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Natureza humana

versão impressa ISSN 1517-2430

Nat. hum. v.2 n.2 São Paulo dez. 2000

 

ARTIGOS

 

Ética y hermenéutica

 

Ethics and hermeneutics

 

 

Carlos B. Gutiérrez

Universidad de los Andes
Universidad Nacional de Colombia

Dirección para correspondencia

 

 


RESUMEN

La rehabilitación de la "filosofia práctica" en el siglo XX la inicia el joven Heidegger con su propuesta de una "hermenéutica de la facticidad", que se remite a Aristoteles, para hacerle frente al auto-encubrimiento del ser del ser humano. Pronto, sin embargo, los planteamientos de los clasicos griegos pasan a ser vistos por Heidegger como parte del inicio del olvido de la pregunta por el ser. Gadamer se aparta de Heidegger en ese punto ya en los anos treinta y plantea la necesidad de ampliar dialogicamente el ambito de la racionalidad practica mediante la complementacion de phrónesis y synesis, complementacion que se desplegara luego en la dialogica de "Verdad y Metodo".

Palabras claves: Filosofia practica, Heidegger, Hermenéutica de la facticidad, Phrónesis, Gadamer, Synesis.


RESUMO

A reabilitação da "filosofia prática", no século XX, é iniciada pelo jovem Heidegger com sua proposta de uma "hermenêutica da facticidade", remetida a Aristóteles, para enfrentar o auto-encobrimento do ser do ser humano. Porém, rapidamente, as formulações dos gregos clássicos passam a ser olhadas por Heidegger como parte do início do esquecimento da pergunta pelo ser. Gadamer afasta-se de Heidegger nesse ponto já nos anos trinta, colocando a necessidade de ampliar dialogicamente o âmbito da racionalidade prática por meio da complementação da phrónesis e synesis, complementação que se desdobraria, depois, na dialógica de "Verdade e Método".

Palavras-chave: Filosofia prática, Heidegger, Hermenêutica da Facticidade, Gadamer, Synesis.


ABSTRACT

The rehabilitation of "practical philosophy" in the twentieth century began with young Heidegger's proposal of a "Hermeneutics of facticity", refered to Aristotle, in order to face the self-concealment of the being of man. Soon, however, the works of classical greek thinkers began to be seen by Heidegger as parts of the beginning of the oblivion of te question of being. Gadamer, in turn, furthered his studies on aristotelian Ethics and saw the need of expanding dialogically the scope of practical reason through the mutual complementation of "phronesis" and "synesis", further elaborated in "Truth and Method".

Keywords: Practical philosophy, Heidegger, Hermeneutics of facticity, Phronesis, Gadamer, Synesis.


 

 

Hablar de una ética hermenéutica, de ética en la filosofía hermenéutica de Gadamer, es hablar de la rehabilitación de la filosofía práctica de origen griego en nuestros días. Aquí valen ya dos acotaciones hermenéuticas: no se trata, por una parte, de restaurar, sin más, una manera de pensar que se dió en la antigüedad, sino de acoger, desde nuestro horizonte, impulsos que sirvan para atender a aspectos de la vida ética descuidados, ante todo, en el transcurso de la filosofía moderna, y para enriquecer, así, la discusión actual en torno a la ética. Debemos, por otra parte, tener muy conciente que nuestros conceptos morales, tales como los de culpa, deber y conciencia moral, llevan la impronta de la historia cristiana de Occidente, lo cual hace que tales conceptos no encuentren equivalencia cabal en el ámbito de la filosofía griega, la cual mantiene, respecto a nuestro tiempo, una fundamental asimetría. Para que nos hagamos una idea de qué es la filosofía práctica, me permitiré contrastar, brevemente y en sus rasgos principales, la reflexión moral de Kant y la ética de Aristóteles, contraste que ilustra vívidamente la contratensionalidad entre lo universal y lo particular que ha animado y animará siempre a la reflexión filosófica en esta materia.

Para Kant, como es sabido, la moralidad sólo destella en aquellos momentos excepcionales en los que los seres humanos, superando toda dependencia de afectos e inclinaciones y venciendo a todos sus intereses personales, logren que el principio según el cual actúan sea de absoluta universalidad. Empeñado como estaba en rescatar a la filosofía moral de quienes la reducían a un análisis de estrategias y cálculos para alcanzar la felicidad, a Kant le cabe el mérito de haber recuperado el elemento de incondicionalidad formal inherente al deber ser. Pero a un precio muy alto.

En la Crítica de la razón pura, Kant, inicialmente, se propuso mostrar que lo decisivo en el conocimiento científico del mundo es lo que aporta el entendimiento mismo, con prescindencia total de lo empírico, por ser allí y sólo allí, en donde se dan los juicios universales y necesarios. Es decir, los juicios que no admiten excepción alguna. Tal es el reino de lo apriori, el de las leyes constantes e inmutables, de las que, según Kant, se vale el científico para obligar a la naturaleza a que conteste las preguntas que él le hace. La fundamentación kantiana de la moral sigue después un lineamiento análogo al de la fundamentación de la ciencia. Lo que todos conocemos como deber ser en la vida cotidiana está siempre en función de particularidad, es decir, se encuentra siempre al servicio de nuestros fines concretos y egoístas. El verdadero deber ser, por el contrario, sólo se puede encontrar en un ámbito completamente distinto del de la racionalidad del mundo de la vida, a saber, en el ámbito de la razón pura, de la Razón con mayúscula, "independientemente de toda experiencia" (Kant 1972, p. 31), porque en él, libre de la tiranía de inclinaciones e intereses subjetivos y libre de todo contenido real, se da la forma lógica de la universalidad incondicionada, único fundamento posible de la moralidad según Kant.

Gracias a semejante vacuidad, el nuevo principio de la moralidad emula en universalidad con las leyes científicas y entra a detentar el título entre sublime y ominoso de "imperativo categórico".

De ahí que "el imperativo categórico puede expresarse así: obra según máximas que puedan al mismso tiempo tenerse por objeto a sí mismas, como leyes naturales universales" (Kant 1972, p. 50). Armada de semejante principio de la más pura observancia moderna y protestante, la filosofía moral deja, por fin, de sufrir frente a la muy humana proclividad, al goce particular y frente a la sagacidad aún más humana, que se pasa la vida entera buscando subterfugios y excusas de todo tipo para seguir en ese goce, eludiendo la exigencia de universalidad. El imperativo categórico, al igual que su modelo, la ley científica, no conoce ni tolera excepción;

pues sólo la ley lleva consigo el concepto de una necesidad incondicionada y objetiva, y, por tanto, universalmente válida, y los mandatos son leyes a las cuales hay que obedecer, esto es, dar cumplimiento aún en contra de la inclinación. (Kant 1972, p. 36)

Parecería, por lo que vamos viendo, que la racionalidad moral kantiana quedara por fuera del alcance del humano mortal, pecador cotidiano y esclavo de la sensualidad. Kant, sin embargo, a pesar de ser prusiano o, justamente por serlo, sabía muy bien de "la fragilidad de la naturaleza humana" (Kant 1972, p. 30); sabía que estando el ser humano sometido a la determinación de afectos e inclinaciones "es imposible derivar la existencia real del imperativo categórico de las propiedades específicas de la naturaleza humana" (Kant 1972, p. 42). No menos grave resultaba su constatación de que

es en realidad absolutamente imposible determinar por experiencia y con absoluta certeza un sólo caso en el que la máxima de una acción, conforme por lo demás con el deber, haya tenido su asiento exclusivamente en fundamentos morales y en la representación del deber. (Kant 1972, p. 30)

Para resolver tamaña contradicción, es decir, para reconciliar la pureza racional del imperativo categórico en su universalidad absoluta, con las flaquezas particularistas del hombre de carne y hueso, Kant vuelve a echar mano del arbitrio del que ya se había valido para hacer frente a las antinomias de la razón teórica, arbitrio de eminente raigambre platónico-cristiana: el hombre es declarado ciudadano de dos mundos, del mundo sensible y del mundo inteligible. Se admite, eso sí, que el concepto de mundo inteligible "es sólo un punto de vista que la razón se vé obligada a tomar por fuera de los fenómenos para pensarse a sí misma como moral" (Kant 1972, p. 63). Tal punto de vista nos permite imaginarnos libres de los mecanismos de la causalidad, libres de toda determinación natural, para así poder atender, sin traba alguna, al llamado absoluto de la razón.

La idea de libertad, "cuya realidad objetiva no puede exponerse en ninguna experiencia posible" (Kant 1972, p. 64), se convierte, con ayuda del artificio, en la "suposición necesaria" de la teoría kantiana de la moralidad, ya que sólo en gracia de ella tiene sentido hablar de la autonomía de la voluntad, que, libre ahora de condicionamientos terrestres, puede autoimponerse el ideal de la universalidad. De esta manera, la razón, que en el campo teórico se había erigido en tribunal de la naturaleza, se arroga ahora en el ámbito moral la función de legislador, de un legislador reminiscente del legislador divino, que, más que dar o darse una ley, es simplemente idéntico con ella.

No vamos a abundar en otros aspectos de la fundamentación kantiana de la moral que han sido expuestos críticamente a partir de Hegel. Volvámonos ahora hacia la ética de Aristóteles, el otro polo de la reflexión filosófica moral, que se orientó más hacia los contenidos sustanciales, históricamente dados, de la eticidad y el caso normal de observancia de usos, que hacia el caso excepcional del conflicto heróico entre deber ser y voluntad, buscando con ello superar la unilateralidad del intelectualismo platónico.

La posición central de la noción de éthos (lo usual, las costumbres, el habitat de un ser vivo) indica ya que la virtud no radica exclusivamente en el saber y que la posibilidad del saber ético depende más bien de cómo sea uno (héxis), ser que a su vez está previamente determinado por la formación y por la socialización, es decir, por las formas comunitarias de vida (Aristóteles 1985, 1103a17, 1103a25-27, 1103b20, 1179b-1180a).

Aristóteles está más atento a la determinabilidad de nuestro ser ético, a la dependencia de toda decisión individual de sus determinantes prácticos y sociales, que a la supuesta incondicionalidad del enjuiciamiento moral. Así, el análisis aristotélico de la phrónesis o buen sentido vé en el saber ético un modo del ser ético mismo, inseparable, por tanto, de la respectiva concreción global en que se actúa (Aristóteles 1985, 1140b). El saber Ético es de lo viable, de lo que una situación reclama, y lo sabe mediante una deliberación que relaciona la situación concreta del caso, con el saber general y compartido de lo que es tenido por justo y correcto. No se trata, insistamos, de meros ejercicios lógicos de subsunción de lo particular bajo lo universal, ya que el que la deliberación se lleve a término o no depende del modo de ser de quien delibera.

El punto medular de la ética filosófica de Aristóteles es la mediación e inseparabilidad de lógos y éthos, es decir, de la subjetividad del saber y de la sustancialidad del ser (Gadamer 1967, p. 187 ss. e 1977, p. 383 ss.). El saber de lo ético no culmina en nociones generales como las de justicia, sino en la aplicación concreta que es la que, a la luz de este saber, determina lo viable aquí y ahora. El saber ético no es a distancia, no se da en tal forma que primero se posea y luego se aplique a situaciones reales. Lo que es justo, por ejemplo, lo que afirmamos o negamos en juicios sobre nosostros y sobre los demás, se ciñe a nuestras ideas generales de lo que es bueno y justo, pero no se determina jamás con independencia de la situación que pide justicia, situación que, lejos de ser el ejemplo de una regla universal, es, por el contrario, lo propio de que se trata. De ahí que la ética aristotélica no gire en torno a conceptos modélicos ni a tablas de valores y sí, más bien, se centre en la sencillez y seguridad de la conciencia ética concreta, que habla en términos que dicen poco y todo lo abarcan, como "lo que es del caso", "como es debido", "lo que está bien".

El buen sentido (phrónesis), la virtud gracias a la cual damos con el medio justo y logramos la aplicación que hace de lo viable lo bueno practicable, es cosa de la práctica, que se va adquiriendo en un contexto histórico y social y, en modo alguno, en un monopolio de quienes se dedican a la filosofía. Aristóteles comenta:

Se dice muy bien, pues, que realizando acciones justas y moderadas se hace uno justo y moderado; y sin hacerlas, nadie podrá llegar a ser bueno. Pero la mayoría no ejerce estas cosas, sino que refugiándose en la teoría, creen filosofar y poder así ser hombres virtuosos; se comportan como los enfermos que escuchan con atención a los médicos, pero no hacen nada de lo que tienen que hacer. Y así como estos pacientes no sanarán del cuerpo con tal tratamiento, tampoco aquellos sanarán del alma con filosofía. (Aristóteles 1985, 1105b5-17)

Lo decisivo para una ética filosófica es que no intente suplantar a la conciencia moral, ni ser un conocimiento ahistórico meramente especulativo, y sí, más bien, trate de ayudar a esa conciencia a saber más de sí misma a través de la aclaración de los fenómenos éticos. Esto presupone que quien reciba la ayuda haya ganado ya tanta madurez, mediada por los usos y costumbres de la pólis, como para no esperar de la aclaración que se le ofrece más de lo que ésta puede dar.

El actuar moral, que siempre dependerá más de lo que somos que de lo que expresamente sabemos, no sólo obra lo que es del caso, sino que, al mismo tiempo, nos va haciendo más lo que realmente somos. Sin embargo, y en la medida en la que el todo de lo que somos depende de posibilidades y de circunstancias que no están en nuestro poder, los fines de nuestro obrar y el bienestar que buscamos rebasarán siempre lo que cada uno de nosostros es. Nuestro actuar se da en el horizonte de la polis y amplía, con ello, nuestra elección de lo viable, insertándola en la totalidad del contexto histórico-social. La ética forma parte de la política, concluye Aristóteles en el segundo capítulo del libro primero de la Ética a Nicómaco.

Antes de que nos hable la razón, los usos e instituciones sociales nos han ido formando y determinando, haciendo posible, así, que la razón nos pueda hablar.

Los condicionamientos de nuestro éthos y de nuestro saber ético no son una mera carencia: ellos son, ante todo, el contenido positivo de nuestro ser social y político siempre determinado. Todos dependemos de las ideas de nuestro tiempo, de las circunstancias cambiantes de la vida social en la historia. Esto no legitima, sin embargo, ni al escepticismo moral ni a la manipulación de la opinión en nombre del poder político de turno. Los cambios de las costumbres y del modo de pensar de una época, tenidos por muchos por disolución moral, se dan siempre sobre cimientos mucho más estables de lo que parece. La familia, la sociedad y el Estado son elementos constitutivos del ser humano, cuyo éthos seguirá siempre conociendo nuevos contenidos. Aristóteles reconoce en su ética la limitante condicionalidad de todo ser humano, sin que esa ética, a renglón seguido, pretenda desconocer su propia condicionabilidad. Semejante filosofía moral, que no sólo sabe de su propia cuestionabilidad, sino que hace de ella su elemento esencial, quizás esté más cerca de nuestras necesidades actuales que el absolutismo kantiano. Aristóteles, como dice Gadamer, responde a la pregunta de cómo sea posible una ética filosófica, una teoría humana de lo humano, que no termine convertida en inhumana presunción (Gadamer 1967, p. 189).

La rehabilitación de la filosofía práctica en nuestro siglo se inicia con el programa de una "hermenéutica de la facticidad", propuesto por el joven Heidegger, en sus lecciones en Friburgo y luego en Marburgo, a comienzos de los años veinte, cuyos textos han venido siendo publicados en los últimos años, dentro de la edición completa de las obras del filósofo. Distanciándose de la fenomenología de Husserl, Heidegger descubre a un Aristóteles bien distinto del que había conocido como joven estudiante de teología y lo hace desde el horizonte de las más candentes cuestiones de la filosofía de aquellos agitados tiempos de la postguerra, en torno al concepto de vida. Del problema de la auto-interpretación de la vida, del que se había ocupado en Dilthey, gana Heidegger el hilo conductor para bosquejar, a partir de Aristóteles, una antropología filosófica. Después de enfrentarse a Agustín y al neoplatonismo, Heidegger cree que haya que volver a Aristóteles para comprender realmente la historia cristiana de occidente y para hacer transparente la situación histórica que se vive. Se trataba, pues, de hacer hablar de nuevo, a partir del horizonte de la época, a la Antropología de Aristóteles, ganada a partir de la vida vivida fácticamente, tal como se echa de ver en la Retórica y en la Ética.

Heidegger, quien había dado varios seminarios sobre la Etica a Nicómaco, sabía de la importancia de la phrónesis como aclaramiento práctico de la propia vida, como el buen sentido que se manifiesta en el actuar mismo. Ahora, no obstante, le interesa la relevancia de la filosofía práctica para la ontología, por dos motivos encontrados, que le llevan a movilizar a Aristóteles contra Aristóteles, en una especie de "destrucción de Aristóteles" (Figal 1992, pp. 56-64): de un lado el distanciamiento crítico frente al concepto de ser y de lo divino como ente que se mantiene en el presente de una constante plenificación, sin dejar absolutamente nada por fuera de sí; y, por el otro lado, el llamado a lo propio del ser del ser humano que trata de encontrar en el análisis aristotélico de la facticidad del existir. Podría decirse que Heidegger se empeña en reemplazar el sentido teórico por el sentido "fronético" de la filosofía, buscando, al mismo tiempo, la ontologización de los rasgos fundamentales de la vida. La "fenomenología hermenéutica", de la que tanto se habla en las lecciones, apunta al hecho de que la fenomenología deja de ser reflexión, es decir, intencionalidad de orden superior, para convertirse en comprender proyectante-interpretador (von Herrmann 1987, vol. I). El curar o cuidar pasa a ser el sentido cabal y originario de la intencionalidad (Heidegger 1985, vol. 61). El fundamento de todo sentido no es ya la subjetividad transcendental, que constituye su mundo a través de actos intencionales, sino la facticidad de un ahí, de una apertura en comprensión actuante de lo que es.

La vida necesita de interpretación, porque lo que cuenta en la vida es un ser despierto o alerta, que la mayoría de las veces se marra o se encubre, de un ser despierto que sólo puede volverse conciente a través del ejercicio hermenéutico. La Hermenéutica, en otras palabras, procede contra el auto-encubrimiento de la facticidad. La movilidad de la vida tiene un aspecto cadente o arruinante, toda vez que el ser humano, en vez de asumir y tomar en sus manos la propia existencia, se inclina a caer en la interpretación pública de su ser. De ahí que la Hermenéutica tenga por tarea la de ir tras la pista de la enajenación (Heidegger 1988, p. 15) y hacerla conciente, ya que, en tanto el ser humano se abandone acríticamente a determinaciones que le son ajenas, se excluye a sí mismo del lúcido poder que él es como ser ahí. La "hermenéutica de la facticidad" se esfuerza por abrir al ser ahí como ente que no es como tal "objeto de indiferente opinar teórico" (Heidegger 1988, p. 3). Y puesto que con la objetividad indiferente se erige en principio a la acriticidad, a la ausencia total de crítica, la Hermenéutica se entiende a sí misma como crítica de la acriticidad de la concepción tradicional del ser humano. Frente a la auto-conciencia enajenada del ser humano, sale a relucir la necesidad de un dar a conocer que ilumine la historia encubriente, una Hermenéutica de la Facticidad que vuelva a recordar a la existencia de sí misma. Este es el inicio de la rehabilitación de la filosofía práctica en el siglo XX, que habrán de adelantar estudiantes de Heidegger, en aquella época, como Gadamer, Leo Strauss, Hannah Arendt y Hans Jonas. La hermenéutica temprana de Heidegger, sin duda, habla a trechos con el tono de una crítica ideológica que, en nombre de un ser despierto por conquistar, se rebela contra la auto-enajenación actual del ser humano (Grondin 1994). No está de más anotar que, en aquel mismo año (1923), Georg Lukács propuso también su crítica a la enajenación bajo el título de Historia y conciencia de clase.

Lo que viene después es más conocido (Cerezo 1998, pp. 11-79). Mucho se ha hablado de la "sustancia ética" de Ser y tiempo, obra en la que lo hermenéutico se subordina a la cuestión ontológica, a propósito ante todo de la caída, de la contraposición de propiedad e impropiedad que atraviesa la obra, en tal grado, que el análisis de la estructura de la existencia sólo se completa hasta alcanzar el ámbito de la resolución, lo cual implica que el ser ahí sólo accede a la plena comprensión de sí cuando se resuelve a ser sí mismo, cuando la resolución "pone al ser del Ahí en la existencia de su situación" (Heidegger 1997, p. 317). Se suele olvidar, sin embargo, que la crítica ontológica al yo metafísico no se limita a mostrar que el ser del hombre, como apertura de ser, sea algo totalmente distinto de la auto-conciencia que, como instancia puntual, se fundamenta a si misma en la oscuridad de la introspección y reduce el ser de todo lo que ella no es a posicionalidad de objeto. No. La destrucción heideggeriana del yo concierne también al sujeto moral clásico. La tendencia del ser ahí a comprenderse a partir de lo que él no es refuerza la ilusión de soberanía y de omnímoda auto-disposición de la conciencia moral como medio de rehuír el ser arrojado radical de la existencia. El auto-enjuiciamiento moral supone el desdoblamiento objetivador de la conciencia que se contempla a si misma en actitud de espectador y tribunal que compara, críticamente, su conducta con el patrón del ideal, desdoblamiento que desemboca, en cálculos compensatorios, en términos de debe y de haber. En la auto-inculpación, la libertad reconoce la autoría de su falta como deficiencia que también está en su mano subsanar, de manera que lo humano reside ahora en el desdoblamiento y en la aposición de deber e inclinación, mas no, en límite alguno, a la disposición de sí misma por parte de la conciencia moral.

Contra la prepotencia del sujeto moderno también en lo moral, Heidegger insiste en la facticidad, en el hecho de que la apertura que somos está siempre arrojada o zampada en una situación y, como tal, condicionada como proyecto yecto. La alienación tranquilizante es, no obstante, natural e inevitable, ya que por ser ahí, entorno de apertura, el ser humano tiende a ser absorbido por todo lo ente de que se ocupa y a comprenderse a partir de ello. De ahí que Heidegger se niegue insistentemente a juzgar la caída en términos morales. Él "destruye" la interpretación habitual de la conciencia moral a la luz de la metafísica, según la cual, toda deficiencia es vista como ausencia de algo que moviliza la tendencia a subsanarla. Las carencias no son de la acción, sino del ser de la existencia humana misma. Mi ser yecto me niega un comienzo absoluto, ya que jamás podré superar el ser arrojado. Esta imposibilidad de un origen absoluto concierne al proyecto que soy y que como yecto no puede disponer de sí omnímodamente. El ser ahí está siempre por detrás de sus posibilidades: el cuidado o cura está transido de no ser. Lo que atestigua la conciencia, según Heidegger, es manquedad ontológica que nos llama a asumir nuestra finitud radical y a resolvernos a existir desde ella. La certeza de la muerte termina dehaciendo todo narcisismo auto-fundamentador de la conciencia.

La crítica a la impropiedad de la conciencia moral se continúa después de Ser y tiempo, en la crítica de Heidegger al humanismo de todas las denominaciones. La teoría platónica de las ideas se sitúa, ahora, en el comienzo de la historia del olvido del ser. Por encima del ser limitado a la apariencia parcial, se entroniza la plenitud del modelo, del deber ser, esquema que encuentra su versión contemporánea en las filosofías de los valores. Heidegger es enfático en su rechazo de la noción de valor como categoría para pensar el actuar humano, por tratarse de un concepto legítimo en la economía, pero espurio en la filosofía, por tratarse de un fetiche cuya entidad se agota en el ser fijado por una voluntad, tal como por fin lo dijo abiertamente Nietzsche, y cuya única utilidad es la de sustraer, a lo que se declara, un valor de toda posible justificación. El distanciamiento del humanismo y de los valores fue acompañado de la crítica a la concepción tradicional del actuar humano como un hacer o producir y no como un plenificar, como un traer lo que es a la plenitud de su esencia.

La obra tardía de Heidegger puede ser vista como el retorno a una "ética originaria", que ve en el ser y en el movimiento destinal de su desocultación la morada y la pertenencia del ser humano. La medida vinculante que pone fin a la desmesura en el habitar se da en el reconocimiento de la co-pertenencia, en unidad originaria de los cuatro elementos en el juego de mundo: la tierra y el cielo, los divinos y los mortales. En contraposición a la arrogancia de la voluntad de poder, se abre ahora la actitud de serenidad. En lugar del hacer, la gran virtud es ahora la del escuchar, la de abrirse a la interpelación del ser. Queda al final abierta la pregunta de si se trata de una ética que tenga que vivir negando que es ética, para no engrosar las filas de los decálogos de instrucciones para el actuar humano. Otros ven aquí naufragar la libertad de tanta destinalidad del ser y se quejan de la indefensión en que queda el ser humano ante ésta. No faltan los que, desconociendo la reflexión explícita sobre el co-ser ahí en Ser y tiempo, echan de menos la dimensión intersubjetiva, hasta el punto de afirmar que en esta ética originaria se dé más diferencia ontológica, que pluralismo y alteridad como consecuencia de que, en lugar del compromiso por otros seres humanos, haya compromiso por y para la verdad del ser. Y no pocos creen que Heidegger sustituye la autonomía del sujeto de la filosofía moderna por una especie de religión natural, hábilmente encubierta como ontología.

Al cabo de las referencias a la transformación de la ética en Heidegger, volvamos finalmente a Gadamer. Un estudio suyo de 1935 sobre el "saber práctico", publicado sólo recientemente en las Obras completas (Gadamer 1985, pp. 230-248), nos ayuda a establecer afinidades con la interpretación heideggeriana de Aristóteles y de la filosofía práctica, así como divergencias significativas frente a ella. Para la temprana filosofía de Heidegger, el curar o cuidar como comprensión actuante en que consiste la apertura de ser que es el ser humano es el fenómeno que abarca en su totalidad al ser-en-el-mundo, en tanto que los logros en incuria del sujeto transcendental se pierden en el vacío de la arbitrariedad histórica, que se apodera de la idea husserliana de constitución. Al equiparar ciencia y filosofía y al ver en la cientifización de la vida humana el ideal de la vida misma, el pensar se había eximido de su más propia tarea: la de dar consigo mismo del ser ahí. Frente a ello, Heidegger se propone reconquistar el primado práctico del saber filosófico, saber que, como interpretación que es de la vida fáctica, jamás se obtiene a distancia y sólo se da en la plenificación del curar de sí misma la existencia. De esta manera, Heidegger se apropia del argumento central de la crítica aristótelica a Platón, según el cual la diánoia, como mera posibilidad teórica o científica de comprender, no satisface la pretensión del saber de lo bueno. El paso al libro VI de la Ética lo da Heidegger por el camino del curar: frente a Husserl y al neokantismo, Heidegger opta, así, por el mismo camino que en su momento Platón y Aristóteles eligieron para enfrentarse a la sofística. El término cura (Sorge, en alemán), para el que Heidegger encontrará paralelo en la orexis aristotélica, se inspiró seguramente en la epiméleia, en el "cuidado del alma", según Platón, en el movimiento del alma que ciñéndose a la reflexión universal del ser (en la phrónesis), pasa por las ideas que están a la base de todos los fenómenos y llega finalmente a la idea del bien. Sólo que Aristóteles volverá por los fueros del sentido práctico para lo viable, como objetivo del saber de lo bueno aquí y ahora, que la dialéctica había perdido de vista.

Para el paso de Heidegger al libro VI de la Ética, no fue determinante la teología filosófica favorecida por el aristotelismo tradicional, sino la cercanía a la realización concreta y fáctica del ser ahí evidente en la filosofía práctica y en la Retórica de Aristóteles. El examen de las disposiciones por las cuales el alma posee la verdad en el Libro VI, recuerda Gadamer,

tenía para Heidegger ante todo el sentido de que en él el primado del juicio de la lógica y de la "ciencia" se veía decisivamente limitado para efectos de la comprensión de la facticidad de la vida humana. Un conocimiento totalmente distinto se hacía valer allí, un conocimiento que no era de objetos y que no pretendía ser objetivo sino que buscaba el posible aclaramiento del ser ahí vivido fácticamente. (Gadamer 1983, p. 144)

De manera que para captar el sentido fundamental de ser del ser ahí, que no es ni objeto ni útil, sino que tiene que ser, toma Heidegger como referencia directriz el tratamiento aristotélico del lógos, de la praxis y de una verdad práctica independiente.

El interés en la analítica del ser del ser humano, sin embargo, y el empeño en la destrucción de la historia de la metafísica comienzan a distanciar a Heidegger de su interés en la rica problemática que se abre entre Platón y Aristóteles. Platón comienza a ser estilizado por él, bajo influencia de Nietzsche, como el comienzo del olvido de la pregunta por el ser, noción que, empobrecida y reducida a lo ente, suscitó su escalación en forma de ágaton, anticipando así conceptos modernos como el de deber ser y el de valor (Heidegger 1993, pp. 140 ss.). No hay comprensión para la reflexión platónica sobre el ser en el horizonte de la idea del bien. En general la interpretación de los conceptos fundamentales de la filosofía antigua se va convirtiendo en un tratamiento distanciado que no corresponde más a lo que el joven Heidegger había encontrado en ellos. Gadamer disiente de esta lectura e inicia el camino de su propia filosofía. Él siente la necesidad de pasar de una analítica existencial a una dialéctica existencial de la que surja la hermenéutica de la facticidad a partir del principio histórico efectual del compartir interpretativo, una dialéctica del despliegue de la synesis hacia el fenómeno dialógico fundamental del entenderse que se abre entre Platón y Aristóteles en la estructura peculiar del saber de lo bueno, de la phrónesis. Y, apartándose de Heidegger, atiende al carácter especial de lo bueno, con el que tiene que ver todo el que actúa y por el que todos preguntamos cuando realmente se trata de lo que debemos hacer. La idea del bien sin duda se encuentra en un lugar celestial, más allá de lo que es. No obstante, "el camino de ascenso para contemplar tal lugar y el camino de descenso del curar abandonado a sí mismo del propio ser son uno y el mismo camino". La filosofía es política porque "el filósofo y el verdadero político viven en un mismo curar". En ellos dos tiene que haber verdadero saber, y, por tanto, tienen ellos dos que saber qué es bueno. El bien es algo que uno no puede saber a distancia y para todos, sino originalmente para sí mismo. "Únicamente a partir de la preocupación por el propio ser (alma) surge el saber cuyas verdades son fructíferas, y tal preocupación es filosofía" (Gadamer 1985, p. 239).

Gadamer diferencia la phrónesis, el buen sentido, de la técnica o arte. El saber técnico es un saber práctico cuyo fin es la obra, en tanto que el fin de la phrónesis es la existencia práctica misma. El saber de la técnica, además, no es un cabal sacar a luz, ya que la obra que él sabe producir queda abandonada a lo incierto del uso que le dé quien disponga de ella; en otras palabras, la técnica no conoce lo bueno y provechoso para el usuario. Además, en tanto que la phrónesis consiste en seguir buscando, en seguir aconsejándose a uno mismo, en el tener que ver cómo se las arregle uno, la esencia de la técnica consiste en liberar, hasta donde sea posible, al que produce una obra de semejante seguir buscando mediante un saber previo. Y ante todo, el buen sentido, el saber de lo mejor para sí mismo, se basa en una actitud permanente, muy diferente de las opiniones que podamos tener de las cosas. Uno no puede olvidar la actitud de preocupación considerante en torno al propio ser, ya que vive siempre en ese cuidar. Phrónesis es, pues, la más propia reflexión sobre lo que es y lo que debe llegar a ser conciente como bueno y provechoso para cada quien.

¿Y qué pasa con la política? ¿Es un saber para otros, es un saber para todo el mundo? No, es un modo del saber para sí, el político es un phrónimos. Puesto que posee la virtud de saber para sí lo mejor, por ello mismo le confiamos también lo mejor colectivo. Hay, pues, un buen sentido político en las más variadas formas: sentido económico, sentido de lo políticamente aconsejable, sentido de justicia, sentido organizacional o legislativo. De todas esas formas de phrónesis el sentido para sí mismo y para lo mejor propio es lo esencial. Sólo que el político no se preocupa siempre y exclusivamente de su propia ventaja. Uno no puede hacerse verdaderamente cargo de su propia ventaja, sin desplegar al mismo tiempo sentido económico y político. Sin olvidar que la política no es algo a lo que podamos entrar o de lo que podamos salir, ya que el ser humano es por naturaleza un ser político. El curar de lo mejor para sí se expande de suyo por el ámbito del Estado. Cuidando de lo colectivo, uno no deja así de saber para sí. Lo colectivo no es sólo lo mejor de los demás. La ética misma es por parte de la política.

El buen sentido, la razonabilidad práctica, se dirige a lo viable en cada caso y tiene la estructura de un concluir inquiriente y reflexionante, además de ser un deliberar consigo mismo, un aconsejarse en asuntos propios. Empero, como sugiere Aristóteles en el capítulo 11 del Libro VI de la Ética, ¿no va implícita en todo deliberar consigo mismo la posibilidad de deliberar con otros y de acudir al juicio de ellos? Este es el punto en el que Gadamer inicia la expansión dialógica del ámbito de la razonabilidad práctica, poniendo en juego una virtud hermenéutica fundamental que Heidegger dejó sin analizar. Ahora la phrónesis aparece claramente como un saber que no es meramente subjetivo, al verse complementada mediante la synesis, la virtud del encuentro, del entenderse. Si acudimos al juicio de otros, ellos juzgan por uno y lo que es mejor para uno, planteándose entonces la cuestión de si el saber de ellos sea también sentido práctico, con lo cual se abre la posibilidad de que el saber para sí no sea determinación esencial de este sentido; podría haber phronesis que en vez de ser para sí fuese para otros. Esta nueva perspectiva tiene la ventaja de hacer visible la naturaleza incomparable de la razonabilidad del sentido práctico.

Synesis es la comprensión con la que seguimos a otro que nos cuenta de sí mismo y de sus consideraciones acerca de lo que para él es mejor; no se trata obviamente de un saber u opinar teórico, que a gusto se pueda traspasar a otros o que se pudiese llegar a poseer a la manera de un saber para todos. Tanto el contenido como el modo de conocer de la synesis corresponden por completo a los de la phrónesis, con la diferencia de que la synesis, el entenderse, no da instrucciones u órdenes para actuar, sino que aconseja y juzga comprensivamente, con lo cual supera la distancia que separa al saber para sí del saber para otro. La distancia inevitable del juzgar por otro no significa que el juicio carezca del rasgo del ser para sí, esencial del saber práctico. Comprender en este caso no es un mero adquirir o acumular información, sino la aplicación del saber propio al juicio sobre el caso práctico de otro. Así, quien comprende debe ya tener phrónesis y, lo que es más, tiene que usarla para juzgar, no para actuar. Él tiene, concluye Gadamer, que concebir el caso del otro como problema práctico con sentido práctico, no con mera sensatez. Uno no puede juzgar la viabilidad de algo ni diferenciar el camino mejor del peor a menos que se tenga una visión previa del objetivo, en lugar de la consideración teórica de todas las posibilidades en sí, y se parta de lo que prácticamente hace al caso para el otro. Sólo cuando uno se pone en la situación del otro y consulta entonces el propio sentido práctico, tiene uno la comprensión y el juicio para el otro que él necesita. Vemos, pues, que este saber comprensivo no es a distancia, ya que, a pesar de la distancia fáctica entre el que juzga y el que actúa el juicio, se propone precisamente pensar para el otro como si uno mismo tuviera que poner manos a la obra (Gadamer, 1985, p. 245).

Esto apunta ya de lleno al camino para recuperar el problema hermenéutico fundamental en Verdad y método. La phrónesis tiene, en verdad, una relación única consigo misma, como lo muestra la modificación ampliadora del sentido de lo viable a través de la synesis,en la que se trata con igual originareidad de un saber para otro en el saber para sí. La capacidad de juicio que se despliega en el concebir comprensivo del caso del otro no saca su fuerza de técnica o ciencia algunas, sino del sentido práctico en que se apoya la comprensión en medio de las cambiantes situaciones del actuar. Para Gadamer, y en esto consiste el paso que da la filosofía hermenéutica más allá de la Tópica y de la Dialéctica, ello significa que el enjuiciamiento del caso no simplemente aplica el patrón universal para su acaecer, sino que el enjuiciamiento mismo co-determina, complementa y corrige. Se trata de la capacidad herméutica del juicio, del despliegue complementario de synesis y phrónesis, del sentido práctico que Heidegger llegó a acoger en la analítica del ser ahí como conciencia y allí lo dejó completamente aislado.

Hay pues que volver a pensar la índole del lógos de la filosofía práctica, ya no tan simple como se asumía, pues se despliega de manera doble en relación al estado de cosas enunciado como tal y en relación al escuchar de lo dicho, fenómeno lenguájico éste singularmente encubierto que discurre a la par de enunciados como el ruego, la orden y el deseo y que, en el fondo, puede acompañar todo decir, fenómeno que se encuentra en el justo medio de la filosofía práctica, entre el modo dianoético de realizarse la vida reflexiva que enuncia la palabra adecuada y la realización ética de la deliberación que escucha y atiende. Lo que despunta tras la muy especial auto-relación de la phrónesis es el fenómeno acroamático del lógos, del poder escuchar la palabra adecuada como capacidad de la virtud ética de la que sigue dependiendo la phrónesis. Ethos y phrónesis están, pues, indisolublemente unidos. La tarea de la phrónesis se cumple, movida por la palabra verdadera que apunta al justo medio, haciendo correcto al esforzarse y llevando a la situación de decisión mediante la elección de los medios, tarea que presupone el permanente quehacer de quien actúa y que permite que, a través del sentido de lo viable, se dé el comprenderse a sí mismo hacia el bien.

Los análisis de Verdad y método giran todos en torno a la noción de diálogo. En el capítulo dedicado a "Los fundamentos para una teoría de la experiencia hermenéutica", Gadamer se apoya en el fenómeno del juego, toda vez que la apertura dialógica hacia el otro implica "el reconocimiento de que debo estar dispuesto a dejar valer en mí algo contra mí, aunque no haya ningún otro que lo vaya a hacer valer contra mí" (Gadamer 1977, p. 438). Dialogar es, así, poner en juego las pre-concepciones propias, asumiendo que el otro pueda tener razón, de manera que los interlocutores tengan la posibilidad de "una transformación hacia lo común, donde ya no se sigue siendo el que se era" (Gadamer 1977, p.458).

De ahí que el diálogo verdadero sea un acaecer tan poco manipulable como el juego verdadero. Entramos en un diálogo cuando nos enredamos en él; su despliegue va tomando un rumbo que guía a quienes dialogan, en vez de que ellos lo guíen, y lo que de él resulte nadie lo puede saber por anticipado. Ya que lo que sale de él es la palabra común, que no es ni tuya ni mía y que rebasa tan ampliamente las opiniones personales de quienes dialogan, que éstos pueden quedar como los que no sabían. Valga recordar que, como lo vió Platón, el diálogo es también la estructura del pensar mismo, estructura que la mayoría de las veces se esconde bajo la fijación aparentemente monológica de la escritura. La labor del intérprete consistirá, entonces, en recuperar lo así transmitido desde el extrañamiento en el que se encuentra hasta el presente vivo del diálogo, cuya realización original será siempre la de preguntar y responder. Es bien conocida la importancia que tiene para Gadamer la "primacía de la pregunta". Comprender algo es comprender la pregunta a la que trata de responder. Y comprender una pregunta es terminar haciéndosela uno mismo. En el pensar "la pregunta va por delante". No se trata, claro está, de preguntas que inventemos nosotros, sino de preguntas que se nos imponen y que nos ponen en camino hacia la cosa de que se trata.

Después de fundamentar el alcance universal del comprender, Gadamer analiza en Verdad y método la historicidad de todo comprender. La historia es siempre más que lo que nosostros sabemos de ella. En el fondo, sabemos de la historia porque somos parte de ella, porque nos determina de continuo en nuestra pertenencia a ella. Todo intento de comprensión de algo está ya, por tanto, bajo los efectos de la historia. Ella determina por adelantado lo que nos resulte interesante o cuestionable, ya que sólo podemos comprender aquello que nos hable y nos alcance con sus efectos. La noción gadameriana de "historia efectual" alude al hecho de que siempre nos encontramos en una situación a la que no podemos objetivar por completo. La situación tiene, eso sí, su horizonte en constante proceso de ampliación, desde el cual nos abrimos a los contextos de sentido que buscamos comprender, los que a su vez acrecientan interpretativa-mente su horizonte hasta alcanzar el nuestro y fundirse con él en conjuntos referenciales cada vez más amplios.

Ahora bien, es absurdo suponer que para comprender algo debamos prescindir de nuestro horizonte y trasladarnos a otro. Pues, además de no existir horizontes cerrados, no hay sentido alguno al que podamos acceder directa e inmediatamente prescindiendo de un horizonte. Sólo desde el contorno de lo que nos es familiar podemos abordar lo otro. La dialéctica negativa fundamental de la experiencia humana despunta en el hecho de que sólo en la confrontación de lo propio pueda afirmar sus pretensiones de verdad lo otro. Y viceversa. Lo cual quiere decir que, si no arriesgamos la confrontación de lo otro de lo que ya sabemos, si no arriesgamos lo juzgado y comprendido previamente, quedaremos constreñidos a la prisión de lo sobreentendido y a renunciar, en últimas, a la experiencia, que consistirá siempre en el enriquecimiento de lo propio a través de lo otro - lo otro que en la medida en que lo comprendamos irá pasando a formar parte de lo próprio, sin que jamás se llegue a su apropiación exhaustiva.

La humana tarea de la experiencia no es otra cosa, pues, que el esfuerzo por hacer concientes nuestros pre-juicios, a fin de que lo otro deje de ser invisible y pueda hacerse valer por sí mismo. Darle razón al otro es, sin duda, algo difícil de aceptar. Hay entonces que aprender, contra uno mismo, a estar equivocado, hay que aprender a perder en el juego de la comprensión. "Tenemos que aprender a detenernos ante lo otro como tal, tanto ante la naturaleza como ante las culturas de los pueblos; tenemos que experimentar lo otro y los otros como los otros de nosotros mismos y participar así los unos de los otros." (Gadamer 1989, p. 34).

Las reflexiones de Gadamer en torno a la alteridad ponen en evidencia que, frente a las viejas y nuevas ideologías del consenso, la Hermenéutica representa la cultura del disenso, que, al decir de Rorty, es

expresión de esperanza de que el espacio cultural dejado por el abandono de la epistemología conmensurante no llegue a llenarse - de que nuestra cultura sea una cultura en la que ya no se sienta la exigencia de constricción y confrontación. (Rorty 1983, pp. 287-288)

Hermenéutico es el cultivo del diálogo, alternativa única a "la violencia del acogedor abrazo de la Razón" (Bernstein 1991, p. 18), que privilegia en la filosofía a la unidad y a la totalidad. De lo que se trata es de reconocer la radical e inconmensurable singularidad del otro y de recuperar un sentido de pluralidad que desafíe cualquier fácil reconciliación total. Sabiendo que siempre será posible no hacerle justicia a la alteridad del outro, debemos reistirnos a la doble tentación de asimilar superficialmente lo otro a lo mismo y de rechazar como insignificante o nociva a la alteridad del otro. Hay que "aprender a vivir con la inestabilidad de la alteridad", aprendizaje siempre frágil y precario que no conoce una solución final por ser la tarea permanente y central de la vida humana misma. Jean-François Lyotard (Lyotard 1994) se remitió a la afirmación de Hannah Arendt en su estudio sobre El imperialismo: "Parece que un hombre que no es nada más que un hombre ha perdido precisamente las cualidades que permiten a los otros tratarlo como su semejante", para recordarnos que un hombre sólo es más que un simple hombre si es también los otros hombres. Lo que hace a los seres humanos semejantes es el hecho de que cada uno lleva en sí mismo la figura de los otros. Su semejanza proviene de su disimilitud.

Comprender tiene el carácter de aplicación, no en el sentido de subsumir algo bajo conceptos generales ya administrados, sino en el de relacionarlo con lo que somos y sabemos, con la comprensión global que tenemos de nuestro ser y del ser de todo lo que es. De ahí que Gadamer relacione el ejercicio del comprender con el saber práctico o ético, tal como lo concibió Aristóteles, un saber que no se perfecciona en la universalidad de los conceptos y sí en la "aplicación" concreta, la única que permite determinar lo que sea del caso. La dimensión práctica del comprender se abre a partir del momento en el que éste deja de ser mera repetición de las ideas de otros para convertirse en mediación creativa. El centro de gravedad de la ética aristótelica es ciertamente la armonización de éthos y lógos: el saber práctico es un saber que se va convirtiendo en ser y un ser que resulta en saber; de ahí que sea la forma fundamental de la experiencia hermenéutica, de la experiencia del comprender al juicio práctico. En la comprensión se despliega la razonabilidad práctica dentro de un horizonte situacional histórico, siempre en proceso de ampliación, apoyada en legados y sentidos comunes.

 

Referências bibliográficas

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