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Diversitas

Print version ISSN 1794-9998

Diversitas vol.3 no.1 Bogotá June 2007

 

 

Poder e institucionalización en el bachillerato clásico: ecos de una investigación psico-social

 

Power and institutionalization in the classic high school: echoes of a psychosocial investigation

 

 

Óscar Enrique Cañón Ortiz*

Universidad Santo Tomás, Bogotá, Colombia

 

 


RESUMEN

Se realiza un recorrido por el poder en la institución educativa, sin la pretensión de evidenciar una especie de genealogía de éste; más bien, se le sigue la pista en espacios institucionales y cotidianos, como la escuela, combinados con una mirada teórica inspirada en el construccionismo social. El poder se comprende aquí como un dispositivo relacional que atraviesa lo educativo a través de la narración del agente educador que pone entre paréntesis la narrativa del estudiante.

Palabras clave: Socialización, Educación, Relación, Poder, Instituyente, Instituido, Resignificación, Iideología, Joven, Déficit.


ABSTRACT

A route by the power is made in the educative institution, without the pretension to demonstrate a species of genealogy of this one, rather, the track in institutional and daily spaces like the school is followed to, combined with a theoretical view inspired by the social Construccionism. The power is understood here like a relational device that crosses the educative as a whole through the narration of the educating agent who puts between parentheses the narrative of the student.

Keywords: Socialization, Education, Relation, Power, Instituted, Resignification, Ideology, Young person, Deficit.


 

 

La suma de los beneficios individuales es el empobrecimiento colectivo
(Gergen, 1996)

 

Introducción

Se indaga aquí el poder institucional en la educación, poder que utiliza a la ideología como dispositivo y que, de forma literal, impone un estilo de vida al joven, a partir de discursos que sobre él circulan en la sociedad. Se establece desde la afirmación anterior que: “Es la ideología (ideología como conciencia falsa, según la comprensión marxista) que, infiltrándose en lo más hondo de nuestro ser, reprime todo aquello que molesta al poder” (Ibáñez, 1982, p. 84).

Se describe de manera específica también el poder de los agentes que educan, es decir, los actores sociales que imparten conocimiento y de forma indirecta de quienes lo administran, ya que utilizan una legión de estrategias con las cuales el joven recoge e interpreta el mundo. Este poder se cuestiona como un orden que representa a una de las partes de la relación en la educación; es decir, el docente. Se cuestiona, además, la noción de individuo que ha atravesado a los actores sociales de la educación.

La exploración sobre el poder en la educación formal ha sido una tarea llena de incertidumbres y de hallazgos. Esto implica que su comprensión, como la de cualquier otro fenómeno, requiere observar cuidadosamente sus orígenes y su formación como concepto, lo cual se constituye en una limitación para este trabajo, ya que hace alusión solamente a las reflexiones de Foucault consignadas en el libro La genealogía del poder. La disquisición anterior desea hacer justicia a una preciosa expresión construccionista de Ibáñez (1988):

Las características presentes del fenómeno no son independientes de su genealogía, es decir, su forma actual resulta de las prácticas sociales que le fueron constituyendo. No se puede dar cuenta de un fenómeno si no se dilucida también su proceso de constitución (pp. 218219).

En este sentido, en las páginas siguientes se narra, especialmente y en buena medida, el presente cotidiano y situado del poder.

La escuela (entendida como un espacio educativo formal destinado no sólo a la educación primaria) pone al descubierto desde su microespacio los procesos de socialización que reproducen los ideales de la sociedad y, por consiguiente, tienden a mantener sus ideologías; a la vez, la escuela es un hervidero de ideas, acciones y formas de ver el mundo que posibilitan cambios. Así la escuela, como espacio moderno, físico y simbólico para la educación, es un mundo paradójico, lleno de promesas, de encuentros y desencuentros, de encierro, de imposición, de vínculos, de orden, de seguridad y de creación.

Cuando se habla de lo institucional se asume como fenómeno que atraviesa las organizaciones educativas y que encarna la norma social; se habla entonces de un orden establecido, de un modo de pensar y de hacer las cosas. Podríamos hablar también del poder que los agentes educadores ejercen mediante la palabra y la acción amparados en la racionalidad del sistema social y educativo.

Aunque el título de este trabajo alude al bachillerato clásico, se han utilizado aproximaciones tanto teóricas como aplicadas, con apoyo en documentos, que narran un espectro más amplio de espacios educativos y que apuntan a la comprensión del poder en la escuela.

Este artículo nace de algunos hallazgos de la investigación denominada “Estudio sobre los procesos psico-sociales en relación con niveles de acción desde la educación experiencial en jóvenes escolarizados de estratos socioeconómicos 4, 5, y 6 de la ciudad de Bogotá”. ésta se realizó gracias a la consolidación de un Convenio entre la Universidad Santo Tomás —USTA— y la Asociación Cristiana de Jóvenes —ACJ—: Participaron en ella otros dos docentes investigadores de la Universidad (Martha Patricia Peláez Romero y Néstor Mario Noreña Noreña), una trabajadora social de la —ACJ— (Ana María Donato) y estudiantes de noveno grado de básica secundaria, de colegios privados.

A lo largo de su desarrollo se fue presentando, de manera sutil en un comienzo, pero luego de manera dramática, el hecho de que las narrativas de los estudiantes quedaban “atrapadas” en los relatos de los agentes educadores. Así surgió la idea de explorar de manera más sistemática lo que sucede en la relación estudiante-docente a partir de los relatos que ambos construyen, sobre todo de la institucionalidad “sembrada” en los relatos del docente. Como el proceso de institucionalización no era el objetivo último de la investigación, no se encuentran alusiones significativas sobre el tema.

Cuando exploramos al joven, nos encontramos con los imprescindibles escenarios por los cuales hemos pasado tantos seres humanos. A través del escenario escuela circula un poder generado por la sociedad, asumido y reproducido por los sujetos a los cuales va dirigido: los estudiantes. Este poder no se entiende aquí como una sustancia aparte, como una esencia, sino como un “dispositivo relacional” que todos los seres humanos utilizamos.

La mirada construccionista social puesta en circulación en este escrito aborda el tema desde el postulado “cuestionar lo incuestionable”, con el cual se pone en evidencia que el énfasis en el yo, en el individuo1, en estos espacios llamados escuela, debe ser reevaluado por inconsistente, y que las narraciones que construimos sobre los fenómenos escolares deben relativizarse.

Los medios masivos de comunicación muestran con claridad la reproducción del individuo: hay, por ejemplo, una canción que se titula “una isla para dos”; la radio indica “destaque su personalidad” usando tal o cual producto, o “distíngase fumando…”. Todas estas narrativas comerciales dan cuenta de personas aisladas que alcanzan comodidad solas, en detrimento de sus vínculos con otros; también veremos, a lo largo de este documento, que el énfasis en el individuo propicia, en parte, relaciones en las que se impone el poder institucional. Una concepción de individuo, en términos generales, está dada para consumir, para producir y para competir, valores muy preciados para el modo de producción capitalista.

A través del corpus de este trabajo se hace un acercamiento teórico al poder como dispositivo relacional; luego, se plantea el poder circulando en la educación y se hace un recorrido por la institucionalización de los espacios en la cotidianidad educativa; de igual forma, se exploran relatos del educador y la institución sobre el joven, el papel del educador en los conflictos del aula y, finalmente, se exponen algunas alternativas para trascender el poder que ha sido asumido como un discurso exclusivo de una de las partes. Los anteriores aspectos tratan de responder a las preguntas: ¿qué hace que lo establecido por la escuela se naturalice como verdad?; es decir, ¿cómo el poder deviene verdad para quien lo ejerce?

 

Poder como relación frente a poder como disposición individual

Es preciso desalojar al individuo de la producción de poder para comprender este concepto como la expresión de las relaciones significativas entre las personas. El poder entonces no debe entenderse como una producción individual, ni en el caso del gobernante más encumbrado, ni en el de alguien que orienta procesos en un pequeño grupo de personas. No se asume aquí como producido en instancias superiores y dirigido o impuesto a instancias inferiores; circula a lo largo y ancho del tejido social, creándose y recreándose en las relaciones cotidianas; de esta forma, aparece y desaparece.

El desplazamiento del individuo a las relaciones indica que el poder puede ser comprendido como producción cultural, como un entramado de significaciones que pre-existe al individuo y que, a su vez, es construido por él de acuerdo con su contexto. En este sentido, el poder subyace a los microespacios, pero también a contextos amplios en los que hay una creciente producción de significados, que por cierto son móviles, dinámicos e incluso imprevisibles. Si el individuo es una producción particular, tendríamos que reconocer que el poder se impone sin que haya mayores posibilidades para que el sujeto establezca narrativas de un orden distinto, en tanto que se agotaría en sí mismo. Cuando el individuo se relaciona con el poder de manera solipsista, el otro se pierde, está soslayado; de esta manera, el contacto significativo y la comunicación se empobrecen, los vínculos son poco reconocidos. Los puentes o conexiones son esenciales en la constitución del ser humano, de allí la necesidad de incorporarlos a las narrativas, además de propiciarlos.

El énfasis en el individuo, auspiciado por las sociedades modernas, inhibe la posibilidad de comprender la riqueza del intercambio humano, de reconocer la trascendencia y significado del contexto para el sujeto, de advertir la circulación del significado que se construye y deconstruye de manera permanente. La visión individual nos deja ciegos para comprender ese magma saturado que son las relaciones. Este entramado es reconocido por Ibáñez (1982, p. 89) al afirmar que:

Hallamos efectos de poder en todos los lugares, en todos los intersticios del tejido social, porque el poder nace, brota, existe en cualquier fragmento del tejido social siéndole consustancial. El poder no habla desde arriba. Por lo menos no es exclusivamente eso. El poder se confunde con lo social simplemente porque lo social, sea cual sea el nivel de expresión que se observe, desde sus manifestaciones macroscópicas más generales hasta sus aspectos más elementales y particulares, siempre es relación, siempre es producto y expresión de una relación que lo instaura y lo constituye en su especificidad.

Así mismo, el poder como construcción social no escapa a la conectividad de la acción humana; es necesario significarlo trascendiendo la individualidad. De esta forma:

Cualquier teoría del significado que sea incompatible con la posibilidad del significado compartido no sólo nos dejaría la conclusión insatisfactoria de que la comprensión social es algo imposible, sino que también nos dejaría con la desgraciada paradoja de que no podemos comprender la propia teoría (Gergen, 1996, p. 310).

Alguna vez Piaget dijo que el dilema sobre quién fue primero, si el huevo o la gallina, se resolvía a través del polluelo, declaración desconcertante pero que contiene la sustancia de lo relacional; no es uno de los dos extremos (huevo o gallina) lo que nos ayuda a descifrar el acertijo, sino la expresión de lo vincular, de la síntesis, de la integración -el polluelo-.

Cuando clasificábamos la naturaleza desde los reinos animal, vegetal y mineral, respondíamos a un paradigma que aceptaba las grietas, las separaciones, los compartimentos separados; ahora sabemos que existen seres que son una mixtura de vegetal y animal, ese tejido relacional aparece diáfano donde antes sólo advertíamos separación.

En las relaciones sociales lo vincular se evidencia con más claridad, siendo los dispositivos ideológicos los que parecen alejarnos de la posibilidad de entender los intercambios, las fusiones. Un equipo de fútbol es un desafío para sus miembros, dado que entre mayor intercambio, entre más movimientos conexos, mejores resultados se obtendrán.

No obstante, pareciera que tenemos más facilidad para dar cuenta del individuo, nos sentimos más seguros así que reconociendo la trama vincular Gergen (1996) afirma al respecto que: “Es como si tuviéramos a nuestra disposición un lenguaje enormemente elaborado para describir torres, peones y alfiles, pero que es incapaz de caracterizar el juego del ajedrez” (p. 263). Posiblemente la simplicidad en el conocimiento abrió las puertas de un conocimiento fundamentado en el análisis, en el desglose de las partes, lo que impide comprender la realidad como un todo en sus múltiples conexiones.

Paradójicamente esa visión individualista, tan arraigada que pareciera generar disposición a ciertas modalidades de satisfacción y que responde a la lógica de la propiedad privada como la manera más usual de comprender y establecer intercambios con otros en la sociedad occidental, es la que nos arrastra, según Fromm (1985), al sentimiento más insoportable de todos: la separatidad o aislamiento. Esto podría ayudar a comprender en parte el sufrimiento cotidiano en la vida moderna.

Las relaciones sólo se activan a través del lenguaje que es un puente comunicativo y principalmente transformador; de esta forma, Gergen (1999, citado por álvaro, 2003) señala que lo dicho tiene una función performativa; es decir, debe ser considerado como una forma de relación con los demás y no como la expresión de un estado interno de la mente.

Así las cosas, el poder se muestra en el lenguaje utilizado por los sujetos con una doble connotación. Bien sea desde una disposición individual que no reconoce el carácter interactivo; en otras palabras, como proceso ideológico. O como dispositivo que reconoce la complejidad, la riqueza del intercambio y el reconocimiento del otro: el poder expresado con un carácter performativo.

 

Poder y educación

Algunas preguntas que podrían orientar la comprensión del poder en este contexto particular serían las siguientes:

• ¿Cómo cobra una importancia tan desbordante el poder del agente educador en nuestra cultura?

• ¿Cómo comprender la distancia que media en la escuela entre el discurso educativo y la práctica?

• ¿Cómo es que el “criterio de verdad” de la organización educativa se impone de una manera tan contundente?

• ¿Por qué la metáfora de la educación termina siendo la verdad del que educa?

• ¿Cómo es que en el ejercicio educativo se pierde la reciprocidad para transformarse en la imposición sutil, inteligente, sistemática y arrolladora del agente educador?

Estos interrogantes pueden comenzar a dilucidarse a partir de la afirmación foucaultiana de que el poder es seductor, pues genera “ciertos saberes”. Para nuestro caso, a esos saberes se aferran los diferentes agentes educativos; en otras palabras, hay una “economía de la verdad” en las instituciones Foucault (1984), añade que el poder no reprime, sino que le inocula al sujeto ciertos saberes. “…el poder no es sólo algo mitificador y distorsionante. Su impacto más peligroso reside en su relación positiva con la verdad, en los efectos de verdad que produce” (Giroux, 1986, p. 38 citando a Foucault).

De la anterior afirmación se puede establecer que en la educación actual se manejan micro-poderes que reproducen las normas estatales y las normas institucionales; este poder hace que el sujeto educador ostente la verdad de su saber y se sienta respaldado para imponerse al estudiante. Sin este conocimiento difícilmente podría el docente estar tan seguro de su discurso. Es la conciencia de un saber apropiado desde lo institucional que lo faculta para legitimar su papel. Es necesario aclarar que el docente es un agente que reproduce la ideología del poder, no se puede calificar como responsable particular de esa imposición. Si así se entendiese, se partiría de una visión individual, la cual se ha cuestionado a lo largo de este escrito.

Los fenómenos, por consiguiente, no se dan en abstracto, siempre están en relación con algo. Cajiao (1994, p. 44), a propósito, reconoce la necesidad de reconocer los espacios contextuales, cuando señala que:

…no parece razonable recaer en una sindicación de los maestros como personas individuales. Más bien es sugestivo explorar el origen histórico de las prácticas escolares que hoy siguen siendo preponderantes y preguntarse por qué maestros jóvenes, formados en nuevas teorías pedagógicas y en un mundo ideológico completamente diferente al de hace 50 ó 60 años, actúan en forma muy similar a la de aquellos que ejercían medio siglo atrás.

Son las relaciones sociales y culturales las que configuran un cuadro amplio educativo en el cual existen diferentes actores sociales con sus particulares y variados quehaceres. Lo mismo sucede con otros actores sociales, como los del nivel administrativo, agentes estatales con funciones de regulación educativa. Este complejo sistema confiere a todos ellos una apariencia de poder que los agota en la posesión de una verdad incontrastable, indiscutible y que afianza la institucionalidad.

Sin embargo, el poder no actúa necesariamente de arriba hacia abajo como determinando su totalidad. Así:

…está claro que si el poder es inmanente a todos los dominios de lo social, si la escuela y la familia están tejidos por relaciones de poder que son literalmente constitutivos de su propia organización, difícilmente se puede aceptar en su totalidad la concepción “representativa” con la ayuda de la cual se pensaban las relaciones entre estas instituciones por una parte y la sociedad y el Estado por otra (Ibáñez, 1982, p. 91).

El docente no representaría al Estado como fotocopiando y reproduciendo mecánicamente sus mandatos, ya que en los espacios de la escuela se generan condiciones particulares independientes del Estado. El Estado tiene grietas a través de las cuales circulan diversos poderes; por consiguiente, éste no es monolítico. Por ejemplo, el poder considerado en el espacio educativo que es la familia, no es una simple reproducción de los mandatos de la sociedad, sino que:

Hay en la relación familiar relaciones de fuerza, efectos de conjunto que el Estado utiliza estratégicamente para consolidar su propia existencia, a la vez que produce efectos de retorno que afectan a la institución familiar. Pero el Estado está lejos de poder conformar a su antojo la relación familiar y ésta dista mucho de reproducir simple y fielmente el poder del Estado. Debe quedar claro, pues, que la institución familiar tiene su propia producción endógena de relaciones de poder (Ibáñez, 1982, p. 91).

El poder se torna instituido cuando se mantiene a ultranza, cuando es irreflexivo, cuando tiende a eternizarse, cuando es impositivo, cuando tiende a agotarse en sí mismo, cuando no lee los cambios de la realidad; este estado de hechos conlleva la configuración dialéctica de poderes instituyentes que se le oponen y que construyen nuevos paradigmas, nuevas formas de interpretar la realidad, es un poder emergente que se convertirá, a su vez, en instituido.

Un paradigma dominante no permite que se piense la realidad de manera distinta. Es una forma de proteger una especie de legado de la humanidad; las divisiones que otrora se hacían en el aula de clase ubicando a los niños como buenos, regulares y malos son una muestra que permite mantener unas reglas de juego; quien no se acoge a ellas está literalmente por fuera, está en el exilio. Desde una lógica similar, la iglesia católica, apostólica y romana recogió de manera alegórica en su doctrina la existencia de tres escenarios: el cielo, el purgatorio y el infierno. Estar fuera de lugar es algo tormentoso. Así, existe un sitio deseable denominado cielo, y otro, el infierno, en el que difícilmente alguien querría estar; el purgatorio, cuya misma existencia ha estado en discusión últimamente, sería un lugar poco deseable para habitar también.

Aparecen, de acuerdo con lo anterior, unos acuerdos tácitos y explícitos en las organizaciones que forman esa economía de la verdad señalada por Foucault, los cuales envuelven y presionan con una especie de red de pescar a los actores sociales que piensan diferente, a los que no caminan al compás del colectivo, a los que disienten y que resultan finalmente “afuera” física o simbólicamente.

Fals Borda ha hablado de muchas Colombias, expresión que denota la diversidad regional, étnica y cultural; sin embargo, nuestra riqueza se ha convertido en una calamidad. En el plano educativo, los exámenes del ICFES, bien elaborados en el plano estrictamente técnico, no reconocen las diferencias regionales y resultan evaluando con los mismos parámetros a un estudiante de un colegio de estrato alto de Bogotá con uno de una región tan apartada como la del Putumayo. Ser de otra región distinta a Bogotá, en cierta forma, es estar por fuera.

Para el sentido común se ha desvelado esta disposición frente al disenso cuando se expresa “el que no está conmigo está contra mí”, las organizaciones por lo general encarnan este prejuicio y tienen poca tolerancia respecto a los posibles instituyentes, pues generan incertidumbre. El instituyente involucra una de las metáforas más fuertes de nuestro tiempo, el cambio, y quizá su inminencia produce resistencias fuertes por lo amenazante que parece.

Cuestionar, preguntar y disentir son ejercicios que contrarían lo establecido y se vuelven peligrosos y, por ende, son proscritos. Foucault habla de lo excluido, de lo que se hace invisible. En este mismo orden de ideas, Ibáñez, (1982) señala que “Impedir la transgresión, situándola, ya no fuera de lo lícito, sino fuera de lo “normal”, puede resultar aún más eficaz” (p. 93). De esta manera, si no basta la sanción legal, entonces poner a alguien como anormal es una estrategia con una carga simbólica tan fuerte que proscribe de manera contundente al “infractor”. Sin embargo, como la escuela no está aislada, estos ejercicios de poder son contrastados y susceptibles de cambiar y de ser transformados. Giroux (1997) señala, de acuerdo con lo anterior, que:

Más que instituciones objetivas alejadas de la dinámica de la política y el poder, las escuelas son de hecho esferas debatidas que encarnan y expresan una cierta lucha sobre qué formas de autoridad, tipos de conocimiento, regulación moral e interpretaciones del pasado y del futuro deberían ser legitimadas y transmitidas a los estudiantes (p. 177).

Hemos sido formados en general para aprender a escribir con el método del silabeo las conexiones parecen no importar, el contexto en que aprendemos tampoco. La misma lógica se da en el desconocimiento de los procesos en comparación con los resultados; cuando vemos álgebra en el bachillerato, por ejemplo, al docente parece impor-tarle más los números y/o las letras que indican un resultado “correcto” que todas las acciones que el estudiante ha realizado para poder llegar a ese resultado. Así, parece importar más un frío número al final del camino que todo el esfuerzo, todo el sentido que tiene el ejercicio para el estudiante. Presos de los resultados en muchos procesos educativos, lo importante es llegar a la meta, no importa cómo, el fin parece justificar los medios.

La institución atraviesa la acción del docente de manera intensiva, en tanto que el espacio educativo desarrolla unas dinámicas propias en sus microespacios. Según Batallan (2003): “…el poder del docente no sólo se vincula con los recursos del conocimiento que puede movilizar en dicha interacción, sino también, y como se adelantará, con el hecho de que exhibe un mandato de la sociedad para conducirla” (p. 14). Sin embargo, afirma también que:

…desde la perspectiva que los maestros tienen de su propio trabajo, la “dominación” que ejercen sobre los niños les es asignada por los directivos inmediatos quienes, pese a ser también docentes, invisten en el ámbito local de las escuelas el máximo poder que entrega el “sistema” y ejercen su acción sobre los maestros y maestras. Por lo tanto, éstos se autoperciben como el eslabón más débil de la cadena, víctimas y victimarios impotentes (p. 14).

El poder es una fuerza constitutiva de las relaciones humanas que da esa tremenda significación a los actos humanos. Está instalado en todo acto humano, sólo que los hombres al crear las instituciones las utilizan como un recurso que justifica el poder y lo acrecienta, convirtiéndolo en un refinado artefacto. Así, la organización educativa multiplica su poder al disponer de instalaciones locativas, símbolos que le dan identidad, una historia, condiciones de reconocimiento social, respaldo estatal, facultad para conceder títulos y para aceptar o rechazar estudiantes, una misión y una visión, un currículo, todo un conjunto de procedimientos que constituyen “verdad”, una especie de espacio indiscutible de rituales, ideas y acciones.

Actualmente los nuevos poderes invitan a escapar a los determinismos naturales (es decir, a aquellos determinismos propios de culturas locales, de quehaceres cotidianos que no se acogen a la lógica del cambio que la racionalidad capitalista promueve) que siguen representando, especialmente en Occidente, el énfasis en el individuo. De este modo, se justifica un proyecto de vida personal exento del compromiso social, de compartir con el otro, y esto contribuye, infortunadamente, a la ruptura del tejido social. El poder, por lo que se ha visto aquí, está instalado en todas partes, en todo el sistema social; de esta forma tiene un carácter seductor. Esto es claro para Ibáñez (1982) cuando sostiene:

La regulación social se ejerce cada vez más a partir de un poder que realiza distribuciones en torno a la norma, que controla, codifica, vigila, proporciona los instrumentos para efectuar reajustes en torno a lo natural y que rara vez necesita reprimir, sencillamente porque la represión deja de tener sentido, se torna extraña e inadaptada a la situación (p. 93).

Este poder sofisticado utiliza así a la educación, lo que la hace coherente con lo que la sociedad demanda de ella. Si la popular acepción “la letra con sangre entra” se considera insostenible en la actualidad, la sutileza para dominar es una estrategia aceptada socialmente. Baste señalar con qué facilidad algunas organizaciones educativas justifican su quehacer sin que reconozcan muchas veces sus flagrantes inconsistencias. Reconocerlas sería algo así como perder la “verdad” que la sociedad ha depositado en ellas; parece que existe la creencia en la obligatoriedad de las organizaciones por no equivocarse, en tanto que el conocimiento se asume muchas veces como una réplica fiel de la realidad y no como una significativa relación con ella que la hace relativa, cambiante, no dogmática, alternativa, y creativa.

El poder, comprendido como una forma de relación de carácter negativo, es colocado en medio de una dualidad cuyo polo opuesto es lo positivo. El poder, al estar irradiado en los intersticios de las relaciones, es necesario e inmanente a los seres humanos. La economía de ese poder es la que está en discusión, puesto que circula dinámicamente en los diálogos del adulto y se transmite de manera dramática al estudiante. De esta forma, “El poder hace mucho más que imponerse al sujeto y modular sus conductas, el poder constituye literalmente al sujeto” (Ibáñez, 1982, p. 84).

 

La institucionalización de los espacios

El espacio cerrado parece favorecer el ejercicio de poder de modo directo. Este poder se reproduce o se “lleva puesto” por el estudiante a múltiples espacios. El encierro crea condiciones de control por parte del maestro, por lo que su ojo se encuentra en contacto con el estudiante para controlarlo y evaluarlo. Un cuerpo domesticado es una garantía de control, al igual que no poderse mover a placer en el aula. El trabajo de aula va en contravía al movimiento espontáneo del niño y del joven, preparándolo a la cotidianidad no sólo en el aula, sino en la vida. En este sentido, los estudiantes, en palabras de Cajiao (1994):

…están en un solo espacio, pero en la medida en que la escuela se expande y los grados se definen, la escuela va segmentando el espacio en aulas independientes y secuenciadas, pero además dentro de ellas el espacio se organiza de tal modo que pueda cumplir diversas funciones de vigilancia y clasificación de los alumnos (p. 98).

El salón da seguridad a quien vigila en tanto que le permite controlar visualmente a los dirigidos. Por lo general, el recreo es un espacio que genera incertidumbre en el agente educador, puesto que el control se pierde, las relaciones se hacen espontáneas y la dinámica de la vida está en todo su esplendor.

Pero el espacio no es sólo físico. El estudiante puede tener el deseo de conocer ese amplio espacio denominado realidad social, pero la institucionalidad no lo permite. La realidad social se torna amenazante para un joven de estrato socio-económico alto en Colombia, dado que tiene ciertas limitaciones para movilizarse en su territorio, existen espacios restringidos para él, por ser potencialmente peligrosos para su seguridad. Así, la pobreza se convierte en una realidad que no puede mirar de frente en tanto que no es su destino. La concepción de país se torna borrosa, pues parece haber en la educación formal una disposición para acceder a la acumulación de conocimiento, afianzar los intereses de clase y preservar el estilo de vida.

Los anteriores tres procesos no son intencionales necesariamente; se puede pertenecer a una clase sin que se tenga conciencia de ello. Sin embargo, el concepto de clase parece no ayudar a la comprensión de relaciones de orden interpersonal. Martín Baró (1988), citando a Dos Santos, 1974) da cuenta de esa limitación del concepto de clase, pero a la vez lo reconoce como procesos que se presentan en microespacios, así:

…las relaciones sociales no denotan simplemente la existencia de clases, sino que expresan la forma concreta que la dialéctica de clases presenta en cada sociedad (los diversos modos y formas de producción que ofrece cada formación social concreta) y aún las diversas vicisitudes y coyunturas de los procesos sociales. De ahí que no baste con referirse a las clases sociales, sino que sea necesario ver las formas concretas a nivel situacional y aun coyuntural para entender su impacto estructurador en el psiquismo humano (p. 98).

Por ende, para este caso, la visión económica debilita la conciencia social de identidad nacional en aras del interés reducido de la racionalidad de la propiedad privada.

De acuerdo con lo anterior, el territorio nacional empieza a ser comprendido como un escenario de enriquecimiento económico familiar, y el exterior se convierte en un espacio significativo de libertad y desarrollo del proyecto de vida, incluso como medio de esparcimiento, mientras que el país se convierte, en parte, con la mirada complaciente del plantel educativo, en un obstáculo en tanto que el joven tiene limitaciones serias para desarrollar su cotidianidad, para establecer pertenencia. En una de las visitas que realizamos a los colegios involucrados en la investigación, una estudiante fue solicitada por sus padres dado que se iban de paseo a Nueva York un fin de semana; así, como se ha visto, los espacios internacionales comienzan a ser más significativos, puesto que en el exterior los jóvenes y sus familias pueden sentir más seguridad que en el territorio nacional.

Cuando las estudiantes en uno de los colegios señalaban la necesidad de salir del aula, de buscar espacios amplios para poder trabajar con nosotros las comprendimos a partir de una economía de los espacios que deja ver claramente la postura frente al “encierro”. El aula es un lugar con dueño y en el que hay que estar por largos períodos; es el lugar en el que se pierde la posibilidad del diálogo sobre los hechos cotidianos y el diálogo espontáneo de los pares. El aula tiene una reglamentación prefijada que inhibe la posibilidad de conversar; el campo abierto invita a la lúdica, a la disposición libre de los cuerpos, que en el aula están constreñidos a cierto tipo de movimientos que supuestamente favorecen el aprendizaje. El conocimiento parece conseguirse en condiciones de asepsia, de un ritual del orden, del silencio, de la disciplina, lo que desconoce la dinámica de la vida, de la sociedad, de las relaciones y del niño y del joven que están en función de crear, de conversar, de preguntar, de construir aun atravesados por dispositivos ideológicos. Lo anterior parece coincidir con lo expresado por Deleuze en una conversación con Michel Foucault, al afirmar que:

No sólo los prisioneros son tratados como niños, sino que los niños son tratados como prisioneros. Los niños sufren una infantilización que no es la suya. En este sentido, es cierto que las escuelas son un poco prisiones, y las fábricas mucho más (Foucault, 1984, p. 12).

La narración del docente se presenta en función de la territorialidad en el aula, pues “posee” literalmente el salón de clases; a su vez, es una especie de inquilino de las instalaciones y del aparato simbólico que reina en la organización educativa. Es así como al abandonar éste el aula, los jóvenes, por lo general, se desbordan asumiendo su “propiedad”, legitimando su pertenencia en contraste con la norma adulta. La posesión del salón es un juego de poder que generalmente está a favor del docente, él señala quién debe ponerse de pie, quién puede hablar, quién razona bien y quién no. El ruido que se produce en ausencia del docente confirma que los espacios tienen dueño y que sus preceptos deben cumplirse.

De otra parte, el joven no busca la asepsia, busca la espontaneidad, el fluir de la vida, en el palpitante discurrir del ahora, del acontecimiento reciente. Tal vez los jóvenes hagan eco a las palabras de Whitman (1970), quien cantó a su tierra de manera intensa:

Nunca ha habido otro comienzo que este de ahora, ni más juventud que ésta ni más vejez que ésta; y nunca habrá más perfección que la que tenemos ni más cielo ni más infierno que éste de ahora (p. 28).

El “campo abierto” es una metáfora de libertad para el joven; no es que desprecie las reglas por sí mismas, el problema es que llegan a él o a ella impuestas directa o sutilmente y así no tiene la oportunidad de ser partícipe en su construcción y, por ende, en su compromiso con ellas. Quizás en el campo abierto el joven pueda desplegar sus relatos con más propiedad, en tanto que, por lo menos, ya es “copropietario” del espacio que en el aula pertenece exclusivamente al docente y a la organización educativa.

Allí, el joven ejerce su poder en términos de saturar el ambiente con sus narraciones, de poner a prueba sus estrategias, de mover su cuerpo a placer, de acercarse a su par sin la restricción del aula; en fin, en hacer de la vida una celebración. El mismo autor expresó en sus versos algo parecido:

Vago… e invito a vagar mi alma.
Vago y me tumbo a mi antojo sobre la tierra
para ver como crece la hierba del estío.
Mi lengua y cada molécula de mi sangre nacieron aquí,
de padres hijos de esta tierra y de estos vientos también (p. 25).

 

El joven narrado por el adulto educador y la institución

El que narra tiene poder, mientras que, de manera permanente, el joven es narrado en los escenarios educativo-formales; esta narración es por lo general anclada en el déficit; es decir, se habla de él como carente de conocimiento. El joven no parece formarse en la idea de confiar en lo que construye a través de sus relatos; por el contrario, variados relatos parecen contener la verdad, los pertenecientes al docente o a los autores consultados en los libros. Mead (citado por Martín Baró, 1988) señala que hay un mí que se configura ontogenéticamente y con fuerza en el proceso de socialización; este proceso, en el caso del joven, es la opinión exclusiva del adulto sobre el joven, literalmente éste resulta siendo lo que el adulto dice de él. Los relatos contienen historias interpretadas por quien habla; así el docente tiene un arsenal de dispositivos que confirman sus relatos de “verdad”.

El estudiante es leído desde la idea de que hay algo por perfeccionar en él, su condición aparece como inferior. Como afirma Dussel (1987). “El maestro dominador tiene como fundamento de su ethos una profunda desconfianza de su discípulo. Por ello no logra inventar las mediaciones educativas en la libertad” (p. 93). Esta desconfianza resulta útil a la economía institucional, pues remite al control, a mantener todo en orden, pone a la institución en el centro de la educación, pero genera distancias a veces irreconciliables con el estudiante.

Los relatos de la mente adulta se imponen de tal forma que el joven renuncia a su construcción de sujeto social para “asegurarse” con el relato del adulto. El conocimiento es un trofeo cuyo poseedor, el docente, tiene las pistas del mismo.

Además, la institución, como norma que atraviesa y atrapa al sujeto, complementa el poder de la mente adulta en términos de validar unos criterios de verdad que “emanan” de ese sistema relacional que es la organización educativa. La organización educativa, con un agente mediático como lo es el docente, ha sido creada con la idea de una verdad incuestionable que le da su identidad; si esa verdad no está, la organización parece naufragar en la duda que se considera como una debilidad que ha de ser contrastada por unas claridades que la validan en un mundo en donde el éxito corona las realizaciones institucionales. La reflexión se torna amenazante, pues conduce a la duda, al disenso, a la polémica, a la incertidumbre que cuestiona las verdades mantenidas con mucho celo. En palabras de Maturana y Dávila (2003): “El futuro no es de los niños, el futuro es de los adultos que crían a esos niños, conviven con ellos y los relacionan con su entorno… Es necesario reflexionar en torno a qué clase de adultos somos”.

Hay en esta expresión un cuestionamiento a los interventores, a aquellos que atienden al joven, pues el acento permanece en ellos; es decir, se le responsabiliza de su futuro cuando el adulto tiene una cuota mayor en la construcción de ese futuro. Ellos son los que “enseñan”, los que apoyan, los que evalúan; es decir, están situados al lado de la “verdad”. En estas condiciones, el agente que educa debe ser repensado. Poner el futuro en el estudiante es también desconocerlo en el presente, invalidar sus ejecutorias, su potencial actual, para ponerlo en un futuro que no es todavía. El agente educador, por fortuna, no transmite el conocimiento mecánicamente: lo interpreta, lo media, lo construye en muchos casos, lo cuestiona, lo contextualiza, puede generar el dispositivo de aprender a aprender.

Al consultar a un docente de uno de los colegios femeninos con los cuales trabajamos, nos decía que las estudiantes eran “inmaduras” poco después, al consultarle a una estudiante sobre como se veían ellas, nos decía que eran “inmaduras”; así, la lectura del docente es asumida por los estudiantes sin mayor mediación. La narración del estudiante queda seducida por el relato adulto que se valida por el poder institucional.

La norma institucional se afianza también y se valida como algo irrefutable. Kant (1961) manifiesta, en su Crítica de la razón práctica, que la sociedad o el Estado tienen deberes imperfectos para con el ciudadano, pero a su vez éste tiene deberes perfectos con el Estado. Esto, puesto a circular en la relación entre el discente y la institución educativa señala que esta última se puede dar el lujo de equivocarse, sin que esto la afecte de manera sensible; sin embargo, la equivocación del joven le acarrea consecuencias en muchos casos funestas. Jóvenes “indisciplinados” son expulsados de los centros educativos saliendo a multiplicar la estigmatización que la institución no asume poniendo en circulación dificultades que solo se postergan al interior de la sociedad, pero no se enfrentan.

El proceso de evaluación deja ver cómo los relatos del adulto se imponen al estudiante de manera intensa, dando a entender lo inamovible de las condiciones académicas de los estudiantes, pues ellos terminan siendo irremediablemente “malos” o “buenos”. Lozano y Cajiao (1995) nos brindan, al respecto, el relato de una niña:

La injusticia en las notas es casi siempre la misma: a las mejores alumnas casi no les revisan las previas y les ponen 10.0 de una; a las regulares les revisan y les revisan las previas, a ver cuántos errores cometieron para bajarle (p. 43).

Las contradicciones son muchas. Así, apelando al pensamiento de Gergen (1996) se puede señalar que “El destinatario del conocimiento recibe, así, un doble mensaje: por un lado, se le describe desapasionadamente lo que aparentemente son las cosas y, por otro, sutilmente se le prescribe lo que es deseable” (p. 41).

 

El papel del educador en los conflictos del aula

La investigación mencionada al comienzo ha mostrado que en general los conflictos de la cotidianidad son amenazantes, de allí que los actores del conflicto (estudiantes y docentes) no parecen autorizados para enfrentar los dilemas del aula que no reproducen directamente lo académico, o sea, los contenidos de la clase. De este modo, los conflictos se consideran interrupciones, disturbios, actos de indisciplina, cosas fútiles que desvían la atención de lo verdaderamente importante; o lo que quiere decir, el contenido de la clase.

El protagonismo de los conflictos queda, en muchos casos, en manos de un agente externo a la clase: el (la) coordinador(a) de disciplina. Esto naturaliza la idea de que los estudiantes no pueden resolver sus dificultades y que el profesor no está para resolver estos conflictos. De este modo, la rutina de la cátedra y los conflictos interpersonales, los pequeños malos entendidos, las diferencias de opinión, los improperios, las discrepancias, la competencia y todas esas confrontaciones que alimentan el cotidiano de los(as) estudiantes (que para los estudiantes es algo significativo) son leídos por la institucionalidad como procesos al margen del proceso educativo formal. Entonces, ¿cómo puede un joven reconocer sus posibilidades mediadoras si no tiene el espacio para hacerlo?, ¿cómo resolver diferencias con el otro si su propio docente, quien es su ejemplo, no lo puede hacer?, ¿cómo es que las diferencias en el aula se tornan amenazantes cuando son parte de la vida?, ¿qué tipo de educación es ésta que pone las soluciones de un conflicto en manos de agentes que no lo viven directamente y de paso desaprovecha la oportunidad de utilizarlo como ejercicio de vida?

Un docente tiene el compromiso de ejercer una labor mediática entre las demandas de los padres de familia y la organización educativa. Debe garantizar la permanencia de los jóvenes en el colegio en tanto que su continuidad permite el aumento de los ingresos económicos del plantel educativo, y debe cumplir con el desarrollo de los programas académicos a su cargo. El papel del docente parece estar atado a la protección, a la incontaminación social del joven; en otros términos, al control y a la vigilancia.

El representante de la institución tiene el poder para generar decisiones “acertadas”, lo que también justifica su cargo; sería muy discutible el papel de un coordinador de disciplina que no resuelve casos coherentes con lo que se espera de él.

No obstante, la reflexión no queda allí, pues hay una situación paradójica en la organización educativa que lleva a un coordinador de disciplina a actuar casi ignorando a los protagonistas del conflicto. En términos de Batallan, (2003):

La dignidad del cargo, su investidura y los avíos que simbolizaban tradicionalmente a la autoridad en la escuela han perdido su condición naturalizada, produciéndose un “conflicto de lenguas”, al decir de Geertz (1987), de incierto desenlace. En el marco de la globalización neoliberal, este conflicto toma la forma no de un choque de culturas (tal como éste se ha entendido clásicamente), sino de una incongruencia de códigos y valores entre las condiciones sociolaborales que permiten realizar la “libertad” del mercado y las condiciones de igualdad y libertad ciudadanas, inherentes al derecho democrático (p. 6).

Así, un coordinador de disciplina al pretender resolver un conflicto estaría atado a pensar en la reacción de los padres de familia, de los directivos y a considerar la equidad que debe tener para evitar sancionar o absolver injustamente a un estudiante. La institución tiene un peso decisivo al momento de resolver o enfrentar dificultades.

Desde la lógica institucional es menester neutralizar el conflicto “atenuando” sus repercusiones. Hay por lo menos dos alternativas. Por un lado, se espera por parte de los padres que ese recinto del conocimiento resuelva de forma ideal los conflictos, “para eso pagan” un servicio. La educación privada conlleva un contrato de orden económico que de alguna forma minimiza la responsabilidad paterna, pero que también libera a la organización educativa. Deslindar responsabilidades no conduce necesariamente a enfrentar los dilemas humanos “en conjunto”, sino a silenciarlos. De otro lado, está la formación que los dispositivos pedagógicos aconsejan; es decir, involucrar al joven en la solución de sus dificultades sin desconocer el contexto en donde se presentan. Se afianza así la idea de que los escenarios educativos son lugares asépticos.

La cotidianidad se torna insignificante, el estudiante pierde competencia para protagonizar su vida y el docente queda relegado a desempeñar un papel que no responde al sujeto que habita en el estudiante. La cotidianidad ignorada es muy significativa en tanto que es la fuente de interrogantes, diálogos, concepciones, formación de identidad y relación con los pares. Reconocer esa cotidianidad en la escuela posibilita que:

El niño debe conocer la hidrografía en el arroyuelo de su pueblo; la historia en la vida de su padre y su abuelo; la lengua en su lenguaje infantil. La juventud debe descubrir desde su realidad local, económica, política, la realidad del mundo (Dussel, 1987, p. 103).

La educación escolar no reconoce en toda su di-mensión que el acto educativo no se circunscribe a lo formal académico, sino que comprende la vida del joven en cualquier instante y que los conflictos son una valiosa oportunidad para convivir, para encarar situaciones en las que aflora la diferencia, en las que urge conversar con el otro, intervenir colectivamente para aclarar al menos el conflicto, si no se puede resolver. El conflicto debe ser conversado, pues como dice Echeverría (1996, p. 228): “Cuando juzgamos que no podemos sostener una determinada conversación con alguien, aún podemos tener una conversación acerca del hecho de que consideramos que no podemos tener esa conversación”. Relata una de las pares investigadoras, de acuerdo con la idea de Echeverría, que en una sesión con las estudiantes dos de ellas estaban discutiendo. Ella suscitó una conversación entre todas las integrantes del grupo respecto al conflicto de las dos estudiantes. Al final, alguien del grupo expresó que era la primera vez que ellas podían conversar sobre sus problemas interpersonales en el aula, pues por lo general eran remitidas a la coordinación de disciplina.

Dialogando con un estudiante de bachillerato en Cali, planteaba su malestar con los docentes que no aplican en su vida lo que enseñan. Añadía algo muy interesante y es que los docentes en el aula tienden a extinguir el conflicto sin desarrollarlo; es decir, se evade el conflicto.

Los conflictos propios del ejercicio del poder se evaden porque, entre otras razones, se corre el riesgo de tener que cederlo; entonces, se impone la institucionalidad y se niega el conflicto para evitar lo que conlleva desarrollarlo, posiblemente para evitar que el estudiante pueda abordarlos y desde ahí se empodere. Una forma común de enfrentar los conflictos es evitar el diálogo abierto y utilizar en su reemplazo la estrategia de afianzar la norma institucional; son los dispositivos prefijados los mecanismos disciplinarios, los límites docente-estudiante los que se imponen.

 

Resignificación de los relatos en la educación

Para abordar la resignificación, es necesario darle un contexto que ayude a comprender el carácter de lo que aquí se sustenta. En los procesos sociales hay una promesa implícita construida por el indeclinable ideal del hombre de transformar lo que “toca”; así cada declaración, cada solución, cada avance, en fin, cada acción humana tiene implícito un contradictor que aparece de manera irremediable.

Los relatos y las acciones que realizamos contienen promesas, sentidos u orientaciones; perseveramos en ciertas formas de interpretar la realidad y les damos el mote de otras. Pero las acciones e interpretaciones son efímeras, así porfiemos en eternizarlas. La institucionalización tiende a perpetuar miradas, estilos de acción, a “bendecir” ciertos saberes. Por el contrario, y en palabras de Dussel (1987), es preciso pensar y actuar, sobre todo en el maestro, de otra forma:

El maestro, en cambio, debe escuchar la voz de la juventud, “dejarla ser”, darle tiempo, impulsarla a la acción constructiva. Hacerla amar, trabajar intensamente, agotar la sobreabun-dancia generosa de su energía en el servicio al pobre, eso es lo que ella quiere, pero el maestro dominador se lo impide (p. 53).

Al hablar de las organizaciones, Schvarstein (1992, p. 26) aclara que lo institucional se opone al cambio, de esta forma “…las instituciones son aquellos cuerpos normativos jurídico-culturales compuestos de ideas, valores creencias, leyes que determinan las normas de intercambio social”. Estos cuerpos normativos tienden a permanecer y el autor caracteriza “…lo instituido como aquello que está establecido, el conjunto de normas y valores dominantes así como el sistema de roles que constituye el sostén de todo orden social”.

No obstante, las organizaciones humanas tienen un condimento que las hace mudables, de tal manera que lo instituido parece engendrar su propio cambio. Así, el mismo autor postula que “…para entender la dinámica del cambio social, es necesario reconocer la presencia de una fuerza instituyente, constituida como protesta y como negación de lo instituido” (p. 27).

La escuela ha de resignificarse desde el aula misma; pero también desde su contexto hacer exclusiva una de estas dos alternativas genera visiones sesgadas. Hace algunos años en Colombia se ensayó la educación como tecnología haciendo énfasis en el aula como escenario privilegiado de aprendizaje y a los métodos como protagonistas, y relegando como actor pasivo al estudiante. Esta forma instituida comenzó a superarse con el acceso al constructivismo en el que, al contrario de la tecnología educativa, la realidad se construye, no se inventa o descubre. Las organizaciones en determinadas coyunturas asumen paradigmas instituyentes con principios transformadores que luchan por imponerse.

Privilegiar el contexto es una alternativa que permite tener una noción general, pero que no da cuenta de los pormenores del aula. Ejemplificando en términos metafóricos, se trataría de unir la mirada que tenemos de un bosque al observarlo desde el aire con la de caminar a través de él.

No obstante, el contexto es tan importante que el autor de este documento, al explorar preferencias vocacionales en estudiantes que estaban terminando el bachillerato a comienzos de la década de los 80, halló que los alumnos querían seguir carreras cortas, fáciles de cursar y lucrativas. En ese entonces mis reflexiones quedaron ancladas en el ámbito inmediato de aquellos jóvenes (mirada individual) y, en cierta forma, asumí aisladamente su realidad; años después comprendí que en los ochentas Colombia estaba desarrollando, con vigor soterrado, la racionalidad del narcotráfico que ofrecía a los jóvenes un mundo con un “máximo” de comodidades por un “mínimo” de esfuerzos y que los jóvenes estaban conectados, de alguna forma, con lo que estaba sucediendo en el país. De esta manera, los macroprocesos amplios, subrepticios, complejos, impersonales, no deben descartarse en tanto que ayudan a comprender e integrar los fenómenos sociales.

De igual forma, dar cuenta de la realidad actual en el aula y su contexto social, recogiendo los fenómenos que les han dado vida, es recuperar la memoria del hecho educativo; esto permite la comprensión del aquí y el ahora de la educación. Lo contextual, como estrategia que evita el aislamiento de las partes, va conjugado con la complejidad, la globalidad y lo multidimensional de la realidad social. En palabras de Morin (2000):

El conocimiento pertinente debe enfrentar la complejidad… hay complejidad cuando son inseparables los elementos diferentes que constituyen un todo (como el económico, el político, el sociológico, el afectivo, el mitológico) y que existe un tejido interdependiente, interactivo e inter-retroactivo entre el objeto de conocimiento y su contexto, las partes y el todo, el todo y las partes, las partes entre ellas. Por esto, la complejidad es la unión entre la unidad y la multiplicidad (p. 40).

En otro sentido, trabajar o reconocer el contexto implica que el estudiante sea consciente de la forma como accede al conocimiento, que existen diferentes accesos a la realidad y que esas miradas dan cuenta del tipo de ser humano que es y del papel que como tal juega, ahí vemos un sujeto en construcción. Resignificar implica ver, por parte del sujeto, las cosas de otro modo; y cuando esto sucede, estamos mejor preparados para actuar potencializando nuestros recursos.

Por ejemplo, el poder visto desde otra óptica no está instalado como relato en una de las partes de la relación docente-estudiante, sino que está diseminado en la relación, esto genera la promesa de narraciones compartidas y recíprocas que se instalan en discursos en los que se visibiliza más al estudiante. Ibáñez (1982, p. 83) expresa que:

En efecto, frente a la creencia de que el poder radica en un lugar preciso, en un nicho situado en las alturas y desde donde se puede desplegar, irradiar, des-lizarse y aplicarse al sujeto para obligarle a cumplir sus deseos, es decir, frente a la creencia de que el poder radica en los dioses y sus castigos, en el rey y sus armas, o en el Estado y su policía, se ha ido formando paulatinamente la idea de que el poder convive permanentemente con nosotros, en nosotros y de que su lugar es, precisamente, aquel en el cual estamos (p. 83).

De esta forma, se hace necesario contrastar en el espacio de la escuela los relatos que se han eternizado y que privilegian el relato institucional a ultranza. Reinventar una historia da nuevas luces para encarar situaciones engorrosas. El pasado se puede modificar desde el presente según el momento y las circunstancias presentes; el pasado es literalmente una interpretación, nunca volvemos a él, al igual que como narraba Heráclito nunca vemos el mismo río al mirarlo dos veces. El pasado no tiene por qué regresar a nosotros de la misma manera, podemos relatarlo de distinta forma. Así, el relato se constituye en un poderoso medio de cambio, de formación de sentidos.

Un joven que accede a la condición de sujeto da cuenta de la posibilidad de construir nuevas realidades a través del lenguaje. Podría decirse con González (2002) que:

El sujeto expresa una alta movilidad psicológica comprometida con la producción de sentido en campos diferentes y simultáneos de sus prácticas sociales que, en ocasiones, le llevan a coexistir de forma simultánea con roles diferentes que demandan de él/ella profundos cambios en procesos de subjetivación (p. 221).

La idea de sujeto da cuenta entonces de una persona situada, que toma sus decisiones, que problematiza la realidad, que es consciente de la necesidad del otro para alcanzar sus metas; ese sería el sujeto deseable en el aula.

Un estudiante que es narrado por su docente como creativo tiende a leerse de esa forma y quizá leerá a otros en sentido potencializador. Es sorprendente lo que, por ejemplo, una acción paradójica puede hacer a favor de un estudiante tildado de indisciplinado cuando es nombrado por su docente como representante del curso, con la responsabilidad de generar relaciones de cooperación y mejoramiento académico. Esa acción conlleva un relato de reconocimiento, de confianza en el potencial del joven.

¿Por qué es necesario que el relato del joven se destaque?, ¿cómo hacer del aula un espacio para construir narraciones en las que el estudiante invente mundos posibles?, ¿cómo establecer en la práctica del aula que el joven se sienta protagonista de sus procesos?, ¿qué tipo de poder es el que debe tener el estudiante?

Seguramente no es un poder de verdad absoluta, sino un conocimiento que cambia, que requiere ser establecido cotidianamente —según la circunstancia—, que no se petrifica, sino que se entiende relativo, que es socialmente válido, es decir que tiene una utilidad compartida y no particular; un conocimiento que se siente finito, extinguible, que es construido con la participación de todos los sujetos involucrados. La bella metáfora de la película La guerra del fuego es justamente esa luz, hecha con mucha dificultad, que da calor a un grupo de seres humanos primigenios y que resplandece como la adquisición desde un esfuerzo colectivo y útil para todos.

Otra alternativa de resignificación puede inferirse de Antonio Beristain, abogado y sacerdote español, cuando convocaba a los participantes de un seminario realizado en Bogotá, hace algunos años, a generar símbolos que consolidaran la identidad entre varios grupos. La elaboración de símbolos es una estrategia conducente a un sentido de construcción mutua. El aula debería estar saturada de acciones a través de las cuales el estudiante genere conversaciones que a su vez nutran acciones propias, búsquedas que le den la confianza en sus propias realizaciones. El poder del docente no debe estar en imponer discursos, sino en facilitar la construcción de relatos por parte del estudiante; si es aquel que nutre de insumos el aula para que otros trabajen con ellos, el docente presencia el nacimiento de variados conocimientos, mueve situaciones, propicia condiciones, pero deja la iniciativa al estudiante; éste debe saber que la responsabilidad está en él, pero que cuenta con alguien que está siempre “ahí”. En ese sentido, podríamos entender la anotación de Dussel (1987), cuando dice que:

El auténtico maestro primero escuchará la palabra objetante, provocante, interpelante, aun insolente del que quiere ser otro. Sólo el que escucha en la paciencia, en el amor de justicia, es la esperanza del otro como liberado, en la fe de su palabra (p. 50).

Las preguntas problémicas son unas forma de mover el pensamiento y no de encontrar respuestas fáciles que puedan interferir con la construcción de conocimiento; tienen ese sello al no buscar respuestas o soluciones inmediatas. Cuando preguntamos al estudiante, sin ánimo evaluador, él hace sus búsquedas a través de nosotros, se expone, da pie a la incertidumbre, comparte sin sufrir la imposición del discurso adulto. Conversación y acción son procesos que no deben dicotomizarse a riesgo de generar salidas artificiales a los conflictos. El triángulo conversación-significación-acción es un poderoso instrumento para transformar la realidad. Así:

Nos relacionamos con los demás cuando coordinamos acciones con ellos, cuando juzgamos que tenemos un espacio abierto y continuo para coordinar acciones con alguien. El lenguaje nos permite coordinar acciones con otros para coordinar acciones con ellos. Para tal efecto, hacemos peticiones, ofertas, promesas, declaraciones y afirmaciones y, a través de estos diferentes actos lingüísticos, participamos con otros en múltiples juegos de lenguaje. (Echeverría, 1996, p. 239).

La conversación es una herramienta muy poderosa de resignificación, al punto que cuando parece que las puertas están cerradas en una relación, la magia del diálogo aparece, de tal suerte que “Cuando no sabemos qué hacer, siempre podemos recurrir a la acción de explorar nuevas acciones, junto a otras personas o solos” (Echeverría, 1996, p. 227).

A su vez, el docente y la organización educativa con todos sus estamentos debe reconocer el entorno social amplio en que se mueve, ya que la sociedad configura tendencias que a la postre se van instalando de manera significativa en los procesos educativos. Los cambios en la normatividad educativa, la constitución nacional y su aplicación, las políticas sobre juventud y las figuras que los medios de comunicación destacan como fuentes de emulación son, entre otros, hechos notables en la formación de los jóvenes, pero no es claro su impacto.

El poder circula por todo el tejido social e indica que el estudiante no sólo está sometido al sistema educativo, sino que sus acciones generan movimientos de transformación a veces imperceptibles. Lo mismo se puede decir del papel del educador, dado que las acciones que genera establecen cambios que ayudan a solucionar la paradoja de una democracia por construir en el marco de la escuela y de una sociedad que le demanda reproducir un conocimiento que avale el estatus quo. Pero, además, conversar, ser recurrentes en los relatos, mencionar, denunciar, discutir, aclarar son estrategias que permiten resignificar los fenómenos. Foucault (1984) expresa la necesidad de:

…designar los lares, los núcleos, denunciarlos, hablar de ellos públicamente, es una lucha, no es porque nadie tuviera aún conciencia de ello, sino porque tomar la palabra sobre este tema, forzar la red de la información institucional, nombrar, decir quién ha hecho qué, designar el banco, es una primera inversión del poder, es un primer paso para otras luchas contra el poder (p.16).

El juego es una alternativa de acción que puede apoyar procesos de resignificación, en tanto que a través de él los jóvenes generan sus propias normas, lo que les permite aceptarlas, e incluso reinventarlas, pero también comprender el valor de normas ya establecidas. El juego en el joven, como en el niño, no sólo es una estrategia, es un estilo de vida, una forma de relacionarse, una forma de estar en el aquí y el ahora, una forma de construir futuro. El juego no tiene buen cartel en la escuela, parece contradictorio con el estudio, parece demasiado informal, demasiado espontáneo, muy ligado a la incertidumbre, muy distante del orden, de la disciplina que exige la academia.

El juego permite la elaboración de las reglas de juego a los participantes; de esta forma, se sienten protagonistas del proceso, pero también les permite enfrentar dilemas hipotéticos; esto los prepara para enfrentar dificultades reales. El juego tiene la característica de parecer caótico, desordenado y posiblemente esto no seduzca la mente adulta.

En síntesis, las posibilidades de resignificación son múltiples y están ancladas en el lenguaje, en las conversaciones, en la mirada distinta del pasado, en la acción lúdica y en muchas otras estrategias que requieren para su constitución y expresión procesos de orden democrático en la educación.

 

Referencias

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Recibido: diciembre 12 de 2006
Revisado: enero 21 de 2007
Aprobado: febrero 10 de 2007

 

 

* Correspondencia: óscar Cañon, docente investigador, Facultad de Psicología, Universidad Santo Tomás, Bogotá, Colombia. Correo eletrónico: oeco91@hotmail.com. Dirección postal: Cra. 9 No. 51 -11.
1 Comprendido el individuo como la persona aislada y sometida por la racionalidad impersonal de la sociedad. Es un discurso creado por el modo de producción capitalista. La categoría de individuo es contradictoria con la categoría sujeto. Esta última es caracterizada por González (2002) cuando expresa que: “El individuo, en calidad de sujeto, define cada vez mayores responsabilidades dentro de los diferentes espacios de su experiencia social, generando nuevas zonas de significación y realización de su experiencia personal. La condición de sujeto es esencial en el proceso de ruptura con los límites inmediatos que el contexto social parece imponer…”. Así, un sujeto es consciente de su condición histórica y de su realidad vincular o relacional (p. 209).

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