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vol.6 número168º Congreso regional sur-sureste de orientación educativa: Entre la Orientación y la Tutoría, Visiones para la Reflexión. 13, 14, 15 de Noviembre de 2008, Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. Sede: Universidad Autónoma del Estado de Chipas índice de autoresíndice de assuntospesquisa de artigos
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Revista Mexicana de Orientación Educativa

versão impressa ISSN 1665-7527

Rev. Mex. Orient. Educ. v.6 n.16 México abr. 2009

 

REMANDO EN LA CULTURA...

 

Hojas sueltas...: 14 de julio, día de San Camilo de Lelis

 

 

A las condominas y condominos en... soledad

 

 

El interior de tu casa es un santuario...
Mahoma*

 

I San Camilo de Lelis

Nació en 1550 en la región de Abruzzo. De niño conoció la orfandad y la experiencia terrible de vivir solo. Tiempo después y casi analfabeto, aún siendo muy joven, ingreso al ejercito, combatió al lado de venecianos y napolitanos contra los moros hasta que en 1574 se disolvió su compañía. Otra vez solo, muy solo vagó por la región central del viejo continente, en su periplo tuvo tiempo para mitigar su terca soledad mediante el juego y las parrandas que lo condujeron irremisiblemente, primero a la pobreza y después a la indigencia. Sin embargo, el hambre llegó a cercenar su vida solitaria y lo obligó a emplearse como cargador, albañil, mozo…. Un día recibió el consejo de un importante religioso capuchino, quién lo condujo a la redención de su alma y trató de ayudarlo para ingresar a la vida de la Orden. Camilo se entusiasmó con la idea de combatir esa soledad lacerante, a través de una vida dedicada a la oración y al servicio de dios. Sin embargo, debido a un serio problema físico en una pierna, fue rechazado por la Orden. La frustración de nueva cuenta lo condujo a otra prolongada etapa solitaria. Una mañana &– se dice &– despertó con el deseo de la redención en su mente. Viajó a Roma y se alistó en el Hospital de San Jaime. Fue en ese lugar en donde adquirió como destino, asistir enfermos vomitados por pestes y plagas. Su fama misericordiosa se extendió por toda Italia. Finalmente recibió el reconocimiento sacerdotal en 1584. Fundó la «Congregación Servidores del Enfermo» a través de la cual pudo continuar su obra asistencial, auxiliándolos en su calvario y ayudándolos a bien morir. Antes de su muerte, el 14 de julio de 1614, Camilo fundó hospitales y casas de asistencia, en Bolonia, Génova, Milán...1

 

II Los camilenses y el primer «condominio» de México

Efectivamente, así puede llamarse al extenso y ruinoso edificio conocido como la «Casa de las Calderas», que se extiende como un vetusto gusano rojo sobre la calle de San Jerónimo (Centro Histórico de la Ciudad de México). Allí existió el monasterio construido por la orden de San Camilo de Lelis. Los camilenses arribaron a la Nueva España en 1755, un año después comenzaron a desarrollar su importante misión a través de la «Congregación de Padres Agonizantes», dedicada a la atención de enfermos terminales. A éstos les proporcionaban servicios médicos y socorro espiritual. También los familiares de los enfermos agonizantes recibían apoyo, que consistía en brindarles auxilio durante el proceso de duelo « o bien morir» de sus enfermos. No hay exageración alguna al decir que los religiosos camilenses eran unos auténticos tanatólogos de la época colonial. Esta orden tenía el monasterio en donde se encuentra actualmente la Escuela Secundaria no. 1, pero el resto del conjunto monasterial, ocupaba el extenso cuadrante comprendido entre las calles de Pino Suárez,, Regina, Correo mayor y San Jerónimo, y en el se encontraba muy posiblemente el primer conjunto habitacional, «multifamiliar» o «condominio» 2, que los camilenses mandaron a construir como un medio para obtener recursos y proseguir con su noble e importante misión. 3

 

III Camila y el pacto nerudiano...

Una vez más se miró en el espejo, y con la mano alisó su cabello castaño, fingió sacudirse una pelusa que se encontraba en el cuello del vestido. Por quinta ocasión acudió al ligero maquillaje, reviviendo de paso con la punta de la lengua el brillo de sus labios.

Revisó con cuidado la caída recta de los pliegues del vestido y sin salirse del escrutinio de su mirada en el espejo, se contempló de reojo con minuciosidad, en un intento de despersonalizarse para ser imparcial con el riguroso examen que se imponía.

La mesa circular del compacto comedor se encontraba sobriamente dispuesta para una comida muy poco usual en su rutina. No había duda, la logística sugerida por aquella revista doméstica, el lugar había sido transformado, paso de ser un espacio de meditabundas comidas, en uno que revivía los deseos de ella, en un ambiente policromo, por los ricos destellos proyectados por la cristalería dispuesta para la ocasión. Todo estaba preparado para comer, brindar y comprometer. Todo estaba tan dispuesto para impedir peroratas vanas sin tiempo ni sentido, tampoco para justificaciones a ausencias prolongadas. Con el recibimiento y el escenario íntimo no había cabida para esconder o disfrazar los anhelos.

Así lo pensaba. Y con entusiasmo una vez más volvía a revisar el orden de los dos juegos de cubiertos, el de la loza; que las servilletas mantuvieran su apariencia de copos de nieve, para lo cual era menester &– así lo indicaba la revista doméstica &– haberlas almidonado ligeramente para mantener la verticalidad.

También reubicó la posición de los espigados candelabros de bronce con sus tríos de velas, mientras que el arreglo floral, traído unos minutos antes. Lo colocó más al centro, como un amuleto que facilitara el encuentro. Estaba segura que todos esos detalles no serían desapercibidos por él y que ayudarían a recobrar la confianza desgastada.

En ese momento se dio cuenta que el canasto de palma, sobre el que reposaba la botella de vino reflejaba la luz vespertina que cotidianamente con la misma alevosía, entraba por la ventana del comedor. Para esta ocasión la luz había sido teñida por el color ámbar, que alteraba el consuetudinario juego de luces provenientes de los mismos objetos de cristal de la pequeña vitrina que los apresaba.

La luz inundaba los muros del comedor y la sala, vistiendo de nostalgia la espera, tatuando al tiempo, atrapando por momentos a una intimidad acribillada por el ruido de la calle, lejanamente audible, pero al fin y al cabo intruso.

Se vio obligada a romper la formalidad de la mesa, reubicando el orden de las dos únicas sillas que custodiaban el comedor. Las colocó en un radio que permitiera la cercanía, que atrapara en ese momento la intimidad y favoreciera el intercambio lúdico de miradas. Como aquellas de la cena inolvidable del invierno pasado, cuando las palabras tenían un sentido de ser y se expresaban sin preámbulos con el ritmo armónico de los ademanes.

A paso lento se acercó a la ventana silbando en forma discreta una melodía, no elegida para el momento, la que logró colarse en su pensamiento. Esto no le importó, era lo de menos, aunque sabía que ayudaba a que el tiempo avanzara.

Observó en esos momentos la llegada de un automóvil al estacionamiento del condominio, y se entretuvo al mirar la torpeza del piloto al conducir de reversa, tratando de colocarse con evidente terquedad en su cajón. Era divertido hasta cierto punto, ver la pésima pericia del conductor, al tratar de colocar la nave en un espacio paradójicamente extenso para maniobrar. De repente se dio cuenta que había invertido demasiado tiempo en una actividad pueril y le preocupó en un momento dado repetir esa táctica dilatoria y ser testigo de la llegada de otros vehículos.

Dirigió su vista al cielo y observó que comenzaba a ser invadido por ese espectro escarlata del crepúsculo, que se aviva conforme se oculta el sol. En el otoño este cielo es de colores ocres, rojos y grises más agresivos, la luz del sol dura menos, y la nostalgia es más tempranera. Ésta es el preludio del ocaso y del tiempo que inclemente avanza. Esa tarde el ambiente era escampado, el olor húmedo del asfalto contribuía a que se percibiera apocado y perezoso.

Desganadamente se dirigió a la pequeña sala, se dejó caer en el sillón predilecto y estiró las piernas, se sentía cansada. Se dio cuenta que las puntas del calzado estaba muy gastadas, dedujo que la posible causa se debía al golpeteo continuo, a los pisotones que sufría en la transportación en el metro, pero también el desgaste se debía al engorroso y rutinario ascenso de los 32 escalones de acceso a su oficina. Ya que durante su ascenso, el peso de lo descargaba en las puntas. Ante tal supuesto se dedicó a idear nuevas formas de pisar los escalones; ocupando con la plata del pié todo el peldaño para subir, subir de costado; subir rápido para evitar el desgaste y la fatiga, hacerlo de espaldas, - imposible &– pensó. De salto en salto, como conejo. Por primera vez sonrió al imaginarse en esa posición.

Volteó hacia los oleos y las tintas, creadas por ella. Su producción media año atrás fue tenaz y prolífica, temporada de más armonía y de tregua con su soledad. Los colores ocres y solemnes de las pinturas contrastaban con los muros claros, con el mobiliario de la sala y poco común, tapizada con estampados de flores plateadas sobre un fondo negro; absurda, como si representara un otoño en penumbras.

Con más discreción, en el muro de enfrente, estaba una galería de fotografías familiares, enmarcadas en varillas doradas. Las imágenes la trasladaban a situaciones pasadas, momentos buenos y malos. Era curioso pero una mirada nueva a cada fotografía le ofrecía un matiz distinto, descubría la falsedad de una sonrisa o una pose; observaba la mirada esquiva, atormentada, descontrolada o feliz de los fotografiados. Sin embargo, algo común en ellos era que habían posado para el recuerdo, no había mucha espontaneidad

Con el sabor del enjuiciamiento a las fotografías, se dio cuenta que la sombra parda de la tarde se arrastraba por el piso y ya trepaba sobre la sala. Cuantas veces en este lugar en noches de insomnio, deshojo recuerdos, cayó rendida por el cansancio; otras más, esperándolo, alimentando el deseo de compartir un sueño tranquilo, tolerante ante a las caricias tiernas o apasionadas, cómplice en el redescubrimiento de las tantas formas de forcejear , acoplarse y entregarse. Pero cuantas veces despertó y se vio tan sola y dolorosamente naufraga en el pequeño departamento.

Cada vez que la hacia no podía dejar de lado su lucha permanente contra sus propios fantasmas, de reconocer las derrotas que la obligaban a retroceder y los triunfos que muy serenamente asumía, con la modestia que su soledad le imponía.

Todavía bajo los efectos hipnóticos del recuerdo percibió que el departamento ya se encontraba en penumbras que el color ámbar se había desvanecido y que los oleos y las tintas se diluían en la oscuridad.

Una vez más se dirigió a la ventana, observó el reloj y luego el cielo. El cenit escarlata se había extinguido. La tarde había muerto. La muestra gastronómica comenzaba a perder sentido como el grato tiempo invertido en ella.

Unos pasos en el corredor la expulsaron de la desazón que comenzaba a invadirla. Ansiosa pegó el oído a la puerta. Emocionada esperó que los pasos se detuvieran allí, pero lo hicieron más adelante. Después el silencio. Juraría que había sido él, sus pasos los tenía identificados: la manera firme de caminar, seguro, ruidoso... así llegaba y de la misma forma se retiraba al amanecer, sigiloso como un vampiro. Un fantasma que la dejaba tranquila, dotada de ilusiones e inmune al deseo por una breve temporada, porque el deseo cada vez era más intenso y nutría con ahínco la necesaria presencia de él. Recordó la condición nerudiana de su amor, propuesta por él y pactada desde el momento que entró a su vida: «para que nada nos separe, que nada nos una»

«Para que nada nos separe que nada nos una», repetía una y otra vez, como si fuera un conjura mágica que ahuyentara esa desesperación que ya le oprimía el corazón, y convocaba a la certeza de un abandono más. Que difícil había sido para él, sostener el pacto. Ella se reprochaba no haber descubierto a tiempo la coartada que se encontraba agazapada en el epígrafe poético. Que difícil era para ella luchar contra una soledad que como una neblina cubría todos los lugares del departamento.

Dejó de caminar sin sentido de un lado a otro, se detuvo y miró apesadumbrada la oscuridad total, solo percibía los tímidos destellos de las varillas doradas de oleos y tintas, de la cristalería y las del rayo de luz del mercurial que inclemente acribillaba una parte de la sala. ¿Qué hora será?, se cuestionó. ¿Importa la hora?... sintió lo banal de la pregunta. No se resignaba al fracaso por la cita reiteradamente incumplida, pero tampoco la motivaba la esperanza. ¿En que espacio sentimental se había quedado?. Dudaba que ya estuviera instalada en el dolor o en la indiferencia. ¿En donde estaba...en ese sitio tiene sentido contar el tiempo?..

No entendía porqué en la oscuridad se arreglaba el peinado, porqué fingía sacudirse una pelusa en el cuello del vestido, porqué volvía a maquillarse con toda la calma del mundo y porqué con la punta de la lengua, volvía a revivir el brillo de los labios. No le importaba saber del impulso que la llevaba a confirmar su aceptable presentación.

A tientas encontró el sillón preferido, aventó los zapatos, se sentó en cuclillas, colocó su barbilla sobre las rodillas y esperó pacientemente acompasar el recuerdo con el silencio y reconciliarse en la oscuridad. Un viento helado penetraba por la ventana y fantasmagóricamente acariciaba las delgadas cortinas, el frío no le importó. Su mirada se topó con la mesa sobriamente dispuesta para una comida poco usual en su rutina, la contempló largamente, mientras unas lágrimas bajaban lenta y punzantemente sobre las mejillas...

Afuera, en el estacionamiento del condominio comenzó a escucharse la marcha de unos automóviles. Comenzaba una nueva jornada. En poco tiempo se pondría el sol.

 

 

 

 

Riverohl Foundation Inc.

 

 

* Ver la epígrafe en los versículos 4 y 5 del Corán, llamado el Santuario.
1 Butler, A (2003) «Vidas de los santos», Editorial Libsa, Madrid, p. 98.
2 Nota: Estas denominaciones urbanas no son similares a la denominada «vecindad», ya que ésta presenta una organización espacial distinta.
3 Rivera Cambas, «México Pintoresco Artístico y Monumental», Tomo 2, Editorial del Valle de México, México, pp. 194&–195 (esta obra es una copia de
la edición facsimilar, impresa en 1972).