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Metaphora

Print version ISSN 2072-0696

Metaphora (Guatem.)  no.3 Guatemala Nov. 2004

 

LA LETRA (Columna mensual del GEPG en "El Periódico")

 

Que el diablo no te queme

 

 

Susana Dicker

Grupo de Estudios Psicoanalíticos de Guatemala

 

 

Dice André Bretón en "Manifiesto del Surrealismo": "Lo que hay de admirable en lo fantástico es que ya no hay nada fantástico: sólo hay realidad".

Esta frase podría haber salido de la letra de Sigmund Freud donde fantasía y realidad, al igual que fantasía y mito se sostienen, uno a otro, permitiendo el pasaje de ida y vuelta entre lo individual y lo colectivo, lo personal y lo social.

Hay una vieja tradición guatemalteca y un viejo ritual que la transporta donde los dos protagonistas, el diablo y el fuego, metaforizan lo más intrincado, la esencia misma del hombre y de su ser social.

El diablo, figura presente en la tradición popular guatemalteca, es tema frecuente en la literatura, teología, antropología, etnología, iconología. Todas hablan de él, pero el diablo también habla y la suya es una palabra poderosa y seductora, vehículo de tentación. Representa la regresión hacia el desorden, hacia la disolución física y moral a la que conducen las pulsiones, el deseo, las pasiones, las artes mágicas y la perversión. Su figura simboliza las fuerzas que turban y debilitan la conciencia: es centro de la noche por oposición a Dios, centro de la luz. Oposición que pone en evidencia el mal, puesto que las tinieblas- en sí mismas- no son maléficas. Dios y el Diablo, oponiéndose, sostienen la tensión entre lo que divide y destruye, y lo que unifica construyendo, que está en la esencia misma del hombre.

Si hay algo que hace peligroso al diablo son sus múltiples apariencias (los demonios) y la capacidad de engaño. Pero más aún la representación de Satán o Satanás, encarnación del Mal Absoluto, donde el pasaje de lo plural a lo singular nos acerca a una conclusión insoportable: él no sólo es lo exterior, lo extraño; lo llevamos dentro. Nosotros somos el diablo. De ahí nos autorizamos a preguntamos: en "la Quema del Diablo" ¿qué quema la gente? La misma, como una tradición que insiste sosteniéndose a través de siglos, reedita en su ritual un intento siempre fallido de purga y expiación. Vencido, quemado, el diablo siempre resurge, desde lo más desconocido y pulsional de cada ser humano, desde lo más oscuro e imaginario de lo social, actualizado en pura repetición, como intento renovado de búsqueda de un sentido, pero también como intento renovado de concentrar nuestro satánico interior en esa figura que nos lo exculpa y lo expía.

Alguna vez y en alguna medida, todos hemos sido culpables de algo. Pero aquello de lo que los demás se culpan o pueden ser culpados es algo distinto de lo que me culpo yo. Mi culpa me singulariza, más allá de que la viva o experimente siempre en relación con los otros. Para el psicoanálisis, cada ser hablante no puede efectuar su trayectoria de ser mortal sin reconocer sus fechorías; sin reconocer su complicidad en ellas. Y busca a otro que las sancione... pero para obtener la autorización para continuar... ¿Quema el diablo?

El tema de la culpa, en Freud, está totalmente enlazado al tema del padre y a su asesinato (sea imaginario o simbólico). El parricidio es el crimen principal y primordial, tanto de la humanidad como del individuo. Es la principal fuente del sentimiento de culpa. Parricidio y culpa, en el desarrollo freudiano, hacen de eje y articulador entre lo individual y lo colectivo; recorren el malestar -efecto de cultura- y ligan a la culpa con una deuda simbólica que se instala en el momento mismo de un acto fundador en el que el hombre gana su estatuto de sujeto y la sociedad se inscribe en una alianza basada en el derecho.

Ese acto inaugural encadena tanto al hombre (en su historia personal) como a la sociedad (en su garantía contractual) en un mínimo posible de represión que produce una ruptura inicial entre lo humano y lo animal (¿hombre o demonio?). Es creación de la condición humana al mismo tiempo que es creación de la sociedad. Es un pacto inaugural para cada sujeto como lo es para la sociedad. Y Freud sólo puede explicarlo a través del mito, respondiendo a sus interrogantes desde lo simbólico. Lo hace en "Tótem y Tabú" pero, también, tomando de la tragedia griega el mito del Edipo y trasladándolo a la historia de cada hombre: hay una relación ambivalente del hijo hacia el padre, en la que quiere eliminarlo como rival al mismo tiempo que lo ama. En la historia de cada hombre, esa ambivalencia se conjuga en la identificación al padre: quiere estar en su lugar porque lo admira, pero también quiere eliminarlo para poder ser. La amenaza de castigo resigna este deseo y toma la forma de una prohibición interior. Inaugura el sentimiento de culpa y con ello el circuito culpa-expiación. Somete a cada sujeto desde lo más íntimo y provoca una separación en el mismo yo: Yo soy, tu eres... ¿hombre, diablo o Dios?

Hay un sesgo patriarcal en el paso de lo individual a lo colectivo: para el monoteísmo Dios es un padre; para las religiones, el antropomorfismo es soporte desde las proyecciones infantiles del padre omnipotente. Si los hijos idealizan al padre es para hacerlo sobrevivir. Idealizando juntos se hace suma. Se hace sociedad. Se hace religión. Se da realidad al Ideal.

Pero si esa Pasión al padre no encuentra sostén simbólico es suficiente para que lo reprimido inicial, para que la paranoia primitiva retorne como pura repetición. Y ahí estará el Diablo al lado de Dios. Ahí estará la muerte al lado del Ideal y ahí estará el ritual buscando infructuosamente quemar ese resto vivo de una muerte simbólica, de una muerte mítica que no termina de inscribirse.

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