y semejanza de la cultura, que realiza la operación madre = mujer.

El padre como tal, cumple con una función de corte, se constituye en el tercero, en ese otro que no es la madre, en el padre. Según lo plantea Harding (1991), el padre adviene como el otro diferenciado de la maternidad y de lo femenino, en el cual aparece encarnada la masculinidad como valor diferencial. Sin embargo, también se ha increpado el lugar y función asignado dentro del psicoanálisis al padre, aún cuando se asume que la metáfora del “nombre del padre” introduce la escisión y la diferencia.

Para Chodorow (1984) el padre adviene como metáfora a partir de la introducción discursiva de la madre. Benjamín (1996) por su parte, cuestiona la posición según la cual el padre sería el “único libertador” de la simbiosis y del universo simbólico de la madre, reivindicando a ésta como factor de crecimiento y autonomía al establecer límites y fronteras al vínculo erótico, propiciando y estimulando así la independencia de hijos e hijas. De hecho, estos procesos ocurren en la etapa preedípica con una pobre intrusión paterna, que sólo adquiere preponderancia como ese otro del deseo de la madre - que no es el hijo/a - en la etapa fálica. Incluso, previo a los procesos identificatorios edípicos la madre enseña más o menos conscientemente al niño -al menos más conciente que a la niña- los comportamientos socialmente estigmatizados como masculinos, por lo que la madre desde esta perspectiva niega la fusión dual y libera a sus hijos e hijas al mundo y al autogobierno, desmintiendo así, la concepción del padre como única condición civilizatoria. De suyo, los niños y las niñas en su infinita capacidad de asombro y re-conocimiento descubren el mundo -inspirados por sus madres- con plenitud de gozo y autodeterminación; la expulsión del paraíso nunca es tal.

La dualidad de los masculino y lo femenino se manifiesta también en antinomias sociales como lo privado y lo público, la razón moral y la razón instrumental, la protección y la producción, la cooperación y la competencia que se asumen a su vez como atributos diferenciales de la feminidad y la masculinidad respectivamente, teniendo consecuencias no sólo sociales, sino también psíquicas. Lo masculino y lo femenino sin embargo, no pueden ser definidos en términos de oposición o negación absoluta, sino a partir de su naturaleza histórica. Para Cixous (1998) lo masculino o lo femenino puesto en términos de oposición binaria está al servicio de una “concepción machista”, lo cual no implica el borramiento o negación de las diferencias. El monismo fálico psicoanalítico en tanto referente que marca la diferencia con su presencia o ausencia, es igualmente tendenciosa a aquella reivindicación feminista que plantea lo masculino como oposición a lo materno y femenino, como autoafirmación negativa o denegación de la feminidad. Desde la empírica clínica es difícil corroborar tanto el complejo de castración freudiano en las niñas, como el supuesto repudio y alejamiento más o menos rotundo de la madre por parte del niño, que también se aduce en el psicoanálisis. Pareciera más bien, que la masculinidad y la feminidad se encuentran en algún intersticio ambiguo y compartido entre la maternidad y la paternidad y no necesariamente en la primacía de alguno. Para Benjamín (1996) la construcción de una “identidad verdadera” pasa por el reconocimiento y aceptación de la diferencia así como de la semejanza.

La maternidad y la feminidad como constantes histórico-sociales deben trascender la obviedad funcional de la socialización primaria, la educación y la simple imitación de roles, donde las madres maternalizan a sus hijas. Como explicación, tampoco es suficiente enunciar la reproducción de la maternidad y la feminidad a partir de aquellas constelaciones sociales que contribuyen a definir sus contornos culturales; así mismo las explicaciones de corte intrapsíquico, según Chodorow (1984), son metodológicamente inadecuadas para dar cuenta de los procesos de un fenómeno tan complejo como el que nos ocupa. Se trata entonces de reconocer la interioridad y la exterioridad, lo psíquico y lo social, lo masculino y lo femenino en su particular y compleja vinculación.

Para Bourdieu (2000), los valores y funciones sexuados se transmiten de “cuerpo a cuerpo”, sin mediación de la conciencia y las más de las veces sin discurso, por la simple constancia de los hábitos. Más que un conocimiento es una certeza experimentada como vivencia, inscrita en la cotidianeidad por la fuerza de la costumbre y establecida como un orden natural. Tales aprendizajes existenciales son vehiculizados a través de la convivencia misma. La dualidad entre lo masculino y lo femenino determina unas ciertas sensaciones, percepciones, cogniciones y prácticas diferenciales que se perpetúan a sí mismas. La sexualidad como invento histórico reproduce irracional y espontáneamente las prácticas hegemónicas masculinas, sin enjuiciarlas, ni siquiera enunciarlas.

La persistencia del hábito, sin embargo, no es suficiente para explicar la constancia, autonomía y rezago de la sexualidad respecto a los cambios estructurales en la esfera de la producción, la ideología y las leyes entre otros órdenes sociales. La “genética del inconsciente sexual” para Bourdieu (2000), encuentra su prolongación lógica en las estructuras de universos sociales donde emerge y se reproduce en su preponderancia histórico-social androgénica, tanto individual como colectivamente. Bourdieu (2000) asigna una importancia capital a las instituciones de la familia, la iglesia, la escuela y el estado, que con diversos y variados niveles de influencia según cada época, han contribuido a la perpetuación del dominio masculino, nutriéndose a la vez de las prácticas y haceres que contribuyen a conformar.

 

Conclusiones

La legitimación institucional de una condición histórica de inequidad, brinda a ésta una aureola de universalidad y de orden natural, invisibilizando toda manifestación de discriminación, asumiéndose como la única posibilidad de ser y como una situación irrevocable. Incluso, aquellos y aquellas que se encuentran subyugados tienden a reproducir las condiciones de su propia dominación. Hay que recordar también, que la razón instrumental masculina impone determinadas relaciones de intercambio social desiguales bajo una supuesta abstracción de los sujetos concretos - hombres o mujeres-, ignorando las diferencias sociales y reivindicando así una pretendida igualdad, que en realidad tiene un fuerte acento masculino.

La liberación femenina se encuentra históricamente en la situación dilemática de asumir las asignaciones socio-históricas de lo femenino -en tanto construcción masculina- o asumir para sí los atributos masculinos - masculinizándose consecuentemente-. Existe una tercera vía que en el mejor de los casos se encuentra en construcción y que pasaría por una reconceptualización de los géneros y de su relación entre sí. De lo que se trata es de desmantelar las estructuras discursivas y sociales en las cuales se sostiene la desigualdad, y construir y redefinir la masculinidad y la feminidad a partir de una nueva ética de inclusión y respeto.

 

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Dirección para correspondencia
260-U.C.R. San José, Costa Rica
Ce: manuelmartinezcr@hotmail.com

Recibido: 18 de mayo de 2005
Aceptado: 31 de marzo de 2006

 

 

1Cuando hablo de mi persona me desdoblo, me coloco en el lugar de observador, del otro, en este acto me extraño de mi mismo.

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