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Revista Mexicana de Orientación Educativa

versão impressa ISSN 1665-7527

Rev. Mex. Orient. Educ. v.5 n.13 México fev. 2008

 

REMANDO POR LA CULTURA

 

La lluvia y la cardioide

 

 

Luis Eduardo Martínez

 

 

¿Ustedes saben que hay una expresión matemática que describe casi perfectamente la forma de un corazón?, se llama la Cardioide y es de esta forma: Donde A y B son números constantes y «X» y «Y» son variables, cantidades que cambian o varían precisamente.

 

 

Cuando yo supe de su existencia estaba en el primer año del bachillerato; fue en una clase de geometría analítica y la verdad fue para mí una sorpresa el descubrir que un corazón podría tener una ecuación.

Una ecuación muy parecida a la del círculo, de hecho. Desde ese momento cambie la idea que algunos maestros nos habían sugerido, de que la ecuación del círculo era la más simple, perfecta y bella ecuación cuadrática. Desde ese momento, la ecuación de la Cardioide sino era la más simple, para mí, si es perfectamente bella.

Ya sé que es una tontería el vincular la forma del corazón con el amor, pero no es un pensamiento propio, ha sido un convencionalismo que iniciaron seguramente la mercadotecnia y los comerciantes. Convencionalismo que les ha redituado muchas ganancias, sobre todo en los momentos de celebración del amor, en el aniversario de la pareja, el día de la madre o el día de San Valentín; y por ello han insistido tanto, que hemos estado sin quererlo inmersos en su publicidad y cuando menos nos damos cuenta ya lo tenemos en nuestro interior. Ya ven, algunos hasta hacemos relaciones geométricas con sentimientos.

Ese día en la escuela, comencé a pensar en las ecuaciones matemáticas y en el amor. Imagínense (pensaba yo) que pudiera encontrarse un algoritmo para resolver los problemas del amor y el corazón (un algoritmo es una receta, una serie de pasos, siempre los mismos, que hay que seguir para encontrar un resultado, una solución para un problema especifico). Sería algo así, por ejemplo, como la relación: A*X +B*Y = 0, donde A y B son dos personas adultas con una relación amorosa, y cuya interacción (suma), si es igual a cero, en realidad se esta anulando por los valores de las variables X y Y, que podrían ser cantidades diversas de amor, cariño, orgullo, resentimiento, vanidad, celos, machismo etc.; toda la serie de sentimientos humanos que varían en cada persona y a cada momento de su vida. ¿No sería fabuloso encontrar los valores específicos de X y Y, para que en lugar de que la ecuación sea igual a cero o a una cantidad negativa, el resultado fuera un múltiplo de (A+B)? ¿O no fue, exactamente ese el deseo de Dios, cuando dijo: «amaos los unos a los otros», «creced y multiplicaos»?

Realizando un simple despeje, si los sentimientos de B no varían, sería suficiente que los sentimientos de A, o sea el valor de X, tomara un valor del tipo X = Z + B(Z-Y)/ A, para que el valor de la ecuación fuera Z veces el valor de (A+B).

A poco no sería muy bueno, mmm… bueno quién sabe, tal vez no sería tan conveniente encontrar estas fórmulas, cuando no es definitiva la relación entre A y B, o cuando existen en realidad otras personas A’ o B’, que entran en nuestra vida; la ecuación sería muy compleja. Bueno, en realidad esto es una tontería, porque es prácticamente imposible simular los sentimientos y acciones de los seres humanos; las variables son demasiadas y las constantes no existen, ya que todos los días cambiamos..., aunque debiera más bien decir que evolucionamos

Pero lo que les quería contar es que las elucubraciones matemático amorosas, que se me agolparon en el pensamiento en aquellos días, tuvieron también una causa. Yo comenzaba a experimentar ese sentimiento que no tiene una explicación lógica, ni física, ni estrictamente química. Me sentía muy atraído por una chica que no encajaba en el modelo de belleza femenina que yo había creado y que según yo andaba buscando, y por más que resistía, no encontraba la fórmula para evitar el magnetismo con el que me sentía apegado a su persona en cuanto la veía. De hecho, más bien, cuando no la veía es cuando sentía con mayor fuerza ese magnetismo de su persona, no importando la distancia a la que nos encontráramos.

Por ello tal vez, me sentí encantado por una simple ecuación geométrica; aunque pensándolo un poco más, la sensibilidad que te da el enamoramiento te lleva a percibir el mundo con mayor detalle, con mayor pasión, a vivir y sentir la naturaleza con ahínco, como la lluvia que me tocó ver, sentir y vivir esa misma tarde.

La lluvia es melancólica, acaso porque generalmente se presenta en días grises y obviamente nublados; digo generalmente, porque en México algunas lluvias se dan con un poco de sol, lo que también provoca en ocasiones (depende del ángulo de coincidencia entre los rayos solares y las gotas de agua) un arco iris, y tardes muy poéticas. Yo creo que la melancolía que trae la lluvia, viene aparejada con el agua, el agua que cae y que semeja llanto, como el llanto de los amantes mal correspondidos, y a la obligada individualidad o soledad que surge cuando hay que refugiarse para no mojarse. En días de lluvia no es posible realizar actividades al aire libre, es difícil salir a pasear con la familia o con la novia(o), es difícil jugar, o correr en el parque; incluso ir al cine resulta problemático. Lo mejor es refugiarse con tu amante (a quién amas) en un sitio tibio y disfrutar del obligado retiro, observando la lluvia si es posible. Pero más bien, esto es poco frecuente, si observamos que muchas veces la lluvia llega intempestivamente, contradiciendo los pronósticos climáticos y expectativas, como te llega el enamoramiento.

Sí, la lluvia trae aparejada un poco de soledad, melancolía y romanticismo. Esta tarde vi llover, vi gente correr y no estabas tú… Pero esa tarde sí estuvo ella.

Aquella tarde que aprendí la ecuación de la forma convencional del amor, me tocó vivir también una lluvia torrencial, junto a la chica que me provocaba ese sentimiento inexplicable.

Cuando salía de la escuela iba yo por ella, ya que estudiaba en otro lado de mi ciudad, de Atzcapozalco a Nativitas, para luego regresar juntos a casa por Chapultepec, pues era también mi vecina; realizaba un recorrido diario de entre 70 y 80 kms, ¡sin auto!, distancia que en la época de mis abuelitos hubiese sido motivo de abrazos sentidos y hasta de lloriqueos: «cuando te volveremos a ver», «ojalá y nos escribas o vuelvas pronto». Digo, hago estas referencias para que vean lo que uno es capaz de hacer, ¡los obstáculos dispuestos a vencer! cuando anda uno en esas andanzas; tal vez la explicación de ello se encuentre en las leyes del magnetismo. Claro, utilizando el Metro no había demasiado problema, porque tampoco circulaba tanta gente por sus vagones y pasillos (era también otra época). Hasta se podía ir echando novio sin mucho problema: «¿qué tal te fue hoy...?», «si me das un beso, te cuento hasta el último detalle...», «!órale...¡ pero dando y contando, ¿vale?», «pues fíjate que ya tengo la ecuación del corazón...», «¡órale!».

Esa vez, sin embargo, después de nuestro largo recorrido que en realidad no se sentía tan largo al ir bien acompañado, al bajar del camión no solamente llovía fuerte, sino que el cielo se caía a cubetazos. Así, sin tener a dónde refugiarnos del aguacero, preferimos tomarlo con calma; con lo poco que traíamos para taparnos decidimos cubrir la mochila donde metimos todos los libros y cuadernos que ambos portábamos. De por sí, los suéteres que a veces nuestras respectivas progenitoras nos obligaban a cargar, nunca los usábamos debidamente, o los portábamos en la cintura o en la espalda; así que ese día, sirvieron para cubrir los libros y la mochila.

Con algo de resignación, al bajar del autobús nos abrazamos y comenzamos a caminar y a empaparnos. Muchas veces habíamos estado abrazados, pero nunca como ahora nos sentimos tan cerca. Nunca un abrazo entre nosotros había sido dado con el propósito de proteger y dar un poco de calor. La lluvia era fría, o helada; por eso un cuerpo que nos ofrecía un poco de calor era aún más deseado; las gotas caían y resbalaban por todo nuestro cuerpo y la ropa se nos pegaba al cuerpo y lo trasparentaban un poco. De repente nos sentimos desnudos en medio del parque, además de solos, porque éramos los únicos que habían desafiado esa torrencial lluvia. Seguramente muchos estaban ya en casa a salvo, acompañados y calientitos; pero tal vez aburridos. Otros seguramente trataban de no mojarse bajo alguna cornisa, mirando la lluvia con cierta melancolía.

El parque estaba completamente solo...; solo para nosotros, por lo que en lugar de apresurar el paso decidimos detenernos, poner la mochila bajo un gran árbol y abrazarnos con ahínco. Yo sentí los latidos de su corazón y seguramente ella sintió los míos; ahí fue donde trate de explicarle la ecuación cuadrática de la Cardioide, aunque creo que no me entendió y no fue necesario, pues poco a poco mis argumentos matemáticos fueron diluyéndose con los abrazos y besos que nos dimos. Fueron más explícitas las caricias para entendernos, que una simple relación matemática que nunca va a poder explicar una relación humana, ni el acercamiento de dos cuerpos que se desean y que viven no en un espacio tridimensional sino en el número de variables implícitas que a cada uno de nosotros nos determina como seres realmente complejos, n-dimensionales.

La lluvia fue minando y nuestra pasión también, y poco a poco fueron apareciendo algunos paraguas con gente caminando debajo de ellos. Invadido nuestro parque, ya no nos pertenecía, así que decidimos levantarnos y continuar también el recorrido hasta casa.

Al llegar, mi mamá dijo: «pero qué te pasó, vienes hecho una sopa», «sécate», «cámbiate», «te vas a enfermar», «oye, pero ¿que sucedió?, pareces a pesar de todo muy contento...»

«Nada... nada..., es que hoy aprendí la ecuación de la Cardioide».