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Diversitas

Print version ISSN 1794-9998

Diversitas vol.3 no.2 Bogotá Dec. 2007

 

 

Supervisión de psicoterapeutas sistémicos: un crisol para devenir instrumentos de cambio

 

Supervision of sistemic psychotherapists: An amphora to provide instruments of change

 

 

Ángela Hernández Córdoba*

Universidad Santo Tomás, Bogotá

 

 


RESUMEN

Este artículo es una reflexión basada en mi ya larga experiencia como supervisora de psicoterapeutas en formación. Comprendo la supervisión como un escenario clínico-formativo y como un proceso generativo y transformador en el cual las personas desarrollan sus competencias. Es a la vez una forma de enseñar un enfoque específico de terapia y una práctica reflexiva sobre la propia práctica terapéutica. Como contexto de aprendizaje y de cambio es isomórfico a la psicoterapia, cuya dinámica relacional emerge en el entrelazamiento de la construcción individual con la co-construcción en el equipo. El objetivo de la supervisión es activar los recursos interaccionales de los terapeutas para que amplíen y complejicen sus posibilidades de relación y sean instrumento de cambio más versátiles y efectivos. El equipo de supervisión siempre opera a través de conversaciones reflexivas con el acompañiento de un supervisor que es además soporte emocional, consultor, colega, docente y promotor de una sinergia que hace de la supervisión una fascinante experiencia vital para consultantes, terapeuta y supervisor.

Palabras clave: Supervisión y psicoterapia, Formación psicoterapeútica, Psicoterapia sistémica, Equipos terapéuticos.


ABSTRACT

This article is a reflection based on my prolonged experience as supervisor in psychotherapist training programs. I understand the supervision as a clinical-formative scenario and as a generative and transformative process. It is also a way to teach a specific therapy model and a reflexive practice on the own therapeutic practice. There is an isomorphism between therapy and supervision and in both contexts the relational dynamics emerges in the interaction between the individual construction with the co-construction in the supervision team. The supervision purpose is to activate the therapists’s relational. Resources in order to extend and diversify their relational competences, so they can become more effective and versatile instruments of change. The supervision team operates thought reflexive conversations with de supervisor, who is also emotional support, consultant, trainer, colleague and advocate. This way the supervision context creates a synergy where clients, therapists and supervisors have a fascinating existential experience.

Keywords: Supervision and psychotherapy, Psychotherapeutic formation, Systemic psychotherapy, Therapeutic equipment.


 

 

Introducción

Este artículo es producto de la reflexión sobre mi experiencia como supervisora de psicoterapeutas en formación en la Maestría de Psicología Clínica y de Familia de la Universidad Santo Tomás de Bogotá por más de doce años. Como no ha sido una reflexión en solitario, este texto intenta encarnar muchas conversaciones con los colegas y los estudiantes sobre la supervisión, cuyo ejercicio trasciende a una mera actividad académica para convertirse en una experiencia de transformación vital de todos los participantes: los consultantes, los terapeutas en formación, el supervisor mismo e indirectamente los remitentes y las instituciones de donde proceden los casos. A su vez, los procesos, las necesidades y los contextos cambiantes para el desarrollo de la supervisión siempre han movilizado a la Maestría en cuanto organización viva en evolución.

Mi memoria no me alcanza para relatar ordenadamente esa evolución, por lo cual tan solo pretendo dar cuenta de cómo comprendo la supervisión en cuanto escenario clínico-formativo; cómo son los procesos para activar el aprendizaje y el cambio y cuáles son los isomorfirmos entre psicotera pia y supervisión, los presupuestos paradigmáticos y epistemológicos subyacentes y algunas implicaciones éticas de esta modalidad de trabajo clínico y formativo.

Si bien la supervisión de psicoterapeutas es una práctica muy especializada, explicitar cómo se hace y bajo cuáles presupuestos, responde a un deber ético y social, en la medida en que los colegas de otros enfoques, los profesionales con quienes colaboramos en la atención de problemas de salud mental y la población en general, deben comprender la lógica de nuestro accionar, en coherencia con el espíritu de construcción y de validación colectiva del conocimiento producido de nuestra práctica en la Maestría.

En otras palabras, asumo que en este momento histórico, cuando la sociedad ofrece tan amplio “menú” de modalidades de ayuda y de servicios para aliviar el sufrimiento psíquico, es indispensable para quienes pretendemos darle a nuestra práctica un carácter verdaderamente disciplinar, ser capaces de dar cuenta con rigor académico de aquello que hacemos, más aún cuando el ejercicio de la psicoterapia está siempre en el perímetro de las prácticas de poder. Porque creo además que sólo si los consultantes y los demás profesionales conocen el sentido de nuestro proceder, podremos cumplir con el imperativo ético de hacer de la psicoterapia una relación transformadora de sujetos libres en colaboración.

 

Cómo concibo la supervisión de psicoterapeutas en formación

En primera instancia, considero que la psicoterapia y la supervisión son dos modos deliberados de generar cambio a través de conversaciones que proceden con modalidades y mecanismos característicos que son modelizables y deconstruibles. En la psicoterapia, la necesidad del cambio surge de la insatisfacción de los consultantes con alguna situación vital; en la formación, del deseo de los psicólogos de disponerse para practicar una forma particular de psicoterapia. De hecho, si la supervisión es un proceso generativo y transformador en el cual las personas desarrollan sus competencias, también la psicoterapia puede definirse de esta forma, pues en ambos contextos connotamos el curso del cambio como un proceso de aprendizaje (Hernández, 2003).

Para comprender específicamente el proceso de supervisión, me identifico con las dos acepciones que Laura Fruggeri (2001) le atribuye, las cuales a mi juicio son complementarias y recursivas en nuestro quehacer en la Maestría: por una parte, la supervisión es una forma de enseñar un enfoque específico de terapia, y por otra, es una práctica reflexiva sobre la propia práctica terapéutica. Adicionalmente, la supervisión en vivo es una manera particular de hacer terapia, donde el equipo conformado por el supervisor y los estudiantes es a la vez un equipo terapéutico. Visto así, en el contexto de la supervisión interactúan en forma compleja diversos actores que desempeñan distintos roles sociales, a los cuales se adscriben variados intereses y expectativas específicas acerca de lo que ocurre en el espacio de la psicoterapia bajo supervisión, el cual constituye en sí un sistema complejo, tal como aparece en la figura 1.

 

 

Como en toda situación de interacción, la dinámica relacional propia del sistema de supervisión emerge en el entrelazamiento de la construcción individual con la co-construcción. Cuando la observación de los procesos que transitan en la supervisión se puntúa desde la construcción individual, se enfoca en cómo los terapeutas confieren sentido a su mundo, a los demás y a las situaciones que enfrentan, identificando sus sentimientos, sus premisas acerca de la vida, sus objetivos, sus conductas y las conexiones entre todos estos procesos. Cuando se puntúa desde la co-construcción, se enfocan los modos de relación, la coordinación de acciones y los juegos de lenguaje entre los consultantes y el terapeuta y entre el terapeuta y el equipo de supervisión.

Como la construcción individual y la co-construcción son dos procesos simultáneos y recursivos, todos los participantes son coautores de la coordinación de acciones y de significados dentro de la cual se generan los procesos individuales. Esto implica que en la supervisión se develan los marcos teóricos, los prejuicios, los valores, la ideología y las vivencias previas del terapeuta, relevantes para el adecuado manejo del caso, al tiempo que se metaobservan las pautas de interacción entre los distintos actores y se reflexiona sobre las formas de conducir la conversación, tanto en la terapia como en la supervisión.

El foco sobre la construcción individual corresponde además a la premisa de que el instrumento fundamental en el ejercicio de la psicoterapia es el terapeuta. Para nuestros efectos esto significa que quienes se inscriben en la Maestría quieren llegar a ser terapeutas sistémicos, en buena medida porque su propia visión de la vida y de los problemas humanos ya coincide con las explicaciones contextuales y ecológicas propias del enfoque, las cuales han conocido en sus estudios de pregrado o a través de su experiencia laboral; además, intuitiva o directamente saben que este programa no pretende enseñar técnicas para hacer terapia, sino que es un proceso que los transforma como personas. Porque como dice Minuchin (1998), en la formación exitosa emerge un terapeuta diferente de su supervisor, pero también distinto de la persona que era antes de pertenecer al programa.

Todos nuestros estudiantes han tenido alguna práctica como terapeutas o como agentes de intervención social y la reflexión sobre ese bagaje se convierte en el motor de arranque de la formación sistémica. Porque como afirma también Minuchin, “el estilo personal del terapeuta es el punto de partida. Se lo desafía para que amplíe su repertorio de actuación y sea capaz de responder a la variedad de consultantes y de problemas que le pueden llegar” (1998, p. 17). Se trata de que el clínico pueda organizarse a sí mismo en función del cambio terapéutico sin perder su espontaneidad, entendiendo que espontaneidad es equivalente a versatilidad para actuar en armonía con las circunstancias del contexto.

En otras palabras, si la psicoterapia es un proceso donde los terapeutas se emplean a sí mismos, la supervisión pretende aumentar la complejidad de sus intervenciones. Estas metas convierten a la supervisión en un proceso muy íntimo porque las preferencias de los estudiantes están unidas a su historia y a su estilo personal y en consecuencia el supervisor es responsable de generar un contexto de protección y de respeto a los límites de la vida privada de cada participante en el proceso de transformación.

Al igual que en el trabajo con los consultantes, el objetivo es activar los recursos interaccionales subutilizados por los terapeutas en formación, de modo que amplíen y complejicen sus posibilidades de relación para que sean instrumento de cambio más versátiles y efectivos.

No obstante, la eficacia de la psicoterapia no depende sólo de la persona del terapeuta. Sus competencias para crear el contexto generador del cambio se desarrollan en la reflexión sobre la práctica, lo cual le exige descentrarse de sí mismo para internarse en los mundos de los consultantes, para navegar por las distintas comprensiones teóricas y clínicas sobre las problemáticas, para conectarse con los remitentes de los casos e incluir sus intervenciones en las redes de relaciones sociales e institucionales que se activan con la creación del sistema de ayuda. Es decir, debe aprender a transitar con agilidad entre la autorreferencia y la heterorreferencia, como un agente que recorre la red relacional que configura y propicia nuevas comprensiones y nuevas conexiones entre los nodos.

Así se conjugan las epistemologías constructivistas y construccionistas, las cuales comparten el principio de que la realidad es una construcción que surge en la interacción y en el lenguaje. Al decir de Varela (1979, citado por Fruggeri, 2001), en vez de considerarlas opuestas, es útil pensar que son dimensiones “imbricadas”, que interjuegan con la cognición y la comunicación, la subjetividad y las relaciones, la semántica y la pragmática, los sistemas observados y los sistemas observantes, las narrativas, las acciones, las emociones y los pensamientos. Esto quiere decir que si bien tales dimensiones son diferentes e irreductibles la una a la otra, cada una de ellas emerge en relación con la otra.

Me identifico con Haley (1997) en que la supervisión debe ser coherente con la perspectiva de una terapia breve, estratégica y activa que toma en cuenta el contexto social de los consultantes y por lo tanto las consecuencias ético-sociales de la intervención, teniendo en cuenta que dentro de la multiplicidad de intereses en juego en el sistema de terapia bajo supervisión, las necesidades de los consultantes son prioritarias frente a las necesidades de aprendizaje. En la supervisión el equipo se organiza para ofrecer ante todo la mejor intervención disponible para activar el cambio en los consultantes, lo cual significa que, en casos que resultan de difícil manejo para el terapeuta en formación, el liderazgo en la conducción del proceso terapéutico puede pasar transitoriamente del terapeuta al supervisor, quien adopta con flexibilidad variados roles en ese sistema de aprendizaje y de cambio.

Como bien se sabe, una terapia puede considerarse estratégica si el clínico inicia lo que ocurre en ella y diseña un enfoque particular para cada problema. Cuando se encuentran un terapeuta y un consultante, la acción que se desencadena está determinada por ambos, pero en la terapia estratégica la conducción del proceso está en manos del terapeuta. Este debe proponer versiones verosímiles de los problemas y de las soluciones, acordar propósitos del proceso terapéutico, diseñar intervenciones para alcanzarlos, examinar las respuestas que recibe para corregir su enfoque del caso y evaluar la eficacia de la terapia.

Porque aquí lo estratégico no es tanto una teoría sobre los problemas humanos y sus soluciones, sino una postura por la cual el terapeuta reconoce como una premisa la influencia mutua que circula entre él y los consultantes y la asume como el contexto mismo del cambio. En consecuencia, se hace cargo de conducir las sesiones, no con base en un programa rígido de acción, sino en una comprensión compleja de la situación, a la cual se remite como a un mapa hipotético sobre el cual ubica las rutas de intervención y las va ajustando con la plena participación de los consultantes.

El enfoque estratégico opera desde la observación de las personas y sus complejas formas de comunicación; la habilidad para captar cómo los sentimientos y las percepciones subjetivas se modifica a través de la relación interpersonal y la manera directa de ser propositivo las palabras, las entonaciones y los movimientos corporales. También se basa en las premisas de que todas las personas pueden cambiar, que el espacio y el tiempo son maleables, y que, paradójicamente, los consultantes son dirigidos hacia la autonomía.

Como la terapia se centra en el contexto social de los dilemas humanos, la tarea del terapeuta reside en diseñar la intervención en la situación social donde se halla el consultante. El objetivo de esta intervención es ante todo introducir mayor complejidad y alternativas de interacción. Se aplica el principio de “pensar en pequeño” cuando se trata de movilizar el cambio, a partir de aquello que el consultante trae como motivo de consulta. Se buscan medios que verdaderamente promuevan el cambio, aunque las propuestas parezcan ilógicas. Es decir, se acude a intervenciones paradójicas como mecanismo para quebrar los círculos viciosos (Weakland, J., Fish, R., Watzlawick, P & Bodin, A., 1974), obedeciendo al imperativo ético de ayudarle a los consultantes a ampliar las opciones viables para afrontar el asunto que los preocupa (Von Foerster, 1988).

La postura estratégica presupone que el consultante sabe lo que es bueno para él y tiene los recursos para lograrlo, por lo cual la clave consiste en utilizar todo aquello que son y que rodea a los consultantes -valores, historia, temores, etc.-, para ayudarles a satisfacer sus necesidades en forma tal, que logren tener una vida más satisfactoria. Se asume que el insight no es una condición sine qua non para que se desencadene el cambio, sino que por el contrario viene después de que éste se ha producido.

El terapeuta reconoce que no es omnipotente y que la terapia es una relación paradójica porque los cambios que puede inducir su intervención son limitados e inciertos, ya que dependen en última instancia del consultante y no del terapeuta.

Por otra parte, la forma como los consultantes reaccionan frente a los terapeutas se vincula con los significados generados en el marco terapéutico con respecto a otros contextos relacionales, y viceversa: todo lo que ocurre en el mundo del consultante afecta el proceso terapéutico (Houseman, 2003). Desde una visión ecológica, el cambio buscado por los consultantes y el aprendizaje de los terapeutas en formación abarca un sistema relacional más amplio, fuera de los actores presentes en el consultorio.

Pensando como lo hacen diversos formadores, en que son inevitables los isomorfismos entre terapia y supervisión (Liddle, H. y cols., 1989), diría entonces que mi postura como supervisora es también estratégica y por lo tanto se acoge a los anteriores principios orientadores de la intervención.

 

El lugar de la supervisión en la Maestría

Los escenarios de formación en la Maestría son básicamente cuatro: seminarios, práctica psicoterapéutica, supervisión de dicha práctica e investigación. En esos escenarios se movilizan diversos procesos de aprendizaje, mediatizados todos por el ejercicio constante de la autorreferencia (Estupiñán, J. Niño, J. A. y Rodríguez, D., 2006).

Aunque los saberes y las competencias circulan recursivamente en esos cuatro escenarios, diría que en los seminarios predomina la construcción de principios explicativos, operadores y de organización de las observaciones como relatos con sentido dentro de contextos interaccionales. Específicamente en la práctica psicoterapéutica y en la supervisión interactúan las dimensiones que se sintetizan en la figura 2.

 

 

En la práctica de la psicoterapia predomina la construcción de habilidades de interacción con consultantes, lo cual implica la posibilidad de representarse los mundos de los otros, de usar el arte comunicativo para seducir -en el sentido de Humberto Maturana- en función de un mundo posible más satisfactorio para los consultantes, quienes lo visualizan con la ayuda del terapeuta. En esa creación el terapeuta se calibra permanentemente para diferenciar su marco de referencia del de los consultantes y para aprovechar sus emociones como fuente de retroalimentación para sí mismo y para el proceso terapéutico.

En la supervisión ocupa un lugar predominante el desarrollo de la autorreferencia, en el sentido de facilitar el movimiento flexible entre el mundo subjetivo emocional y conceptual del terapeuta, la observación y la interacción con los consultantes y la integración de las alternativas que surgen en la conversación con el supervisor y con el grupo de compañeros en formación. Aquí también se desarrolla la habilidad para trabajar en equipo terapéutico y reflexivo y se ejercitan habilidades para cumplir con las tareas administrativas asociadas a la práctica, tales como mantenimiento de las historias clínicas, informes y relaciones con las entidades remitentes, ajuste a las normas de funcionamiento de los Consultorios de psicología como Institución Prestadora de Servicios IPS, entre otras.

En ese movimiento complejo –por la diversidad de niveles en interacción-, espiral y continuo –por la circularidad, la recursividad y la historicidad a través de la existencia del sistema terapéutico y del de formación-, van surgiendo en forma articulada nuevas construcciones de las situaciones vitales en juego. Esas nuevas construcciones se evidencian en los relatos que se cuentan, en las formas de interactuar y en la posibilidad de generar nuevos eventos y vivencias que hacen virar el curso de las vidas de los involucrados, teniendo en cuenta, como ya se ha dicho, que la terapia y la formación son procesos intencionalmente dirigidos a la transformación humana.

 

Poder, empoderamiento y colaboración en la supervisión

Hablar de poder en terapia y en supervisión no es fácil, porque algunas interpretaciones afines al pensamiento construccionista social radical, a mi juicio han ideologizado esta noción. Sin embargo, como dice Michel Foucault (1991), el poder como un algo, como una cosa concentrada o difusa no existe. Parafraseando a Gregory Bateson (citado por Sluzki, 1980), el poder puede verse como un principio explicativo y como principio explicativo no explica nada; es simplemente un acuerdo social convencional para describir los procesos relacionales complejos de influencia y de control, presentes en toda relación.

Por esta razón, considero que en el contexto universitario institucional es mejor reconocer su presencia, porque inevitablemente el supervisor responde por la contención de la situación de supervisión y sus apreciaciones determinan en buena medida la aprobación de los semestres y los avances del terapeuta dentro del plan académico formal. Vista así, la noción de poder no riñe con las de empoderamiento y de colaboración, como opciones relacionales que simultáneamente animan el proceso de cambio y de aprendizaje.

De hecho, Fine y Turner (1997, citados por Murphy & Wright, 2005), describen la supervisión colaborativa como un diálogo cara a cara donde prevalecen la voluntad de un aprendizaje mutuo e intenso y una relación de poder transparente, donde el énfasis está puesto en asegurar el bienestar de los consultantes.

Adicionalmente, si en la terapia el instrumento de cambio es el terapeuta, en la supervisión, el supervisor también lo es, con sus cualidades y sus humanas limitaciones. En ese sentido el supervisor sería exitoso solo en la medida en que logre modelizar la buena práctica de la terapia sistémica, asumiendo los diversos roles convocados en el curso de la supervisión. Esto exige desarrollar una identidad versátil, que permita responder con flexibilidad a las variadas necesidades de los consultantes y de los terapeutas en formación.

Michael Ungar (2006) describe, además del rol propiamente dicho de supervisor, otros cinco roles complementarios y simultáneos que encajan con mi vivencia en la Maestría, teniendo en cuenta que en el desempeño de esas tareas participan todos los miembros del equipo con el monitoreo del supervisor:

1) El rol de soporte emocional al terapeuta cuando le ayuda a explorar sus vivencias personales, sin que la supervisión se convierta en proceso terapéutico. Porque como ya lo decía Haley (1997), al supervisor le incumbe no sólo enseñar cómo hacer terapia sino trabajar con los terapeutas para que aprendan que sus reacciones personales, más que interferencias al curso de la terapia, son los recursos claves y movilizantes de su aprendizaje, de su crecimiento personal y del cambio en los consultantes.

En especial los casos que revisten dificultad desencadenan en el terapeuta reacciones desagradables como frustración, ira, temor, aburrimiento, confusión, sensaciones de impotencia y de incapacidad (Gutiérrez, E., 2006). Es necesario recogerlas como recursos, pues no solo informan de los efectos que los consultantes generan en su entorno, sino que se conectan con la historia y el estilo personal del terapeuta, de modo que poner esos sentimientos bajo el macroscopio de la supervisión conduce a que el estudiante amplíe la mirada sobre sí mismo y se apropie de sus vivencias dentro de una nueva versión de su propia vida. Así este proceso llega a volverse isomórfico con el de los consultantes.

Este abordaje del mundo emocional de los terapeutas es particularmente rico para todo el equipo de supervisión, ya que sus miembros son fuentes de apoyo, de retroalimentación y de reconocimiento para quien presenta el caso, y así se genera un efecto de resonancia, en el sentido de Mony Elkaim, donde todos movilizan sus propias vivencias como personas y obtienen aportes para la conducción de sus casos (Robert, 1992).

2) En el rol de consultor del caso, el supervisor conversa con el grupo para ofrecer alternativas sobre las mejores opciones para la evolución de la terapia, enfocándose más en los consultantes y en los remitentes que en las competencias del terapeuta. Este ejercicio es permanente, activa el trabajo en equipo y favorece el develamiento y la actualización de los marcos de referencia de todos a través del mismo ejercicio.

3) En el rol de docente, el supervisor enseña cómo hacer una intervención, modelando o acompañando el ejercicio de la terapia en vivo. Como Haley (1997), más recientemente Winslade (2002) subraya la competencia y la responsabilidad del supervisor de enseñar conceptos y técnicas.

Por mi parte, convencida de la potencia del aprendizaje en la acción y de los beneficios de las intervenciones emocionalmente intensas dentro de las sesiones, vistas como experiencias correctivas, conectivas y generativas, no dudo en intervenir con los consultantes en compañía del terapeuta a cargo del caso y en presencia del equipo de supervisión. He encontrado útil esta participación sobre todo al comienzo de la formación, porque al concebirla como un proceso artesanal, creo que la lectura, las conversaciones sobre textos y relatos de terapeutas experimentados nunca remplazarán la vivencia de ser partícipes en la reconducción de la vida de los consultantes, cuando ellos nos invitan a proponerles en forma concreta otras alternativas de existencia.

Por otra parte, permitir y alimentar la vivencia de emociones desagradables en forma intensa, fortalece a los terapeutas y a los consultantes como seres humanos, porque favorece que todos validen sentimientos que siempre corresponden al malestar asociado a los motivos de consulta. Así, cada uno se hace cargo de sus emociones y elige resolverlas o seguirlas manteniendo como síntomas, al calibrar los efectos interaccionales de sus decisiones.

Adicionalmente, considero que propiciar el reconocimiento y la expresión relevante de las emociones, protege a los terapeutas de banalizar los problemas humanos, en cuanto a que si bien una premisa para el cambio es creer en los recursos y en un futuro positivo viable, entre más dolorosas y anquilosantes hayan sido las experiencias de los consultantes, más necesitan atravesarlas dentro de este contexto protegido para reintegrarlas a su historia con un nuevo sentido.

4) Como colega el supervisor comparte las responsabilidades clínicas con el terapeuta, adoptando en ese momento el rol de miembro del equipo terapéutico ad hoc. Legalmente el supervisor tiene también una responsabilidad frente a los casos y éticamente tiene un compromiso humano con quienes le entregan su confianza al equipo poniendo su historia en sus manos.

5) Como promotor de los supervisados y de la innovación de su práctica, los estimula a tomar iniciativas y a transferir sus aprendizajes a sus demás campos de trabajo. Aquí juega un papel definitivo el recurrir al reconocimiento directo y a la connotación positiva de las actuaciones de los terapeutas, de sus avances técnicos y de comprensión, acudiendo siempre al grupo como caja de resonancia.

En este rol se ejerce más la tarea de empoderamiento, de modo que las diferencias atribuibles al poder se minimizan, se explicitan las implicaciones terapéuticas de estas diferencias, se analizan las dinámicas de las relaciones y se relativiza la jerarquía en el equipo. El supervisor genera un clima de contención y de confianza, a través de evaluaciones mutuas, de conversar y de meta-analizar las relaciones en la supervisión, dando espacio para hablar acerca de las fortalezas y las vulnerabilidades y atendiendo a las necesidades de retroalimentación, variables con el estilo de cada persona.

En síntesis, habría algunos conceptos y prácticas relevantes en la práctica de la supervisión:

1) Asumir una postura coherente con respecto a la noción de experto: Quienes trabajan desde la llamada perspectiva posmoderna, colaborativa y centrada en el lenguaje, prefieren definir el rol del supervisor como mentor y no como experto, reconociendo las diferencias en información, experiencia y conocimiento. Como ya mencioné, creo que más que minimizar el inevitable ingrediente de poder, es posible descentrarse de este rol en el proceso de aprendizaje y de cambio, puntuando la experticia solo como una forma de ver el mundo, sin desconocer las exigencias éticas de ofrecer a los consultantes el mejor proceso terapéutico posible y la participación que en ello tiene la experiencia previa del supervisor. Me parece necesario no ideologizar la organización jerárquica transitoria del equipo, ni confundir la diferenciación con autoritarismo, pues bien sabemos que desde la perspectiva sistémica, la jerarquía es apenas una forma de diferenciación que debería estar al servicio de la protección de los sistemas.

2) Ser sensible a las diferencias individuales y culturales, reconociendo el carácter único de cada consultante, cada terapeuta y cada supervisor y diseñando unas prácticas de conversación que legitimen esas distinciones.

3) Cuidar la forma de preguntar y de conversar, saber qué historias y que vivencias se evocan en los supervisados, para que la formación no termine siendo la repetición del discurso del supervisor, sino que verdaderamente surjan nuevas perspectivas.

4) Reconocer que las relaciones son los vehículos para la construcción de la identidad. En estudio realizado por Anderson, S. A., Rigazio- DiGilio, S. A., Cochran-Schlossberg, M., & Meredith, S. (2000), 160 supervisados valoraron cuatro dimensiones como condiciones para una supervisón constructiva de su identidad como terapeutas: apertura en el ambiente de la supervisión; respeto, apoyo y estímulo; oportunidades para el desarrollo personal, y orientación conceptual y técnica. Diría que coinciden con las apreciaciones de los terapeutas con quienes he compartido la supervisión, las cuales me han llevado a ser cada vez más cuidadosa en las relaciones, pues es ineludible el rol que le confieren al supervisor, como agente válido de legitimación personal y profesional. Por eso, al final de los procesos formativos siempre intento poner en la balanza a la persona del terapeuta y no tanto sus técnicas y sus conceptos, en coherencia con que esa persona en sí, es el mejor instrumento posible, y si se valora como tal podrá continuar en el inacabable proceso de formarse como terapeuta.

5) Hacer de la transparencia un valor fundamental de la relación en la terapia y en la supervisión (R. Melito, 2003). Para mantenerla Murphy y Wright (2005) sugieren varios dispositivos que también incluimos en el proceso formativo en la Maestría e intentamos cuidar dentro de la cotidianidad de la supervisión. Son los siguientes:

• Conversaciones directas sobre las relaciones, los roles, las responsabilidades y las formas de evaluación, como parte del contrato de aprendizaje.

• Compartir claramente las ideas acerca de la comprensión del caso y de su conducción terapéutica, sin suprimir los procesos reflexivos con todo el equipo; el supervisor no puede eximirse de plantear su punto de vista clínico y someterlo al análisis del grupo.

• Dar retroalimentación sobre el desempeño del terapeuta, sus fortalezas y sus zonas de mejoramiento en la actividad cotidiana de la supervisión, pues la ausencia de retroalimentación desconcierta a los terapeutas y genera tensiones que limitan el desarrollo de sus competencias.

• Evaluar el desempeño con base en criterios formales y en un espacio específico para tal fin, conectando siempre la autoevaluación y la evaluación hecha por los pares y cuidando que el efecto sea de empoderamiento.

• Promover una atmósfera de seguridad, necesaria para el aprendizaje de los terapeutas y el cambio de los consultantes. No contener el grupo fue evaluado en la investigación de Murphy y Wright (2005) como un ejercicio inadecuado del rol. Generar esta atmósfera da el mensaje de que la supervisión es un contexto protegido donde se pueden dar mutuas confrontaciones y desafíos en función del aprendizaje y del cambio sin temer consecuencias negativas. Ayuda a que los supervisados puedan explorar sus vulnerabilidades en función de su mejoramiento sin sentirse amenazados personal ni profesionalmente, subrayando que no es necesario contar la vida, pero sí que es una regla de oro mantener la confidencialidad.

• Propiciar un espíritu activo de colaboración y de solidaridad con los supervisados, lo cual implica tratarlos como colegas; realzar sus estilos, preservando los roles y el contexto; darles reconocimiento y validar sus conocimientos; favorecer su autonomía en la toma de decisiones acerca de los casos; ofrecer opciones de acción; respetar sus preferencias conceptuales y técnicas; ser claros en las expectativas de aprendizaje y coherentes en las evaluaciones; comprender sus motivaciones; ser transparentes en el proceso de evaluación y reconocer las limitaciones como supervisor.

El espacio de este artículo no me alcanza para detallar la potencia del trabajo en equipo, de los equipos reflexivos, ni de los análisis de las videograbaciones de las sesiones de terapia, todos los cuales son dispositivos que operan desde la reflexividad de los sistemas observantes, pilar de la formación en la Maestría. No obstante, es útil remarcar que, como ya lo planteaban D.C. Breunlin et al. (1989) y lo reiteran S. Friedman y cols. (2005), estos mecanismos permiten magnificar los múltiples microprocesos y los variados niveles de observación que se movilizan durante la terapia, relativos como se mencionaba al comienzo, a la construcción individual del terapeuta y a la co-construcción, oscilando prudentemente entre la jerarquía y la heterarquia, la escucha activa, la pregunta y la proposición.

Vista así, la supervisión es una situación fascinante donde se vive la sinergia de ofrecer ayuda, aprender, ejercer un rol profesional, comprometerse con los consultantes y vivir con sentido.

 

Referencias

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Recibido: Marzo 27 de 2007
Revisado: Mayo 2 de 2007
Aceptado: Junio 15 de 2007

 

 

* Correspondecia: Ángela Hernández. Docente Maestría Psicología Clínica y de Familia, Facultad de Psicología - Universidad Santo Tomás. Dirección postal: Carrera 7 No. 51A-13, Bogotá, Colombia. Correo electrónico: angelahc@etb.net.co

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