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Alternativas en Psicología

Print version ISSN 1405-339X

Altern. psicol. vol.15 no.23 México  2010

 

 

Pérdida y duelo infantil: una visión constructivista narrativa

 

Rosa Isabel García Ledesma1; Adrián Mellado Cabrera2; Lilia Santillán Torres3

UNAM, FES Iztacala

 

 


RESUMEN

Este artículo se basa en una investigación bibliográfica acerca del proceso de pérdida y duelo infantil bajo la mirada del constructivismo narrativo, y enfatiza las construcciones del concepto de muerte, ausencia, ambivalencia o ambigüedad, así como sus posibles implicaciones en la vida del niño. Se concluye que concebir al menor como co-constructor de su realidad lleva a considerar que en su proceso de duelo los conceptos, significados, formas vivenciales e implicaciones en su vida cotidiana son únicos. En este sentido, proponemos tomar la teoría del desarrollo infantil como lente del observador, acompañada de los elementos socioculturales que pueden estar organizando el guión o historia de vida de cada niño.

Palabras clave: Duelo infantil, constructivismo narrativo, pérdida ambigua, ausencia, muerte.


ABSTRACT

This article deals with bibliographical research on the process of loss and child grieving from the perspective of narrative constructivism. Emphasis is placed on the ways the concept of death, absence, ambivalence or ambiguity take shape, and on their possible implications on the child's life. The conclusion is that viewing a child as the co-constructor of his/her reality leads to the consideration that the concepts, meanings, life experiences and implications on daily life are unique in each grieving process. The proposal is to view child development theory from the observer's point of view, hand in hand with the socio-cultural aspects that may have a bearing on a child's script or life story.

Keywords: Child grieving, narrative constructivism, ambiguous loss, absence, death.


 

 

Investigaciones en torno a los efectos de la separación o muerte de personas significativas en la vida del niño han mostrado que estos eventos se interpretan en forma diferente dependiendo de la etapa de desarrollo en la que el menor se encuentre (Harter, 1983, en Harris, 1989; Bowlby, 1986; Perry, 1998; Giacchi, 2000; Webb, 2002).

Este artículo constituye una investigación bibliográfica bajo la mirada del constructivismo narrativo em torno a los elementos involucrados en dicho proceso con el fin de proponer algunas consideraciones teórico-metodológicas para la investigación aplicada.

En primer término, partimos de los principios básicos propuestos por Bruner (1988) desde una concepción constructivista(Sanhueza, 2001). Posteriormente señalamos las directrices del constructivismo narrativo, los conceptos de muerte y ausencia y sus posibles efectos en la vida del niño, la pérdida ambigua, el duelo infantil y algunas herramientas terapéuticas empleadas para su estudio.

 

Bruner y el desarrollo infantil

El modelo constructivista sostiene que una persona se construye día a día en los aspectos cognitivos, sociales y afectivos del comportamiento como resultado de la interacción entre el ambiente social y sus disposiciones internas (White y Epston, 1993; Perry, 1998; Sanhueza, 2001; Botella, 2001, y Labay, 2004).

Bajo esta visión, Bruner (1988) contempla al niño como un ser que construye hipótesis sobre el mundo, reflexiona sobre sus experiencias, interacciona con su entorno y elabora estructuras de pensamiento cada vez más complejas; es decir, es un ser social, un ser que juega y habla con otros, que aprende por medio de las interacciones con sus padres y maestros, que crece en medios físicos y sociales determinados, constituyéndose en un agente social inteligente. En suma, es a través del dominio progresivo de diferentes formas de representación como el menor va construyendo sus modelos mentales y la realidad.

Con el apoyo del otro -figuras de apego o pares- el niño:

  • Adquiere la cap ac idad de negociar significados. El otro le permite entrar en su cultura, conocer sus metáforas y categorías, así como sus maneras de interpretar y evaluar sucesos.
  • Crea sign ific ados a través de la co-construcción en díadas o grupos. En este proceso no sólo debe absorber el concepto, sino reformularlo por sí mismo para internalizarlo.
  • Aprende a desc ifrar lo que las personas quieren decir al tener acceso a una amplia gama de indicios que le dicen cuál es el contexto y el problema al que alude el hablante. Los gestos y movimientos de su interlocutor le indican los contextos concretos. Todo ello es posible porque no solamente deduce el significado de las palabras, sino que les da sentido al introducirlas en su mundo conocido, al analizarlas con la memoria, el conocimiento y la asociación.

Para un niño es difícil si no es que imposible desarrollar un concepto que no tenga expresión en su cultura de origen, puesto que él no crea las representaciones ni los símbolos, sino que parte de las categorías existentes para crear su propia realidad (Bruner y Haste, 1990).

 

Separación afectiva, ausencia y concepto de muerte en el niño

Bowlby (1986) manifiesta que desde un inicio el niño responde a vínculos formales, desarrolla la noción de presencia-ausencia y paulatinamente aprende a distinguir una pérdida temporal de otra permanente.

Emswiler y Emswiler (2000; em McEntire, 2003) concluyeron que antes de los 3 años de edad es posible que los infantes perciban una ausencia entre quienes forman su mundo inmediato y que les haga falta una persona conocida, pero es poco probable que distingan entre una pérdida temporal y la muerte. Consideran que el niño llega gradualmente a ser capaz de sustituir la presencia física continua por una representación mental de sus padres, a percibir la ausencia y a diferenciar una separación temporal de otra permanente.

Anthony (1940; en Archer, 1999) trabajó con niños europeos de 3 a 13 años que habían vivido bajo la sombra de la guerra. Les preguntó sobre el significado de la palabra muerte y encontró que los menores de 5 años la veían como una separación temporal y reversible -la mezclaban con conceptos como partida o desaparición-; entre los 5 y 7 años comprendían la irreversibilidad de la muerte y que ésta involucraba leyes de funcionamiento universal, y aún a los 9 años la atribuían a factores externos: una persona, Dios o un castigo por portarse mal. La visión científica de que la muerte es un proceso biológico inevitable se comprende alrededor de los 9 a los 10 años de edad.

Kroocher (1973; en Archer, 1999) concluyó que entre los 5 y los 7 años los niños atribuyen funciones de la vida a la definición de muerte y confunden lo inanimado con lo muerto -ambos se conciben como diferentes a la vida-; tienden a personificar la muerte como un "espíritu", "esqueleto" o "fantasma"; su pensamiento se caracteriza por ser mágico y egocentrista -la idea de que sus pensamientos se convierten en hechos y, por tanto, éstos ocasionan la muerte-, e intentan entender ésta en términos de qué "hace la gente muerta", o qué debe sentirse para estar muerto.

Para Speece y Brent (1984), los conceptos de irreversibilidad, universalidad y no-funcionalidad son constitutivos del concepto de muerte. Para analizarlos, recurrieron a entrevistas y a otra clase de técnicas, como dibujos, composiciones escritas, y juegos espontáneos y dirigidos. Sus principales conclusiones indican que los niños de menos de 5 años carecen de la comprensión de que la muerte es universal para todos los seres vivos y de que significa un fin irreversible de todas las funciones del cuerpo. Así, éstos niegan que vayan a morir, o dicen que una persona muerta puede revivir si se toman las medidas adecuadas, o que la vida continúa a un nivel reducido de acción. Por su parte, los niños mayores de 7 años pueden reconocer que la muerte es universal e inevitable, pero que sólo le pasa a los ancianos y también puede ser personificada, lo cual no es sorprendente si se observa que existe una tradición cultural al respecto. La idea de que la muerte es final, inevitable y universal se reconoce hasta los 8 o 9 años.

Barrera (2001) precisa las razones por las cuales hay que tener cuidado de sacar conclusiones acerca de la habilidad de los niños para comprender la muerte: primero, existe variación en las investigaciones respecto de qué se entiende como muerte y a qué edad se entiende; segundo, la muerte es un tema emotivo aun para los adultos, por lo que la emoción y la ansiedad pueden distorsionar lo que dicen los niños al respecto; tercero, la mayoría de los niños tiene poca o ninguna experiencia con la muerte, y cuarto, hay evidencia de que esta experiencia y las creencias religiosas influyen en su capacidad para comprenderla.

Para Becvar (2001), habría que considerar que un análisis de la comprensión del niño acerca de la muerte no sólo debe incluir los factores individuales relacionados con su desarrollo cognitivo o edad cronológica, sino también aspectos socioculturales y del ambiente familiar, ya que los padres y adultos significativos proveen al pequeño información con la cual éste construye el sistema de creencias que utiliza para dar sentido a las experiencias que vive, en este caso la vinculada con la muerte.

 

Separación de personas significativas en la vida del niño

Las pérdidas despiertan un conjunto de emociones que alteran la vida cotidiana y trastocan la existencia. Para Kröen (2002), en el niño estas emociones pueden ser:

  • Negación. Su manera de expresarla es mostrándose agresivo o más contento y juguetón que de costumbre.
  • Idealización. Ésta le permite mantener una relación imaginaria con la persona perdida.
  • Culpabilidad. Puede creer que él ocasionó la muerte.
  • Miedo y vulnerabilidad. Intenta ocultar sus sentimientos, sobre todo a los niños de su edad, porque no quiere que sus amigos o compañeros de la escuela lo perciban diferente. Sus temores más frecuentes son: ¿causé yo la muerte?, ¿me pasará esto a mí?, ¿quién me cuidará?
  • Ocuparse de los demás. Asumir el lugar del fallecido y cuidar de sus hermanos más pequeños. La intensidad con que se vive cada una de estas expresiones es diversa y en ocasiones puede acentuarse y conflictuar en mayor medida su cotidianidad.

El Instituto Nacional de Cáncer (2006) señala que estas manifestaciones varían de niño en niño y en función del momento de desarrollo que éste enfrente: los lactantes (de 0 hasta los 12-14 meses) que han sido separados de su madre pueden exhibir una conducta apática, retraída, no responder afectivamente y acusar pérdida de peso, falta de actividad y problemas de sueño; entre los 2 y 3 años manifiestan pérdida del habla, angustia generalizada y miedo al abandono; entre los 3 a 6 años muestran trastornos en la alimentación y en el sueño, así como en el control de esfínteres; entre los 6 y 9 años sufren estados de alteración emocional y ansiedad sobre su propia muerte, cambios de humor, miedo al rechazo, trastornos alimenticios y del sueño, pérdida de interés en las actividades externas, conducta impulsiva, culpa por haber sobrevivido, rabia, vergüenza, fobia a la escuela, problemas de aprendizaje, comportamiento agresivo y antisocial, síntomas hipocondríacos o aislamiento. Sus episodios de pérdida tienden a ser intermitentes.

 

Pérdida ambigua

Para Boss (2001), la pérdida ambigua representa situaciones en las cuales la privación de un ser querido es ambigua, confusa, incompleta o parcial, la cual, combinada con la ambivalencia emocional, origina dolor emocional y puede resultar en una de las despedidas poco claras de la vida cotidiana. Un caso frecuente es la preocupación excesiva del padre/madre o ambos por el trabajo, o el divorcio, donde la ausencia psicológica afecta en especial a los niños, ya que sus padres o adultos significativos no están disponibles desde el punto de vista emocional y cognitivo para hablar, reír, discutir, compartir historias y demostrar afecto.

Pedrosa (2007) considera que en cada historia de vida se incluyen procesos de continuidad y cambio relacionados con exigencias laborales, económicas, mudanzas, migración, enfermedades crónicas o agudas, divorcios, infidelidades, etc., que alteran significativamente el desarrollo personal. El concepto de pérdida ambigua está siendo utilizado con mayor frecuencia para denotar este tipo de situaciones de difícil manejo por su complejidad intrínseca y su repercusión a nivel personal y familiar (Amagro, 2003).

De acuerdo con Allidiere (2001), en la última década se ha observado una tendencia a la aceleración del tiempo social: el hombre y la mujer modernos privilegian su desarrollo individual por sobre la disposición de su tiempo y disponibilidad afectiva con sus hijos, lo que desemboca en la actual aceleración de la crianza, que no considera las necesidades singulares de los niños y sus pautas evolutivas. Como resultado, se produce una delegación precoz de las funciones parentales en otras personas, instituciones, un aparato de televisión, videojuegos o la computadora que, al absorber todo el día, impiden un desarrollo lúdico espontáneo y libre del menor. Asimismo, se delega la responsabilidad en el propio niño, quien pasa a ejercer sobre sí mismo una especie de "autocrianza" o, en todo caso, es el chico (o el adolescente) el que pasa a sostener emocionalmente al adulto. Esta inversión del vínculo parento-filial suele hacerse particularmente evidente durante los procesos de divorcio de los padres y en los hogares uniparentales.

Ante el divorcio, por ejemplo, el niño percibe al padre/madre como una figura errática y cambiante e insensible a sus necesidades, y al tener un solo progenitor y padre conviviente y el otro visitante, mantiene latente el temor de perder al otro padre y puede sentirse doblemente abandonado, lo cual da lugar a conductas de apego y ansiedad. Algunas madres, por su parte, buscan protección en sus hijos o hijas, e intensifican los lazos de dependencia mutua (Baeza, 2000).

El duelo ante un divorcio puede incluir en el menor altos niveles de enojo, ambivalencia, anhelo, repudio, sensación de abandono, sentimientos de culpa por creer que él contribuyó a que sus padres se separaran (Webb, 2002). La dinámica familiar se modifica en su totalidad. Los padres se ven obligados a re-distribuir el tiempo y los espacios asignados a los niños, lo que trae como consecuencia un sentimiento de abandono o pérdida (Ríos, 2006). No obstante, si los menores perciben que los sentimientos o emociones intensos de rabia, miedo o tristeza son aceptados por su familia, podrán expresarlos y ello les ayudará a adaptarse adecuadamente a la separación o pérdida (Giacchi, 2000).

Otra de las causas de ausencia paterna lo constituyen las exigencias laborales y económicas, que han dado lugar a adultos ausentes que privan a los niños de los vínculos más importantes para su equilibrio emocional. La consecuencia inmediata es el deterioro del nivel de vida en los pequeños, contacto inadecuado en cantidad y calidad de tiempo, menor supervisión e involucramiento en el desarrollo mental, emocional y social de sus hijos, lo que los lleva a enfrentar situaciones de ambigüedad (Pedrosa, 2007).

El concepto de ambivalencia se ha dirigido básicamente hacia los impulsos antagónicos en la psique, e indica un conflicto entre los sentimientos positivos y negativos hacia determinada persona o conjunto de ideas o, en un sentido social, una mezcla de elementos emocionales y sociales. Para los niños, el reconocimiento explícito de la ambivalencia es difícil, ya que tardan varios años en traducirla en palabras aun cuando a temprana edad su conducta demuestra sentimientos ambivalentes, los cuales son muy comunes (Boss, 2001).

Desde esta óptica, es posible considerar que el proceso de duelo, sea por ausencia o muerte, asumirá una forma distinta en cada niño, pues operará en función de diversos factores que impactarán su vivencia en un sentido particular: edad, personalidad, etapa de desarrollo, experiencias anteriores con la muerte, su relación previa con el fallecido, ambiente, causa de la muerte, la oportunidad que se le brinde de compartir y expresar sus sentimientos, estabilidad de la familia después de la pérdida, el estilo familiar de lidiar con las tensiones, el cómo se satisfacen sus necesidades, los recuerdos y sus relaciones con otros adultos.

 

Duelo infantil desde el constructivismo narrativo

Dentro de la tradición constructivista suele interpretarse el duelo como un proceso de reconstrucción de significados (Botella,2001), como un periodo de transición o rito de pasaje em la vida de la persona (White y Epston, 1993), o como un momento de crisis, peligro y oportunidad (Labay, 2004). Las personas aprenden a separarse de ciertas prácticas de origen cultural, a manejar relatos y discursos alternativos, a dar énfasis a las particularidades de la experiencia vivida y de su mundo de significados personales, con lo cual se amplían sus posibilidades de resignificación a través de perspectivas múltiples y subjetivas; en este sentido, se es protagonista y actor del propio mundo (White y Epston, 1993).

Los niños viven el duelo como una experiencia nueva y buscan respuestas y consuelo en sus mayores. Para ellos lo desconocido puede resultar confuso y amedrentador, y la gran mayoría no sabe qué esperar luego de la pérdida de un miembro de la familia o de un amigo. La principal diferencia respecto del duelo de un adulto es que en los niños las expresiones intensas emocionales y de comportamiento no son continuas, pues en ellos el dolor puede aparecer de manera intermitente y relativamente breve en relación con los adultos, aunque el proceso puede durar más tiempo (Perry, 1998).

Con base en experiencias clínicas y entrevistas, McEntire (2003) señala que las tareas tempranas de duelo para los niños abarcan la autoprotección, la necesidad de afirmación de su seguridad y cuidado, y la comprensión de la muerte, que incluye información certera de las circunstancias que la rodearon; o bien, para los niños mayores, consiste en aceptar la realidad y sufrir los aspectos emocionales de la pérdida, ajustarse a un ambiente en el que la persona perdida está ausente, o colocarla de nuevo dentro de la vida y hallar maneras de conmemorarla.

Webb (2002) sugiere que las tareas de duelo en los niños deben contemplarse de manera distinta en virtud de la inmadurez de su desarrollo tanto cognitivo como emocional, y de que enfrentan cambios constantes debido a su proceso de desarrollo. Por ejemplo, la tarea de decir adiós puede no ser realista para niños pequeños, ya que intentarán retener a la persona en una fantasía como un recurso para confortar a su ego e integridad, o pueden ser incapaces de comprender la abstracción muerte, y beneficiarse de hacer algo tangible por la persona muerta, como escribir un poema, encender una vela o colocar una rosa. Los rituales que crean en sus juegos, pasatiempos y rutinas cotidianas les son tranquilizadores y curativos, alivian su angustia y les proporcionan una sensación de dominio. De igual manera, son una expresión característica de su pensamiento mágico-sincrético y es posible que les sean de utilidad en momentos de tensión y conmoción emocional (O'Connor y Hoorwitz, 1997). Giacchi (2000) recomienda que los adultos hagan participar al niño en las ceremonias asociadas con la muerte -velatorio, funeral, entierro-, pues estos rituales pueden ayudarle a comprender la realidad de ésta y a iniciar el proceso de duelo. Además, sugiere que se le explique con antelación qué verá, escuchará y el porqué de esos ritos, y que se le anime a ver el cadáver y, previamente, describirle qué aspecto tendrá para eliminar falsas creencias al respecto.

 

Herramientas terapéuticas

Para el constructivismo (Dershimer, 1990; Rosenblatt, 2000; Webb, 2002; Labay, 2004), procesar la experiencia de pérdida a través de la aproximación narrativa implica emerger de la intersección de la emoción y el lenguaje mediante un proceso de elaboración de significados e historias personales, y de un trabajo con metáforas o mapas, donde cada persona recorre un terreno específico y viaja con experiencias únicas a través de su propio proceso.

La práctica de crear narrativas para aferrar la experiencia comienza muy temprano. Los niños poseen una capacidad especial para la organización y los discursos narrativos, juegan con los materiales psicógenos que les facilitan la interacción con sus mayores y van transformando su historia de acuerdo con las circunstancias de su entorno; a la vez, asimilan contenidos, sentimientos, pensamientos y significados que incorporan en su experiencia en forma de narrativa.

Los terapeutas narrativos como White y Epston (1993), Freeman y cols. (2001) emplean diversos recursos en niños que no han desarrollado las habilidades verbales para describir sus experiencias: artes expresivas como pintura, dibujo, escultura, creación de máscaras, música, teatro con títeres, personificación, danza o contar historias. Con ello se les ayuda a expresar sus experiencias, a separar los problemas de ellos mismos, y a crear y ejecutar su historia preferida. Por ejemplo, un menor que elige un títere-tarántula puede descubrir formas para desarrollar una relación diferente con el miedo; otro niño que crea su propio mundo en una caja de arena externaliza su experiencia y se convierte en autor de ese mundo, lo que le abre nuevas posibilidades. Las historias con los niños son utilizadas en muchas formas. Cuando se eligen con fines terapéuticos, se toma en cuenta que éstas contienen elementos intelectuales, emocionales y espirituales, y que los pequeños tienen una habilidad natural para contar, escuchar historias y responder en consecuencia. También se considera que las historias sugieren cambio, presentan opciones, estimulan la imaginación, proporcionan una toma gradual de conciencia y, en el caso específico de una pérdida, permiten recordar, validar y conmemorar. Las historias hacen el mundo del niño más familiar y seguro (Webb, 2002).

Otra modalidad narrativa utilizada con los pequeños son las conversaciones colaborativas de Anderson, quien ha trabajado procesos de desvinculación como el divorcio reuniendo a la familia e incluyendo a los niños, a quienes otorga un papel primordial (Smith y Nylund, 1997).

Otra práctica es la creación de historias alternativas y juegos de personificación que ocurre cuando el niño empieza a jugar a ser él mismo en una situación familiar, y entonces pretende ser alguien más. Este proceso de personificación y transformación crea en él una experiencia de cambio en diferentes niveles: corporal, cinestésico, perceptual y conceptual. El juego de personificación permite a los niños moverse hacia atrás o hacia adelante en el tiempo como una forma de explorarse a sí mismos en el presente, pasado y futuro. Les permite desempeñar diferentes roles de manera "simultánea". Por ejemplo, un chico juega a ser un profesor y es ambos al mismo tiempo: el niño (no el profesor), y el profesor (no el niño). Esta relación paradójica entre él y cierto rol abre espacio para diferentes tipos de experiencias y opciones, ya que engendra historias alternativas.

 

Conclusiones

Las pérdidas infantiles surgen como un continuo en el desarrollo y en la vida cotidiana. Cuando no aparecen con la máscara de la muerte, lo hacen como abandono, ausencia, falta o ambigüedad: extrañar el cuidado, protección, sobreprotección, el trato diferencial otorgado por los adultos significativos, los tipos de juguetes y de juegos, el lugar que se ocupa en la familia (dejar de ser el centro de atención ante la llegada de un nuevo hermano, por ejemplo), pasar de ser el que recibe el cuidado a ser el que lo prodiga.

Esto nos habla de la importancia que reviste desarrollar una alta sensibilidad y una mirada hacia las pérdidas infantiles y de los adolescentes, quienes se enfrentan a diversos duelos: por la pérdida del cuerpo, el rol y la identidad infantiles y los padres de la niñez, y por la identidad sexual, todo lo cual se agrega a las pérdidas de tipo ambiguo, que adquieren formas diversas e impactan en su vida afectiva y social.

Concebir al niño como co-constructor de su realidad atendiendo tanto a su equipo biológico como a la cultura en que se inserta lleva a considerar que en su proceso de pérdida y duelo los conceptos, significados, formas vivenciales e implicaciones en su vida cotidiana son únicos.

De lo anterior podemos desprender la importancia que reviste:

  • La teoría del des arrollo infantil como lente del observador -llámese investigador o terapeuta-, que le permite reconocer elementos de posibilidad de orden bio-psico-social.
  • Acomp añar esta mirada con los elementos socioculturales que pueden estar organizando el guión o historia de vida de cada niño.
  • Plantear la postura epistemológica de la cual se parte para ver la intervención en el proceso de duelo infantil. Tomar en cuenta que la visión científica de muerte retomada por el adulto lo lleva a dar explicaciones al niño de orden biológico que requieren considerar el nivel conceptual que éste posee.
  • Indagar el sistema de creenc ias que el niño ha construido y que emplea para dar sentido a sus experiencias de vida.
  • Elab orar estrateg ias de interv ención en las que se tomen en cuenta posibles herramientas terapéuticas que le permitan al niño enunciar los sentimientos ambivalentes que pueden estar presentes ante la pérdida ambigua.
  • Identificar y rec on ocer los rituales que los niños crean durante sus actividades lúdicas, lo cual puede ofrecer una plataforma de posibilidades de intervención.
  • Explorar el emp leo de med ios narrativos como dibujos, creación de historias, cuentos, etc., atendiendo a la sensibilidad actual del niño, de tal manera que el diseño de la intervención se adecue al momento del proceso.
  • Desarrollar una capacidad de sensibilidad y flexibilidad durante la intervención.

 

Referencias

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1) Profesora asociada de la carrera de Psicología, FES-Iztacala, UNAM. Correo-e: rosa_isabel_garcia@hotmail.com
2) Profesor de la carrera de Psicología, FES-Iztacala, UNAM. Correo-e: adrianromirosas@prodigy.net.mx
3) Licenciada en Psicología, FES-Iztacala, UNAM. Correo-e: lilian_359@hotmail.com