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Psicologia para América Latina

On-line version ISSN 1870-350X

Psicol. Am. Lat.  no.33 México July 2020

 

Recuperar el legado de Martín-Baró: psicologia social de la guerra

 

Recover the legacy of Martín-Baró: Social War Psychology

 

Recuperar o legado de Martín-Baró: Psicologia social da guerra

 

 

Cristian PalmaI

IUniversidad Nacional de Colombia

Contato com o autor

 

 


RESUMEN

El presente artículo es un intento por identificar, comenzar a desarrollar y recontextualizar algunas de las líneas centrales de trabajo que podrían acompañar la praxis psicológica en el actual momento histórico, con base en la obra de Martín-Baró. Se exploran algunos conceptos centrales, como: violencia sociopolítica, trauma psicosocial, guerra psicológica, resiliencia, duelo; igualmente, situando en el contexto actual regional el desarrollo de líneas de investigación en psicología social de la guerra, tales como: psicología de la tortura, psicología de la desaparición forzada, psicología del desplazamiento forzado y efectos psicológicos de la violencia sexual. Se espera, al final de este recorrido, hacer un aporte para redimensionar la praxis psicológica en nuestras sociedades, a partir de una apuesta éticopolítica desde la conciencia de nuestros procesos sociohistóricos y el compromiso con la trasformación de las condiciones estructurales e históricas que someten a nuestros pueblos en el ciclo de las violencias.

Palabras clave: Psicología de la liberación, violencia sociopolítica, trauma psicosocial, resiliencia


ABSTRACT

This article is an attempt to identify, begin to develop and recontextualize some of the central lines of work that could accompany psychological praxis in the current historical moment. Based on the same lines raised in the book "Social psychology of war, trauma and therapy", by Ignacio Martin Baró, it is proposed to clarify some central concepts, such as: sociopolitical violence, psychosocial trauma, psychological warfare, resilience, grief; Likewise, it seeks to place in the current regional context the development of lines of research in social psychology of war, such as: psychology of torture, psychology of forced disappearance, psychology of forced displacement and psychological effects of sexual violence. It is expected, at the end of this tour, to have made a contribution to resize the place of psychological praxis in our societies, based on an ethical and political commitment from the awareness of our socio-historical processes and the commitment to the transformation of structural and historical conditions that subdue our peoples in the cycle of violence

Keywords: Liberation psychology, sociopolitical violence, psychosocial trauma, resilience


RESUMO

Este artigo é uma tentativa de identificar, começar a desenvolver e recontextualizar algumas das linhas centrais de trabalho que poderiam acompanhar a práxis psicológica no atual momento histórico, com base no trabalho de Martín-Baró. . Com base nas mesmas linhas levantadas no livro „Psicologia social da guerra, trauma e terapia", de Ignacio Martin Baró, alguns conceitos centrais são explorados, propõe-se esclarecer alguns conceitos centrais, tais como: violência sociopolítica, trauma psicossocial, guerra psicológica resiliência, tristeza; Da mesma forma, situando o desenvolvimento de linhas de pesquisa em psicologia social da guerra no atual contexto regional, tais como: psicologia da tortura, psicologia do desaparecimento forçado, psicologia do deslocamento forçado e efeitos psicológicos da violência sexual . Espera-se, ao final deste passeio, ter contribuído para redimensionar o lugar da práxis psicológica em nossas sociedades, a partir de um compromisso ético e político a partir da conscientização de nossos processos sócio-históricos e o compromisso com a transformação de condições estruturais e sociais. histórico que sujeita nossos povos no ciclo de violência.

Palavras-chave: Psicologia da libertação, violência sociopolítica, trauma psicossocial, resiliência


 

 

Ignacio Martín-Baró es reconocido como un intelectual latinoamericano con compromiso ético-político y militante frente a la necesidad de transformación de las sociedades latinoamericanas en la búsqueda de mayor justicia social y promoción de los derechos humanos. Su legado principal es la psicología de la liberación que propone un horizonte de emancipación para la praxis psicológica. Una praxis cuyo objetivo principal está centrado en la transformación de la episteme psicológica y la construcción de conocimiento teórico desde la visibilización de los saberes y experiencias históricas de los pueblos latinoamericanos. Este horizonte epistémico ha acompañado a los procesos de resistencia de los pueblos durante las guerras civiles en Centroamérica y las dictaduras latinoamericanas del Cono Sur de los años setenta y ochenta, así como a los efectos de la imposición del neoliberalismo en las últimas décadas.

Un problema ineludible para la psicología de la liberación es la construcción de la subjetividad en contextos de violencia sociopolítica. Junto con otros intelectuales latinoamericanos y de otras latitudes (e.g. Elizabeth Lira, Ignacio Dobles Oropeza, Daniel Garretón, León Rozitchner, Joaquín Samayoa, Enrique Bustos, Ana Goldberg, Augusto Murillo, María Isabel Castillo y Elena Gómez, Rajia.Leena Punamarki, David Becker y Juana Kovalskys, Lía Ricon, María Isabel Castillo y Elena Gómez, Addriane Aron, Pelento y Braun), Martín-Baró coordinó en los años ochenta la construcción de una línea de investigación amplia, compilada en el libro "Psicología Social de la Guerra: Trauma y Terapia", cuyo objetivo fue contribuir a la praxis psicológica en contextos de violencia, desde una episteme crítica enmarcada en la psicología de la liberación. Si bien en Latinoamérica se ha seguido reflexionando sobre la psicología social de la liberación y sobre su posición frente a las transformaciones de la región, uno de los objetivos pendientes es la integración de un programa de investigación regional, reconociendo el contexto sociopolítico e histórico-cultural que media la construcción de subjetividades a través de los distintos procesos de violencia sociopolítica que enfrentan nuestras sociedades. Esta propuesta se hace más relevante en el contexto actual, cuando asistimos a la emergencia de nuevos gobiernos con orientaciones fascistas en la región que hacen eco en la sociedad civil; con la nueva avanzada de la agenda geopolítica del imperialismo que pone en jaque los gobiernos nacional-populares que emergieron en la primera década de este siglo; y la profundización del neoliberalismo extractivista junto con la arremetida contra los procesos de base popular y el debilitamiento de los movimientos sociales.

El presente artículo es un intento por identificar, comenzar a desarrollar y recontextualizar algunas de las líneas centrales de trabajo que podrían acompañar la praxis psicológica en el actual momento histórico. Utilizando como base las líneas planteadas en Baró y Cols. (1990) se propone clarificar algunos conceptos centrales, tales como: violencia sociopolítica, trauma psicosocial, guerra psicológica, resiliencia, duelo. Igualmente, se busca situar en el contexto actual regional el desarrollo de líneas de la investigación en psicología social de la guerra, tales como: psicología de la tortura, psicología de la desaparición forzada, psicología del desplazamiento forzado y efectos psicológicos de la violencia sexual. Se espera, al final de este recorrido, haber hecho un aporte para redimensionar el lugar de la praxis psicológica en nuestras sociedades, a partir de una apuesta ético-política desde la conciencia de nuestros procesos sociohistóricos y el compromiso con la trasformación de las condiciones estructurales e históricas que someten a nuestros pueblos en el ciclo de las violencias.

Psicología de la guerra y violencia psicosocial

Entender la psicología de la guerra implica comenzar por definir qué se entiende por salud mental y cuáles son los elementos contextuales que median la construcción de subjetividades en medio de las violencias sociales, económicas y políticas. Siguiendo a Martín-Baró (1990), se entiende que la salud mental va más allá de la ausencia de una psicopatología o comportamiento anormal en un individuo; ante todo es "una dimensión de las relaciones entre las personas y grupos más que un estado individual" (p. 4) a través de la cual se desarrollan las posibilidades de humanización de una sociedad y esto, en otro sentido, implica la posibilidad de hacer que las condiciones de vida en una comunidad converjan con las necesidades de desarrollo integral de las personas que hacen parte de esta. Una sociedad que ha hecho de la violencia una forma natural de relación que permea todos los contextos de socialización es una sociedad donde están larvadas las posibilidades de humanización y por ende es una sociedad enferma que niega la humanidad de sus miembros. En este contexto, lo que se reconoce como trastorno mental no es más que "un modo anormal de reaccionar frente a una situación normal bien puede ocurrir que se trate de una reacción normal a una situación anormal" (Martín-Baró, 1990, p. 4). La normalidad y anormalidad la determinan los propios sentidos de humanización o deshumanización que una sociedad naturaliza en sus relaciones cotidianas.

La guerra como proceso histórico de una sociedad se constituye en una matriz de sentidos que engloba todas sus dimensiones (social, económica, política, cultural) involucrando a todos los miembros de una sociedad, bien sea como participantes activos o pasivos, como víctimas, victimarios o espectadores. La construcción de sentidos surge de la dialéctica entre sentidos personales y colectivos en contextos históricos y socioculturales situados. Los sentidos ideológicos, psicológicos y políticos confluyen en el problema de la imposición de la racionalidad o irracionalidad de la guerra. Esta es la realidad dominante, ineludible, a la que se supedita todo lo demás; una realidad con múltiples intencionalidades que se impone diferencialmente, según las posiciones de dominancia o subordinación, las posiciones de clase social que se ocupan y los intereses de los actores que participan  de ella (Samayoa, 1990) Se entiende entonces que, si bien la guerra es un proceso que engloba a toda la sociedad, su comprensión psicológica implica acercarse diferencialmente a sus sentidos encarnados en  la realidad de actores sociales concretos y plurales. En otras palabras, "lo que para unos representa la ruina supone para otros un gran negocio, y lo que a ciertos grupos pone al borde de muerte a otros abre la posibilidad de una nueva vida. Una es la guerra que tiene que sufrir en carne propia el campesino y otra muy distinta la que en sus pantallas de televisión contempla el burgués industrial" (Martín-Baró, 1990, p. 9).

De acuerdo con Samayoa (1990), un sentido central en la guerra es la deshumanización del otro y esto solo se puede entender en un contexto de contraposición de intereses grupales, locales y foráneos, en el que deshumanizar al rival es una estrategia política central para salvaguardar los intereses del grupo al que se pertenece. La deshumanización de una sociedad o grupo ocurre cuando se han naturalizado los métodos que legitiman el desprecio a la vida de algunas personas o grupos por sus características físicas, sociales, psicológicas, ideológicas o económicas. En un sentido más específico la deshumanización significa la pérdida o empobrecimiento de las siguientes capacidades: capacidad de pensar lúcidamente: lo contrario es la identificación con prejuicios, temores irracionales e imposición de relaciones defensivas (en el sentido psicodinámico) con el mundo; capacidad de comunicarse con veracidad y eficacia; sensibilidad ante el sufrimiento del otro y sentido solidario; pensamiento utópico, es decir, puesto en función de la esperanza de construcción de un mundo mejor.

Ignacio Martín-Baró (1975) también ve en la deshumanización un concepto  clave que establece la represión política. Esta represión implica un uso desmedido de la fuerza con el fin de suprimir ciertas conductas de los sujetos que van en contra del orden social establecido. Para que esta represión sea efectiva debe involucrar un elemento de deshumanización que facilite la superación de la disonancia cognoscitiva en quienes la ejercen y en los espectadores de la represión1

La comprobación de una disonancia cognoscitiva por parte del propio individuo lo enfrenta a una tensión que busca superar a través de distintas formas para alcanzar la congruencia en los pensamientos. En la guerra, una de las formas más eficaces de superar esta disonancia es la deshumanización del otro. Al justificar que el otro no tiene humanidad o es de una humanidad abominable, los represores vuelcan la violencia contra este. La deshumanización del otro ha sido una técnica eficaz en los manuales militares de contrainsurgencia porque desde el entrenamiento de las fuerzas militares se les enseña que están autorizadas a cometer excesos de violencia y atentar contra los derechos humanos. Conocidos son los lemas populares de la guerra contra el comunismo en la segunda mitad del siglo XX y de la guerra contra el terrorismo del siglo XXI, en los cuales está justificado matar y violentar a los otros etiquetados como "guerrilleros", "subversivos", "comunistas", "terroristas" y, más recientemente, "castrochavistas". Igualmente puede ocurrir en algunas ideologías de izquierda donde se autoriza la violencia contra "los opresores", "imperialistas", "fascistas".

La violencia represiva y la deshumanización también se institucionalizan en las prácticas culturales cotidianas de una sociedad, a través de la educación y los medios de comunicación, generando representaciones sociales que naturalizan la violencia y la inhumanidad de quienes piensen diferente al consenso generado por el orden social imperante. De este modo, no solo represor y reprimido son participantes de la violencia, también los espectadores o públicos que consumen y movilizan las representaciones sociales que legitiman la violencia y la adoptan como práctica de socialización en las relaciones cotidianas. Este espacio de relaciones, entre represores, reprimidos y espectadores, constituye un campo de problemas muy valioso para el desarrollo de la investigación y la praxis psicológica.

Guerra psicológica

La guerra psicológica es un instrumento táctico de guerra que se ha aplicado a lo largo de la historia de la humanidad y que es reconocida como una estrategia clave en las doctrinas militares del mundo. Esta consiste en combatir al enemigo, no solamente por la vía de las armas sino destruyendo su moral y sus bases sociales de apoyo, mediante tácticas de persuasión, sugestión y terror. El objetivo de esta estrategia de guerra es conquistar al otro, al rival efectivo o potencial, sin necesidad del uso de la fuerza, sino infundándole inseguridad y miedo.

De acuerdo con Martín-Baró (1990b), la guerra psicológica es la continuación de la guerra sucia por otros medios. Mientras el objetivo de la guerra sucia es la aniquilación física y el debilitamiento moral del enemigo combinando todas las formas de lucha; el objetivo de la guerra psicológica no incluye ya solo al enemigo sino al ciudadano común como potencial enemigo. Para esto se sirve de distintas tácticas cuya función es llevar al ciudadano a "aceptar las ideas ajenas y contrarias como propias, hasta la implantación del terror como sujeción rendida al enemigo" (Rositchner, 1990, 15)2.

La guerra psicológica está dentro de la categoría de guerras de cuarta generación, aquellas en las que un ejército ocupa un territorio enemigo sin necesidad de despliegue del grueso de sus tropas (primera generación), ni de su arsenal tecnológico (segunda generación), ni siquiera con operaciones militares de alto impacto psicológico (tercera generación); sino ocupando "las mentes y corazones" de la ciudadanía  a través de operaciones psicológicas (Peña, Casas y Mena, 2009). Estas operaciones se entienden como "el conjunto de medidas persuasivas en tiempos de paz o de guerra que se conciben con el fin de influir en las actitudes, opiniones y comportamiento de las fuerzas contrarias, sean éstas civiles o militares, con el propósito de alcanzar los objetivos nacionales" (Peña, Casas y Mena, 2009, p. 8).

No solamente es en la opinión pública donde se libra la guerra psicológica ni la propaganda es el único medio. En esta estrategia se combinan acciones económicas, políticas, bélicas y culturales, en función de la sumisión del enemigo potencial. La guerra psicológica consiste en generar un sentimiento de inseguridad y amenaza en la ciudadanía a través de la estructuración de un ambiente psicológico de vulnerabilidad (Martín-Baró, 1990b). Esto se logra mediante dos tácticas represivas: La primera es la represión aterrorizante, que consiste en difundir por los diferentes medios de comunicación la ejecución de actos terroristas como asesinatos, masacres y atentados en espacios públicos y privados, para desencadenar en la población un miedo masivo y un sentimiento de amenaza. La segunda, es la represión manipuladora, la cual consiste en la administración calculada del miedo y la esperanza de la gente, alentando a la vez acciones de vulnerabilidad junto con acciones de protección y apoyo a la población, mediante la combinación de acciones cívicas de caridad y acciones militares.

Las implicaciones psicosociales de tal estrategia de guerra son múltiples, pero giran principalmente en torno a la adopción de la pasividad como comportamiento político, el empobrecimiento de los recursos psicológicos para la participación democrática, la pérdida de autonomía y la angustia generalizada (Martín-Baró, 1990b; Lira, 1990; Rositchner, 1990). También se desarrolla una actitud depresiva por parte de la ciudadanía que se orienta hacia la despolitización; ante la evidencia de un contexto que es hostil a la autonomía en el cual todo depende de factores azarosos que no se pueden percibir ni entender correctamente. Esta estrategia de guerra psicológica hace que se renuncie al derecho de pensar y actuar autónomamente optando por un pensamiento fatalista, según el cual no hay salida para un proyecto político democrático. A su vez, este tipo de guerra apunta a que no haya un poder colectivo sino que únicamente está la opción de adaptarse al sistema y adoptar sus patrones de pensamiento para sobrevivir individualmente.

Muchos de quienes han sido víctimas de la violencia por apostar a sus convicciones y su ideal político, entienden que en su sociedad no hay salida para su proyecto político. Esto crea angustia y miedo que tiene su fundamento en el daño real que la violencia ha producido en su vida y a la de sus seres queridos, junto con sentimientos de culpa y desvalorización de sí mismos. Ante esto hay tres salidas: Entre estas está refugiarse en una posición depresiva aislándose de la vida pública. La otra es, radicalizarse en su posición y adoptar un comportamiento temerario poniendo en riesgo su integridad física y la de sus seres queridos. Por último, adoptar relaciones paranoides con el medio que le rodea (Lira 1990), en la cual los sentimientos de culpa y vulnerabilidad que se sienten por la posición política propia son transferidos de manera defensiva hacia los otros quienes para el sujeto se convierten en sus potenciales victimarios.

Así, la guerra psicológica violenta no solamente al enemigo real sino al enemigo potencial, que virtualmente puede ser toda la ciudadanía. Eso hace objeto de la guerra psicológica a la sociedad misma y a las comunidades que participan indirectamente de la guerra sucia. Ahora es preciso observar los efectos de esta guerra en las víctimas directas de la violencia.

Violencia y trauma psicosocial

La noción de trauma psicológico ha sido principalmente explicada desde el modelo médico, haciendo referencia a un daño generado por sucesos violentos externos que dejan huellas y heridas indelebles en la psicología de los individuos, del mismo modo que un golpe o contusión deja daños permanentes en el cuerpo. Sin embargo, más allá del modelo médico tradicional, este concepto no se entiende solo por su afectación individual que es consecuencia de un evento violento, sino que el daño también se produce en el cuerpo social al que pertenecen los individuos, en las relaciones interpersonales y en las comunidades.

La afectación personal que deja la violencia social es también la cristalización de las relaciones sociales, generadas dentro de un contexto violento, en la subjetividad. Esta afectación se puede experimentar como una somatización individual de la enfermedad del cuerpo social, lo cual en la clínica cotidiana se evidencia en distintos síntomas asociados con trastornos de ansiedad, trastornos de conversión, trastornos del estado del ánimo y trastornos psicóticos, entre otros. Una segunda forma de afectación de la violencia social es en las relaciones de identidad dentro de un grupo. Como sabemos, la identidad logra su estabilidad en contextos de seguridad ontológica y, cuando se está sometido a la guerra psicológica dentro de un ambiente de polarización, el sujeto se ve desgarrado entre dos bandos confrontados sin poder afirmar una identidad autónoma. Se puede producir entonces una división esquizoide entre quien es la persona y las imposiciones identitarias que el contexto de guerra le obliga a asumir. Esto está asociado a la militarización de la vida social: la interpretación de la vida social como un espacio de guerra en el que únicamente puede haber amigos o simpatizantes con la causa propia y enemigos quienes no están de acuerdo. Así, una violencia casi compulsiva ocupa todos los espacios de socialización y dimensiones íntimas de las personas, generando divisiones y conflictos en las comunidades.

Volviendo a la noción de trauma psicosocial, es preciso identificar con más profundidad sus causas estructurales dentro del cuerpo social y distinguirlo de los traumas psicológicos generados por otras fuentes externas. En este sentido, es útil el concepto de trauma biopolítico de Giorgio Agamben, para precisar la particularidad de la fuente de la violencia social frente, por ejemplo, a los efectos traumáticos de la exposición a catástrofes naturales y enfermedades. El concepto de lo biopolítico permite hacer alusión al hecho de que  la violencia social es producida estructuralmente con una intencionalidad de gobierno o control sobre una población y sus efectos psicológicos son la respuesta del sujeto frente a estas estrategias de control. La característica central de la violencia social es que es originada fuera del espacio de la subjetividad y actúa dejando inerme al sujeto, desestructurando su realidad y poniéndolo en una posición pasiva frente a sus perpetradores (Puget, 2006).

Janine Puget recurre al término "catástrofe social" para nombrar la desarticulación que ocurre entre individuo y sociedad, producto de la violencia social. Al aplicar esta reflexión a la experiencia de la dictadura impuesta en Argentina en los años setenta, esta autora percibe que la violencia social trastornó el orden social-comunitario, destruyendo unos grupos de pertenencia, debilitando otros y cohesionando algunos. Los posicionamientos de la ciudadanía resultantes de esa experiencia fueron:

a) La enajenación en una parte de la población que sin identificarse plenamente con las fuentes de la violencia optaron por una sujeción acrítica al sistema

b) La conservación de la autonomía y el libre pensamiento en otro sector de la población.

c) Otro grueso de la población se identificó con las fuentes de la violencia, convirtiéndose en militantes y transmisores de estas prácticas.

Entre la alienación y la amenaza generalizada, la violencia social genera sus efectos reorganizando el cuerpo social, fracturándolo junto con las relaciones identitarias de los sujetos, instalando la confusión entre la realidad y la fantasía diseñada meticulosamente en el discurso autoritario y la realidad de los sujetos. El cuerpo social enferma de angustia generalizada, depresión, dinamismos paranoides y se convierte también en un campo fértil para las psicosis. Frente a este estado es necesario preguntarse cuáles son las respuestas que puede brindar la praxis psicológica a la cristalización de esas relaciones destructivas y sus efectos en la vida de los individuos. Quienes han desarrollado esta reflexión desde sus experiencias de trabajo en contextos de violencia social reconocen que hay tres elementos que pueden ser muy efectivos para el trabajo psicosocial: la resiliencia, las mediaciones vinculares de apoyo y las narrativas.

De acuerdo con Martín-Baró (1990d) la guerra no solo deja efectos negativos, también estas situaciones límite son escenarios en donde las personas movilizan sus mejores recursos personales y sociales para sobrevivir. Por ejemplo, Baró dice que "hay quienes sacan a relucir recursos de los que ni ellos mismos eran conscientes o se replantean su existencia de cara a un horizonte nuevo, más realista y humanizador" (p. 38). Esa capacidad que las personas tienen de superar su condición de vulnerabilidad y tomar un papel activo en la transformación de su vida, se conoce en la literatura psicosocial como resiliencia Esta es resultado de un proceso interactivo entre las características personales y los factores del medio (contexto familiar, social y cultural) que permite al sujeto hacer frente a las adversidades y superarlas. Algunos de los factores asociados al desarrollo de la resiliencia son: vínculos protectores con cuidadores primarios, redes sociales de apoyo, identificación con grupos primarios de referencia, inteligencia emocional, motivación autogestionada al logro, mejores estilos de afrontamiento, acceso a la educación y al capital cultural (Sivak, Ponce, Huertas y Ghigliaza, 2008).

Ya desde la segunda guerra mundial se ha venido estudiando el papel activo que tienen las madres en el bienestar emocional de sus hijos en tiempos de guerras. Igualmente, el estudio de Fraser sobre los efectos psiquiátricos del conflicto en Irlanda del Norte concluyó que la perturbación emocional de algunas de las víctimas del conflicto afecta negativamente el desarrollo de problemas de salud mental en sus hijos. En el mismo sentido, aunque considerando otras variables mediadoras, en la investigación de Raija Leena Punamaki (1990), sobre la adaptación emocional de madres e hijos israelíes y palestinos en condiciones de ocupación militar, se encontró que entre la población palestina de territorio ocupado hay más facilidad para la adaptación emocional y el bienestar psicológico que entre población israelí, estando ambos grupos expuestos a los mismos eventos de guerra. Según el estudio, esto es debido a que en los palestinos las madres movilizan los recursos relacionados con el compromiso político e ideológico. Esto se da debido a que las madres exigen de sus militantes una posición activa frente a los eventos victimizantes, dando paso a un alto sentido de pertenencia comunitaria por parte de ellas. Como resultado, estas madres sirven de mediadoras y de agente regulador ante el impacto de los eventos estresores en las familias palestinas.

El papel de la resiliencia familiar también ha sido estudiado en la literatura psicológica contemporánea. Este concepto se construye actualmente con el aporte de distintos modelos, tales como el salutogénico, ecológico y la psicología positiva (Bravo y López, 2015). El modelo salutogénico de Antonovsky estudia cómo la percepción de las experiencias de adversidad vividas puede influir positivamente en la salud. El modelo ecológico de la salud-enfermedad (Brofenbrenner) entiende el desarrollo humano como resultado de la interacción de distintos sistemas de relaciones sociales (microsistema, mesosistema, macrosistema, cronosistema). Por último, la psicología positiva estudia el papel de procesos mediadores como el bienestar y la satisfacción referidos al pasado, la esperanza y el optimismo sobre el futuro, el establecimiento de relaciones afectivas constructivas en el presente y el desarrollo de ciertas competencias relacionadas con la convivencia y el ejercicio de la ciudadanía en el desarrollo del bienestar psicológico.

Estos tres modelos contribuyen al concepto sistémico sobre la familia, el cual es definido por Minuchin como un sistema en el que cada uno de los elementos que lo conforman interactúa recíprocamente con los otros miembros, en procesos de comunicación, organizacionales y sistemas de creencias. Este enfoque se complementa con la teoría del estrés familiar o modelo de respuesta y ajuste de adaptación familiar, el cual analiza la interacción entre demandas y capacidades familiares, mediados por los significados atribuidos. En resumen, desde este enfoque, la familia es entendida como una unidad compuesta de múltiples interacciones, internas y externas, en distintos niveles y es trabajando sobre estos procesos (de comunicación, organizacionales y sistemas de creencias), así como en los significados que median esas interacciones, que esta se puede convertir en un agente efectivo de resiliencia y transformación social.

En la revisión de literatura sobre la resiliencia, se indica el papel importante que cumplen mediadores como los vínculos, sistemas familiares, grupos y significados, en la superación subjetiva de los efectos de la violencia social. Lo anterior nos lleva a también a reconocer el lugar de las narrativas en los procesos de resiliencia. De acuerdo con Granados, Alvarado y Carmona (2016) estas se han constituido en una herramienta metodológica y terapéutica pertinente para favorecer la resiliencia de grupos vulnerados.

En las narrativas sobre las historias de vida, los sujetos confirman la pertenencia a un "nosotros" (grupo, clase social, generación, territorio) con el que establecen responsabilidades éticas y políticas. La narración es un medio para agenciar la propia vida, y superar la condición de vulnerabilidad asumiendo un compromiso con la palabra. Es a través de la narración que lo íntimo y lo público se resignifican y se reconfigura la subjetividad con una posición activa.

Ahora podríamos preguntarnos: ¿qué significa narrar un cuerpo torturado?, ¿un cuerpo desplazado?, ¿un cuerpo violentado sexualmente? o ¿cómo narrar el cuerpo y la vida cuando se ha impuesto el significante de la desaparición forzada? Lo anterior se trabaja a continuación y abre la particularidad de la clínica con cada una de estas subjetividades, no solamente en el trabajo de sanación y reparación, sino en la reinscripción de la intimidad en la escena pública para transformar la subjetividad personal y social.

Psicología del desplazamiento forzado

Una persona que ha sido desplazada forzosamente de su territorio de vida, ha sido sometida a una condición de deshumanización en la cual no solamente ha perdido sus tierras y sus pertenencias, sino que además ha sido fracturada en su identidad personal y social. El término al que se recurre en la literatura psicosocial para diferenciar las implicaciones subjetivas del desplazamiento y diferenciarlo de los análisis sociológicos y políticos es el desarraigo. Este concepto es preciso al describir "el proceso de rupturas complejas producidas en el ser y en el hacer de las personas, grupos y comunidades con miras a su subyugación y sometimiento" (Lozano, 2005, citado por Palencia 2015, 29). Igualmente, el término que acompaña al desplazamiento es el despojo, el cual no solo es despojo de tierras sino despojo de la subjetividad: "sueños, amigos, relaciones intersubjetivas, configuraciones de su territorio, redes sociales, entre otros" (Gallo, 2008, citado por Palencia, 2015, 30). El estudio de Palencia (2015) explora las múltiples dimensiones del desarraigo: reconfiguración identitaria, lazos sociales, estilos de vida, pérdidas materiales, saberes, vínculos vitales, proyectos de vida.

Un trabajo que es necesario desarrollar con las víctimas de esta violencia es la elaboración del duelo reconociendo las dimensiones de la identidad personal y colectiva que están atravesadas por la pérdida. Precisamente un trabajo desde la pérdida, eso es el duelo, la elaboración de una condición de existencia fracturada por la violencia, que no se agota en lo personal, sino que trasciende en lo colectivo y a través de las generaciones. Ejercicios sobre las narrativas de dignidad, restablecen a las personas a esos lugares simbólicos perdidos y permiten volver a tejer esas identidades que han quedado fracturadas. A su vez, ejercicios colectivos de memoria permiten la producción de significantes ante el silencio y la conjura del olvido que se imponen las propias personas y grupos.

Psicología de la tortura

La tortura puede ser entendida como una práctica de control político cuya finalidad es quebrantar  las expresiones de dignidad y resistencia que se oponen a un régimen social dado (Oropeza, 1990; Bustos, 1990); por lo tanto, es una acción deshumanizante. Esta práctica solo es efectiva en un sistema social que la ha legitimado e incorporado como forma de gobierno. Inicialmente es parte de las técnicas de castigo contempladas en las doctrinas militares y se justifican como métodos de extracción de información sobre amenazas reales o potenciales, pero en realidad va más allá de eso. Lo importante no es solamente la información que se pueda extraer de un cuerpo torturado sino el acto de humillación que despoja de humanidad al adversario de una comunidad política. Así, las prácticas de tortura están sustentadas en tres pilares: un sistema torturante, un torturador y un torturado.

Un sistema torturante (Amati, 2006) es un universo simbólico que articula y legitima relaciones de dominación y sumisión entre personas o grupos, las cuales están mediadas por la violencia. El sentido de la acción de un torturador se lo da un sistema que articula la tortura dentro de las prácticas necesarias para mantener el control social y, aunque sea o no reconocido por la política oficial, le asigna a cada quien un lugar en la ejecución de ese sistema. Por ejemplo, a los empresarios para el sostenimiento financiero; a los gobernantes la fuerza e intimidación pública y su ejecución directa; y a la opinión pública, la labor de aceptarlo y legitimarlo. Un sistema torturante es entonces un producto de la tecnificación del gobierno en la modernidad, a través de la cual se regula el conflicto que genera la democracia, a través de una violencia paralela a la legal.

De lo anterior se concluye que la tortura no es una excepción en un sistema de gobierno moderno, sino una regla a través de la cual el sistema sobrevive a su propia violencia.

El torturador es quien ejecuta directamente la orden transmitida por el sistema, su labor es ser un autómata y, para que sea exitosa esa función, debe haber superado previamente las incongruencias cognoscitivas explicadas en el primer apartado de este artículo. Por lo tanto, el oficio del torturador requiere entrenamiento psicológico. Como lo explica Ignacio Dobles Oropeza (1990):

En lo que concierne a la "ecuación personal", surge la pregunta sobre hasta qué punto los actos de la tortura llevan el sello de sus ejecutores, siendo producto de sus características psicológicas o personales. En la tortura, el que ordena no actúa, y el que actúa no ha decidido sino que ha obedecido. La evidencia de que se dispone señala que el torturador, capaz de hacer su "oficio" y después ir a misa, jugar con sus niños, en fin, comportarse como cualquier "semejante", suele ser producto de un proceso de selección y de "inducción" y formación en su trabajo (...) La formación del torturador y la ejecución de sus funciones, no se basan exclusivamente en sustratos psicopatológicos de su personalidad, sino que son resultados de contextos sociales determinados (27-28).

Esa adaptación psicológica se da gracias a la identificación con una ideología deshumanizante. El torturador atribuirá una cualidad de moralidad a su función porque se le ha socializado en una doctrina según la cual el adversario político es el enemigo, una amenaza potencial para el bienestar de la sociedad que merece ser violentada y erradicada, por lo tanto, quien tortura se percibe como un salvador, no como un criminal. Esta ideología es común a través de la historia de la tortura en todo el mundo. Recordemos las justificaciones que de su acción hacían los torturadores de las dictaduras de los años setenta y ochenta en América Latina, amparados en la doctrina militar hemisférica de seguridad nacional o la falta de culpabilidad que se comprueba en miembros de grupos paramilitares.

El torturado es el lugar del chivo expiatorio en una sociedad, donde converge lo que esta juzga como indeseable o amenazante. Su cuerpo es el lugar de la violencia exacerbada y autorizada socialmente, por lo tanto, es un lugar de la acción política. A través de la violencia hacia el cuerpo se domestica todo aquello que no se adapta al orden social imperante.

La intencionalidad de la tortura es atacar mediante la violentación del cuerpo del otro, al cuerpo social. Amati (2006) señala la acción regresiva que produce la tortura en el cuerpo del sujeto, que es romper toda autonomía, seguridad, generar un estado infantil de indefensión y dependencia del torturador; eso hace a la víctima vulnerable a la identificación con su verdugo. El sistema torturante se introduce en el cuerpo del sujeto y ocupa su mundo interno, estableciendo con el torturado "una simbiosis inmovilizante, adictiva y alienante" (113).

Lo anterior implica que una práctica terapéutica con una víctima de tortura consiste en que esta pueda progresivamente reconstruir el cuerpo y la identidad que le fueron destrozados por la violencia (Matti, 2006; Oropeza; 1990; Bustos, 1990; Murillo y Toro, 1990; Martens y Grupo Terapia COLAT, 1990), recuperar los límites entre su mundo y el sistema torturante que le fue introyectado. Es un trabajo sobre la identidad, que comienza por la aceptación de la condición humana que le fue arrebatada, la recuperación de su dignidad  y su diferenciación frente al sistema que lo violentó. Es el reconocimiento de las marcas de la tortura en su cuerpo, no como signo de su deshumanización sino como las huellas de la humanidad por construir. Otro trabajo fundamental paralelo a este es la movilización del sistema familiar como estructura de apoyo para facilitar la reconstrucción de su identidad social.

Psicología de la violencia sexual

La violencia sexual es una acción de deshumanización y puede ser entendida también como una técnica de gobierno que se apoya en el silencio de la cultura patriarcal ante el uso y explotación de los cuerpos feminizados como fetiches de poder. Es una técnica que hace del cuerpo un territorio de conquista y de guerra; un territorio en el cual se expresan todas las contradicciones de una sociedad. De esta manera es descrita en el Informe Nacional de Violencia Sexual en el Conflicto Armado "La Guerra Inscrita en el Cuerpo", del Centro Nacional de Memoria Histórica de Colombia (CNMH):

Las víctimas de violencia sexual han vivido en carne propia las vejaciones que se ejercen sobre sus cuerpos considerados disponibles, reducibles a objetos; esta violencia permea todos los espacios sociales. En sus cuerpos están impresas las marcas de una sociedad que silencia a las víctimas, de un Estado incapaz de hacer justicia, de familias y comunidades tolerantes a las violencias de género y de un manto de señalamiento, vergüenza y culpa que impide que se reconozca la verdad sobre lo sucedido. (p. 15)

A través de esta forma de violencia los actores de poder marcan su dominio sobre un territorio y envían un mensaje a la población sobre su indiscutible mando; en ese sentido, es también una violencia comunicativa. Por medio de esta violencia se reproduce la dominación masculina y se somete a las poblaciones mediante la feminización de los cuerpos. Con este término, "feminización", se hace referencia al acto de someter el cuerpo del otro mediante la violencia, lo cual aplica tanto al cuerpo femenino, como al masculino y a la población LGBTI. Cuerpos, todos víctimas de violencia sexual, aunque se reconoce también que siguen siendo las mujeres las principales afectadas por esta forma de violencia y que se enmarca también en la reconocida violencia de género. Sobre los distintos usos de esta violencia en la guerra el informe citado señala:

La violencia sexual ha sido empleada de diferentes formas, por ejemplo, ha sido usada para escarmentar a las mujeres estigmatizadas de guerrilleras o auxiliares de las guerrillas con el fin de eliminar y castigar cualquier rastro del enemigo en los territorios disputados. Ha sido empleada en zonas de disputa con el objetivo de aterrorizar a la población, desplazarla de manera forzosa y despojarla de sus tierras, usualmente en el marco de masacres y desapariciones forzadas. Así mismo, se ha usado la violencia sexual con el fin de acallar, silenciar y neutralizar las acciones de oposición que han emprendido lideresas comunitarias, maestras, periodistas y mujeres inconformes con los proyectos político-militares de los actores armados (p. 26)

Al ser una técnica especial de tortura, la violencia sexual tiene como objetivo humillar el cuerpo del otro, generarle sentimientos de minusvalía, dependencia y de culpa que son alimentados por la actitud social que estigmatiza y culpabiliza a sus víctimas. Además de las consecuencias físicas que implica un abuso sexual, como lesiones y afectaciones en los genitales, alteraciones en el organismo, embarazos no deseados, estos eventos tienen profundas repercusiones psicosociales que afectan a la persona en su identidad personal y social, así como a las familias y las comunidades. El primer sentimiento que experimenta una víctima de violencia sexual es asco contra sí misma, acompañada por sentimientos de minusvalía y de culpa por no haber podido impedir lo sucedido. La humillación a la que es sometida por los perpetradores al convertir su cuerpo en objeto descartable, le genera sentimientos de indignidad, desamparo hacia la sociedad que no la protegió. A su vez, entra en conflicto con su propio cuerpo, su identidad sexual y de género que le genera rechazo hacia la sexualidad y desconfianza en las relaciones con los otros. En ocasiones este conflicto consigo misma implica agredirse y autolesionarse de distintas formas, incluso tentativas de suicidio. Estas afectaciones trascienden hacia su identidad social al experimentar posible rechazo por parte de sus círculos sociales cercanos. A menudo las víctimas son estigmatizadas por sus seres queridos que la culpan de lo sucedido y son desamparadas por las instituciones que deberían protegerla propagando un clima de impunidad. Es así como la violencia sexual se convierte en una compleja cadena de traumatismos y revictimizaciones que deshumaniza a sus víctimas.

Un cuerpo violentado sexualmente necesita reconstruirse a través de un proceso complejo, contradictorio y doloroso que implica acciones en la identidad personal, en la identidad social y en el tejido comunitario e institucional. El proceso de sanación, nunca es total, pues las huellas en un cuerpo marcado por la violencia y el dolor nunca se borran, así que lo que hay es tentativas por continuar la vida en medio de las tensiones "entre el silencio y el habla, la pérdida y la recuperación, el sufrimiento y la esperanza,  el pasado y el futuro, el dolor y la sanación" (CNMH, 2017, p. 401). Ese proceso se vuelve más difícil cuando se debe desarrollar en medio de un contexto social y cultural que protege la impunidad de los perpetradores, estigmatiza a las víctimas e instala el silencio y el desamparo para ellas. Con eso y todo, las mujeres luchan por reconstruir su identidad y reafirmar su dignidad y su derecho al futuro y a la felicidad.

Psicología de la desaparición forzada

La desaparición forzada se ha convertido en una metodología de gobierno, basada en el terror, a través de la cual se impone la violencia de Estado y de otros actores de gobierno frente al carácter ilegítimo de la constitución de su poder. Sus efectos se instalan en la familia del desaparecido, en su comunidad y en la sociedad. Esto genera angustia y terror, fracturando los lazos sociales, propagando la irracionalidad y la incertidumbre sobre las reglas de convivencia y los valores que organizan la vida social. También induce un estado de amenaza que introduce la culpa, la desconfianza y la conspiración en las relaciones sociales (Puget, 2006).

El fenómeno central para la subjetividad de los familiares de una persona desaparecida y que le da a su trabajo terapéutico un carácter muy especial es el carácter imposible de su duelo (Braun y Pelento, 1990; Ricón, 1990; Becker, Castillo, Gómez y Samalovich, 1990; Braun y Pelento, 2006). A diferencia de otros duelos, como el de los asesinatos, la persona no encuentra soportes en su medio para saber qué ocurrió con su familiar desaparecido. Todo es negación y manipulación; comenzando por el discurso autoritario del gobierno que niega cualquier relación con el hecho, construyendo explicaciones alternativas contradictorias que impone como verdad. La respuesta de la sociedad es identificarse con esta verdad del discurso autoritario y por esta vía se impone el olvido.

Como lo explican Braun y Pelento (2006) el problema en la desaparición forzada es cómo inscribir un duelo cuando no hay certeza de la muerte, pues ni siquiera hay un cadáver que sepultar, por lo cual esta es la característica principal del trabajo imposible de tolerar "un muerto sin sepultura". El ciclo del duelo es, en primer momento, negar lo ocurrido y tratar de buscar información exhaustiva sobre las circunstancias del acontecimiento. Información que niega la sociedad y, a la vez, le crea ciertas estigmatizaciones, tales como "si le pasó eso es porque algo habrá hecho", una "verdad" que el discurso autoritario sostiene e impone a través de distintos medios.

La búsqueda de los familiares se hace insoportable al tratar de reconstruir lo que ocurrió con su familiar desaparecido. Pueden muy bien fantasear escenas de tortura que producen sentimientos de culpa y que se pueden manifestar en su propio cuerpo a través de alucinaciones sensoriales, vivencias del propio cuerpo torturado e incluso deseos de muerte. Esta búsqueda imposible se convierte en una eterna pesadilla que reproduce la victimización y el traumatismo al infinito, incluso más allá de la vida de la persona que no logra inscribir su duelo, transmitiéndose el horror de generación en generación.

Lo anterior señala que el objetivo terapéutico en estos casos es inscribir el duelo que ha sido imposible, en las biografías personales y familiares, así como en la memoria colectiva. Este es un trabajo para el que no basta la terapia personal y familiar, aunque son fundamentales, pero es en la escena pública y en el encuentro con los otros, donde se puede inscribir el significante que la violencia de Estado ha intentado borrar de las memorias colectivas. Al respecto, Braun y Pelento (1990) recuerdan la experiencia de los familiares de desaparecidos en Argentina quienes a través de la organización, la solidaridad, protección mutua y el activismo por revindicar la memoria de sus familiares desaparecidos e impulsar la búsqueda de la verdad en escenarios judiciales, desarrollaron un proceso de duelo que los vuelve a dignificar junto con la memoria de sus familiares y la inscriben en la historia colectiva. En Colombia también tenemos la experiencia reciente de las madres de Soacha, las madres de las personas desaparecidas debido a la estrategia de los falsos positivos del gobierno de Álvaro Uribe, y otras organizaciones de familiares de desaparecidos como ASFADES. A su vez, están las madres de la Candelaria y las madres del Magdalena, entre muchas otras, quienes hicieron de sus duelos personales una lucha colectiva por la memoria histórica, a través de la actividad política y el arte. Todos estos son ejemplos de la persistencia que implica la lucha por inscribir la memoria del desaparecido, y con ello facilitar el duelo, en sociedades que niegan la vida y la muerte y condenan a sus víctimas al vacío de la anomia y el olvido.

Conclusiones temporales para seguir abriendo un campo de estudio y de acción psicosocial

El trabajo sobre la psicología de la guerra es una investigación y una práctica que responde a la necesidad de devolver la dignidad a las sociedades sumergidas en la corrupción y deshumanización que han hecho de la violencia una relación natural y deseable. Ninguna de las victimizaciones estudiadas está al margen de la injusticia y violencia de un Estado que usa el terror como forma de gobierno y una sociedad que convive con esas estrategias calladamente. La alienación es el proceso con el cual Piera Aulagnier explica esa sumisión de los pueblos a los gobiernos que los violentan. Por su parte, Martín-Baró complementará afirmando que esa alienación es producto de la guerra psicológica. Es fundamental reconocer, a partir de Baró, que la salud mental también tiene una naturaleza política y eso implica para quienes nos desempeñamos en el campo psicosocial, proyectar la acción más allá del consultorio, el laboratorio o la academia. Implica también cuestionar el asistencialismo que caracteriza al campo de acción psicosocial actualmente e instalar la discusión en el espacio público. El trabajo por hacer es con los individuos, pero también con las familias, las comunidades y en las esferas públicas de la democracia. Es un trabajo no solo interdisciplinario de los profesionales académicos, sino también de los funcionarios públicos, las organizaciones privadas, los movimientos sociales y la ciudadanía en general. Sólo así podremos recuperar la dignidad para todos, porque no se trata de seguir adaptando los cuerpos dolientes a una sociedad enferma, se trata de transformar la sociedad para que no haya más dolor.

 

Referências

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Contato com o autor:
Tv 77 # 81H-42, Bogotá

Recebido em: 18/12/2019
Reformulado em: 21/01/2020
Aceito em: 20/02/2020

 

 

1 Martín-Baró (1975), siguiendo a Festinger, define la disonancia cognoscitiva como:
Una situación de malestar psíquico que se produce en el individuo ante dos o más conocimientos contradictorios que, de alguna manera, implican una incoherencia o inconsistencia en el mismo. Así, por ejemplo, se produciría una disonancia entre estos dos conocimientos: "yo soy pacifista" y "me he enrolado voluntariamente en el ejército"; o "yo creo en la democracia" y "trato de que no se permita la sindicalización campesina" (p. 744).
2 Como se había indicado, el concepto de guerra psicológica es central en los manuales de las doctrinas militares en el mundo; por ejemplo, en el documento "Doctrina para las Fuerzas Armadas de Operaciones Especiales" de Estados Unidos (citada por Peña, Casas y Mena, 2009), la define como: "El uso planificado de la propaganda (hoy muchos prefieren denominarla con el eufemismo de Public Diplomacy o Communication Management) y de otras acciones psicológicas con el propósito primario de influir en las opiniones, emociones, actitudes y conductas de grupos extranjeros hostiles para lograr el apoyo para la consecución de objetivos nacionales" (p. 7)
Sobre o autor:
Cristian Palma
Psicólogo educativo y social con énfasis en formación en las líneas de psicoanálisis, educación, y políticas públicas de infancia, con experiencia en investigación e intervención en el campo de la educación y psicología social comunitaria. Magister en Ciencias Sociales y Educación de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales [FLACSO-Argentina].
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