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CliniCAPS

versão On-line ISSN 1983-6007

CliniCAPS v.2 n.5 Belo Horizonte ago. 2008

 

ARTIGOS

 

Jaques Lacan y el sujeto de la locura1

 

 

Miquel Bassols

Escuela Lacaniana de Psicoanálisis

 

 


 

 

El título que les propongo conjuga el nombre del psicoanalista Jacques Lacan con un sintagma, “el sujeto de la locura”. “El sujeto de la locura” y no tanto “la locura del sujeto”, implica de hecho una apuesta ética que debemos tener por previa a todo tratamiento posible, ya sea elogioso o no, de la locura. Y es situando esta dimensión ética por donde voy a empezar.

 

1. “El sujeto de la locura”

No se trata de un atributo o de un estado, la locura, que afecta a lo que sea que llamemos sujeto a partir de entonces. Al contrario, una vez admitida la locura como un fenómeno, se trata de saber si podemos atribuirle o no un sujeto, que es tanto como decir si podemos atribuirle un sentido. La cuestión no es secundaria sino de principio, está en el origen de la segregación de la locura – cuya historia analizó de manera tan decisiva Michel Foucault – y divide las aguas en el mundo de los tratamientos y de las prácticas “psi-”. La reducción del fenómeno de la locura a una causalidad bioquímica o genética excluye de hecho toda suposición de un sujeto a la locura para reducirla a un estado patológico del organismo. Hace así de ella un síntoma absolutamente extraño al estado supuestamente normal, pero sobre todo excluye toda suposición de un sujeto o de un sentido a la irrupción de la locura en la existencia.

Atribuimos de manera espontánea un sujeto y un sentido a la razón, a ese Logos en el que navegamos más o menos dormidos a lo largo de nuestra existencia. La cuestión es si atribuimos o no un sujeto a la locura cuando ésta nos despierta cada tanto de ese sueño de la razón que, como es sabido, engendra sus propios monstruos. La operación de Freud fue, en efecto, haber mostrado que sujeto de la razón y sujeto de la locura no son distintos, que los anima el mismo Logos, la misma lógica hallada en la estructura del inconsciente.

Desde la perspectiva del psicoanálisis, los límites entre la locura y la cordura no son pues nada definidos ni definitivos. No son una cuestión meramente diagnóstica o taxonómica sino una cuestión eminentemente ética. Escribimos “normalidad” siempre entre comillas y no confiamos para nada en ese concepto, totalmente contradictorio con la ética del deseo que defendían Freud y Lacan. En realidad, la “normalidad” de la cordura es para cada uno lo que los otros dicen que es normal — y es por eso que es oportuno ponerle comillas, como si fuera una cita de algo dicho por los otros. Y para esos otros “normalmente” la cosa no cambia mucho: también creen que la normalidad es lo que los otros dicen que es normal.

Así que la mejor definición que se ha podido dar de la normalidad no es muy alentadora. Es simplemente lo que la mayoría piensa que es normal, lo que a la hora de orientarse en la realidad no es necesariamente lo más aconsejable y suele ser enormemente empobrecedor. La normalidad es finalmente un criterio estadístico, fundado en la noción de “norma”, es decir, lo que se da en la mayoría de los casos. La normalidad es como “el hombre medio”, que nadie ha visto nunca pero que se supone que tiene una opinión razonable de todo.

Este criterio de la norma, aplicado por ejemplo a la producción y venta de electrodomésticos o al tratamiento de enfermedades epidémicas, tiene resultados de lo más eficaces, pero es un criterio que aplicado a la realidad de las personas, al malestar de lo que llamamos sujetos, ya sea en el campo de la “salud mental”, de la pedagogía, o también de la política, produce los efectos más desastrosos y de lo más inquietantes. Es el principio de la segregación que puede tomar proporciones feroces, aún cuando piense guiarse en las mejores intenciones y más aparentemente “científicas”.

La cuestión de los límites ente locura y cordura se volvió precisamente de lo más espinosa cuando se planteó como un asunto de “norma”, para trazar desde ahí el límite entre lo normal y lo patológico. La cordura sería lo normal y lo sano, — la locura lo anormal y lo patológico. Hoy es cada vez más claro que sostener esta idea es a su vez una locura, un delirio muy normal pero que lleva a lo peor. Vemos entonces que hay paranoicos enteramente normales y sanos desde el punto de vista de la norma social. Por eso, desde el psicoanálisis no podemos confundir psicosis y locura. Hay psicosis enteramente normales — Jacques Lacan llegó a decir que el psicótico puede ser precisamente el colmo de la normalidad, nada loco en apariencia. A la inversa, la neurosis más normal puede revelarse de repente como una verdadera locura.

Los límites entre cordura y locura no son pues nada diáfanos: una supone a la otra en su propio interior, es lo mínimo que podemos decir. Como decía Pascal, en una cita recordada por Lacan en diversas ocasiones, "los hombres están tan necesariamente locos, que sería estar loco de otra locura no ser loco". Hay una locura necesaria y sería otra locura, pero sobre todo una inconsecuencia en la vía del propio deseo, no saberse loco.

En realidad el sujeto se vuelve loco precisamente cuando ya no puede situar esa locura necesaria por los medios de los que dispone y queda fuera del vínculo social con los otros. Mientras tanto, todo parece normal…

Así, la posición ética que implica la expresión “el sujeto de la locura” hace de ella algo estructural en el ser del hombre … y de la mujer, — aunque el psicoanálisis descubra que la locura no es la misma para el uno que para la otra.

Jacques Lacan, al filo de su primera experiencia como psiquiatra, definirá en los años cuarenta esta posición ética que selló su encuentro con el psicoanálisis y que dejó escrita por ejemplo del siguiente modo: “El fenómeno de la locura no es separable del problema de la significación para el ser en general, es decir del lenguaje para el hombre”. La locura es entonces inherente a la experiencia del sentido y del sinsentido del ser en el lenguaje y debe ser tratada como tal. En este “debe ser tratada como tal” radica la apuesta ética que el psicoanálisis defiende para devolver al sujeto de la locura su lugar y su responsabilidad en el mundo del lenguaje.

Este fue el punto de viraje del encuentro del joven Lacan psiquiatra con la clínica de las psicosis, encuentro que debía conducirlo muy pronto al psicoanálisis. El encuentro tiene un nombre y una fecha, es el famoso “caso Aimée” – caso Amada – de su tesis de 1932, considerada por muchos como la última gran tesis de la clínica psiquiátrica antes de su progresiva reducción a una técnica farmacológica. Esta tesis llevaba el título de “La psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad” y analizaba los fenómenos de lenguaje presentes en las psicosis, especialmente en la notable producción escrita de Aimée, una mujer que había llevado al acto homicida su relación paradójica con la figura ideal de su perseguidora. Imposible entender el desencadenamiento de su psicosis, el pasaje al acto homicida y la posterior pacificación del sujeto acompañada de una profusa interpretación delirante y literaria sin recurrir a un minucioso análisis de la relación del sujeto con los fenómenos del lenguaje, con lo que más adelante el propio Lacan situará como la estructura significante del delirio.

Siguiendo esta línea, Lacan situará las coordenadas simbólicas del sujeto de la locura como una estructura de lenguaje que más adelante definirá en sus famosos tres registros de lo Imaginario, lo Simbólico y lo Real.

Siempre encontraremos, siguiendo el análisis preciso del caso por caso, una coyuntura simbólica precisa en el momento del desencadenamiento de la psicosis, una coyuntura que incluye el encuentro con los significantes fundamentales en la historia del sujeto, significantes que Lacan formalizará en los años cincuenta con el término del “Nombre del padre”. Es algo que seguimos verificando en la clínica psicoanalítica de las psicosis: cuando el sujeto se acerca en su historia al nudo de la paternidad, se abre un agujero en lo real ante el que el sujeto deberá inventar una respuesta en lo imaginario. Si el sujeto enloquece es porque no dispone del símbolo para dar respuesta a ese agujero en lo real.

Seguir esta lógica puede dar mucha luz en el estudio del enigmático vínculo entre la locura y algunos descubrimientos fundamentales de la ciencia y del pensamiento. Pensemos por ejemplo en un Georg Cantor y el descubrimiento de los números transfinitos, o en un Kurt Godel y la formulación del teorema que ha subvertido la razón de la lógica de nuestro tiempo.

Cuando el sujeto se vuelve loco no pierde la razón sino que a veces puede llevarla hasta sus últimas consecuencias de manera mucho más rigurosa que el que ha sabido evitar ese agujero del sinsentido en lo real. Así puede entenderse ese aforismo de Chesterton que el propio Lacan citaba ya en su tesis de 1932: “El loco no es el hombre que ha perdido la razón; el loco es el que lo ha perdido todo, excepto su razón”. Y en efecto, se trata entonces de entender la lógica que guía a la sola razón una vez ha perdido su vínculo con el Otro para responder a la coyuntura del sinsentido abierto en la existencia.

¿Cómo situar en esta perspectiva la existencia del delirio?

2. El delirio como intento de curación

La hipótesis de Freud sigue siendo hoy de una radicalidad pasmosa ante el furor terapéutico del discurso del Amo que identifica locura con patología: el delirio, escribe Freud, no es la enfermedad, el delirio es el intento de curación. Cuando el sujeto delira está respondiendo con un andamiaje más o menos consistente al vacío vertiginoso del sinsentido que se ha abierto en su existencia.

Pero entonces, si el delirio es el intento de curación, se plantea de inmediato la pregunta: ¿y cuál es entonces la enfermedad? Freud no es muy claro al respecto, o mejor, es tributario de un tiempo en el que no se podía ver más claro: la enfermedad sería un desarreglo fundamental en lo que dio en llamar complejo de Edipo, un desarreglo en la estructura simbólica de las funciones paterna y materna como inductoras de las significaciones del mundo y de la realidad del sujeto. Lacan partirá de esta hipótesis pero pronto señalará que hay que ir más allá, más allá del Complejo de Edipo que se revelará como un mito, para explicar ciertos fenómenos, entre ellos el de la psicosis misma.

El primer modo en que Lacan situará al sujeto de la locura es distinguiéndolo de la figura del Yo como lugar de las identificaciones. El Yo, lo que solemos llamar “la persona” o “el individuo” identificados en una colectividad, no es el sujeto del inconsciente que sólo se designa en ese Yo como una instancia imaginaria. Así, Lacan podrá escribir en su texto sobre “La agresividad en psicoanálisis” de 1948:

“Solo la mentalidad antidialéctica de una cultura que, dominada por fines objetivantes, tiende a reducir al ser del yo toda la actividad subjetiva, puede justificar el asombro producido en un Van den Steinen por el boroboro que profiere: "Yo soy una guacamaya". Y todos los sociólogos de la "mentalidad primitiva" se ponen a atarearse alrededor de esta profesión de identidad, que sin embargo no tiene nada más sorprendente para la reflexión que afirmar: "Soy médico" o "Soy ciudadano de la República francesa", y presenta sin duda menos dificultades lógicas que promulgar: "Soy un hombre"”.

En efecto, sólo si distinguimos entre el ser del Yo y el sujeto que habla podemos entender la identificación del sujeto con un rasgo simbólico que siempre es relativo a la cultura en la que ha nacido, al Otro (con mayúsculas) en términos de Lacan. Entonces, “yo soy una guacamaya” puede ser una atribución de ser, una identificación del Yo, tan lógica como las que nos parecen obvias en nuestra cultura. Y la de “soy un hombre” puede ser más compleja finalmente, ya que un hombre habla y puede convencerme tal vez de que yo no soy un hombre al mismo título que él – es el principio del racismo – cosa que una guacamaya no hará nunca. Esta forma fundamental de la identificación supone simplemente que el sujeto no se confunde con su Yo, y que es por esta razón precisamente que ese sujeto no se vuelve loco. Por el contrario, el sujeto que enloquece se confunde con el Yo, o con cualquiera de sus imágenes tomadas del otro imaginario. El sujeto lacaniano es un sujeto que sólo existe dividido, como no idéntico a sí mismo, y que sólo se representa en el Yo sin creerse idéntico a él. Es por eso que puede soñar, o fantasear, sin creerse idéntico a lo que sueña o fantasea. Por el contrario, “si un hombre cualquiera que se cree rey está loco, no lo está menos un rey que se cree rey”.

Ven que por este sesgo hay una locura generalizada en la medida que el sujeto se confunde con su Yo, con lo que llamamos su personalidad, confusión a la que con frecuencia nos empuja el discurso contemporáneo. Y es por ello que el propio Lacan, cuando comenta años más tarde el título de su tesis de 1932, “La paranoia y sus relaciones con la personalidad”, dirá con cierta ironía que, en realidad, no es que la paranoia tenga relaciones con la personalidad, sino que la personalidad es la paranoia. La personalidad es paranoica en la medida en que tiende a confundir al sujeto con el Yo y hace de ese Yo el punto de referencia de toda la realidad subjetiva.

Podemos encontrar personas enteramente normales desde el punto de vista social que funcionan así, a veces a la perfección y en lugares eminentes. En realidad, la propia inercia del discurso social empuja al sujeto a ese lugar de confusión con su Yo. Y no sería osado encontrar en la realidad del discurso político funcionamientos de este orden, más allá de todo diagnóstico posible. Alguien como Manuel Vázquez Montalbán señalaba poco antes de su muerte la increíble inversión que se producía en la realidad entre los personajes de la política y las figuras del guiñol televisivo, hasta el punto de no saberse ya quién imitaba a quién.

Me dirán tal vez que poco tiene esto que ver con la locura que está encerrada entre las paredes de los hospitales psiquiátricos. Pero es que es precisamente allí, en ocasión de la práctica que llamamos “presentación de enfermos”, en la que un psicoanalista entrevista a un paciente ante un auditorio de estudiantes, donde pude escuchar de una mujer ingresada después de un intento de suicidio, quejarse de que la televisión le había robado su personalidad a base de multiplicarla, como si fuera en una industria en serie, en las mujeres de los políticos del país. Y, en efecto, era en su identificación última con La mujer del político, esa mujer que según el discurso común está detrás de todo gran hombre, como se había sostenido hasta ese momento de crisis subjetiva.

 

3. El síntoma y la invención de lenguaje

A partir de los años cincuenta, de la construcción de los tres registros y de la noción de significante, Lacan situará de una manera más precisa el sujeto de la locura como un efecto de la estructura simbólica del lenguaje. El análisis del texto freudiano sobre el famoso caso Schreber será ahora el paradigma del sujeto de la locura como respuesta a la llamada “forclusión del significante del Nombre – del – Padre”. El presidente de la corte de Dresde, Daniel Paul Schreber, había sido alguien enteramente normal hasta el momento en que se plantea la cuestión de la paternidad y desencadena un delirio paranoico como respuesta a la falta de ese significante en su mundo simbólico. Al contrario de la teoría de Kraepelin que defendía una aparición progresiva de la locura paranoica, el caso Schreber, como muchos otros casos de paranoia, demuestra la irrupción súbita del delirio a partir de un momento de “desencadenamiento”. Los fenómenos de lenguaje serán analizados como fenómenos de código y de mensaje en una trama textual que muestra un sistema lógico muy preciso y riguroso. Los fenómenos alucinatorios verbales serán estudiados como un efecto de anticipación de la significación en la cadena significante: algo del mundo exterior se impone al sujeto en una ruptura de la cadena significante que es entonces atribuida a lo real. El efecto de esta ruptura es la anticipación de la significación lo que se suele definir como la “intuición delirante”. El sujeto sabe que hay allí una significación, una “significación personal”, y aunque no sepa cuál, sí sabe que le atañe a él como sujeto y que debe descifrarla, cosa que se dedicará a hacer en el trabajo del delirio. La alucinación no es entonces un mero fenómeno de trastorno perceptivo, — “una falsa percepción” como se la define a veces todavía — sino un fenómeno de lenguaje que muestra la estructura misma del significante que se impone al sujeto en su dimensión de voz. Todos los fenómenos que se describen como “lenguaje interior” en la psicosis son en realidad la estructura significante del inconsciente a cielo abierto. El sujeto psicótico es precisamente el que tiene una relación continuada con la estructura del lenguaje que parasita su cuerpo y que experimenta como un hecho real. La pregunta que Lacan plantea entonces es ¿qué distingue al sujeto psicótico del sujeto que suponemos “normal”? Si el sujeto “normal” puede separarse de esa inercia del lenguaje es por la función del Yo que, como construcción imaginaria, hace de pantalla entre el sujeto y el Otro de la palabra. La función del Yo es la que me permite, por ejemplo, escuchar la radio o la televisión sin creer que los mensajes que se emiten van dirigidos a mí y aluden a mí. El sujeto psicótico, en el conocido fenómeno de la “alusión”, toma el significante como un mensaje dirigido en lo real a él como sujeto.

La respuesta del sujeto a este “fenómeno elemental” del lenguaje en lo real será el delirio mismo. El delirio es así el intento de curación del sujeto como respuesta a lo real del lenguaje. La figura paradigmática que encontramos en la clínica de las psicosis de esta respuesta del sujeto es el “neologismo”, es decir, la invención de nuevas palabras para designar ese real. A veces puede tratarse también de palabras comunes a las que el sujeto da una nueva significación. Vemos, por ejemplo, esta maquinaria neológica del lenguaje en la obra de un James Joyce, al que Lacan dedicará años después todo un seminario.

Por este sesgo se hace cada vez más relevante el uso particular que el sujeto psicótico hace de la letra como productora de significaciones fundamentales y como una forma situar una satisfacción extraña al cuerpo.

Quiero evocar aquí a Ramón Llull, verdadero creador de lengua y de neologismos, y alguien que operó con la letra de manera muy curiosa y anticipadora (por ejemplo de la informática). Ramón Llull, que quiso presentarse él mismo como un loco, “Ramon lo foll” o también el “Phantasticus”, tuvo en efecto crisis subjetivas importantes que lo redujeron en ciertos momentos a un estado de aniquilación subjetiva absoluta. De cada crisis salía, sin embargo, con un descubrimiento que no por más aparentemente loco incluía menos un grano de verdad histórica (como dice Freud del delirio). Uno de esos descubrimientos quedó fraguado en un neologismo que vino a designar precisamente la estructura misma del lenguaje en lo real del cuerpo. Se trata del “affatus”, neologismo que designa al lenguaje como un “sexto sentido”, tan corporal como el sentido de la vista o del tacto. Para Ramon Llull el sentido del lenguaje es tan real como el objeto percibido por el tacto. Es un ejemplo excelente de esa presencia “del significante en lo real” que Lacan estudia en los años cincuenta en la clínica de la psicosis.

Para responder a esa presencia alucinatoria del lenguaje en lo real, el sujeto construye un síntoma, una invención del lenguaje que le permita dar un sentido a ese real.

Puedo evocar también aquí a aquella mujer ingresada por primera vez en el hospital psiquiátrico después de haberse sentido echada de su puesto de trabajo y de su profesión en la empresa en la que trabajaba, empresa de una marca japonesa de automóviles. No era un despido, era un cambio de puesto, pero suficiente para hacerle entender que el gobierno japonés en peso, asociado con los líderes de la empresa, se habían organizado para hacerle cambiar la dedicación y el sentido de su vida. A partir de ese momento, su misión debía ser la investigación de la estructura genética del ADN para descubrir tanto al amo escondido en el poder oscuro que manejaba la empresa como, nada más y nada menos que al verdadero padre real de la humanidad.

La lógica de tal certeza, que hasta ese momento había quedado en silencio, pudo hacerse patente a lo largo de una larga entrevista en la que desgranó la articulación significante que existía para entre la marca de la empresa, “Hiunday”, y el “adn” cuyas letras están incluidas en esa marca. Pero sobre todo, este mensaje literal se hacía fundamental cuando manifestaba que en el “ADN” están las letras del primer padre, “Adán”. Hay que decir que el interés y la dedicación que esta mujer, de escasa formación previa, puso en su investigación no era poca cosa y que había sorprendido a todos los de su entorno con sus avances. Empezaba a ser una especialista en el tema, aunque ello implicaba periodos frecuentes de baja en la empresa, tiempo que dedicaba a su investigación. Si era ingresada de vez en cuando no era por un sufrimiento excesivo o por un posible peligro hacia ella o hacia los demás sino por la extrañeza que su delirio producía en ese entorno. El problema es que eso mismo la llevó a un asilamiento cada vez mayor y a ser medicada, debo decir que no de la mejor manera. La medicación que le administraban iba destinada a detener las alucinaciones y el delirio concomitante. Pero, como suele suceder en muchos casos, la idea delirante inicial había atravesado indemne meses de medicación, intocada. En efecto, la fuerza del delirio como intento de curación puede atravesar la vida del sujeto de manera mucho más eficaz que cualquier tratamiento farmacológico. Pero es preciso que alguien esté ahí para escucharlo y hacer, como decía Lacan, de “secretario del alienado”, de testimonio de un trabajo que no debería parecernos más loco que otro.

En los años sesenta, Lacan situará en el sujeto de la locura el lugar de una segregación producida por el discurso del Amo en su alianza con el progreso de la ciencia, y más precisamente, en sus efectos sobre la economía del goce. En ocasión de unas Jornadas sobre las psicosis en el niño volverá a leer su propia concepción de la locura de los años cuarenta en un párrafo que sigue siendo hoy memorable para entender ese sujeto de la locura:

“Lejos de que la locura sea el hecho contingente de las fragilidades de su organismo, es la virtualidad permanente de una falla abierta en su esencia. Lejos de que la locura sea un insulto para la libertad [concepción que sostenía la psiquiatría de un Henri Ey], es su más fiel compañera, sigue su movimiento como una sombra. Y el ser del hombre no sólo no puede ser comprendido sin la locura, sino que no sería el ser del hombre si no llevase en él la locura como límite de la libertad”.

Lacan extraerá ahora varias consecuencias de esta primera concepción de la locura y su sujeto.

La locura no es un fenómeno contingente del organismo, ni un azar genético ni una fragilidad somática. Es el horizonte (virtual) del ser del sujeto entendido como una falla abierta, como una división irreductible en su ser de lenguaje. El ser-para-la-muerte heideggeriano es, para Lacan, el ser dividido por el lenguaje y por el goce, el “ser-para-el-sexo” (entendiendo por sexo la articulación del lenguaje con el goce y no lo que se reduce a lo genital), el ser marcado por el sinsentido del uno y del otro. La locura es el testimonio irreductible de esa “falla abierta en su esencia” que sólo podría colmarse al precio, por una parte, de una ignorancia del ser mismo y, por otra, de la segregación de un goce que se presenta siempre como extraño a la homeostasis del principio hedonista del placer, principio en el que se funda siempre la identificación del Yo con la colectividad.

La locura como compañera, como sombra, como límite de la libertad, implica que la única pareja pensable para un sujeto que no renuncie a su deseo no será nunca la identificación con lo Uno de la norma, por bien fundada que se quiera pensarla, sino la pareja de su síntoma como verdadero límite de su libertad, en la medida en que ese sujeto se hace responsable de la elección de ese límite. Se tratará ahora para Lacan de definir ese límite en términos de goce, de la satisfacción pulsional del sujeto, goce cuya alcance no es tan simple para ese sujeto, ya que es a la vez lo que puede hacérsele más insoportable, más sintomático precisamente, hasta el punto de segregarlo como un goce de lo Otro, una alteridad imposible de tolerar. En esta perspectiva, toda construcción simbólica, toda acción humana, también la del propio síntoma, tiene “como esencia y no como accidente” refrenar el goce, ponerle un límite que será leído entonces como locura.

En todo caso, es en ese límite de la locura donde el goce de lo Otro se hace presente para cada sujeto, pero sólo es también ahí donde su ser puede ser comprendido.

4. Del síntoma al sinthoma

En este punto, el síntoma del sujeto — no como contingencia orgánica sino como mensaje cifrado de su goce más ignorado — es la construcción que le permite situar ese goce del Otro como intolerable. Y ello a través de una experiencia de sentido sólo pensable en el mundo simbólico del lenguaje.

Del mismo modo que Heidegger podía decir que, a diferencia del ser humano, un animal no muere, simplemente perece, podemos decir que no sufre de un síntoma, simplemente padece un daño. Por el contrario para el ser del lenguaje, el síntoma, como la locura es desde el principio una experiencia de sentido en el campo del goce pulsional.

En efecto, es en la relación del sujeto con el conjunto de la estructura del lenguaje como el sujeto, psicótico o no, puede construirse un síntoma que haga función de respuesta a lo real. Pero para entender esta función eminente del síntoma hay que desmarcarse de la concepción que el discurso higienista — el discurso del Amo actual sobre la salud mental — tiene de él como una mala respuesta del organismo, que hay que borrar del mapa. (Digamos de paso que cuanto más se empeña en hacerlo desaparecer por una parte, más retorna en múltiples formas, con nuevos sentidos, por otra. La proliferación de nuevas descripciones del manual de trastornos mentales “oficial” del DSM, da buena cuenta de ello). Es preciso volver aquí a la concepción que Freud introdujo del síntoma, no como una inadaptación del sujeto a la realidad, no como una respuesta del sujeto que hay que corregir o liquidar, sino como la respuesta que el sujeto tiene para responder a una realidad siempre inadaptada.

El síntoma, como la propia locura, es una construcción simbólica, una estructura significante, y es también una satisfacción substitutiva de lo que Freud definió como la pulsión. En el síntoma hay un mensaje cifrado y a la vez hay una satisfacción, un goce, que el sujeto no puede sentir como tal, que sólo siente traducido como displacer. Averiguar la cifra de ese mensaje puede ser una forma de librarse de ese displacer para hacer otro uso de su síntoma.

El síntoma tiene aquí una función positiva y es para subrayarla que Lacan construyó, a su vez, un neologismo que diera cuenta de la construcción simbólica que representa para el sujeto y de la satisfacción del goce. Fue hacia los años setenta, hacia el final de su enseñanza y siguiendo la lectura de Joyce, cuando Lacan crea el neologismo del “Sinthome”, retomando la etimología francesa del término que incluye diversas significaciones.

Se trata aquí del sujeto de la locura tal como Lacan lo aborda en el último periodo de su enseñanza, en los años setenta, cuando toma la obra y el caso de James Joyce como referencia. En el caso de Joyce, donde este síntoma tiene efectos de creación, la obra misma, el trabajo de escritura cumple la función de una suplencia, de un andamiaje simbólico, en un uso y un goce de la letra fuera de sus efectos de significado común. La escritura de Joyce, especialmente en su última obra “Finnegans Wake”, al igual que muchas otra producciones del sujeto psicótico, hace un uso del lenguaje y de la escritura fuera de las significaciones comunes.

Lacan creará otro neologismo para designar este uso y este goce de la lengua, presente en toda producción del inconsciente (presente tanto en el jeroglífico del sueño como en la metáfora de cada síntoma). Este neologismo es “lalengua” (lalangue) escrito todo junto para marcar su carácter de letra, de materia fónica fuera de los efectos de significación comunes. El sujeto de la locura es ahora el sujeto más cercano al ser de goce de “lalengua”.

A partir de esta nueva perspectiva, podemos hablar de la locura del “sinthoma”, donde el trabajo delirante puede considerarse como la construcción de un síntoma más allá de los referentes comunes del discurso, más allá de lo que hemos situado al principio como la referencia al Edipo freudiano, a los significantes del Nombre del padre establecidos.

Para decirlo en los términos de este encuentro: el “sinthoma” es la locura necesaria de cada sujeto para responder a lo real del mundo, a la imposibilidad de adaptarse a ese real, cuando los significantes paternos se muestran en un progresivo declive para ordenar el goce. El “sinthoma”, en el sentido que Jacques Lacan dio a ese término, es la locura necesaria de cada uno para no volverse loco en el campo del goce.

 

 

1 Conferencia realizada en el 41 Congreso de filósofos jóvenes sobre “Filosofía y Locura”, Barcelona 14 de abril de 2004.

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