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Revista Mal Estar e Subjetividade

Print version ISSN 1518-6148On-line version ISSN 2175-3644

Rev. Mal-Estar Subj. vol.1 no.1 Fortaleza Sept. 2001

 

CONFERÊNCIAS

 

En torno al malestar: aproximaciones de Nietzsche y Freud*

 

 

Eugenio Fernández García

Professor Titular, Vice-Decano da Faculdade de Filosofia da Universidade Complutense de Madri e Doutor em Filosofia. E-mail: eugenfg@eucmax.sim.ucm.es

 

 


RESUMEN

A pesar del progreso, el malestar sigue siendo una experiencia extendida e inquietante. Sin embargo, la cultura actual tiende a banalizarla, reduciéndola a circunstancia particular o convirtiéndola en maldición y tabú. Se considera una ignominia ser feliz. Así resulta más difícil dar la palabra a esa experiencia oscura y cuidar de ella. Este trabajo trata de ese enigma, de su estrecha relación con la extraña (unheimlich) condición humana, de su carácter constituyente y estructural. Con ese objetivo recurre a las aportaciones de Nietzsche y Freud. Pero en vez mezclarlos o compararlos, los toma como instancia crítica también entre sí. Teniendo en cuenta sus respectivas experiencias del dolor y la locura, recoge y articula algunos de sus análisis del juego trágico entre la vida y la muerte, de las funciones paradójicas de la verdad y del bien, del nihilismo de la voluntad de potencia, de la represión, del conflicto pulsional y la estructura del sujeto, del desasosiego, la fragilidad y la fuerza del deseo.

Palabras clave: amor, condición trágica, felicidad, muerte, sujeto.


ABSTRACT

Despite progress, discontent is still an extended and worrying experience. However, culture tends to trivialize it reducing it to a particular circumstance or making it become a taboo. Unhappiness is considered to be an ignominy. Therefore, it becomes more difficult to reveal this dark experience and look after it. This paper is about that enigma, linked to the strange (unheimlich) human condition, and about the structural and constitutive nature of discontent. That is why it resorts to Nietzsche´s and Freud´s contributions, but, instead of mixing or comparing them, they are used as a way of criticizing each other. Considering their experiences of pain and madness, this paper gathers and structures some of their analyses about the tragic game between life and death, the paradoxical functions of truth and good, nihilism, the necessary but impossible happiness, repression, subject structure and the disquiet, fragility and strength of desire.

Keywords: love, tragic condition, happiness, death, human subject.


 

 

La experiencia del dolor, desasosiego, inquietud ... es probablemente tan antigua como la historia del género humano. Y atraviesa cada existencia de principio a fin.

No menos antigua y constante es la búsqueda de soluciones, remedios, curación. Hasta quienes, quizás asustados, "preferimos" distanciarnos de su inmediatez y dedicarnos a la filosofía, reconocemos que "lo urgente es curar". Lo urgente y lo más ético y noble, lo decisivo, aquello a lo que todos tendemos, incluso dando rodeos.

Pero no es sencillo. Y no sólo porque cueste encontrar remedios adecuados. Resulta difícil, en primer término, descubrir y reconocer la naturaleza o condición de ese malestar. Quizá siempre y ciertamente en el presente proliferan las incitaciones a ignorarlo o trivializarlo. El bienestar se ha convertido de tal manera en emblema de nuestro modo de vida, que disfrutar y sentirse bien es la primera exigencia. ¡Consume! y ¡goza! son hoy formas categóricas de un imperativo elemental que se pretende milagroso. Sutilmente se deslizan en nuestra cultura complicidades con ese dulce despotismo del bienestar y esa felicidad adormecida pero infeliz. Por el contrario, el malestar se ha convertido en un verdadero escándalo. Es censurado y camuflado. Preguntarse por él resulta intempestivo. ¿Quizá porque se sospecha que reconocer su magnitud aumenta nuestra inquietud y desenmascara la ilusión de esos remedios?

De hecho, la desgracia, el sufrimiento ... son en la actual cultura dominante algo vergonzoso; la modalidad básica del mal. Ser infeliz es la peor miseria, lo último que un ser humano debe permitirse. La muerte, sobre todo, se ha convertido en tabú. Es progresivamente borrada del espacio de la ciudad y la cultura y despojada de inscripción, de ritos, de significación. Irrumpe como un hecho bruto, opaco, extraño, siniestro.

En este contexto resulta especialmente importante despejar nuestra experiencia oscura del malestar, darle la palabra y cuidarla, atreverse a mirar a los ojos de esa esfinge, recorrer sus enredos e intentar hacerse cargo de su alcance. A ese reto han respondido singularmente Nietzsche y Freud que, por caminos distintos, se adentraron en esa espesura y buscaron denodadamente luz y curación. Por ello pueden servirnos de guías.

 

1. Qué malestar?

Lo primero que interesa retomar es el proceso recorrido en sus análisis y la posición a la que conducen y desde la que plantean el problema. Importa hacerse cargo de su óptica, que está estructuralmente vinculada con una ética, y juntas configuran una terapéutica. Lo esbozaré ahora provisionalmente, como indicación del camino que voy a seguir. Luego los retomaré más detallada y articuladamente.

Es habitual imaginar ese malestar indefinido y esquivo, aunque rotundo y sangrante, como des-gracia, mala suerte, accidente. Algo exterior y ajeno que nos cae encima y nos hunde o nos contagia y perturba. El esquema supuesto es dualista. Y el modo de inscripción en nuestro organismo y en nuestro orden global suele consistir en caracterizarlo como avería en el mecanismo, desarreglo, fallo funcional y, como consecuencia, déficit en la consecución de su fin, que es el buen funcionamiento, el bienestar. Es decir, una crisis, un desajuste en la economía de la vida. En todo caso una disfunción marginal y pasajera. Planteado así, el problema tiene, por definición, solución. Más aún, su remedio está predefinido en él: reajustar, recuperarse. El arreglo puede ser difícil, pero no cuestiona el sistema; al contrario, reclama su restablecimiento y consolidación. Por una astucia de la realidad, ese malestar, como las crisis de crecimiento, termina beneficiando. No es nada realmente inquietante. En cuanto a la circunstancial agudeza del dolor y la gravedad de las enfermedades, los avances de la ciencia y la técnica garantizan soluciones rápidas. La aureola de omnipotencia con la que rodeamos los remedios, los fármacos en su doble sentido, se hace cargo fácilmente de los elementos del malestar que no habían sido ya desactivados en esa versión light. Diagnóstico y solución confluyen, así, en una banalización del malestar cuyo horizonte es la "banalidad del mal".1

La tentación es tan envolvente y halagadora que incluso alguien tan crítico con esa trivialización como fue Freud pensó para su obra centrada en este problema un título provisional que corría el riesgo de deslizarse por esa pendiente: Das Unglück in der Kultur. De hecho, él mismo sustituyó Unglück (infortunio, desgracia, accidente ... ) por el término, menos usual y menos cómodo, Unbehagen (malestar, desasosiego ... ). Nietzsche, por su parte, comienza con un planteamiento que es la antítesis, y en algún sentido la reproducción invertida, de una mentalidad antigua según la cual la vida es un destierro, un valle de lágrimas, una enfermedad. Para él la enfermedad, el mal, es la negación de la vida. La vida misma es salud rebosante. En su afirmación e intensificación se multiplican y sobreabundan los remedios; se desvanece la oscuridad del mal en la que se ampara su gravedad. La intensidad de la vida y la felicidad apuntan el alcance de su negación. Por eso la afirmación le lleva a romper el espejismo, a desfondar ese esquema y avanzar a través de la crítica de la economía del progreso, de la satisfacción, del bienestar. No tarda Nietzsche en atravesar y desarticular el "orden de los ideales", supuesto garante de la armonía y la plenitud, es decir, del triunfo del Bien absoluto tanto en el ser como el estar. Precisamente porque no toma el sufrimiento como principio redentor, ni quiere trivializarlo, puede denunciar lúcidamente que ese orden establecido no toma en serio el malestar y lo reduce a males parciales, relativos y provisionales. Frente a ellos, siempre se puede apelar a la paciencia y la compensación, como modélicamente (también en su falta de ética) hace la teodicea.

La trayectoria de Nietzsche a través de la crítica de la moral y la metafísica (onto-teo-logía), conduce a un ser y un phatos radicalmente trágico. Nos sitúa en la afirmación de una vida sin mesura, más allá del orden y concierto, en el inquieto devenir que, de puro exceso, resulta desgarrador y difícilmente soportable y habitable. Un malestar intrínseco a la voluntad de ser y como ella activo y alegre.

En el análisis que Freud hace del malestar han influido seguramente su propia vivencia del dolor y la enfermedad, la experiencia de la primera Guerra Mundial, su vejez, la experiencia clínica de lo difícil que resulta curar etc. Pero todo eso no ha hecho que su propuesta sea un duplicado ideológico de su desengaño y pesimismo, sino que ha movilizado su pensamiento y le ha llevado a proseguir su crítica de la "economía vital" de las ilusiones. Economía que pretende garantizar una solución final, un bienestar, reposo y felicidad eternos, es decir, la plena satisfacción de nuestros deseos. Crítica doble: a) Porque son falsas y engañan prometiendo un consuelo ilusorio y éticamente ruin. b) Porque no curan, sino que bloquean el malestar; lo enquistan y nos paralizan.

La trayectoria de Freud ha dejado huellas de dos «pasos» en el descubrimiento del "malestar":

1º.) Nuestro malestar surge de los conflictos entre inconsciente y conciencia, principio de realidad y principio de placer, naturaleza y cultura ... Sus cristalizaciones derivan directamente de la función represiva de la cultura. En ese sentido se trata de un malestar de la cultura. En la cultura está su causa y de ella depende su remedio. Al menos en principio, se trata de ir haciendo una cultura menos represiva y más placentera.

2º.) El malestar surge de conflictos que no se producen sólo en la superficie y frontera del psiquismo, que no son extraños, sino que radican en la dualidad y naturaleza de las pulsiones, afectan a la estructura del aparato psíquico y a la constitución del sujeto en la escisión. Padecimiento que reclama atención clínica, pero que no es una mera inadaptación, sino que afecta a la tópica, la dinámica y la economía psíquicas, es decir, malestar metapsicológico. Se trata, pues, de un malestar estructural y constituyente, intrínseco. Se da en la cultura, en ella habita, forma sus síntomas y busca cuidado, pero no es sólo de la cultura.

Tal trama de conflictos no es un fallo del sistema, sino parte de su articulación. Teje la red que nos estructura y sostiene a la vez que nos apresa, inquieta y hiere. Lejos de ser un accidente, emerge justamente en la constitución de cada subjetividad. Intentar erguirse como auténticos sujetos humanos conlleva incrementarlo, porque no se trata de una maldición, sino de una expresión de la verdadera condición humana, de nuestra esencia deseante que no se contenta con conservarse, sino que insistentemente se afana y se arriesga. De ahí la paradoja de un malestar que urge remediar porque duele y destruye, pero que a la vez se muestra incurable, inevitable; más aún, necesario, posibilitante.

En la obra de Freud esa perspectiva se radicaliza al no poder seguir suponiendo que el principio de placer finalmente domina y regula el logro de soluciones. La pesquisa del malestar le ha llevado más allá de la economía que permite remediarlo; en definitiva de la economía de la salud. Justamente el compromiso con el sufrimiento, la coherencia y la lucidez del médico, del clínico han desenmascarado la ilusión, la componenda de la solución final, que es la tentación moralizante e ideológica. ¡Lección para los filósofos!

Para los seres humanos das Behagen (agrado, satisfacción, bienestar) no es apenas algo dado, natural y seguro; ni rige nuestras vidas como principio último y absoluto que al menos da derecho a esperanzas y reclamaciones. Fundamentalmente requiere ser creado y construido, siempre tormentosamente.

Das Unbehagen (malestar, inquietud, desasosiego), no es una anomalía; es nuestra condición. Nos sostiene y nos hiere. Po eso preguntarse por y cuidar de nuestro malestar es uno de las maneras más directas y menos maleables de conocer la condición humana y cuidar de ella.

Si Freud tuvo una intensa y larga experiencia del sufrimiento y un decidido compromiso profesional con la locura, Nietzsche fue un enfermo crónico que sufría agudamente y terminó loco. El malestar les era familiar. Pero no se resignaron a padecerlo. Nietzsche reconoce que el estar enfermo puede constituir incluso un enérgico estímulante par vivir, para más-vivir.2 Y concluye: convertí mi voluntad de salud, de vida, en mi filosofía (Ecce homo I, 2, p. 24; SW 6, 266-267). Retrospectivamente dirá luego: La enfermedad fue la que me condujo a la razón (Ecce homo II, 2, p. 41; SW 6, 283). Esa conexión entre experiencia de la enfermedad y curación se concreta en dos aspectos: curación de la exaltación de lo dionisíaco y de la enfermedad de la sospecha. (Gaya Ciencia, prol. 2-4; SW 3, 347-352). Dentro de esa perspectiva de la lucidez del malestar, no es casual que ponga en boca de un loco el anuncio de la muerte de Dios (Gaya ciencia $125; SW 3, 480-482). Un loco que sufre por ello un espantoso desamparo. Los vademecum de los remedios, en este caso estéticos, aseguran que "donde hay obra, no hay locura", pero en Nietzsche, como en van Gogh o Artaud, la locura "pertenece a su obra" y muestra su verdad.3 ¿Incluso cuando se vuelve opaca, muda, irrecuperable?

Ni uno ni otro quedaron atados a sus padecimientos, lamiéndose las heridas. En ambos el malestar resultó dinamizador, productivo. Lograron pensarlo. Hicieron el recorrido del pensar auténtico: pasar del síntoma al análisis del conflicto estructural y constituyente, y de éste a la búsqueda de soluciones lúcidas que lo movilicen y no lo nieguen. Por eso, más allá de la retórica y del talante personal, más allá del pesimismo o del optimismo, nos conducen a explorar nuestra condición trágica. El malestar no es algo que nos pasa, sino algo que somos. El modo de ser de los humanos une inseparablemente lo extraordinario y el malestar. De ahí que ese malestar tenga la fuerza y el desgarro de la tragedia. Lo expresó muy bien el canto del coro de la Antígona de Sófocles: Muchas cosas asombrosas (deinon) hay, pero nada más asombroso que el hombre (vv. 333 y ss.). Pico della Mirandola explica paradigmáticamente la excelencia y el riesgo de esa dignidad humana.4 El creador no ha encerrado el hombre en una horma, ni la naturaleza lo protege, sino que su condición es ser artífice de sí mismo. Lo portentoso en él es su capacidad de surcar tierras y mares, de dotarse del lenguaje y del pensamiento, de habitar en lo abierto. Pero eso mismo es lo que lo hace también sorprendente e inquietante, desamparado y terrible. No le faltaba razón a Hölderlin al traducir deinon por ungeheuer (monstruoso, atroz). La experiencia muestra vivamente que nada hay más admirable y a la vez más tremendo que el hombre. Lo extraño forma parte de su esencia más íntima, se encuentra saliendo fuera de sí, su ser es deseo y se realiza siempre más allá, incluso del bien y del mal. Por eso Heidegger ha traducido deinon por unheimlich.5 Término cargado de significación para Freud, como es sabido.6 En el hombre lo entrañable se vuelve inhóspito, enigmático, siniestro, sin dejar de ser admirable y querido. Todo eso constituye nuestro malestar rotundo y esquivo.

Se trata de condición más que de una enfermedad; y en ese sentido no tiene curación. Eso no significa que su reconocimiento conduzca al fatalismo y a renunciar a la "cura". Al contrario, convierte a esta no tanto en un lenitivo, cuanto en un modo activo de ser y de cuidar de la vulnerabilidad humana El malestar es fuego que quema y anima. Su medicina consiste en curar las heridas, pero sobre todo en cuidar la fragilidad de su ser, sostenerlo y responder éticamente a su deseo. Su alcance no es sólo el del dolor, lo mal hecho, lo defectuoso ... Incide más allá de la satisfacción y el ajuste, más allá de la ley y el orden. Apunta a un plano en el que hay que hablar ya del mal en sentido radical. Un mal que no es la falta del Bien absoluto, su figura invertida. De ese modo el malestar señala su dimensión abismal y su carácter de enigma.

Por eso mismo no excluye, sino que plantea con la misma radicalidad, el problema de la felicidad. Planteamiento que es, como sugería Benjamín, el indicador más sensible de la cualidad de cada cultura.7 Quizá no sea casual que la tendencia a trivializar el malestar y la felicidad vayan de la mano en las sociedades hipermodernas. Ni que la tradición más adusta se haya empeñado en conjurar al primero y se haya avergonzado de la segunda. A través de su contraste uno y otra se corresponden. Asumir abiertamente el malestar y despejarlo es el camino adecuado para tomar en serio la felicidad como cuestión vital y filosófica fundamental.

a. El reto de la diferencia

La complejidad del malestar que nos acucia aconseja acudir a dos guías de talantes tan diferentes como los de Nietzsche y Freud. Pero eso implica tomar en consideración dos análisis del problema desde ópticas diferentes y dos tipos de discurso. Discursos en conflicto e irreductibles, como la filosofía y el psicoanálisis. El psicoanálisis no es una cosmovisión, un sistema, un empeño de síntesis donde finalmente todo se resume, equilibra y reconcilia. Pero, a su vez, en Nietzsche podemos descubrir hasta qué punto es posible y necesario pensar auténticamente sin ceder a esa ilusión. La voluntad de verdad quiere sistema sin olvidar las heridas. Desde su diferencia, psicoanálisis y filosofía son recíprocamente síntoma, lugar de cristalización y punto de interrogación. Eso invalida algunas cómodas coartadas antifilosóficas que tientan a algunos psicoanalistas.

Además, Freud y Nietzsche son, como decía Althusser, dos hijos ilegítimos, naturales pero no reconocidos, de su época.8 Dos intempestivos también por sus obras.

No se trata de asimilarlos, de buscar concordancias, de mezclarlos e integrarlos. Ni de hacer de uno glosa e ilustración del otro. Tampoco de convertirlos en protagonistas de la novela familiar de nuestra investigación del malestar. Lo que aquí los reúne no es cierto aire de familia, sino el que cada uno por su camino ambos conducen a posiciones sobre el malestare structuralmente conectadas, que se cuestionan y se refuerzan. Los une cierta tópica. Hay entre ellos problemas comunes y análisis que se cruzan, convergen y chocan. Cada uno es para el otro reclamo y potenciación; complemento y signo de lo que le falta. Sus posiciones son también contrapunto, reto de la diferencia; en una palabra, instancia crítica.

Nietzsche aporta un trabajo de crítica de la moral y la metafísica y un horizonte ontológico en el que se puede inscribir y comprender mejor el planteamiento de Freud. Pero, quizá por su misma actitud, tiende a separar la dimensión activa y creadora del malestar, de su dimensión reactiva y mortífera. Lo mismo que tiende a concebir un deseo puro, donde hay más exceso que falta.

Freud se opone a dejar atrás y desvirtuar el poder de lo negativo, la fuerza de la destrucción y la muerte; e intenta vincularlos con las fuerzas de la vida. Anuda ambas justamente en su conflicto; estructura lo que Nietzsche tendía a partir y soltar. Pero a veces corre el riesgo de tender a "igualar", a poner en el mismo plano a "Eros" y "Thanatos". Nietzsche actúa ahí como llamada de atención. Es también incitación a repensar la relación entre exceso y falta en el deseo.

Inevitablemente mi lectura de Nietzsche está mediada por Freud, hecha, en parte, con los ojos que él nos ha abierto. La memoria histórica es retrospectiva. Pero en eso se muestra también la verdad de Freud, su capacidad de abre-acción.

b. Relación histórica de Freud con Nietzsche

Para no quedarse sólo en consideraciones generales y situar la relación en su marco concreto, conviene recordar algunos datos sobre la historia del encuentro de Freud con la filosofía de Nietzche. Esta relación, además de esbozar el contexto concreto del problema, se muestra como prototipo de la relación de Freud con los filósofos y, derivadamete, del psicoanálisis con la filosofía.9

En la carta del 11 de Mayo de 1934 a A. Zweig escribe Freud:

Durante mi juventud (Nietzsche) representaba para mi una nobleza que estaba fuera de mi alcance. Uno de mis amigos el Dr. Paneth, lo conoció en la Engadina y solía escribirme muchas cosas acerca de él. Más tarde también mi actitud hacia él había seguido siendo más o menos la misma.10

En la carta del 31 de mayo de 1897 a Fliess, también interesado en Nietzsche, hace referencia al superhombre. Y la fechada el 21 de septiembre del mismo año se refiere al derrumbe general de los valores en el que sólo queda intacta la psicología. En la Interpretación de los sueños Nietzsche es citado tres veces. El 1 de febrero de 1900 escribe a Fliess: Acabo de comprar Nietzsche donde espero encontrar palabras para muchas de las cosas que permanecen silenciadas dentro de mí, pero todavía no he abierto el libro, demasiado perezoso por el momento.11

En la sesión del miércoles 1 de abril de 1908 se estudió la 3ª parte de la Genealogía de la moral que trata "de los ideales ascéticos". El Acta recoge lo siguiente: El profesor Freud subraya ante todo su propia relación singular con la filosofía, cuya naturaleza abstracta le resulta tan desagradable que ha renunciado a estudiarla. No conoce la obra de Nietzsche; sus ocasionales intentos de estudiarla fueron sofocados por exceso de interés ... .12 En el Acta de la sesión del 28 de octubre de 1908 insiste en que nunca pudo estudiar a Nietzsche; pero afirma que, tal como se expresa en su autobiografía Ecce homo, fue una personalidad enigmática.

En la Historia del movimiento psicoanalítico (1914) escribe: En época posterior (a 1910) me rehusé el elevado goce de las obras de Nietzsche. Con esta motivación consciente: no quise que representación ni expectativa de ninguna clase viniese a estorbarme en la elaboración de las impresiones psicoanalíticas (O.C. XIV, 15). En su Presentación autobiográfica (1924), tras afirmar que en sus últimos escritos (Más allá del principio del placer, Psicología de las masas, El yo y el ello) ha dejado libre su tendencia a la especulación para encontrar una explicación al problema de las pulsiones, pero no ha vuelto la espalda a la observación, ni se ha entregado en brazos de la especulación, escribe: En cuanto a Nietzsche, el otro filósofo cuyas intuiciones e intelecciones coinciden a menudo de la manera más asombrosa con los resultados que el psicoanálisis logró con trabajo, lo he rehuído durante mucho tiempo por eso mismo: me importa mucho menos la prioridad que conservar mi posición imparcial (O. C. XX, 56).

En la entrevista de S. Viereck para "Glimpses of the Great" en 1930 le declara que Nietzsche fue uno de los primeros psicoanalistas y resulta sorprendente hasta qué punto su intuición se anticipó a nuestros descubrimientos. Y significativamente, justo cuando acaba de escribir en El malestar en la cultura que el propósito de que el hombre sea feliz no está contenido en el plan de la Creación (O.C. XXI, 76), se refiere al pasaje del Zaratustra donde, ante la aflicción que grita ¡muerte!, Nietzsche afirma: Profundo es su dolor. El placer es más profundo aún que el sufrimiento. El dolor dice: ¡Pasa! Mas todo placer quiere eternidad. Quiere profunda, profunda eternidad (Así habló Zaratustra IV, p. 429; SW 4, 404).

Para completar el cuadro habría que tener en cuenta, además, la labor de los mediadores, en especial O. Rank y Lou Andreas Salomé.

En resumen, se trata de una relación tejida de proximidad y distancia. Sorprendentes y nucleares anticipaciones intuitivas, pero a la vez irónica contraposición entre las fáciles intuiciones de los filósofos, que componen sus teorías con girones de su gorro de dormir, y el arduo y paciente trabajo clínico de los psicoanalistas. Vivo interés, atracción, casi seducción... y, al mismo tiempo, resistencia y abstinencia en aras de la pureza del propio pensamiento. En definitiva, una relación con los rasgos característicos del conflicto entendido psicoanalíticamente.

 

2. Nietzsche

La reflexión sobre el dolor de vivir y la patología de la cultura recorre toda la obra de Nietzsche. Prioritariamente trata de afirmar el valor de la vida; y eso implica perderle miedo al sufrimiento; despojarlo de su carácter terrible. Pero ante todo requiere subvertir una cultura que ha cifrado la salvación en el sacrificio. De ahí su interés crítico por las distintas modalidades culturales de "farmacon", de medicinas para las que curar se reduce a anestesiar. Llevada a su extremo, esa actitud pretende salvar la vida despreciándola; curarla envenenándola de asco hacia sí misma y, finalmente, resignándose a su miseria. Por eso, antes que del malestar, Nietzsche se ocupa de los remedios que resultan peores que la enfermedad. Para recuperarse de esa patología moral parasitaria del malestar, Nietzsche reivindica la condición trágica en su sentido fuerte y activo, que se ha ido perdiendo desde la época clásica de los griegos. En la tragedia el malestar no es una vergüenza, ni una condena, sino el elemento del esfuerzo y de la lucha, del ejercicio de vivir intensamente.

El nacimiento de la tragedia es una apelación a la vida desbordante, festiva, que canta y baila, mágica, sin restricción, abismal. Bajo la denominación de lo dionisíaco construye el mito del origen creador, pleno, exultante. Como el paraíso y, además, con la ciencia del bien y del mal. Por tanto sin fruto prohibido. Nietzsche mismo considerará más tarde que ese tono de esta obra es propio de un manifiesto de principiante. Su maestro Ritschl la había tachado de delirio e "ingeniosa borrachera". Se trata de un libro prematuro, verde, que tiene un repugnante tufo hegeliano y wagneriano (Ecce homo p. 67-72; SW 6, 309-315). Sus verdaderas aportaciones son: 1ª) La comprensión del fenómeno dionisíaco, como sí a la vida, afirmación de la "voluntad de potencia", metafísica del artista y relación entre tragedia y sabiduría. 2ª) La comprensión del socratismo como inicio del proceso de decadencia y del nihilismo reactivo que continúa con el platonismo y el cristianismo

De hecho ese origen rebosante de salud y prototipo de "bienestar" aparece como perdido. Justamente por ello es cantado y reivindicado. La trama del texto es la explicación de esa pérdida y la propuesta de su recreación. Pero la exaltación retórica vela ese fondo. Falta aún la sabiduría trágica y el arte supremo que consiste en decir sí a la vida "sin reservas aun en el sufrimiento" y sin "sustraer nada de lo que existe" (Ecce homo p. 69-71; SW 6, 311-313).

Dionisos es el dios de lo pulsional (Trieb) y, en ese sentido, de la "voluntad", de la fuerza y la desmesura, de la celebración y del sacrificio festivo, de la embriaguez, de lo informe y caótico, de la intuición y el arte de la música y la danza. En eso consiste la esencia de lo trágico: afirmación incondicional y despliegue de la vida en su pluralidad, sus metamorfosis, su fragilidad, sus conflictos; y por eso también selección, catarsis y alegría de vivir intensamente que mata. Se trata del "juego del mundo" que, como señaló Heráclito, encierra lucha, dolor y guerra, que es padre de todas las cosas (El nacimiento de la tragedia $ 24, p. 188; SW 1, 153). Pero no renuncia y resignación, ni culpa, ni redención, sino inocencia del devenir. La resignificación del sacrificio es el punto crítico. Él es la encrucijada de la violencia y la agresividad inherente a la vida, de la fiesta y la comunión. Nietzsche silencia la pérdida, la muerte de la víctima.

Sócrates es la antítesis de Dionisos. Con él comienza la pérdida del espíritu trágico y el auge del saber como medicina. Es de la estirpe de Edipo, ese prototipo de la incondicional voluntad de saber, modelo de hombre noble y virtuoso que, sin saber, transgrede la ley de la naturaleza (madre) e instaura la ley del logos. Son precisamente sus virtudes quienes lo pierden, lo dejan ciego y lo convierten en figura doliente y causante de males. (Cfr El nacimiento de la tragedia $ 4 y 9). Pero Sócrates olvida ese origen y su drama. Como Eurípides, prefiere seguir el principio de Anaxágoras, según el cual al comienzo todo era caótico hasta que llegó el entendimiento (nous) y creó el orden. De ese principio derivan sus lemas: Todo tiene que ser consciente para ser bello y todo tiene que ser consciente para ser bueno (El nacimiento de la tragedia $ 12, p. 113-114; SW 1, 87). Sócrates convierte el conocimiento en principio de la virtud; y la verdad en norma. Pero su sabiduría consistía en desconfiar de la vida, en creer que tenía que corregir la existencia y en imponerse el deber de curar (El nacimiento de la tragedia $ 13, p. 116-117; SW 1, 89). Su paradoja consiste en erigirse como médico de la cultura mientras propaga la enfermedad.

En efecto, pervierte y disuelve los impulsos; los sustituye por el compromiso lógico. Es un hombre desnaturalizado, desconfiado, débil, que piensa porque no vive y para protegerse, para conjurar esa falta. El miedo es la madre de su prudencia. Por eso, a pesar de su optimismo teórico, su ética es triste. No conoce el eterno placer de la existencia, la alegría metafísica de lo trágico (El nacimiento de la tragedia $ 16-17, p. 137-138; SW 1, 108-109). Sólo sabe de la felicidad como premio de la virtud ("Sócrates y la tragedia" p. 227; SW 1, 547). Su sabiduría se alimenta de la sospecha y se cifra en la pregunta más falaz: "¿tiene sentido la existencia?". En realidad, ama la muerte, la cultiva y la busca.

El instinto lógico y el conocimiento del que ha pretendido hacer una "medicina universal", se revelan como enfermedad, veneno, patología. Lo resume bien una exclamación que Nietzsche pone en boca de Sócrates: ¡Oh Critón! la vida es una enfermedad (La gaya ciencia $ 340; SW 3, 569). Lógicamente su curación será la muerte. La sabiduría de Sócrates se resume en el conocido lema la vida no vale nada (Crepúsculo de los ídolos p. 37; SW 6, 67). Su actitud de filósofo "médico de la cultura» a fuerza de sublime se vuelve terrible, aniquiladora: "Fiat veritas, pereat mundus".

Obviamente esa contraposición entre vida y conocimiento, plenitud y miseria, es simplista. Bueno será no sólo reprochárselo a Nietzsche, sino también no hacer nosotros uso de tal esquematismo en otras oposiciones, por ejemplo entre naturaleza y lenguaje.

Ahora bien, desde que el socratismo ha impregnado la cultura occidental resulta imprescindible para la salud vital llevar a cabo la critica de la verdad. Se trata de hacer la genealogía de cómo el mundo verdadero acabó convirtiéndose en fábula y en fraude (Crepúsculo de los ídolos p. 51-52; SW 6, 80-81). Ese recorrido es, a la vez, un camino de vuelta a la vida y al arte, a la experiencia trágica. Nietzsche pone en cuestión el valor de la verdad, pretendidamente autentificadora de todos los demás valores, que devienen gracias a ella verdaderos. Desenmascarar ese valor dominante, la modalidad más altiva e ilusa del saber que se pretende remedio todopoderoso, es iniciar la transvaloración por su punto crucial. Al mismo tiempo se trata de rescatar la verdad como dimensión de nuestra condición trágica, aliada decisiva de un malestar que habla.

El título del escrito Sobre verdad y mentira en sentido extramoral está cargado de ironía. La verdad que se proclama pura, objetiva y pretende ser fundamento de la moral, se revela profundamente inmoral.

Nietzsche esboza en primer lugar una historia natural de la verdad. En un momento, supuestamente inaugural, en un rincón del universo centelleante, el homo sapiens se creyó el rey de la creación. Fue el minuto más altanero y falaz de la Historia Universal (Sobre verdad y mentira Madrid, Tecnos, p. 17; SW 1, 875). En realidad el conocimiento es hijo natural de la vida y la sirve, precisamente en una especie débil en otros recursos. Las verdades son para los humanos sustitutivos de los cuernos o las garras para la lucha por la vida. Al olvidar esas raíces, el pensamiento se convierte en un renegado. Reniega de su origen porque no puede soportarlo. Para parecer puro, racional y veraz tiene que ignorar que piensa bajo la influencia de lo ilógico, de los impulsos; más aún, que él mismo es un impulso (Trieb). De ese modo la verdad se convierte en efecto de superficie, pero se empeña en dar impresión de profundidad, consistencia y transcendencia.

Con ese doble juego no logra librarse de sus raíces, pero fuerza la realización retorcida de sus funciones mediante la escenificación y el enmascaramiento. El hombre que convierte su vida en una búsqueda ascética de la verdad y del bien, se rodea de ficciones, de ideales que generan reglas y convenciones hasta encerrarlo en una armadura-prisión. La máscara pierde aquí la vivacidad y fuerza creadora que tiene en la tragedia y tendrá en el superhombre. Queda reducida a ilusión y trampa. La primera víctima de ese olvido y fraude es el propio hombre. En realidad, ¿qué sabe el hombre de sí mismo? (Sobre verdad y mentira p. 19; SW 1, 877). Su conciencia no es luz, sino caverna; lugar de enredo y encierro, no patria de libertad. La conciencia cabalga a lomos de un tigre y no lo reconoce. Ese animal agresivo pero ágil, cruel pero no verdugo, es éticamente más sano que el hombre virtuoso y veraz.

Además, la verdad tiene una historia política. Nietzsche establece un interesante paralelismo entre el desarrollo del "impulso hacia la verdad" y la formación de las instituciones sociales; entre la constitución de la verdad, del sujeto y del Estado. El deseo de vivir gregariamente, efecto de la debilidad, necesita un tratado de no agresión, un pacto suscrito por todos y al que todos se sometan, que los convierte en iguales. Ese paso es un corte y un salto del "estado de naturaleza" a la cultura. El lenguaje, la palabra dada y empeñada, es quien hace posible tal pacto. Además, para ser eficaz el acuerdo debe tener autoridad. La categoría de verdad es la encargada de conferirle obligatoriedad. Así pues, paz, sumisión y verdad son de la misma estirpe. Las verdades son convenciones consolidadas, imperantes. Su contenido es secundario.

En virtud de su uso como elementos de intercambio, las palabras terminan convirtiéndose en conchas vacías (Sobre verdad y mentira p. 21; SW 1, 878). No obstante, el lenguaje sirve como patrón para organizar el mundo. Por equiparación de casos no iguales, de experiencias únicas, formamos conceptos universales. Y éstos funcionan como normas, patrones, modelos con los que igualarse. En ese orden todas las cosas son intercambiables. El lenguaje, el circuito de las verdades, es prototipo del mercado. La verdad funciona como el dinero; es el patrón universal de intercambio. Nietzsche acentúa la comparación con la moneda que ha perdido su efigie y su inscripción hasta volverse mero elemento de canje, justamente por eso más útil y más universal. Ya no tiene significación, ni valor propio, pero sirve en la medida en que no es.

¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas, vinculantes. Las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora consideradas como monedas, sino como metal (Sobre verdad y mentira p. 25; SW 1, 881).

Volatilizar las metáforas, disolver la realidad, ¡esa es la elevación del hombre sobre el animal! Y su resultado un edificio hecho de telarañas (Ibid. p. 27; SW 1, 882). El gran edificio de los conceptos, ostenta la rígida regularidad de un columbarium romano (Ibid. p. 26; SW 1, 882). Sus efectos son: Olvidar que las ideas son metáforas inventadas. Petrificar el torrente de percepciones centelleantes. Tomar esos residuos fósiles por la realidad verdadera. Convertir los conceptos en "esqueletos de metáforas". En definitiva, vivir en un mundo de sombras y restos muertos. Como la abeja, el hombre concienzudo trabaja incansablemente en su "necrópolis de intuiciones".

Olvido y petrificación cumplen la función de construir un yo sólido y defenderlo enfundándolo en su armadura. Un yo-fortaleza en el que esperamos encontrar calma y salvarnos de la disolución. Ese yo se asienta en la muerte del sujeto creador. Su consistencia se reduce a la de su fortaleza-prisión. Bastaría que pudiera salir por un instante, para que se derrumbara ese castillo de naipes que forman la conciencia y la verdad.

Esa radicalización del fingimiento, el autoengaño y el encantamiento es también el punto de crisis. Nietzsche apela al "impulso fundamental" del que el hombre no puede prescindir sin dejar de serlo: el impulso hacia la construcción de metáforas. Cuando asumimos esa condición de artistas despiertos, el mundo se transforma, se vuelve tan encantador y eternamente nuevo como el mundo de los sueños (Sobre verdad y mentira p. 34; SW 1, 887)

El desenmascaramiento, la disolución no es punto de llegada para Nietzsche. Es liberación y rescate. Su intento es hacer posible otra historia de la verdad, que sea producción artística de metáforas, alumbramiento de significaciones y posibilidades en los que nuestra naturaleza se recree. Pensar así requiere renunciar al engaño como medicina, no dejarse seducir por el bienestar y descubrir el placer creador (Ibid. p. 35; SW 1, 888). Por esa vía se recuperan la experiencia y la actitud trágica. La desconfianza se muda en búsqueda de lo bello. La fortificación en los conceptos se convierte en juego. El hombre siervo al acecho de presa para su amo, se convierte en señor y puede borrar el signo de su indigencia.

Esta alternativa es presentada en esta obra de forma precipitada y marcada por la retórica fácil de la contraposición. A lo largo de las obras de Nietzsche el trabajo es mucho más cuidadoso. Durante el período "ilustrado", con el espíritu finamente crítico que tipifica Voltaire, emprende una metódica desarticulación de los que él llama Lugenbegriffe. A la vez descubre la otra cara de la Ilustración: el mundo de los sentimientos, de lo demasiado humano. El mismo considera ese proceso como su travesía del desierto o su bajada a los infiernos. Y compara su trabajo con el del topo. Mediante esa excavación, en realidad vuelve a sí mismo. La crisis, el derrumbamiento, actúa como desinflamación, como cura.

La labor del químico, el análisis, se convierte en modelo de su método (Humano, demasiado humano I, 1; SW 2, 23). Pero progresivamente la disolución se transforma en arqueología que en los restos y a través de ellos busca los principios. Esa arqueología es, a su vez, genealogía. Y ésta, llevada al límite, se convierte en destitución del privilegio del origen y afirmación de otro modo de originación propio de lo que surge e irrumpe en los momentos de crisis o de emergencia.13

Curiosamente en medio de la crítica sistemática de los ideales y valores dominantes, surge la psicología. En varios pasajes, sobre todo de Más allá del bien y del mal, Nietzsche se identifica como psicólogo. Pero poco tiene que ver con el sentido ordinario del término. Sus características básicas son: Saber mirar como un pintor y preguntar por el quien y no sólo por el qué. No ceder a la compasión o a la urgencia de curar. Hacer la genealogía de la "voluntad". Inventar, crear el alma.

En ese proceso descubre lo que antes parecía imposible: un saber alegre. Saber de la vida, que la recrea; situado más allá de la simple oposición entre naturaleza y cultura, impulsos y conciencia, ciertamente selectivo, pero no negador. Una voluntad incondicional de verdad, de no engañarse, que es voluntad de vivir. Y, precisamente por eso, una ciencia que no "justifica", un saber desamparado. Estos amigos de la verdad, nuevos filósofos, son espíritus libres, no caballeros de la tristísima figura y mártires de la verdad (Más allá del bien y del mal $25 y 44, p. 48 y 68; SW 5, 42 y 60)

El potencial liberador de ese saber gozoso radica no sólo en su capacidad para el análisis crítico de cada una de las grandes categorías metafísicas y de los valores consiguientes, sino sobre todo para desmontar el orden que las articula y las convierte en sistemas de vida, que nos penetran y nos gobiernan, que hemos incorporado y alimentamos.

La modalidad más importante de ese orden es, también para Nietzsche, económica. Economía de la salud y de la salvación, que plantea la vida como un "negocio" que debe salir rentable, a ser posible un "negocio redondo".14 Buena muestra de ello es la moral considerada como la más sublime creación humana. Cuando más que del vigor y la excelencia de la "vida buena", se preocupa de premios y castigos y, a fin de cuentas, de conseguir la bienaventuranza, se convierte en el negocio máximo. Todo lo demás, la metafísica, la psicología, la política ... están a su servicio. Todo tiende a y tiene sentido en función del Bien supremo, clave de bóveda, justificador de todo el sistema, pagador universal y generoso.

De ahí la importancia de la crítica de la moral. Nietzsche la plantea como "genealogía" en un sentido ambivalente. Por una parte se trata de remover los elementos bajos, subterráneos, miserables, que se disfrazan de valores morales. En este sentido, Nietzsche se enreda aún en las trampas de la retórica inmoralista. Es quizás el coste de su crítica de combat e y su "filosofar a martillazos". Pero la misma genealogía le lleva más allá, a la disolución del origen y fin absolutos, a reconocer que en ambos casos se trata siempre de historias míticas, cuya verdad se refiere a las estructuras actuales. Y al desmontar la bóveda levantada sobre el principio y el fin se desarticula la "economía" prendida de ellos.

La explicación de Nietzsche es simple: Los valores son expresiones de la "voluntad". Los hombres, nobles y libres tienen la capacidad y el derecho de crear valores. La vida sana también. Así, llamamos bueno a lo conveniente, lo que nos hace bien, lo bello, activo, gozoso etc. Y malo a lo perjudicial, nocivo, ruin, resentido. Pero en la historia se ha producido una inversión. Los espíritus desconfiados, mezquinos, venenosos, han conseguido imponer su escala y considerar bueno a lo sacrificado, indigente, domesticado, represivo; y peligroso o malo, a lo intenso, dichoso y libre. Además han sustituido el par gut-schlecht por el par gut-böse: bueno-malvado. De ese miedo y odio deriva la moral inventora del ese mal perverso y del consiguiente malestar de la culpa. Ella confunde algo tan delicado y valioso como es la "cría" con la doma Reniega de la sobreabundancia de fuerza plástica, ignora el respeto a los enemigos, no sabe decir sí, ni tratar la violencia inherente a la vida (Genealogía de la moral I, 10, p. 42ss.; SW 5, 270ss).

De esa inversión deriva la mala conciencia, matiz de la moral articulada en torno a la culpa. La culpa postula la responsabilidad y esta, a su vez, la voluntad libre, en definitiva para que alguien cargue con las culpas y sea castigado. La deuda es la clave de esa economía. La moral funciona como el mercado. Quien tiene deudas o faltas debe pagar por ellas hasta restablecer el equilibrio. El problema es que ese desajuste o agujero tiende a crecer y las deudas se vuelven impagables. El deudor está perdido. Buena expresión de ese círculo infernal es el castigo de Prometeo, el "remordimiento" que lo consume sin fin. El caso extremo es el sacrificio del Hijo como pago por la deuda contraída con el Padre por los hombres (Genealogía de la moral II, 21, p. 105; SW 5, 331).

La moral, que hace ascos a la violencia de la vida, se convierte, así, en una sofisticación y generalización de la crueldad. ¡Ese es el camino del ángel! Tal moral consolida una metafísica de verdugos y se vuelve radicalmente inmoral (Crepúsculo de los ídolos p. 75; SW 6, 96). Hace del hombre un animal que se arrodilla para ser cargado, como el camello. Ignora que la pena puede domesticar, pero no hace mejor. Se convierte así en la más terrible enfermedad que hasta ahora ha devastado al hombre (Genealogía de la moral II, 22, p. 106; SW 5, 333). En realidad se trata de un camino tortuoso hacia la nada; del núcleo del nihilismo administrativo (Ibid. II, 11 y 12, p. 87 y 90; SW 5, 313 y 316). Nihilismo reactivo que atraviesa nuestra cultura y pasa por ser camino de bienestar, de bienaventuranza.

No se trata sólo de una moral hoy fácilmente criticable. La "patología" afecta a la "economía", y en consecuencia, a todo lo que la sostiene. A los ideales ascéticos dice Nietzsche. En particular, por su importancia, a la ciencia que ha sustituido a la moral en funciones cruciales. Y en general a toda la ideología del progreso y del bienestar.

La respuesta a ese nihilismo reactivo, su medicina, es el nihilismo activo y lúcido. Nietzsche lo cifra en la transvaloración de todos los valores, que implica transignificación de los conceptos. El nos sitúa en una posición inaugural, en el acto de constituir y nombrar, es decir, en otro orden ontológico y en otra dinámica.

El momento de ruptura más llamativo es el anuncio de la muerte de Dios. Y con ella, la volatilización de la seguridad del triumfo final del orden y el bien, que él garantizaba. El mundo deja de ser casa paterna, hogar. Emergen el desamparo y la inquietud junto a la voluntad emancipada. Hemos abandonado tierra firme, nos hemos embarcado dice Nietzsche (Gaya Ciencia $ 124; SW 3, 480). El malestar es ahora aventura, acción: incipit tragoedia (Gaya Ciencia $ 342; SW 3, 571).

Un ejemplo de esa transvaloración es la operación que Nietzsche realiza con la felicidad. Para el puritanismo moral es una ignominia ser feliz, ¡hay tanta miseria! (Genealogía de la moral III, 14, p. 144; SW 5, 371). Nietzsche critica tanto esa mala conciencia como la tendencia a reducir la felicidad al reposo y la tranquilidad y a marginarla al tiempo de ocio, atribuyéndole un carácter sabático. Rechaza el dulce eudemonismo. Pero sobre todo reivindica los impulsos poderosos de los individuos elevados y enigmáticos, como Leonardo, su capacidad para unir creación y felicidad. Una felicidad que radica en el arte de vivir intensamente. Por eso se alegra de descubrir una felicidad que consiste en el sentimiento de que la potencia crece, de que una resistencia queda superada (Anticristo $ 1-2, p. 27-28; SW 6, 169-170). Así entendida, implica tensión y no excluye el sufrimiento. Al contrario, la capacidad de sufrimiento es proporcional a la intensidad de la voluntad y da la medida de la profundidad de cada hombre. Por eso los hombres libres son corazones rotos, incurables (Más allá del bien y del mal $ 270, p. 240; SW 5, 226). El placer radica en vivir y crear; y eso, como el pensar, supone pasar por dolores de parto (Crepúsculo de los ídolos p. 135; SW 6, 159). La felicidad es más profunda que el dolor y quiere eternidad. Su alcance se expresa bien en Dionisos, figura mítica de los impulsos más hondos y de su potenciación hasta el desgarramiento. Un dios trágico que sepa bailar sería la metáfora propia del malestar y la felicidad al mismo tiempo.

A medida que se entra en esa dinámica, los fundamentos se convierten en abismos (Abgrund). Se descubre un abismo más allá de cada principio, como descubrirá también Freud. En consecuencia, ni el ser ni la propia experiencia pueden ser uno y todo, redondos. Menos aún un negocio.

Ese es, paradójicamente, el horizonte de la afirmación del eterno retorno, del querer incondicional, del continuo insistir, de la "repetición diferencial".15 Es la voluntad desasosegada la que no cesa de erguirse y plegarse, de retorcerse de dolor y de brincar de gozo, de querer la diferencia. ¿Quién puede retornar eternamente sino el eterno Eros?

El superhombre, antítesis de la idealización triunfante, es la máxima expresión nietzscheana del hombre trágico capaz de bailar. Se sitúa en el "santo decir sí", en la inocencia del devenir. Pero eso no supone que todo sea armónico y bueno. Salta sobre ascuas. A su dinámica le falta plenitud, satisfacción (Erfüllung), pero crea y genera exceso. Vibra con su pathos.

En fin, Nietzsche privilegia una visión del malestar heroico, sublime, por exceso más que por falta, que nos sitúa más allá del orden regulador y del equilibrio, sobre el abismo pero sin dar protagonismo a la caída. Para él resulta inconcebible, por ejemplo, equiparar la muerte a la vida. Sin embargo es el malestar quien termina mostrando su verdad sin racionalización. La verdad inquietante de nuestra condición trágica.

 

3. Freud

Seré más escueto con respecto a Freud porque las referencias a él están ya más presentes en los trabajos aquí reunidos.

Sin duda el Malestar en la cultura es una gran obra especulativa, una verdadera obra filosófica. Pero, como afirmó Lacan es, antes que nada, una obra esencial para comprender la experiencia analítica.16 Un modelo de cómo pensar desde la clínica. En ella Freud prosigue la tarea de crítica de las grandes ilusiones que pasan por ser remedios a nuestros males. En primer lugar, porque son falsas y engañan. Pero sobre todo, porque, aunque consuelan y calman, bloquean y enquistan el malestar. Lo hacen más tolerable, pero trabajan contra su movilización y resolución.

Es significativo que comience pintando míticamente el estado originario, supuestamente natural, en el que el yo lo contiene todo (O.C. XXI, 68). Una situación paradisíaca en la que el yo nada en un sentimiento oceánico y abarcador que lo liga todo (O.C. XXI, 69). Es decir, un supuesto estado de plenitud y armonía, en un mundo sin falta ni heridas, ¡feliz!

Suponer que ese es el estado del nuevo viviente en el seno materno, es una ficción, una proyección mítica que resulta útil para componer nuestro relato de la vida como historia de desgracias e ilusiones y para explicar nuestra melancolía ancestral. Pero también genera malentendidos. Induce a olvidar que nuestro lugar de hombres es el corte marcado por la espada, el umbral, el límite, la posición propia de la crisis, del juicio, del filo que distingue bien y mal. Induce también a generalizar la oposición y hacer de la falta el signo originario. De ahí, por ejemplo, la cómoda insistencia en presentar la entrada en el lenguaje, la sociedad y la cultura como una pérdida. En realidad, la verdad de ese mito del origen habla de nuestra estructura y es actual.

De hecho experimentamos y sostenemos que el fin de la vida es alcanzar la felicidad y mantenerla. Pero experimentamos también que la vida resulta penosa. Todo hace pensar que el programa del principio de placer entra en conflicto con el macro y el microcosmos. No nos es posible maximizar y totalizar la economía libidinal (O.C. XXI, 83). Estamos organizados de tal modo que sólo podemos gozar con intensidad el contraste, y muy poco el estado (...). Nuestra constitución limita nuestras posibilidades de dicha (O.C. XXI, 76). En especial la división sexual convierte la unión y la satisfacción en discontinua, incluso ocasional y efímera. No logramos la plenitud tan bellamente imaginada por Platón en el mito del andrógino. Y no porque la hayamos perdido, sino porque sólo es posible en tanto que deseada, soñada y continuamente recreada. Ni siquiera hay armonía natural entre nuestras necesidades naturales y la satisfacción de nuestras pulsiones. En definitiva, se diría que el propósito de que el hombre sea dichoso, no está contenido en el plan de la "Creación" (O.C. XXI, 76).

El programa de ser felices que nos marca el principio de placer resulta irrealizable, pero aún así es irrenunciable. No nos es posible, ni lícito resignar los empeños por acercarse de algún modo a su cumplimiento (O.C. XXI, 83). En medio de esa paradoja, la pregunta acuciante es doble: ¿por qué resulta tan difícil y a la vez tan importante para los hombres conseguir la dicha?

Freud señala varias causas; todas con el denominador común de ser rupturas y conflictos:

El nacimiento es la primera separación de la serie que marca la biografía de cada individuo y configura su identidad diferenciada en sucesivas marcaciones de límites y construcciones de alojamientos. Con él comienza el proceso de definición y al mismo tiempo de extrañamiento. De él arranca la estela de lo unheimlich que caracteriza nuestro ser.

Además, experimentamos la escisión, en nosotros y fuera de nosotros, entre naturaleza y cultura y el conflicto entre la naturaleza y nosotros. Lejos de ser maternal la naturaleza tiene un comportamiento que llamaríamos perverso: nos mata, a nuestro parecer de una manera fría, cruel y despiadada, y acaso a raíz de las mismas ocasiones de nuestra satisfacción (O.C. XXI, 15). Por otra parte, los brillantes resultados de los esfuerzos por dominarla mediante el trabajo, el progreso, las técnicas terapéuticas ..., no deben prestarse a engaño. El poderío técnico convierte al hombre en un dios con prótesis, pero no nos hace felices como dioses (O.C. XXI, 90). La magnitud de nuestro poder nos hace vulnerables en la misma medida. Las prótesis remedian, pero a la vez recuerdan, actualizan y dan cuerpo a las carencias.

En cuanto a la convivencia, ciertamente proporciona vínculos, apoyo, refuerzo. Hace posibles el amor y el trabajo, que son los progenitores de la cultura. Amplía el espacio de nuestra actividad. Pero, a la vez, impone notables limitaciones a la sexualidad, el amor, el placer. Por su parte, el intento de generalizar el amor por deber, la justicia y la caridad, genera una agresividad añadida a la natural.17 Y también a esta agresividad le impone sacrificios la cultura. La instauración del orden político ofrece seguridad a cambio de dicha (O.C. XXI, 112).

También el papel de la cultura en la economía del placer resulta problemático. Como es sabido, Freud le atribuye, junto a otras, la función de la censura. Mediante esa cruda labor cumple la función importante de ser guardian de nuestra salud mental (O.C. IV, 559). Pero ella la enfrenta también a la dinámica de cumplimiento de los deseos. La cultura pasa por la encrucijada de la represión, pieza esencial del psicoanálisis (O.C. XIV, 45); y no puede prescindir de ella. Asienta su trono sobre dos esclavos: el gobierno de las fuerzas naturales y la limitación de las pulsiones (O.C. XIX, 332). Se comporta con la sexualidad en particular como un patrón o un dominador: la somete y la explota (O.C. XXI, 102).

A pesar de todo, Freud no sigue la retórica epocal de la decadencia de Occidente o del fracaso de la modernidad, ni se entrega a las ilusiones contraculturales. Considera ingenuo poner fuera la causa del malestar y convertir la cultura en anatema. El malestar se constituye en la misma trama que la existencia humana. No es un cuerpo extraño que podamos expulsar. Y por ser constitutivo es incurable; pero no fatal.

El psicoanálisis no es enemigo de la cultura (Cfr. O.C. XIX, 233). Más bien muestra que para los humanos no hay naturaleza pura, ni más allá de la cultura. Eso sí, dentro de ésta hay diferencias. Se puede y se requiere introducir cambios, porque aunque tampoco hay más allá del malestar existen modos muy distintos de ser en medio de él, de transformarlo y darle significación.

Más aún, en contra de lo que el planteamiento dualista y bienpensante tiende a suponer, la represión no es en el fondo una imposición exterior de la que podamos descargarnos y quedar limpio. Somos objeto de ella, pero también sujetos agentes; víctimas y cómplices a la vez. En efecto, la economía de la represión obedece al principio de placer. Eso sitúa la raíz del malestar en el centro y la muestra como un conflicto de satisfacciones (O.C. XIV, 141). Un malestar, en cierto sentido placentero, que se retroalimenta; he ahí otro hilo de su enredo y otro motivo de su solidez. El saber y el poder no dominan sin complicidad con el placer.18

En consecuencia, es preciso analizar el malestar a ese nivel insospechado. En la práctica es decisivo tener en cuenta que hay en nosotros un goce del malestar, una querencia por él y una complacencia que hacen más difícil su eliminación y generan resistencias a la cura. Pero es justo advertir también que en virtud de esa misma economía, la represión fracasa siempre (O.C. XIV, 141 y 177). No es un sistema perfecto. Incluso trabaja contra sí misma. Tampoco la neurosis es un negocio redondo; al contrario, arruina el propósito de la cultura que la promueve y se cuestiona a sí misma (O.C. IX, 180). El conflicto no se resuelve en victoria. Por eso continúa, prolifera, cambia y en su devenir va tejiendo la red que somos.

La trama de este malestar se corresponde con la estructura del sujeto. Paradójicamente lo que se denomina individuo está constitutivamente dividido (Cfr. O.C. XIX, 25). El supuesto reducto íntimo, exclusivo y autónomo, es en realidad una encrucijada y lugar de paso. El que pasaba por ser núcleo de unión está descentrado. Y el que se atribuye la función de mediador y pacificador resulta que está en guerra civil y combate en dos frentes (O.C. XXIII, 201). No goza de la identidad ideal del sí mismo, del soy el que (pienso) que soy, ni de la completa transparencia de la conciencia. Su mismidad, plural y heterogénea, está dispersa en el Yo, Ello y Superyo. Se forma mediante identificaciones que son enajenaciones. Es, por tanto, extranjero a sí mismo.19 De nuevo nos encontramos con lo unheimlich, pero no como característica de lo extraño, sino como marca estructural de la subjetividad.

Freud plantea con impresionante lucidez el problema de la violencia y lo analiza con una finura extraordinaria. La raíz del malestar está en la inclinación innata del ser humano al mal, a la agresión, a la destrucción y, con ellas, también a la crueldad (O.C. XXI, 116). El problema se agrava con el remedio que se suele proponer. Como indicaba también Nietzsche, esa tendencia, introyectada e incorporada, actúa de manera refinada precisamente en la moral, que es una de las creaciones culturales más elevadas, destinada a controlar la violencia y volverla productiva. La medicina actúa como veneno.

El Superyo, ojo al que casi nada se le oculta, vigila y castiga con severidad. La conciencia moral lo interioriza y realiza sus funciones. De ahí el sentimiento de culpa que, dada la grandeza insaciable del superyo y la desproporción del Yo con ella, aumenta a medida que un hombre es más virtuoso y más exigente consigo mismo (O.C. XXI, 122). Además, en virtud del carácter paterno del superyo, cualquier desobediencia o transgresión provoca angustia ante la pérdida del amor. Así resulta que la "mala conciencia" lo es en sentido doble. El perfeccionismo del Superyo conduce al contrasentido de que cuanto mejor, peor.

La moralidad, el sano orden de la conducta, genera una espiral perversa que "autoriza" y refuerza la crueldad e intolerancia. La exigencia del Superyo es sádica y el sometimiento del buen yo masoquista (Cfr. O.C. XIX, 175 y XXI, 132). Se pone así de manifiesto que en la entraña de ese dispositivo orientado a hacer el bien y avalado por él, actúa la pulsión de destrucción o de muerte. Los contrarios se mezclan: Lo que ahora gobierna el Superyo es como un cultivo puro de la pulsión de muerte (O. C. XIX, 54). Lejos de garantizar la armonía, se revela él mismo como siniestro. En lugar de equilibrio hay al mismo tiempo defecto y exceso: El Ello es totalmente amoral, el Yo se empeña en ser moral, el Superyo puede ser hipermoral (O.C. XIX, 54).

Ahora bien, la moral no es un adorno superestructural propio de espíritus refinados, ni un efecto de superficie que podamos borrar fácilmente de la faz de nuestra vida El sentimiento de culpa de la humanidad desciende del complejo de Edipo (O.C. XXI, 126). Su orden deriva de la estructura edípica y se alimenta de ella. Estructura con forma de cruz que nos sostiene y nos clava. Constituirse como sujeto diferenciado y consistente implica existir y crecer en el malestar. Nace con nosotros, es constitucional. Compromete toda nuestra forma de vida. Nos esforzamos denodadamente por construir en torno al sujeto como protagonista un sistema que haga efectiva la libertad y convierta a cada hombre en señor, pero en el fondo descubrimos que precisamente para que ese dispositivo funcione el Yo se convierte en vasallo. Peor aún, en siervo sumiso, que corteja el amor de su amo (O.C. XIX, 56). Y sin embargo el sujeto resiste.

Obviamente ni esos son todos los elementos, ni su orden es homogéneo. Si hay malestar más que autodestrucción y aniquilamiento de la realidad es porque existen impulsos de signo diverso y distintos principios de organización. El orden, sea el equilibrio corporal, la salud psíquica o la felicidad, supone pluralidad, tensiones, conflictos que nos movilizan y se transforman. De ahí la especial sensibilidad de la psicología dinámica hacia el malestar. Este es propio de los vivientes que se saben mortales, no de la muerte. Y es tanto más vivo cuanto más compleja, activa y cuidada es la forma de vida; cuanto más hacemos de nuestra existencia una obra de arte.

Freud no se contentó con analizar las tensiones en el plano por el que se deslizan los conflictos cotidianos y pasajeros. Sostiene que la esencia del hombre, por ser deseo, es lucha entre pulsiones irreductibles, de vida y de muerte. Y lo es en un cosmos atravesado también por el antagonismo de procesos de formación y destrucción. Llamar a esas pulsiones Eros y Thánatos, recordando a Heráclito y Empédocles, es un modo de indicar el alcance y grandeza de esa eterna lucha (O.C. XXI, 128). Con ese horizonte se vuelve ridículo el gesto tierno de intentar apaciguar nuestro malestar con el arrorró del cielo, como si se tratara de dormir a un niño (O.C. XXI, 118).

Una de las aportaciones más valiosas de El malestar en la cultura es que su radicalización del análisis permite ofrecer construcciones más complejas. En especial articular conciencia e inconsciente, principio de placer y principio de realidad, Yo, Ello y Superyo, pulsión de vida y pulsión de muerte en la red de la cultura tomada en todo su espesor y densidad. Su cartografía permite adentrarse en la tópica, dinámica y economía del malestar sin perder la trama.

Además, esa articulación permite corregir algunos deslizamientos anteriores de Freud que siguen siendo tentaciones fáciles: 1) Las discutibles especulaciones metafísicas a partir de la biología sobre la tendencia al grado cero de actividad, que explican la muerte a costa de eliminar su carácter de pulsión. 2) El paso de la constatación de que la muerte es el final de la vida a la afirmación de que es su fin o meta. 3) La consideración de la vida como una deuda que se salda con la muerte, lo cual induce a la equiparación entre ambas y la reducción de la vida a moneda de cambio (Cfr. O.C. XIV, 290; XVIII, 38ss).

Gracias a esa misma articulación, Freud enriquece y dinamiza su comprensión de las pulsiones. En particular Thanatos no apare ya simplemente como la muerte situada al principio y al final, en los extremos de la vida y poniéndola entre paréntesis, encerrándola y venciéndola, sino en medio de ésta y en lucha con ella. La muerte no es fundamentalmente ausencia de vida o su límite y la exterioridad que marca. Se trata de una verdadera pulsión y es intrínseca a la dinámica de la existencia humana. Es una fuerza literalmente antagónica que trabaja silenciosamente. Contra lo que la escenificación titánica puede inducir a pensar, Eros y Thánatos no representan entidades separadas y puras, sino fuerzas de un mismo aparato psíquico, que actúan trenzadas. Son impulsos y procesos de la misma existencia que producen choques, destrucciones, resurgimientos y nos mantienen en tensión. Con esos hilos se teje la trama del malestar. Esa red nos aprisiona y hiere, pero también nos sostiene sobre el abismo de la aniquilación, del no ser.

Hay que añadir que cada una de esas dos pulsiones se expresa y actúa de muchas maneras. A primera vista la pulsión de muerte es tendencia a la repetición, la regresión, la disgregación y la descomposición; genera agresividad y destrucción. Pero funciona también como tendencia a la fusión, a la comunión con los ideales y la incorporación de sus valores, a la asimilación. Sus efectos nocivos derivan tanto de su destructividad como de su tendencia a la perfección y la unidad absoluta. Eros une, compone, produce síntesis cada vez más complejas, pero a la vez disemina e inquieta hasta convertirse en el perturbador de la paz (O.C. XIX, 59). Su paradoja se hace patente en "el deseo puro" que inflexiona en goce destructor y mortífero.

Freud se opone a asignar cada pulsión a una provincia anímica. Insiste en que actúan cruzadas y se las encuentra por doquier (O.C. XXIII, 146-147). Pero eso no significa que las iguale. Al contrario, las diferencia en tanto que pulsión y no sólo por sus efectos. Por eso renuncia al "prejuicio entusiasta", pero apuesta por "el eterno Eros", en medio de sufrimientos, a pesar de su vejez y quizá porque tantas cosas estaban gravemente amenazadas. En la marcha de la vida hacia la muerte, la sexualidad es una excepción.20 Eros es la fuerza que resiste a la muerte. El insiste y retorna constantemente. Su propia inquietud, su choque con la realidad y su antagonismo con la pulsión de muerte generan un malestar también persistente. La vida misma es un malestar mortal. Pero eso no le quita, sino que le da pasión y gozo. Porque es mortal y vive sabiéndolo, el hombre no es un ser para la muerte. No se reduce, ni se resigna a la condición de víctima; y menos aún pretende salvar así su vida.21 Porque es otra cosa que un mortal, no degrada su malestar a la condición de destino fatal. El hombre digno se rebela y lucha contra el dolor y la muerte; los reconoce y cuenta con ellos, pero no les concede el privilegio añadido de erigirse sobre sus espaldas como señores de la vida y del deseo

El análisis de la complejidad estructural del malestar humano no pretende racionalizarlo, sino movilizarlo. Mostrar su gravedad acentúa la exigencia irrenunciable de buscarle remedios, tanto más cuanto mejor sabemos que ninguno es suficiente. La seriedad del sufrimiento quiebra la burbuja ideológica de la autoconservación y del bienestar, y la economía del mero vivir para no morirse. Por contraste el malestar anima y da valor a la vida. La vida se empobrece, pierde interés, cuando la máxima apuesta en el juego de la vida, que es la vida misma, no puede arriesgarse (O.C. XIV, 291). El malestar la pone en juego. Es un peligro y un "estado de emergencia" en el sentido hondo que le da W. Benjamín. Una tormenta que se ha levantado desde el paraíso y que no acaba de pasar; pero también una oportunidad para que en la crisis emerjan nuevas posibilidades y sobre las ruinas aletee el ángel.22 En consecuencia, el tratamiento adecuado de nuestro malestar requiere intentar curar los padecimientos más dolorosos y destructivos, pero también y sobre todo cuidar nuestra propia condición frágil, arriesgada, delicadamente vital. Reclama terapéutica y ética; un arte de vivir.

En resumen, nuestro malestar es la dinámica misma del deseo. Nada más inquietante, admirable, enigmático y tremendo que él. También nada más irrenunciable y más sagrado. Por eso hay que sostenerlo y no cederlo ni siquiera por lo mejor. El deseo nunca está satisfecho, no descansa en paz, sino que persiste y se multiplica. En nuestro centro cava un pozo-manantial que no terminamos de bordear. Con su desasosiego y sus tensiones nos abre las carnes, nos angustia, nos consume; pero a la vez nos hace ser, nos sostiene y levanta, nos mantiene vivos. Con él y como él el malestar insiste. Es rayo que no cesa, que nos parte, nos quema, nos ilumina y hace saltar chispas. Duro deseo de vivir.

 

 

* Conferência apresentada no I Congresso sobre Mal-estar e Subjetividade, Fortaleza/CE, 1998.

Notas

1. H. Arendt ha expuesto su idea de la banalidad del mal en la obra Eichmann en Jerusalem Barcelona, Lumen, 1967.
2. Para los textos de Nietzsche utilizaré generalmente las traducciones realizadas por A. Sánchez Pascual, la mayor parte publicas en Alianza Editorial. En las citas indicaré el apartado correspondiente de la obra y la página de la traducción, seguido de la referencia a la edición de las Sämtliche Werke (SW) por Colli-Montinari, Berlin, DTV-W. de Gruyter, 1980, con indicación del volumen y la página.
3. FOUCAULT, M. Histoire de la folie à l'âge classique Paris, Gallimard, 1972, p. 533 y 577.
4. PICO DELLA MIRANDOLA, G. Discurso sobre la dignidad del hombre Buenos Aires, Edit. Goncourt, 1978. Ver SHAKESPEARE, W. Hamlet acto II, escena 2ª.
5. HEIDEGGER, M. Introducción a la Metafísica Barcelona, Gedisa, 1997, p. 136ss.
6. FREUD, S. Das Unheimliche (1919), traducido por siniestro o por ominoso, términos ambos insuficientes. Puede verse el interesante estudio de N. BRAUNSTEIN "Nada que sea más siniestro (unheimlich) que el hombre" en el libro dirigido por él mismo A medio siglo del Malestar en la cultura de Freud México, Siglo XXI, 1981.
En adelante citaré los textos de Freud por la edición Obras Completas Buenos Aires: Amorrortu, 1979 (trad. de J. L. Etcheverry), indicando el volumen y la página.
7. BENJAMIN, W. "Uber den Begriff der Geschichte" en GS I, p. 691ss. Traducción en Angelus novus. Barcelona, Edhasa, 1971, p. 77ss.
8. ALTHUSSER, L. "Freud y Lacan" en Posiciones Barcelona, Anagrama, 1977, p. 14.
9. Sobre la relación de Freud con Nietzsche pueden verse especialmente. ASSOUN, P. L. Freud et Nietzsche Paris, PUF, 1980. Trad. México, FCE, 1984. JOHNSTON, W. H. The Austrian mind Univ. of California Press, 1972 y VENTURELLI, A. Nietzsche in Bergasse 19 Univ. de Urbino, 1983.
10. Citado por P. L. Assoun en op. cit. p. 36.
11. Citado por P. L. Assoun en op. cit. p. 35.
12. NUNBERG, H.; FEDERN, E. (comp.). Actas de la sociedad psicoanalítica de Viena Buenos Aires, Nueva Visión, 1967, Tomo I, p. 363.
13. Ver FOUCAULT, M. "Nietzsche, la généalogie, l'histoire" en Dits et Ecrits Paris, Gallimard, 1994, vol. II, p. 136ss.
14. Un interesante desarrollo crítico de ese planteamiento puede verse en LYOTARD, J. F. ¿Por qué filosofar? Barcelona, Paidós, 1989.
15. ROSSET, C. Lógica de lo peor Barcelona, Barral, 1976, p. 80. G. DELEUZE ha analizado el tema en Différence et répétition Paris, PUF, 1968.
16. LACAN, J. L'éthique de la psychanalyse Paris, Seuil, 1986, p. 15.
17. H. Maturana ha propuesto una sugerente explicación del origen cultural de esa violencia en La violencia en sus distintos ámbitos de expresión Santiago de Chile, Dolmen Edic., 1995, p. 69-88.
18. Esa es la tesis desarrollada por M. Foucault sobre todo en Histoire de la sexualité I Paris, Gallimard, 1976.
19. De ese tema me he ocupado en el artículo "Extranjeros en medio de nosotros: lógica de la exclusión y del reconocimiento". Logos. Anales del Seminario de Metafísica 1 (1998), p. 99-120.
20. Cfr. RICOEUR, P. De l'interprétation. Essai sur Freud Paris, Seuil, 1965, p. 286.
21. BADIOU, A. Ethique Paris, Hatier, 1993, p. 12ss.
22. Cfr. BENJAMIN, W. op. cit. especialmente las tesis VI, VIII, IX y XV.

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