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Revista Mexicana de Orientación Educativa

versión impresa ISSN 1665-7527

Rev. Mex. Orient. Educ. v.6 n.15 México oct. 2008

 

REMANDO EN LA CULTURA

 

La trampa del destino

 

 

Gabriel Duarte

 

 

No sé que me da más miedo,
la locura que aplasta a la gente
o su capacidad para soportarla…

Gregory David Roberts

 

 

La noche dudaba en caer, y mientras tanto, aquel joven anciano sentía como le rasgaba el alma, la implacable daga de la soledad; sucede ser que el que hemos mencionado con antelación, era yo, sí, justo el que escribe, minutos después de haber recibido la noticia, ese desgarrador suceso que cambió mi vida para siempre. Cuál noticia, se preguntarán...

Antes de desvelar la interrogante, justo sería mencionar quién solía ser, es decir, cuál era mi vida hasta que llegó aquél lejano y distante martes negro, del 20 de julio. Mi nombre, un nombre común como el de cualquier cualquiera, así creo, no merece la pena siquiera que haga mención de él; mi oficio, aún más corriente que mi nombre, un «prominente y exitoso banquero».

Todo parecía indicar que tenía el estilo de vida que cualquier hombre podía envidiar, una mujer que lucía como si hubiese sido arrancada de la portada de una revista de modas, y de hecho lo era, me encapriché tanto al verla en la publicación del mes de Octubre, quedé prendido de su mirada, del color ámbar de sus ojos. En ella había todo lo que un hombre debe amar y temer en la vida; lamentablemente, como nos sucede con muchas cosas, lo comprendí cuando ya era demasiado tarde.

Qué decir de mis hijos: Alejandro con un rostro hermoso y afilado, afortunadamente salió a su madre, y Roxana, el verdadero amor de mi vida, una niña precoz y traviesa, con la ternura de aquellos seres que siempre dicen la verdad, aún cuando mienten.

Vivíamos justo como debíamos vivir, en una mansión de dimensiones inauditas. Alguna vez escuché una frase que se instaló en las paredes empolvadas de mi memoria; aquello rezaba que al parecer el tamaño de nuestra felicidad es inversamente proporcional al tamaño de nuestra casa. Y sí, tenía un hogar inmenso, pero vacío; vacío del verbo sin vida, gélido, aún en los días más calurosos de verano. Ahora comprendo por qué me marcó tanto aquella cita; simple y llanamente, no era un hombre feliz.

Y bien, a grandes rasgos ese era yo; mis días transcurrían entre viajes y juntas de directorio, acciones, bonos, réditos, créditos, pagarés, activos, pasivos, divisas. ¿Cómo es que llegué hasta este punto?, me interrogué una tarde; más continué, no podía parar, no había tiempo para dilaciones en aquel mundo donde algunos segundos pueden costar millones. Sin embargo, cada mañana al despertar sentía una mezcla de terror y vergüenza al contemplar mi rostro al espejo. ¿Quién era yo? ¿Qué fue de aquel que fui?

Si mal no recuerdo todo iba bien hasta que llegó el momento de decidir qué era lo que pretendía hacer con mi vida, qué quería estudiar. Sólo hasta hoy entiendo lo crucial que resulta saber a qué vamos a dedicar nuestros días junto con sus noches. Yo en aquel momento tendría unos 18, tal vez 19, y por muy extraño que pareciera quería ser filósofo, soñaba con ser músico, o escritor; sin embargo, no me atrevía siquiera a pensar cómo sonarían esas «disparatadas» frente a los amigos de la familia. Lo que es aún peor, mi mente no concebía la idea de confesar mis expectativas de frente a mi propio padre.

Y fue así como ingresé a estudiar finanzas, terminé la universidad y salí al extranjero a conseguir una maestría en negocios, siempre con los mayores reconocimientos, con los mejores promedios, pero con el corazón anestesiado y casi podrido de latir. Todas las noches me dirigía a la cama y me dormía con el cuchillo del arrepentimiento apuntándome al pecho. ¿Seré yo quien construye el porvenir, o será el mismo porvenir que a cada instante se burla de mí? Bien lo dicen: el destino siempre nos da dos caminos; el que deberíamos tomar y el que tomamos.

—Señor, le esperan en la sala de juntas, al parecer es urgente.

—Diles que voy en un minuto por favor.

—Es que no se ha enterado?

—Enterado, de qué?

—La bolsa, señor, se ha desplomado.

—Perdón?

—Y el dólar, alcanzó su máximo histórico, triplicó su valor.

Aún recuerdo cómo dejé caer la taza de café que sostenía en las manos; los fondos que habíamos invertido justo el día anterior, el total de nuestro capital, en la inversión de más alto riesgo en la que había tomado parte el grupo… No sé cómo es que llegué de pie y vivo frente al Directorio; estábamos envueltos en un silencio que gemía, gruñía y sollozaba. Resta decir que perdimos todo, no faltó quien mencionara la propuesta de un suicidio colectivo. Me gustaría pensar que nadie aprobó la idea, y tomando lo que quedaba de mí, me dirigí hacia el lugar donde solía vivir hasta entonces, a encarar a mi mujer, que lo único que sabía sobre dinero era cómo gastarlo. Por supuesto que huyó a refugiarse con sus acaudalados padres, llevándose consigo a mis hijos; no es necesario que explique el porqué para ellos yo era un perfecto desconocido, jamás estaba en casa, jamás había domingos de teatro o cine, o tardes de paseos por el parque.

Así que, hoy es miércoles 21 de julio, y me cuestiono: ¿qué es lo que puede o debe hacer un hombre como yo en estas circunstancias? ¿Valdrá la pena seguir peleando por ser aquel que fui? ¿Tendré la fuerza suficiente para soportar la locura que aplasta mi alma y mi existir? ¿Qué camino tomaré esta vez: el que me dicta la razón, o el que me indica el corazón?

Los rayos de luz extienden sus bostezos sobre las últimas sombras de la noche, y una inmensa tristeza, marchita y vacía de lágrimas, se apodera de mí; una indecible tristeza, y no, no es por lo que perdí, sino por lo que encontré, por ser consciente por vez primera de lo frágil que era mi libertad, de lo vacío y vulgar de mi vida, por reconocer lo barato que vendí mi alma y vocación. Y bien, ¿qué será lo que haré esta vez…? Creo que la respuesta continúa esperándome, detrás del espejo...