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Revista de Psicología Universidad de Antioquia
versão On-line ISSN 2145-4892
rev. psicol. univ. antioquia vol.5 no.2 Medelin jul./dez. 2013
RESEÑA
Contra la memoria
David Rieff (2012).
Debate: Colombia.
Traducción de Aurelio Major.
Orlando Arroyave Álvarez1
1 Departamento de Psicología. Universidad de Antioquia
Para citar este artículo:
Arroyave, O. (2013). Contra la memoria [Reseña del libro Contra la memoria, por David Rieff (2012)]. Revista de Psicología Universidad de Antioquia, 5 (2), 131-134.
El libro Contra la memoria, del escritor David Rieff, es un intento provocador de socavar la ilusión de nuestra fe en la memoria, principalmente, la que denominamos histórica y colectiva.
Para David Rieff, una larga tradición en Occidente ha exaltado la memoria en su dimensión épica, como lo hacía Kipling al endiosar al imperio británico. Los imperios tienen sueños de eternidad. En honor a Kipling, este comprendió en sus últimos años, no sin melancolía, que lo que los hombres han exaltado luego se convierte en cenizas y olvido. Los poetas como Shelley ya habían enunciado esa condición efímera de cualquier creación humana, incluyendo las marciales.
La comprobación empírica de lo fugaz de cualquier obrar humano puede ser abrumadora y, sin embargo, nos gusta pensar en la perdurabilidad de las cosas, las relaciones con los otros o nosotros mismos, quizá porque es difícil ''fomentar o conservar una conciencia moral en una sociedad semejante'' (p. 22), que, sin engaño, acepta la provisionalidad de todo lo existente. El bello texto de Freud, Lo efímero es una sutil reflexión en torno a esta perturbadora idea.
Adolfo Hitler, en el año 1939, justificaba el exterminio, por parte de los alemanes hacia otros grupos sociales al recordar, ''¿Quién, al fin y al cabo, habla hoy del aniquilamiento de los armenios?'' (citado por Rieff, 2012, p. 55). El exterminio de los armenios, veinte años antes de la frase del dictador, fue el primer exterminio de un pueblo por razones étnicas del siglo XX; su exterminio dio la invención del concepto, problemático, de genocidio.
La glorificación de imperios o Estados, forjada en espejismos de eternidad, no es más que la ilusión identitaria e histórica de la experiencia que tenemos con nuestros antepasados y nuestras proyecciones futuras. Esta hace parte del frágil referente que llamamos memoria colectiva.
Esta es una ilusión necesaria, pues, a pesar de ''las patrañas [...] con las que los kantianos se consuelan'' (p. 23), afirmando la conmensurabilidad en asuntos morales, la verdad es que hay una inconmensurabilidad entre la realidad y la necesidad.
El hombre, esa ''breve pieza musical'', como la define el autor a la especie humana, ha utilizado el concepto de memoria colectiva por su utilidad emocional e intelectual, ya que le permite tener el recurso de la eternidad, como consuelo y fuerza identificatoria como especie, grupo social, cultural o personal.
Para Rieff la esencia de la memoria histórica, fundamento de la memoria colectiva, tiene más proximidad con la identidad psicológica que con la precisión histórica o la ''hondura política''. La idea de una construcción nacional, hoy tambaleante por una globalización a la vez plural y homogénea, se configura a partir de esas identidades colectivas, sin asidero en lo fáctico. Cuestionar los mitos nacionales, implica socavar parte de la identidad de un pueblo o una nación; lo que es inevitable, pues los países, las naciones o los pueblos, incorporan elementos antiguos y nuevos a su configuración colectiva, o, cuando no, se produce una disolución de esa identidad colectiva. Las culturas se transforman a veces en forma acelerada, casi siempre en forma lenta. Cada año, el dato lo trae Rieff, diez lenguas minoritarias se extinguen. Todos los imperios, tarde que temprano, fenecen.
La memoria colectiva tiene para nosotros, además de una función identitaria, después de los horrores bélicos de las últimas centurias, una pretendida fuerza moral o ético-política. La memoria colectiva es el intento de reconstruir y dejar testimonio de los horrores padecidos en los conflictos armados o los abusos de los Estados.
La memoria, quizá desde mediados del siglo XX, con los horrores de los Estados totalitarios europeos (stalinismos, fascismo, nazismo), invocó el viejo sueño ilustrado de encontrar, por fin, una moral universal, compartida por todas las naciones, como se comparten, casi con naturalidad, el capitalismo y la migración. Para Rieff, este ''esperanto moral'', noble y deseable, es, a pesar de su fuerza moralizante, una ''esperanza desperdiciada'' (p. 39).
Se invoca, dentro de esta fe, casi dogma de la moral laica, que hay una relación necesaria entre la verdad, la justicia y la paz. La memoria colectiva, entrañaría esta santa triada de la modernidad. Se afirma, casi sin duda, que más memoria, trae más justicia y paz, y algo de dignidad para los vejados por esos exabruptos propios de los totalitarismos; las evidencias empíricas no avalan este aserto.
Se puede exigir la máxima de verdad, o la máxima justicia, y sin embargo, obtener lo mínimo, cuando no nada. Elie Wiesel (al que Rieff califica como un autor de reclamos melodramáticos) afirmaba, haciendo eco de esta triada, que ''la justicia sin memoria es incompleta, falsa e injusta. [Pues] El olvido sería el triunfo definitivo del enemigo'' (p. 55). Para Rieff, esa radicalización de la memoria de crímenes como el holocausto, siempre condenables, no revivirá los muertos y sirve de poco en lo práctico.
La ausencia de la memoria colectiva se presenta, esa es la queja, como un desastre moral o político. Se nos conmina a no olvidar las atrocidades del pasado. Esa invocación tan noble, se convierte al pasar el tiempo, en una anécdota o una fecha conmemorativa sin fuerza sentimental o moral para las generaciones venideras. Los traumas que sufren los supervivientes de un conflicto armado se transmiten hasta la generación siguiente, o tal vez hasta la tercera; casi nunca va más allá. Las generaciones posteriores no hacen como suyas estas obligaciones morales o políticas que padecieron los padres de sus abuelos.
La paz soportada sobre la memoria reivindicativa y dadora de justicia, es casi imposible. Hay ejemplos exitosos como el sudafricano, en que ''los afectados habían cometido un crimen o eran víctimas de uno (o parientes de una víctima)'' (p. 67), pero en la mayoría de veces la memoria sirve de poco para mitigar el dolor, para dar paz, para traer justicia o dar reparación a las víctimas en sus múltiples afectaciones. La memoria histórica no es pacificadora; privilegia, en cambio, las semillas futuras de la guerra como el rencor, ''los martirologios contendientes y la animadversión perdurable'' (p. 68).
Para Rieff, y puede ser una conclusión políticamente incorrecta, lo que trae la salud a una sociedad o un individuo, no es su capacidad de recordar, sino su capacidad para el olvido. No es que el ensayista admita que debe dejarse suelto los criminales por las calles, sino que al final, a pesar de los lloros y las proclamas, la tendencia de los humanos es hacia el olvido. El pasado se vuelve anodino y poco importante para las generaciones futuras.
Los gestos de perdón son necesarios y el poder catártico de la memoria es conveniente, mas la verdad no debe estar sobre otras consideraciones como la paz o tranquilidad pública. La paz y la justicia no se logran solo con una memoria que busca reconstruir el dolor padecido o la invocación de los derechos humanos. Muchas guerras cesan, y los defensores de los derechos humanos lo saben en lo empírico, sin una amplia justicia. Rieff afirma que ese imperativo de verdad y justicia, siguiendo al metafísico Kant, que se pone como ''jerárquicamente'' por encima de toda otra consideración moral, es poco práctico.
Pragmáticamente, se prefiere una paz injusta a la continuación de la masacre, la muerte y el padecimiento continuo. Puede que los defensores de la memoria tengan razón, más la experiencia muestra que la paz y la justicia pueden ser adversas en algunas ocasiones (p. 71). Los que piensan que justicia es sinónimo paz, se engañan.
Rieff se arriesga a proponer una ''defensa moral de una ética del olvido''. Lo que no implica un Alzaheimer moral. No podemos prescindir de la memoria. Tampoco sostiene que no haya que rendir memoria a los muertos; eso nos empobrecería moral y psicológicamente en una forma trágica (p. 95).
Mas los pactos de olvido, dentro de reglas de juego, pueden conducir a una paz duradera. A veces lo importante son los propósitos comunes para progresar, o lo que llamamos progresar hoy. La unidad de una nación no es poca cosa. A pesar de nuestra invocación del deber moral de la memoria, el olvido, concluye Rieff, es, por el contrario, una necesidad para una ''sociedad pacífica y decente'' (p. 51).
Quizá Rieff tenga razón, y su mirada, más pragmática que cínica, ayude a entender la dificultad de hacer partícipe a otros de lo padecido por colectivos o individuos, pero no podemos olvidar que quizá ''no haya otra memoria que la memoria de las heridas'' (Milosz citado por Rieff, p. 73).
Puede que Rieff no esté convencido de la sabia frase de Nietzsche, ''es totalmente imposible vivir sin olvidar'', mas quizá ''la paz en cualquier sentido estricto, es decir, duradera, es imposible sin él'' (p. 115).
Este libro puede orientar en el debate sobre el uso de la memoria colectiva, los horrores padecidos y el perdón, en países que padecen conflictos armados y que sueñan con la paz. Puede orientar preguntas, respuestas o dar, simplemente, perplejidades.